Pancho Cortina no es hombre de mucha paciencia, ni puede creerse que se quedará quieto por demasiado tiempo. Tanto más que, en la situación a que hemos llegado, cuantos alientan en alguna medida esperanzas razonables -y mientras hay vida, hay esperanzas- tiene que cifrarlas, siquiera sea por exclusión, en esta figura, ya desde antes prometedora, o amenazadora y temible si se quiere; pero ¿hay acaso tanto donde elegir? Así, pues, en el curso de mi conversación con Loreto…
El relato de esa conversación se me quedó entonces por la mitad, y no voy a volver ahora sobre él, porque eso sería el cuento de nunca acabar. De otra parte, repasando mi escrito me percato de que, a fin de cuentas, no he conseguido reflejar con fidelidad sus términos. Ni quizás podría conseguirlo por más que me esfuerce: entre las infinitas cosas que la buena señora deja caer en su charla con esa manera tontona, insustancial y deslavazada que le es propia, yo, inevitablemente, selecciono siempre, según mi peculiar interés, tan sólo aquello que tiene alguna punta; con lo cual parecería -y no es cierto- que mi parienta política fuera persona de relativa agudeza, y que sus apreciaciones comportaran más intención de la que ella es capaz de darles. Mejor será, por esto, limitarme a extraer, si acaso, el resultado de mis sondeos, averiguaciones o investigaciones de historiador, prescindiendo de las palabras vagas en que vinieron envueltos [186].
Después de todo, esto que hago aquí no es sino mera colecta de datos, sobre cuya base podrá levantarse luego el edificio histórico que planeo.
Retendré, pues, y consignaré, abreviado, lo que para tal finalidad importa, y en particular lo relacionado con dos personalidades que desempeñaron, desempeñan y quizás desempeñarán papeles de primer plano en la tragedia de nuestro país [187] -me refiero, concretamente, a este Pancho Cortina, y al viejo Olóriz.
Respecto del primero, la actitud de doña Loreto es casi por completo negativa: rezuma antipatía. ¿Por qué? Pues, si no estoy muy equivocado, por contagio de mi tío Antenor, quien no dejaría en vida de haber transparentado -él era transparente- algunos sentimientos de recelo y despecho -muy justificados, desde luego- ante la carrera demasiado rápida del joven parvenú [188]. Parecería que las cónyuges, aun aquellas que de otras cosas no entienden ni les importa, eso en cambio lo huelen de inmediato, pues se apresuran a tomar posición, muchas veces a ultranza y con indiscreto exceso; y asombra la cerrada solidaridad que en tal punto establecen con su marido mujeres que por lo demás les son desafectas y aun hostiles. No diría yo que fuera éste el caso de Loreto con mi tío Antenor, pero ¿por qué detesta así a Cortina? El despecho y el recelo del difunto estaban, como digo, harto justificados; pero tampoco tenía él demasiada viveza de carácter, ni desde luego la bastante imaginación, para anticipar los sinsabores que la muerte vino oportunamente a ahorrarle. En realidad, uno de ellos, y no minúsculo, fue lo que se la produjo; las memorias de Tadeo ilustran sobre el caso: por ellas sabemos el disgusto enorme que a mi pobre tío le ocasionó la incalificable desconsideración del Presidente decretando el ascenso de su paniaguado sin tan siquiera haberse tomado la molestia de advertir a quien, después de todo, era el ministro de la Guerra. Antenor reventó, como quien dice, del puro berrinche. Y mayores le esperaban, si no se despide a tiempo de esta perra vida. Ya se vio cómo, apenas fallecido el general Malagarriga, en lugar de sustituirlo en la cartera de Guerra, dividió Bocanegra el Ministerio en tres Subsecretarías independientes, confiadas a sendos coroneles de las respectivas armas, y todavía creó otra Subsecretaría -independiente también: la Subsecretaría de Orden Público- para Pancho Cortina… ¿Quién no iba a darse cuenta del camino que las cosas llevaban? No sugiero, ni por mientes, que Loreto se diera cuenta; pero las mujeres todas tienen un olfato muy fino para detectar la fase de pugna personal en cualquier proceso; de modo que, sin saber a punto fijo el motivo, bastaría la preocupación de Antenor para que ella decidiera abominar a Pancho.
– A Pancho, yo estoy casi seguro, tía Loreto, de que doña Concha se lo tenía también conchabado de alguna manera que a lo mejor ni usted misma conoce. Esa llamada telefónica con palabras medio envueltas ¿no es ya bastante sospechosa? Luego, está el hecho bien extraño de que el disparo de Tadeo sonara después de haber anunciado ella el asesinato… En fin, no me gustaría hacer juicios temerarios, pero tampoco pondría la mano al fuego… ¿Quién dice que esa desdichada señora, aterrorizada tal vez con los mensajes de ultratumba, no armó ella misma la trampa en que fueron cayendo todos, uno tras otro, e incluso… -sugerí para, al excitar su animadversión y su amor propio, hacerle que hablara.
No rechazó de plano mi insinuación, pero la ofendía, visiblemente, el supuesto de que ella pudiera ignorar algo; la ofendía, tanto más al tener que admitir… En fin, las arruguitas de su boca embadurnada trazaron una mueca de reproche retrospectivo hacia su íntima amiga.
– Era tremenda Concha -reconoció. Pero no pude sacarle otra cosa, quizás porque en efecto se le habían escapado las mejores.
Como recurso postrero, le planteé con toda sinceridad:
– Vea: mi teoría es que doña Concha, fuera de tino, repito, con el susto que los espíritus le habían metido en el cuerpo, resolvió, ya a la desesperada, acabar de una vez con el marido y con el amante, con Bocanegra y con Tadeo; y a tal fin negoció un contubernio con Pancho Cortina, que es un desalmado, para que éste se alzara con el santo y le dejara a ella siquiera parte de la limosna [189]. ¿Qué le parece, tía Loreto?
Loreto me miró con los ojos atónitos, y meneó la cabeza. Jamás le había pasado por ella cosa semejante. Bueno, ¿a qué insistir sobre el punto? Continué:
– De modo que si no es por la casualidad de que el diablo se enredó en su propio rabo; o sea de que Pancho rodó escaleras abajo y se partió el coco, ahora sería él, a lo mejor, el Primer Damo de la República [190].
Le eché una mirada, espiando su reacción; pero la reacción fue nula. De modo que, en vez de mencionar, como traía pensado, el rumor corriente ya -hasta Sobrarbe lo conocía- de que uno de los triunviros, el sargento Falo Alberto, le había lanzado un cable a su antiguo jefe, aún hospitalizado, y de que estaban ambos en recados y tratos secretos, pasé adelante, y proseguí:
– Tendríamos un dictador quizás, en lugar de la Junta que hoy nos gobierna -agregando-: Más vale así, ¿verdad, tía Loreto?, para nosotros. Siempre es una garantía que los miembros del Triunvirato sepan escuchar a personas de seso y de experiencia, como por ejemplo nuestro señor Olóriz.
Ella sonrió. Ya estábamos sobre el tema. Al comienzo de mi visita había tenido yo buen cuidado de recalcarle que era el viejo Olóriz quien me había proporcionado sus señas actuales o, mejor dicho, el número de su teléfono. Ahora, asumí un aire meditabundo, y reflexioné con morosidad: ¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas! ¡Pensar que un hombre pueda alcanzar la edad provecta sin que las circunstancias le hayan brindado jamás su verdadera oportunidad; pasarse la existencia entera trampeando, sin poder desplegar sus magníficas facultades innatas, para que luego, muy a deshora, cuando ya apenas si puede disfrutar de ello ni casi moverse de su asiento, venga a caerle de pronto entre las manos un poder tan desmesurado como el que ahora detenta el señor Olóriz!
Mi reflexión no era improvisada, ni tampoco fingida, si se quita la modulación particular que uno imprime a sus pensamientos en atención a la persona con quien habla. Era sincero, pues la verdad es que nunca se sabe; nunca sabe uno nada, ni de los demás, ni siquiera de sí mismo. Puesto en tal o cual coyuntura, cualquiera es capaz de darle una sorpresa al lucero del alba. ¿Quién hubiera pensado que este inmundo carcamal, este venerable anciano, el señor Olóriz, desde su butaca de valetudinario iba a estar en condiciones un día de divertirse jugando así con la suerte ajena?… Aunque sea volver al tema de la suerte -la de él, la de los demás, y la de todos-: es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas, aunque haya desaparecido ya casi por completo de mercados, tiendas y bares. Y el viejo Olóriz continuaría entregado a su oscura profesión, ahí en los fondos de su casa, tal cual yo lo había conocido tiempo atrás, y como lo conocieron también cada uno de los tres orangutanes que integran hoy el Directorio o Triunvirato: frotándose las manos de gusto y de maña, muy complacido en mangonear esa turbia provincia subterránea de los Servicios especiales, que le proporcionaba dinero y otras satisfacciones menos conmensurables; pero insignificante después de todo; un sujeto anodino, despreciable para muchos; a lo sumo, pintoresco y un poco irritante, pero nada más. ¡Y éste es el hombre terrible de cuya boca desdentada, de cuyos labios flojos, de cuya lengua vacilante, de cuyo cerebro turbado cuelga hoy el destino de todos nosotros!
Esperaba yo que su sobrina, mi tía Loreto, cuya influencia lo había colocado al comienzo del régimen en un puesto que tan estratégico iba a resultarle, ofrecería ahora a mi voraz curiosidad de historiador algún dato, algún antecedente, un rasgo retrospectivo siquiera, que iluminara el hecho tan inesperado de su tardía vocación de poder. Pero ella no quiso; se mostró reticente.
– Yo no veo que ese poder sea tan grande, Pinedo -respondió con ingenuidad a las ponderativas reflexiones que yo había avanzado.
¿Se hacía la tonta? O quizás era que ni aun ella medía la magnitud de la siniestra influencia desplegada a la chita callando por su pariente. A lo mejor, si a él mismo se le pudiera plantear semejante cuestión, se mostraría sorprendidísimo: ¿qué poder? Era verdad: había ayudado a los bisoños gobernantes del pueblo con algún consejo que ellos estimaron en más de lo que valía; la casualidad quiso que fueran antiguos «clientes» suyos, y que se fiaran de él, reconociéndole una autoridad sólo debida a sus muchos años. Y luego, pasadas las jornadas primeras tras de la muerte de Bocanegra, en las cuales el desorden revolucionario cubría, amparaba y cohonestaba la satisfacción de los más impacientes rencores, cuando ya la violencia entró en las vías de la costumbre, ¿qué de extraño tiene que, por virtud de la costumbre misma, la oficina de Olóriz se convirtiera en cuartel general del asesinato organizado? Si la función crea el órgano, también el órgano puede crear la función [191]… Por lo demás, el viejo nunca había abandonado su actitud reticente de esfinge decrépita; nunca se estiraba a dar órdenes, y en eso residía precisamente el secreto de su arte; quizás aquellos famosos consejos tampoco habían pasado de ser ambiguas y malvadas insinuaciones: no sé. Pero en este otro asunto específico de la seguridad pública sé muy bien, en cambio, que, como un hurón en su cueva, aguarda él que vayan a buscarlo, a sonsacarle nombres, a arrancarle sugestiones; y sólo después de muy rogado se aventura a expresar cuan prudente sería, en circunstancias tan delicadas como las actuales, no perder de vista a zutano, o a mengano. Con lo cual basta para que, a la mañana siguiente, ya mengano y zutano hayan dejado para siempre de constituir objeto de preocupación pública… Es un deporte, una cacería, casi un vicio… ¿Qué le importa al tirador la congoja de la pieza? La cuestión es tener piezas sobre qué ejercitarse; nada más. Hasta he podido presenciar un día que la crapulosa esfinge susurraba el nombre de cierto comerciante fallecido hacía dos o tres años; y al darse cuenta por la estupefacción de quienes aguardaban su sentencia y comprender que había flaqueado, protestó que él estaba demasiado viejo, y no sabía lo que se decía, y se había confundido, y equivocaba los nombres; que por favor no le hicieran caso, pues a quien había querido aludir, claro está, era a fulano, el cuñado del otro; no, no -rectificó todavía-, a mengano, su hijo; no me hagan caso; ¡ay!, no me pregunten, ya estoy demasiado viejo… ¡Con tanto mayor celo obedecen entonces sus indicaciones y siguen sus caprichosos rastros!
En estas condiciones, ¿cómo no comprender, y perdonar -pues la necesidad carece de ley-, que cada cual, si no encuentra modo mejor de proteger su pellejo, trate de disimularse entre la jauría, en evitación de que, un día u otro, a falta de más apetecibles piezas…?