Creo que cuando llegue la hora de redactar en serio el texto de mi historia, muchas de estas cosas quedarán fuera, o reducidas a mención sumarísima. En realidad, no sé por qué -ni siquiera aquí, en esta desordenada colecta de documentos y noticias- les he dado tanta cabida. Hubiera bastado, si acaso, con informar en la brevedad de un par de líneas que, a raíz del suicidio del doctor Rosales, recogieron a su hija María Elena en el convento de Santa Rosa para ser transferida luego a poder de una tía suya en Nueva York, mientras que Ángelo, el muchacho, había desaparecido del pueblo. Ni aún tales datos valdría la pena de consignarlos: es así, mutatis mutandis [154], como terminan siempre las grandes familias, sin que las trompetas de la fama tengan por qué propalar su final inglorioso.
Volvamos, pues, a las memorias de Tadeo Requena, que son nuestra principal fuente, para retomarlas ahora en un punto crítico. Tras de sus comentarios, un tanto acerbos, a los funerales del ministro de Instrucción Pública, el manuscrito se interrumpe, en efecto. No hay duda de que su autor debió de pasar en aquellos días por una crisis que llamaría yo de conciencia si no fuera excesivo atribuirle conciencia a nuestro siniestro personaje. Por lo que quiera que sea, dejó de borronear papeles durante un tiempito; y, a partir de ahí, apenas encontramos ya en su prosa las digresiones, la minucia y hasta las cominerías en que solía incurrir el escribidor secretario, y de las cuales he reproducido aquí algunas muestras. No; ahora -sin que, por supuesto, abandone definitivamente su estilo, pues se dijo, y lo dijo nada menos que un naturalista, que el estilo es el hombre [155]- va derecho al grano, constriñéndose a lo que importa en lugar de complacerse en andar por las ramas como parecía ser antes su gran deleite. O tal vez no hay un cambio de actitud, sino que los hechos mismos, creciendo en gravedad, eliminaban por sí solos la ocasión de vagas recreaciones literarias. De cualquier manera, una cosa es cierta: que su pluma corre como si el joven Tadeo llevara una jauría a los talones. Por último, hemos de verlo, la jauría le dio alcance.
Pero veamos antes lo que dejó escrito al proseguir, tras de aquella pausa, la redacción de sus memorias. Escribe Tadeo Requena: «Durante mucho días había suspendido estas anotaciones, o lo que sean, y no acierto a reanudarlas, ni sé más si tiene objeto o no el hacerlo. Empecé por entretenimiento, quizás por vanagloria, y ahora continúo casi por penitencia, como esos trabajos que se cumplen con la intención de salvar el alma. ¿A dónde hemos llegado? Están pasando demasiadas cosas, y hay ratos en que me siento harto; superado; harto de todo. La verdad es que no acierto a ver claro, ni consigo imaginarme cuál podrá ser la salida de este laberinto. Lo único seguro -penoso me resulta confesármelo, pero ¿a qué engañarse?-, lo único seguro es que esa mujer está pudiendo conmigo. La detesto y la desprecio, y no me privo de hacérselo notar; pero puede conmigo. Pienso que es quizás su impavidez lo que me impone, su insensatez misma lo que me subyuga. Desde el comienzo supe siempre demasiado bien que tendría que defenderme de ella; y sin embargo, consigue arrastrarme, aunque luego me desespere a solas de haber terminado por acceder a lo que no quiero, ni me interesa, ni me conviene. Y ya desde el primer momento fue así no más… Esto, me había abstenido de consignarlo en su día: es indecoroso, es infame, y me deprime mucho; pero ahora necesito ponerlo en negro sobre blanco, para cualquier eventualidad.»
A continuación, puntualiza Requena el modo como llegó a tener trato íntimo y acceso carnal con la Primera Dama de la República. No reproduciré en sus propios términos la página, aun cuando para mí resulta muy sabrosa, y tanto más divertida por el contraste de lo que cuenta con el tono pesaroso y enfurruñado del relato. Según él, fue doña Concha quien abordó al joven secretario de su esposo, y por cierto, en forma bien abrupta, aunque no sin haber hecho antes varias tentativas frustradas, o si se quiere, insinuaciones. Esta vez se acercó a la mesa con pretexto de leer lo que él escribía, apoyó en la esquina ambas manos y volcó hacia adelante el desbordante contenido de su generoso escote. «Me enseñó hasta la intemerata» [156], declara brutalmente Tadeo. Y esa vista debió ser para él señal de sursum corda [157] pues cuando se alzó de la silla diciéndole: «Mire, señora, conmigo no se juega: debo informarla que yo no soy el casto José» [158], la Primera Dama, ni corta ni perezosa, le echó mano, como él dice, a salva sea la parte [159], y exclamó con una risotada: «¡Que bárbaro! ¿Conque ésas tenemos?» «Uno es joven», se sincera Tadeo. Joven, sí, mas no por completo carente de self-control [160], pues, como explica, «mientras ella, escapando a mi zarpazo, se retiraba con su calmoso contoneo, yo había tenido ya oportunidad de recuperarme; y así, cuando se volvió a echarme una risa invitadora desde la puerta, pudo comprobar la muy grandísima que yo no corría tras ella como un faldero. Ya iría viendo quién era yo. Estaba resuelto a humillarla, aunque, después de haberlo meditado, pesado y medido todo muy bien, decidí aprender de la Historia, que es -tanto más, la Sagrada- maestra de la vida; y no siendo, como no lo soy, ningún casto José, tampoco me convenía sufrir la suerte de aquel santo varón [161]. Más o menos, cumplí el plan que me había trazado: no la busqué nunca, y cuantas veces la veía, en público o sin testigos, me mostré frío, cortés y respetuoso, cual cumple a un digno secretario. Pero cuando, por último, una tarde me llamó: ¡Venga acá su señoría!, haciéndome un gancho con el dedo índice, me di por enterado y no fueron menester explicaciones enojosas. Nos entendimos. No consiguió domesticarme nunca, pero mentiría si me jactase de haberla dominado yo a ella. En realidad, siempre tengo que estar a la defensiva; y tan pronto como me descuido, me gana un punto.
»Ahora -agrega- tengo en cambio la sensación de haber perdido pie. ¿A dónde iremos a parar?» Y se extiende en algunos pormenores bastante indelicados acerca de las relaciones que, durante los ratos libres de su servicio oficial como secretario del Presidente, sostenía con la Presidenta, para desembocar por último en lo que tanto le desazonaba; a saber: las benditas sesiones de espiritismo. «¡Cuánta razón -exclama- tenía yo para desconfiar de esa estupidez de tenidas espiritistas! Pero es inútil: siempre ha de encontrar uno argumentos que lo persuadan y lo muevan hacia aquello que, sin embargo, se le está resistiendo hacer. Argumentos especiosos, desde luego; tonterías: que gente seria no había de reunirse ahí una semana tras otra, por pura mojiganga; que juntar sobre el velador las manos con personas como, por ejemplo, Equis o Zeta era, en cierto modo, hacerse compadre suyo; que en qué me podía perjudicar ello, al final… De bofetadas me daría por haberme dejado convencer así. Durante las dos o tres primeras semanas, hasta parecía que hubieran tenido alguna validez tales razonamientos. El día de mi iniciación, si así puede llamársele, no se produjo ningún fenómeno digno de nota, no hubo nada de particular, y todo aquello fue más bien una sosera. Total, nada; pavadas. Esa imbécil de misia Loreto nos importunó, como tiene costumbre y siempre lo hace, con su eterna petera de una Presencia astral a la que anda persiguiendo en vano, y por lo visto no hay medio de evitar que cada vez intervenga de nuevo, interfiera, clame, invoque, suplique, lloriquee, y se ponga histérica y pesada. Los demás, unos sonreían con santa paciencia, otros quisieron tomarle el pelo; Concha, la Gran Mandona, la insulta y la hace callar, pero nadie parece dispuesto a cortar por lo sano, a pesar de que en más de una ocasión ha ahuyentado manifestaciones que prometían ser interesantes. Tal es la plaga de esta clase de reuniones, y todo quisque se resigna. Las primeras a que yo asistí, como digo, ni fu ni fa. Yo había ido de mala gana, y estaba rabioso, molesto, aburrido. En igual temple se me pasaron, una tras otra, varias semanas, siempre con el propósito postergado de retirarme para la siguiente. Hasta que, de pronto, cuando menos me lo esperaba, el martes último, ¡zas!, me veo metido de un tirón en la danza [162]. La médium había empezado a ponerse en trance, con los ojos revirados, que casi le da un patatús, y por fin rompe a proferir disparates con destino a este humilde servidor. Me indigné; no me gustan las payasadas. Pretendía estar hablando por boca suya el difunto senador Rosales, y dirigirse a mí -precisamente a mí, con quien jamás había cruzado la palabra en vida-, para hacerme admoniciones y darme una encomienda que… ¡vamos! ¿Por qué a mí? Y ¡qué encomienda! Todos se quedaron secos. En cuanto a Concha, que estaba a mi izquierda, temblaba; su mano temblaba debajo de la mía. Pero a mí ¿qué se me importaba del senador Rosales, ni qué tenía yo que ver, ni a él qué podía haberle preocupado la suerte de este pobre gato? No, lo que es a mí, no me cogían, ¡qué va! Así se lo hice saber luego a Concha, cuando nos reunimos a cambiar impresiones, después de la sesión, en la cámara privada de nuestra protectora y hada madrina, la ilustre generala doña Loreto, viuda de Malagarriga. ¿Que aquellas comunicaciones, advertencias y pamplinas provenían, nada menos, del senador Lucas Rosales? ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar? [163]. Por ventura, no tenía también el Libertador Bolívar algo que encargarme a mí? A otro con ese cuento, por favor.
»La actitud de la Gran Mandona en esa oportunidad me resultó, sin embargo, de lo más desconcertante. Yo me había ido a esperarla, como de costumbre, en el dormitorio de Loreto, y allí estaba, sentado en la butaquita verde-manzana, junto al tocador, dándole vueltas en el magín a aquel absurdo, cuando por fin llegaron ambas; y como la amiga se quedara, discretamente, en la antecámara -también, según costumbre- dispuesta a entretenerse con la radio, la llamé para que estuviera presente: quería informar a las dos, y al mundo entero si posible fuera, de que todo aquello me parecía, sencillamente, i-dio-ta. Pero la Gran Mandona, ¡quién lo hubiera pensado!, estaba todavía descompuesta de miedo. Con risas e insolencias, a su manera, pero muerta de miedo. El temblequeo de la mano no había sido, pues, broma. Era cosa de no creerlo. Yo, al principio, me imaginé que intentaba hacerme la comedia; y la hacía tan mal, por cierto, como una actriz de barracón de feria. Casi le doy un sopapo, para que se dejara de sandeces. Pero ¡qué!; era muy de veras: estaba muerta de miedo. Y cuando yo le grité que a santo de qué iba a llamarme a mí el senador Rosales, ni en qué cabeza humana cabía eso, me miró estupefacta, como si yo fuera un insensato, y asumiendo de pronto, con negativo énfasis, el tono suave de la más razonable benevolencia, me exhortó: -Mira, Tadeo, créeme. Acepta ese aviso que has recibido, venga de quien venga. ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo los mensajes que proceden del otro? [164]. Si el senador se ha dirigido a ti, por algo será. No desprecies su consejo, no seas terco, no seas temerario.
«Hablaba con calma, casi con pena. La sacudí por los brazos sin importárseme la presencia de Loreto: -Pero ven acá, estúpida. ¿Cómo se te ocurre…? -Y ahí se me quedó cortada la frase: era a mí a quien no se me ocurría nada, después de tanto haberlo pensado. Me dirigí a la otra en busca de apoyo-: ¿No le parece, Loreto?
»Loreto giró una mirada vacía y temerosa, sin contestar cosa alguna. Y entonces le pidió Concha: -Por favor, Loreto; vas a dejarnos solos un momento, ¿eh, querida? -Es lo que ella estaba deseando; no había pasado aún medio minuto cuando ya empezaron a oírse al otro lado de la puerta los ronroneos, quejidos y gruñidos de la radio que, habitualmente, debían cubrir el ruido de los nuestros.
»Pero esta vez no se trataba de eso. Dominando a duras penas sus nervios, y haciéndome caricias que me dejaban frío, emprendió con paciencia la tarea de persuadirme.
Y como quiera que yo me dejaba persuadir tan fácilmente con el empleo de sus recursos ordinarios, echó mano de las reservas apelando a algo que no podía decirme sin ambages. Desembuchó: que hasta hacía poco, la cosa no pasaba de ser un pálpito, y ella no había querido darme la alarma antes de estar segura; pero que los meros barruntos se habían convertido ya en indicios serios (y me harás el favor de reconocer que en estas materias las mujeres nunca nos equivocamos). ¡Por sí quedara alguna duda, ahora venía el aviso del senador, un alma que clamaba venganza, a ponerse de nuestra parte!… ¡Revienta de una vez, caramba!, le grité.
Y reventó: que en la cabeza de Bocanegra (ya sabes que él siempre obra a traición) se estaba cociendo nuestra pérdida.
»Me quedé estupefacto, se comprende. -Pero ¿por qué? -pregunté como un imbécil-. ¿Que por qué? -ella largó su risotada insufrible, echando una miradita a la cama. -¿Tú crees? -volví a preguntar, cada vez más atontado-. ¿Será posible? ¿Cómo? -¿Cómo? ¡Comiendo! -respondió, para aclarar enseguida-: ¡Ay, mi hijito! ¿No sabes tú muy bien que nunca falta quien insinúe un chisme, quien deslice una insidia?… -Me lo decía casi con aire de triunfo, la muy cretina; y agregó-: Mira, ¿quieres que te diga una cosa?: yo le he llegado a tomar miedo ya a la ambición de ese títere de Pancho Cortina; una ambición sin límites, permíteme que te lo recuerde. Te lo repito, hay indicios serios, y no es tontería.
»Si lo que se proponía ella era quitarme el sueño, no puede negarse que lo consiguió: en toda la noche no alcancé a pegar ojo. Repasaba y desmenuzaba conocidos episodios en los que Bocanegra se había desembarazado -a traición, como ella dijo- de colaboradores íntimos, a quienes fulminaba él cuando más confiados estaban. Y dándome vueltas en la cama, no podía yo apartar de la mente, sobre todo, el caso de Doménech [165], del que a mí me tocó ser testigo excepcional; más aún: en el que tuve personal participación -en compañía de Pancho Cortina, por cierto, o como acólito suyo- bajo órdenes expresas de nuestro jefe. -Es un ladrón -había sentenciado éste a la hora del desayuno; y el opulento director del Banco Nacional de Créditos cenaba ya esa noche en la prisión preventiva. Doménech salvó el pellejo; sí; pero sólo para padecer la irrisión de su caída, y pasear su destituida indigencia por las calles, bares y cantinas de la Capital, hasta que consiguió escapar, por fin, precariamente, al otro lado de la frontera. En una de las factorías holandesas trabaja hoy, sin meter bulla. Por lo que a mí se refiere, de ser ciertos los temores de Concha, no tenía que preocuparme por futuros empleos, para qué hacerse ilusiones… En la luna estaba Doménech un momento antes de detenerlo; y ésta es la fecha en que todavía ignoro yo, alicate de Bocanegra [166], la verdadera razón de su desgracia. Si era verdad que me había llegado el turno, en ese aspecto por lo menos sabría bien a qué atenerme. Pero ¿qué fundamento tendrían en realidad los temores de la insensata? Durante mi insomnio, me desesperaba por no haberle exigido, ¡estúpido de mí!, que me precisara bien antes de separarnos cuáles era los indicios esos de que hablaba, los hechos concretos, de modo que pudiera yo calibrarlos por mí mismo y formarme mi propia opinión.
»Así, lo primero que hice al otro día, apenas pude reunirme de nuevo con ella a solas, fue confesarla. Entonces, y en los días sucesivos, hasta hoy, me ha comunicado al detalle sus observaciones, sospechas, conjeturas, etcétera, que si no son tranquilizadoras, tampoco resultan inequívocas ni, por lo tanto, consienten esa otra especie de tranquilidad que, después de todo, le da a uno el estar seguro de lo peor.
»Ha sido una semana horrible. Por si Concha no fuera de ordinario bastante espinosa en su trato, los nervios la tienen ahora intratable, crispada. No había cosa que yo le objetara, a la que no respondiera ella con improperios, con groserías, con intemperancias; de modo que nos peleábamos por palabras, cuando tanta cuenta nos tenía ponernos de acuerdo sobre los hechos. Y otras veces, en cambio, quería hacerse la cariñosa -babosa, diría mejor-, con sobonerías que, si a mí me encocoran siempre, en circunstancias tales… También por ese lado salíamos reñidos, y lo que había querido comenzar en caricia terminaba en arañazo, o en puñetazo. Pero, de cualquier modo, estábamos uncidos y teníamos que tirar juntos para adelante.
»Aun cuando la presencia de Bocanegra -a qué negarlo- me violentaba mucho, yo me aplicaba a espiar sus gestos, actitudes y miradas, y analizaba sus cortas palabras, dándoles cien vueltas para ver si detectaba algo; siempre en vano, sin que tampoco este resultado negativo me calmara, pues demasiado inocente hubiera tenido que ser yo para, conociéndolo, confiar en tales apariencias. Por otro lado, no era poco el trabajo que me daba afectar ante él naturalidad en medio de tantas incertidumbres. ¡Qué semana de infierno! Tan pronto se me ocurría que estaba perdido irremisiblemente, y pensaba que mi única salvación sería huir antes de que fuera demasiado tarde, desaparecer de la noche a la mañana, que me tragara la tierra, hacerme humo, en fin, como -por el contrario- me entraba, de repente y sin razón alguna, una confianza loca en que todo eso no podían ser sino imaginaciones, e inclusive de que esa mujer, si no fingía, exageraba muy a sabiendas su miedo para inquietarme más, y dominarme mejor, y obligarme a hacer lo que ya se le había metido entre ceja y ceja. De nuevo me entraban sospechas sobre la autenticidad de la comunicación con el senador Rosales, que a ratos volvía a parecerme una patraña de todo punto increíble, pues ¿cuándo jamás se iba a haber ocupado don Lucas de este ínfimo gusano, ni siquiera para hacerme instrumento de su venganza, como ella argüía, a cambio de nuestra salvación?
»-A esto hay que ponerle término; hay que buscar un remedio -vino por último a decirme ella, adivinando quizás que yo me acercaba al límite y no aguantaba ya más. -¿Qué remedio? -le pregunté fríamente, casi en tono de desafío. Me miró muy despacio; y, muy despacio, sin mirarme: -¡Ah! Eso es cuestión tuya -fue su respuesta; agregando-: ¿O acaso eres un mandria?
»En aquel instante la hubiera estrangulado. ¿Cuestión mía? ¿Era cuestión mía? ¡De modo que, cuando habíamos llegado a un punto en que no había quién desenredara el lío armado por ella, y donde yo me había dejado cazar como un estornino, cuando era necesario cortarlo, entonces, ahora, eso era cuestión mía! Vi rojo; y ella, que no es tonta, leyó en mis ojos. -Quiero decirte -se adelantó, afectando tranquilidad- que yo sola no podría hacer lo que tengo pensado, y es menester que tú… Dime: ¿no estamos unidos, tú y yo, para siempre ya, en la vida o en la muerte? -¡Habla! -corté, seco. Y me quedé aguardando, con los brazos cruzados. Era como una orden desapacible y amenazadora; y también, un poco ridícula si se quiere.
»¡Con cuánto aplomo sabía desenvolverse aquella condenada! Convencida, sin duda alguna, de que en efecto mi estado de ánimo había alcanzado el punto de saturación, estaba resuelta a proponerme sin más dilaciones el desenlace que ya tenía premeditado. Y como, por otra parte, mi actitud no le consentía mucho juego, me confió que la noche anterior se la había pasado cavilando sobre el problema, sobre nuestro problema, y no le hallaba otra solución sino quitar de en medio, expeditivamente, a Bocanegra, antes de que Bocanegra nos quitara de en medio a nosotros; que, en verdad, no nos quedaba otra alternativa, pues muerto el perro se acabó la rabia; que era, después de todo, un caso de necesidad extrema, de legítima defensa. En suma: bajo la forma narrativa, y como si redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración, a no mostrarme yo tan refractario, tan cerrado, tan iracundo y tan hostil. Esas perplejidades suyas que ahora me refería, acerca de la mejor, más segura y menos peligrosa manera de acabar con Bocanegra, estaban preparadas -y yo lo advertía bien al seguir su hábil trazado- para haber ido surgiendo y presentarse oportunamente en el curso de una conversación conmigo de la que esperaría sacarme, como Sócrates a su ignorante interlocutor, el resultado que ya se traía prefabricado en su cabeza. Y ¿cuál era ese resultado maravilloso? Pues que para eliminar la amenaza cernida sobre las nuestras -es decir, para eliminar a Bocanegra- lo más conveniente era echarle yo en la bebida unos polvos que ella tendría la diligencia de procurarme, de modo que, agregado su efecto al del alcohol, hicieran eterno el sueño de Su Excelencia [167].
»Yo la detestaba oyendo su proposición, pero mantenía impasible la cara de palo. Había terminado, y ahora estaba callada, escrutándome con disimulada ansiedad. En el mismo tono de antes, y siempre con los brazos cruzados, le ordené: -¡Sigue! -Sigue ¿qué? -me gritó, furiosa. Yo, con inalterable calma, le repliqué-: ¿Y luego?
»No le faltaba respuesta; también la tenía prefabricada. Que ya ella había pensado en eso, aun cuando de cualquier manera tampoco nos quedaba opción. La muerte repentina del Presidente, si bien implicaba cierto riesgo para nosotros, alejaba por lo pronto el rayo que tan inminente parecía. Y luego, ya saldríamos del hoyo; luego… ¿quién sabe? -Por mí misma, poco me importa -mintió-; en cuanto a ti, queridito, tú eres hombre, y eres joven, y estás en un puesto desde el cual algo, mucho puede hacerse para influir sobre el curso de los acontecimientos, y quedar bien situados, intervenir e influir en la solución del problema sucesorio; más, conociendo por adelantado lo que se viene encima, y cuándo. En fin, ¡Dios dirá!
»¡Dios dirá! Yo, por mí, nada quise decir de momento; sólo, que eso era un completo disparate. Pero ella no insistió más, segura de que me dejaba con la idea en el cuerpo.
»Así estaban las cosas cuando ayer, martes, tuvimos otra vez jarana ultratelúrica. Me había prometido a mí mismo brillar por mi ausencia, para demostrarles el caso que hacía yo de todas esas patrañas. Pero llegada la hora consideré más prudente estar allí, y allí estuve. No quería que después me fueran a venir con cuentos; y además, prefería dar la impresión de que el supuesto encargo del senador lo había tomado yo como una bagatela (al fin y al cabo, sus palabras habían sido vagas y medio envueltas); y en todo caso, deseaba cerciorarme de si insistía en honrarnos con su presencia espíritu tan distinguido.
»No concurrió el senador; o, mejor dicho, sí; pero lo hizo por interpósita persona; quiero decir, que comisionó a su hermano don Luisito, recién incorporado al gremio de los difuntos, para que viniera a recordarme y convalidar su recado de la sesión pasada. La médium era esta vez otra, una nueva. Por su boca se anunció el doctor y, sin más trámites, me conminó a que no dudara, y cumpliera lo que yo sabía. Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada. ¡Haiga, sí!
»Derribando la silla, me levanté, y salí como una tromba del cuartito oscuro. Era demasiado. Corrí a las habitaciones de Loreto, y me dejé caer en la butaca, con la cabeza entre los puños. Pocos minutos habían pasado cuando acudió Concha: la reunión se había disuelto por culpa mía, y ella, entre furiosa y alarmada, venía a pedirme cuentas. -¡Haiga! -le grité-. Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales! -Pero ven acá, loco; escúchame -dijo ella, arrimándose. Me alcé, le di un empujón, y me fui para mi cuarto.»