¿Qué comentario merecería todo esto? Si no fuera por las consecuencias trágicas a que nos ha conducido, sería cosa de risa. Pero prescindamos de comentarios, por lo de más, inútiles, y continuemos copiando las memorias del increíble Tadeo. «Me metí en la cama, excitadísimo -prosigue-, y sobre todo rabioso, colmado por esta escena de última hora, casi entre puertas, con Concha sujetándome por la manga en la alcoba de la tal doña Loreto o doña Alcahueta. Maldecía la hora en que me trajeron a la Capital y me envolvieron en esta vida y estas intrigas que tantos dolores de cabeza iban a producirme. Estaba cansado, agotado más bien, pero muy nervioso, y por eso tardé no sé cuánto tiempo en conciliar el sueño; lo concilié, pero dormí mal y, para colmo, tuve una pesadilla. Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños [168]. Comparecía en realidad -así me lo expresó- para confirmarme y corroborarme, aun cuando no sin rectificaciones, precisiones y puntualizaciones, lo que la médium había declarado. A diferencia de la escueta rudeza con que se manifestara durante la sesión, el doctor se mostraba ahora en el sueño muy verboso, y muy dentro de su habitual estilo y manera. Me declaró que comprendía perfectamente mis dudas, porque esa médium (tú, con tu indefectible perspicacia, lo has de haber observado sin duda) es lo que yo llamaría una coprófaga consumada, y mal podría yo hablar por su boca. ¿Entiendes, Tadeo, cómo el uso de vocablos griegos permite a las personas cultas formular ciertos conceptos eludiendo la grosera elocución del vulgo? Coprófago: de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento. Pues eso es ella: una coprófaga. ¿Reconocías tú acaso mi lenguaje refinado en la rusticidad o, más exactamente, plebeyez de sus palabras? ¿A que no? Claro que no. Una completa inepta. Pero yo no tenía otro medio de hacerme oír, otro vehículo más idóneo, y tampoco podía andarme con remilgos, pues me importaba mucho comunicar contigo… El doctor traía un pañuelo de seda al cuello y, para poder hablar, se lo separaba con el dedo y estiraba el pescuezo. Yo le hice la broma de costumbre: le pregunté si es que lo estaban ahorcando; y a él le rebrillaron de ironía los ojos. Por primera vez me daba yo cuenta de que la broma le hacía gracia. Sin embargo, simuló ponerse serio para reñirme. -Ésas son bromas de mal gusto, que no debes gastarle a quien te merece respeto, ¿me entiendes? Te lo paso, porque sé bien que lo haces sin mala intención y que en el fondo me quieres. Pero parecería que no te interesa demasiado lo que he venido a decirte -añadió-; no me interrumpas más, por favor-. Interesarme, me interesaba mucho; no era eso, no es que lo hubiera interrumpido porque no me interesara, sino que no tenía prisa de escucharlo, y estaba seguro de que iba a decírmelo de todas maneras. En sustancia, me lo había dicho ya: venía a confirmar, etcétera. Y así cuantas veces volvía a hablarme, otras tantas lo interrumpía yo. Hasta que por último, me dice: Au revoir; y me saca la lengua, larga, larga, de lo más chistosamente. Ahí termina mi sueño.
»Puesto así en palabras, como si fuera el relato de algo sucedido, la significación de todo ello cambia; ya es otra cosa. Contar un sueño es siempre falsificarlo [169]: el sueño contiene ciertos elementos que no se pueden describir; y en esos detalles inexpresables, en las proporciones -digamos- ligeramente alteradas de la cabeza y miembros, en la proximidad excesiva o el excesivo alejamiento, en una particular debilidad de la voz, en la longitud poco natural de una pausa, es donde está todo el busilis. ¿Por qué la visita del doctor tuvo que causarme una impresión cómica -tanto, que me desperté riendo- y, a la vez -lo cual resulta contradictorio-, me hundió en una especie de aura desoladora [170] y casi ominosa, tan profundamente desagradable? Me desperté riendo [171], pero angustiado. Y enseguida, empecé a sentir dolor de cabeza.
»Amanece uno un día con dolor de cabeza, se levanta de mal temple, con el pie izquierdo, y ya puede decir que está fregado para la jornada entera. Eso es lo que me ha ocurrido a mí hoy. Apenas salí de mi cuarto, y mientras me tomaba el triste café en la oficina, me dio por cavilar que cuanto yo hago, digo, pienso, procuro, maquino, deseo y proyecto en este mundo carece de sentido; que mi existencia -no esto ni lo otro, sino mi existencia misma- es toda ella un puro disparate. ¿Qué razón puede haber -me preguntaba entre sorbo y sorbo- para que yo, Tadeo Requena, el hijo de la difunta Belén Requena, ilustre matrona del poblado de San Cosme [172], esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional, frente a la Plaza de Armas, y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente, disponiendo y vigilando el trabajo de unos empleados bajo mis órdenes, y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer, por nada, porque sí; y esto hoy, y mañana, y siempre? ¿Para qué, todo ello?… Claro que estas ideas, ya lo sé, eran efecto del mal sueño y de no hallarme en mi centro; la náusea que me producía el café medio frío preparado por el conserje, no tenía otra causa; pero el hecho es que sentía asco de todo, de todos, y de mí mismo para empezar [173]. Y como no me aguantaba, como no podía soportarme, en lugar de seguir atado a la noria, eché escaleras abajo y, sin prevenir a nadie, me salí hasta la calle. Sin rumbo, por supuesto; para ver si de ese modo se me despejaba un poco la cabeza.
»Mas enseguida me di cuenta de que no estoy acostumbrado a andar así, como la gente suele hacerlo, por el mero gusto de pasear. Aborrezco tropezarme con los majaderos que saludan, o que no saludan. Y luego, eso de ir como un bobo, sin dirigirse a parte alguna, si es que constituye un placer, yo lo había olvidado, o nunca lo supe. Lo había olvidado; en cierto modo, eso era para mí San Cosme, y ya lo había olvidado… Pasé por delante de La Aurora y vi de refilón que, desde tan temprano, unos cuantos ociosos se encontraban instalados tras la vitrina. Dudé si entrar también yo, y sentarme; pero ¿qué tomaría?, y mientras lo dudaba, seguí de largo; ya no era cosa de volver sobre mis pasos; no valía la pena. Además, notaba dentro de mí un impedimento. ¿Que qué es un impedimento? Pues ¡vaya usted a averiguarlo! Algo que me trababa, que me pesaba, que me empujaba, que me retenía, que me… Todo era tan extraño… Esas calles, esas tiendas, la gente misma que mira, medio distraída; todo.
»Me acudió a la memoria, como un moscardón, el recuerdo de mi primera entrada en la Capital, metido en aquel jip de la Policía, con Pancho Cortina. Sólo otras dos veces (yendo y viniendo a toda prisa, no hacía mucho, cuando el suicidio del doctor Rosales, y también en automóvil) había vuelto yo a atravesar la ciudad, igual que se corta una fruta, desde el centro hasta el campo. Ahora, era distinto: repasaba la misma película, pero muy lenta, mortal. Yo andaba, y andaba y andaba, como en un sueño; como si todavía estuviera soñando. ¿Estaría soñando todavía? ¿Sería quizás esto otra fase de la misma pesadilla? Me lo pregunté al sentir de pronto, cuando más distraído iba, que me agarraban del brazo. Pues me vuelvo, y ¿quién era? ¡Ángelo! Ángelo, sí; que muy pegado a mi cara, alborotaba con sus gruñidos familiares, abierta de par en par la bocaza idiota, y muy chiquitos sus ojillos risueños de ratón. Di un repullo. -Qué susto me has dado, estúpido -le increpé. Me había asustado al tirarme del brazo; yo andaba por las nubes. Desde ellas, caí en medio de un mercado, junto a este imprevisible, junto a este absurdo Ángelo. Por encima de su hombro, detrás de su cabeza, se veían camiones de reparto, puestos de legumbres, de verduras, de cebollas, de especias. Olía a pescadería, a agua sucia. Y yo no podía quitarle la vista a aquel Ángelo que se me había aparecido hecho un completo desastre, todo roto, mugriento, greñudo, y con los cañones de la barba sin afeitar. Parecía un mendigo. No parecía: era un mendigo. Se mantenía prendido siempre a mi brazo, y me zarandeaba; se reía, contentísimo, mientras con la otra mano, abierta, figuraba alternativamente el ademán de pedir y, enseguida, apiñando las yemas de los dedos para llevárselas a la boca, el que significa hambre. Y no me soltaba.
»No, no era ningún sueño. ¡Maldita idea, la de salirme a andar sin asunto, por calles y mercados donde nada se me había perdido! Me sentía tan vejado como se sentiría una mosca en la telaraña. Eché entonces mano al bolsillo y puse en la de Ángelo un puñado de monedas, rescate de mi libertad; con lo cual, señalando hacia la puerta de una cantina en la acera de enfrente, él se alejó de mí a toda prisa. No menos rápidamente me separé también yo, dispuesto a regresar hacia el centro y refugiarme de nuevo en mi covacha. Pero no había alcanzado todavía la esquina cuando me volví a buscarlo de nuevo con la vista. Qué impulso me movió, lo ignoro; pero el hecho es que me volví. Allí estaba él, entretenido ahora en inspeccionar lo que un muchacho hacía con las ruedas de su bicicleta. Me acerqué: -¡Ángelo! -y él me escrutó algo asustado-. Ángelo, ven acá -le dije. Esta vez, era yo quien lo tomaba a él del brazo; y él, tranquilizado de repente, se abandonó a su incómoda, alborotosa alegría. íbamos andando, y me preguntaba yo a mí mismo hacia dónde, y para qué; no sabía, en realidad, qué hacer con aquel bobo. Llegamos a una plaza polvorienta, y fuimos a sentarnos en un banco de piedra, bajo un macizo de escuálidas palmeras. -Ángelo -le interrogué-, ¿dónde es que tú vives ahora? ¿Dónde te acuestas por la noche? ¿Dónde duermes? El muy pícaro me entendía, ¿cómo no?; pero, con sus risas de siempre, quería hacerse más tonto de lo que era. Emitía sonidos trabajosamente, como si intentara contestarme a su manera; pero estoy convencido de que se burlaba de mí, y fingía el esfuerzo, cuando la verdad es que no le daba la real gana; y eso lo estaba leyendo yo en el fondo de sus ojillos ratoniles: malicia de tarado, caramba. Tanto que comencé a enfurecerme. Le agarré la muñeca, y me puse a apretar duro: -Ahora mismito vas a decirme en qué agujero te metes, grandísimo pendejo. -Pero al muy bellaco le dio entonces por quejarse y empezó a armar toda una alharaca, dándome a entender que le había hecho daño, cuando la cosa no había sido en verdad para tanto, ni mucho menos. Me miraba con el ceño fruncido, y gruñía reproches.
»-¡Ven acá, Ángelo! -le susurré ahora muy mansamente, pues de golpe, la tristitia vitae me había invadido. Sus ojillos astutos me estudiaban; pero yo no agregué nada más. Sentados el uno junto al otro en el banco de piedra, pasamos así todavía rato y rato; hacía tremendo calor, bajo las nubes cargadas, y yo no sabía qué hacer, ni me quedaban ánimos para decidir nada, para pensar en nada… Me dolía la cabeza: cuando regresara, o por el camino, al pasar delante de alguna farmacia, me tomaría una aspirina.
»Se acercó un perro, merodeando alrededor nuestro; y Ángelo, con notable presteza, se apoderó del animal, para mostrármelo, triunfante. A mí me desagradaba ver cómo se debatía entre sus brazos, en la desesperación de escaparse. -Suéltalo, asqueroso -conminé. Y él lo soltó, muerto de risa con el espectáculo de su fuga a través de la plaza polvorienta.
»-Vámonos, Ángelo -le dije por fin. Volvimos a caminar. En una confitería del barrio le compré dulces; le di un poco más de dinero [174]-. ¿Tú andas siempre por el mercado ése, Ángelo? -le pregunté al separarme de él. Y él me respondió con repetidos, demasiado insistentes, gestos afirmativos: que sí, que sí. ¡Cualquiera sabe!»
Otra vez se interrumpen aquí las memorias de Tadeo, y ahora queda el relato definitivamente cortado. El joven secretario no escribiría más hasta la noche en que murió Bocanegra, y en que él mismo iría enseguida a reunirse con su jefe en el otro mundo. Pero esa noche, todavía encontró tiempo, antes de abandonar éste, para dejar redactadas unas cuantas hojas más: las últimas.