VI

A propósito de éste, de don Lucas Rosales: mucha mayor importancia, en conexión con los actuales trastornos de nuestro país, revisten las noticias acerca de aquella rara agresión que, según rumores, sufriera el senador en su distrito, consignadas -también por vía incidental y digresiva- en las memorias del secretario Requena. Se trata de un antecedente importantísimo, que sin duda merece cuidadoso esclarecimiento; y los detalles suministrados por Tadeo (quien a la sazón, entre niño y hombre, holgazaneaba en San Cosme todavía) van a permitirme a mí establecer ahora con precisión satisfactoria el alcance de lo sucedido. Pocos podrían jactarse de conocer con exactitud la barbaridad que, antes de suprimirlo a tiros, se perpetró en el llorado senador. Aquella «operación quirúrgica», de cuya realidad no parecía estar demasiado convencido el ministro de España cuando redactó su informe, se había cumplido en efecto, y ¡de qué manera! Copiaré a la letra los párrafos con que Requena, sin pretenderlo, puntualiza los hechos y sirve a la verdad histórica. El sesgo que, siguiendo la espontánea inclinación de su juicio, les presta, la luz a que los presenta, es para mí perversa y antipática; pero sus palabras poseen en cambio la virtud única de la autenticidad, y un sabor directo que no quisiera restarles: el historiador debe, en lo posible, aportar los documentos originales que le sirven de fuente. Por lo tanto, reproduzco aquí las frases mismas con que Tadeo se refiere al senador Lucas Rosales y a la cruel afrenta que sus enemigos le infligieron antes de resolverse a matarlo.

«Me lo veo -escribe el secretario particular-; me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. Recordando su presencia imponente, nadie hubiera podido decir que mi don Luisito fuera hermano suyo. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida [50], si no es que ahora se me crece su sombra en la memoria. De cualquier manera, aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…»

Requena se permite a continuación algunas apreciaciones de mal gusto sobre la famosa «operación quirúrgica», y enseguida cuenta lo que sabe: «Al propio Chino López le oí -dice- ufanarse de su hazaña, pasado el tiempo. Borracho y muy rogado, a veces relataba el episodio señalando lugar, día y hora (el paraje ya lo había visitado yo, a raíz del hecho, con una patulea de otros muchachos: era la cortada de San José Bendito) y hasta dando los nombres de sus auxiliares, forasteros todos, con detalles y peripecias que, si no eran pura invención, sonaban por lo menos a exagerados. Pero el hombre estaba pasado de aguardiente; sólo así hablaba; y entonces sí, entonces le salía todo a borbotones, entre gestos, manotazos y risotadas. No menos de cinco hombres necesité -decía- para dar el golpe. Los elegí bien fuertes y resueltos, y no fue poco el trabajo que me costó encontrarlos. Aquí, en San Cosme, nadie quería atrevérsele, caramba. Todos lo aborrecían, todos se alegraban de la idea; pero, amigo, los muy mandrias no se animaban, llegado el momento, y al fin hubo que echar mano de forasteros que no lo conocieran. Mejor así, ¿no les parece? La faena salió redonda, no lo digo por alabarme; y aquellos voluntarios recibieron, todos, sus quince días francos y el ascenso a cabo. Hasta dicen que uno es ahora suboficial de la escolta en el Palacio. En cuanto a mí -mentía el Chino-, no quise nunca otra recompensa que el puro gusto… Así charlaba y presumía; y cada vez que repetía el cuento, variaba algún detalle; pero lo cierto es que, apostados en la cortada, allí donde el sendero se angosta con el lujo de los flamboyanes y los bambús [51], cayeron por sorpresa sobre el patrón, lo derribaron, le metieron la cabeza en un saco, y, bien sujeto al suelo, el Chino le hizo al muy hombrón lo que solía practicar con becerros y novillos. -Para uno, imagínense los caballeros -alardeaba-, eso era coser y cantar. Pero ¡cómo se debatía, y cómo insultaba y amenazaba el condenado! Se le abría de par en par la boca al Chino López, se le dilataba el bigote ralo sobre los dientes podridos, y los ojillos se le perdían en meras rayas sanguinolentas. -¡Mano de santo, amigo! -agregaba-. Le dije: Vea, mi amo, ahora usted va a tener que andar cacareando. En este corral, se acabaron los gallitos. Sí, quise plantárselo en la cara, ¡qué diantre! ¡Que lo supiera!, ¡no me importaba! Más diré: aquello no me hubiera dado entera satisfacción si su señoría se queda en la ignorancia de qué mano maestra lo había convertido en buey… En esta pausa fue cuando el gallego Luna va y le pregunta al Chino para que todos rieran:

– Y dime, Chino, ¿dónde fuiste a esconderte luego, que nadie te vio más la jeta en dos meses? Porque al Chino se lo había tragado la tierra después de consumada su jugarreta, y sólo cuando se hubo confirmado la muerte del senador en las gradas del Capitolio empezó él a asomar de nuevo con precaución el hocico [52]. Lo cual, después de todo, es muy lógico: nadie va a exponerse a la venganza del poderoso. Los humildes, por más promesas que se les hagan, nunca tienen guardadas las espaldas, hay que desengañarse; y el difunto, aunque sólo dejaba dos hijos en menor edad, tenía amigos, y tenía este hermano, el doctor, que por entonces era todavía una incógnita, pues aún no estaba trabado por un cargo de responsabilidad y viso. La viuda -aunque también era de cuidado- se expatrió con los niños; don Luisito adoptó el partido razonable, a los muertos no se los puede resucitar; y el paso del tiempo hizo lo demás.»

Eso es cuanto refiere. El joven y aprovechado secretario termina así, como siempre, el relato con el colofón de sus dudosas moralidades. No dice, por supuesto, que se alegrara; pero el minucioso regodeo con que ha recogido la escena repugnante del Chino aireando en la cantina sus glorias militares [53], lo delata. Me pregunto yo qué hubiera pensado el señor secretario particular don Tadeo Requena si llega a conocer el final que la suerte reservaba a su Chino López, cuando ya se las prometía tan felices: colgado por las patas, y tragándose sus propias vergüenzas…

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