IV

«Un doctorcito en Leyes, y sin tardanza.» Así era Bocanegra. Su digno secretario privado lo está retratando desde el primer día. De la noche a la mañana, había que convertir en doctor a ese palurdo aguzado, no más porque se le antojaba a él… Razón tenía, sin embargo; pues ¿acaso nuestra vieja e ilustre Universidad Nacional de San Felipe, una de las primeras fundadas en el Nuevo Mundo con el doble título de real y pontificia, no se había rebajado poco antes a discernirle a él mismo, viejo estudiantón fracasado, su más alto y preciado galardón, el título de doctor honoris causa, por el solo hecho de verlo ahora encumbrado al poder? ¡Doctorcito en Leyes, y sin tardanza! Durante cinco años tuve yo que rodar, con mis piernas inútiles, por las aulas, para poder llamarme abogado, mientras que ahora, éste… ¡Formidable caso! Y no hay que decir: el inefable Luisito Rosales, para quien los deseos del Gran Mandón eran órdenes literalmente, por si no bastara con encajarle a aquel jayán la toga académica poco después de haberle hecho calzar los primeros zapatos, se encargó todavía, con toda oficiosidad, de desasnarlo, pulirlo, instruirlo y hacerlo presentable, de manera que, en definitiva, no desdijera al lado de tanto abogadete como pulula en las oficinas nacionales. Más aún, logró hasta dotarlo de cierta vitola intelectual impresionante a primera vista, si bien la túnica lujosa de la cultura superior, echada a toda prisa por encima, disimulara mal a veces los harapos de su primaria indigencia. Testigo son de esa absurda mezcla de educación de príncipe y de cursos abreviados de academia preparatoria las memorias estas que estoy utilizando, escritas con mucha presunción literaria y en verdad no desdeñable arte, pero en las que no siempre consiguió su autor evitar las faltas de ortografía.

Conviene reconocerlo: toda esta primera parte de su escrito (donde el joven lugareño en palacio se empleó con deleite, dando rienda suelta a la inmensa vanidad que le rezumaba por todos los poros de la piel, sólo contenida, restañada y sofrenada de cuando en cuando por la no menos insultante soberbia que le era connatural y que producía en él una extraña combinación de inseguridad y de aplomo) resulta ahora de un valor inapreciable, no a causa de la personalidad de Tadeo Requena, pues el sujeto no era, desde luego, tan interesante como él mismo se imaginaba, sino para los efectos de entender bien y a derechas la génesis de las perturbaciones actuales, buceando en esa prehistoria inmediata que, por rara casualidad, viene a revelarnos el oscuro secretario a quien su acto homicida, y sólo su acto homicida, ha colocado luego en el centro de los acontecimientos históricos.

A través de ellas vemos cómo se incubó el monstruo, y podemos reconstruir los primeros y secretos pasos de la infección que había de reventar luego con tanta fiebre. Yo mismo -e igual que yo, la generalidad de las gentes- no tenía clara idea acerca de la procedencia del fatídico secretario, a quien nadie tomaba demasiado en serio a pesar del efectivo poder que llegó a detentar: pues nadie podía imaginarse lo que, andando el tiempo, desencadenaría con su desatentada acción. La primera vez que oí hablar de él fue, si mal no recuerdo, cuando se supo que Bocanegra lo había nombrado secretario suyo. Seguramente se hablaría de ello en el Café y Billares de La Aurora, donde acostumbro yo a pasarme las tardes; y creo que nadie sabía a punto fijo de quién se trataba. La habitual maledicencia, que adoba, aliña y sazona los comentarios a cualquier noticia del día, se centró esa vez sobre el supuesto vínculo de filiación que se afirmaba existir entre el Presidente y su flamante protegido, a quien ninguno allí conocía, pero del que se daba por descontado que era uno de tantos hijos naturales como ese bestia tenía desperdigados por todo el país [33]. La cosa, a decir verdad, no resultaba muy sensacional; de modo que, a falta de otros elementos que introdujeran incitadoras variantes, el chismorreo se agotó pronto. Lo más probable es que fuera cierto, después de todo. El propio Tadeo, demasiado cauto y demasiado soberbio para acoger abiertamente lo que sin duda era versión corriente también en el poblado de San Cosme, se las arregla para dejarlo traslucir en varios pasajes de sus memorias, y de manera particular en uno donde refiere, trayéndola un poco por los pelos, la broma de mal gusto que, en cierta ocasión, le había gastado el gallego Luna, el de los abarrotes [34] de la plaza, desde atrás del mostrador. «¿Qué haces ahí tú, muchacho? -le había gritado-. Anda que a ti, cuando te crezca el bigote, con sólo que te engalles un poquitín, hasta la tropa te va a saludar al paso…» Sea como quiera, la cuestión carecía de toda entidad, y la gente no se ocupó demasiado del nuevo secretario privado. Entre las arbitrariedades del Gran Mandón, a nadie podía chocarle mucho este nombramiento, como cualquier otro que hubiera podido hacer para el mismo puesto: cada cual busca sus colaboradores y ayudantes entre los de su propia laya; y aunque Bocanegra provenía de buena familia, eran bien conocidos sus gustos de atorrante [35], y siempre se le solía afear esa invencible propensión suya al trato de la canalla…

Así, pues, como digo, nadie concedió importancia al asunto. Los periódicos mismos, que viven de hinchar cualquier novedad [36], publicaron esta noticia caracterizando al doctor Tadeo Requena como a «una de nuestras jóvenes promesas», «letrado distinguido» y «representante brillantísimo de la nueva generación que irrumpe a la arena pública con el corazón lleno de impetuosas esperanzas, y a la que nuestro ilustre caudillo, el señor Presidente de la República, atento de continuo a velar por el futuro de nuestra Patria, abre generosos cauces para que se incorpore poco a poco a las responsabilidades del mando y de las funciones civiles»; pero, todo esto, como se ve, sin salir de una rutina inflada por el oficioso halago. Sólo en una oportunidad escuché -y, por cierto, de labios de Camarasa, ese pobre y locuaz de Camarasa que tan desgraciado fin ha tenido-, sólo en una oportunidad, digo, oí interpretar el nombramiento de Requena como algo lleno de significado, y aun de significado transcendente. Según él, la designación del nuevo secretario particular y el manifiesto propósito de encumbrarlo bajo su palio [37] indicaba en el dictador propósitos bien calculados de iniciar un viraje en su gobierno… Ignoro por qué se le ocurrió a Camarasa venir a explayarse conmigo; quizás porque ese día estaba un poco bebido ya cuando entró al café, y como tan sólo encontró allí al bobo de José Lino, con quien no se podía hablar dos palabras seguidas sobre cosa alguna, después de barrer con una mirada tediosa todo el local, vino a dejarse caer junto a mi sillón para tomarse otro coñac a mi lado. Me palmeó la espalda, llamándome, con su habitual desenfado, Pinedito, y enseguida inició el despliegue de su inagotable facundia. De tema en tema, vino por fin a obsequiarme con la presentación de una teoría fabricada por él, toda completita, acerca del poderío «bocanegresco». Prédica y agitación popular habían sido -expuso- los recursos primeros de este demagogo, cuyo truco, fácil pero infalible, consistió -quién no lo recuerda- en reunir cuantos temas y motivos, aun contradictorios, fueran aptos para hurgar en las heridas de la pobre gente, y tremolarlos en el aire, disparando a los cuatro vientos promesas disparatadas, sin tasa, miedo ni medida. ¿No es así?, me preguntaba Camarasa; y yo asentía. Claro, nada de eso era novedad ninguna, ni para mí ni para nadie, sino vieja historia archisabida; pero él necesitaba recordar tales «antecedentes» para componer bien su cuadro. Siguió, pues, adelante: «encaramado en el poder por obra de aquel golpe de astucia (¡y de habilidad, caramba!, porque el tío -eso no puede negársele- es más listo que el hambre), encaramado a favor del descuido, la sorpresa y el desconcierto de las clases altas, a quienes sus alharacas atemorizaban, el nuevo Presidente, en lugar de transar con la realidad como era de esperarse y, sentando por fin la cabeza, haberse aplicado a rehacer tranquilamente su disipada fortuna, defraudó una vez más a los suyos y prefirió saciar sus injustificados rencores mediante festines de refinadas e hipócritas represalias, frías humillaciones, vejámenes tanto más irritantes cuanto minúsculos, y -lo que era en verdad insufrible- consintiéndole todo a la chusma…» Según Camarasa, que lo explicaba con fruición, esa primera fase de su gobierno había culminado y hecho crisis en el asesinato del senador Rosales, único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar en serio al dictador. Removido el obstáculo, ya la suerte estaba sellada: y la subsiguiente «capitulación y entrega» del hermano de la víctima, ese infeliz de Luisito Rosales que, con general escándalo y consternación, terminó por aceptar la cartera de Instrucción Pública ofrecida por Bocanegra, no era ya sino el símbolo patente de tan melancólico destino. Todo un periodo de la historia nacional quedaba clausurado con eso. De ahí en adelante -y los ojillos de Camarasa relucían de inteligencia y de excitación alcohólica en el entusiasmo de su propia perspicacia-, de ahí en adelante el dictador, dueño de un poder incontrastable, se preparaba -y yo había de verlo- a edificar una dominación faraónica, para lo cual sacrificaría a los mismos esclavos en quienes se había apoyado primero, pero cuyo sostén no le hacía falta ya para nada.

– Tú lo verás, Pinedito, qué poco me engaño en esto. Su lenidad anterior frente a los desmanes de los pelados se cambiará ahora en represiones implacables, hasta que nadie se atreva a rebullir. Risa me da pensar en los ingenuos que, viéndolo mantenerse pobre en la cúspide del poder, se hacían lenguas de su honestidad administrativa. ¿Para qué había de distraer nada de las arcas del Tesoro si pensaba hacerlo suyo todo entero, convirtiendo al Estado en finca propia?

Camarasa reía, chispeando malicia. -Mas, todo eso, cierto o no, ¿qué tenía que ver con el nombramiento del nuevo secretario particular? -¿Que qué? Pues, hijo, está claro que para llevar a cabo tal operación, Bocanegra, o Almanegra, necesitaba indispensablemente valerse de tipos como este Tadeo Requena, que fueran hechura suya de los pies a la cabeza: omnipotentes bajo su mando, y ratas muertas en la calle. Hijo suyo o no, eso poco hacía al caso: lo decisivo era que lo había sacado de la última miseria para convertirlo en su perro fiel, en su mano derecha (o en su mano izquierda; que, por lo demás, nunca debe saber lo que hace la otra, según máxima evangélica de buen gobierno [38]). ¿No había observado yo, acaso, cómo por otro lado, comenzaba a remontarse la estrella de Pancho Cortina, hombre joven también y sin vinculaciones con las antiguas familias, hijo de un español que murió demasiado pronto para haber hecho fortuna? Simple oficial de policía, Pancho se había convertido en verdadero factótum de la Dirección de Seguridad del Estado, a pesar de su grado de comandante recién salido del horno. Ojo a ese mozo también; no sería raro que viéramos desarrollarse ahora bajo su acción las fuerzas de policía, en detrimento del Ejército nacional, del cual no hubiera sido fácil desplazar enseguida a los viejos coroneles y generales borrachones, que eran un peso muerto y que, por inertes, resultaban inmanejables con sus resabios, sus pretensiones y sus cien mil mañas… No, este dictadorzuelo centroamericano -observaba con tono de desprecio el peninsular Camarasa- no había echado en saco roto la lección de Hitler [39]. Y se me quedaba mirando de hito en hito, a la vez que relamía en los labios brillosos la última gota del coñac. ¿Qué decía yo a todo esto? ¿Eh? Yo, por supuesto, no decía nada; escuchaba, y al mismo tiempo miraba con aprensión alrededor nuestro, pues aquel majadero había perdido todo control y podía comprometerme del modo más necio.

Era, sí, bien imprudente el pobre Camarasa, y los hechos han venido a demostrarlo. La verdad es que no podía tener otro final que el que ha tenido, por muy lamentable que ello sea. Cada cual es el autor de su propia suerte; cada uno es el primer y principal responsable de lo que venga a sucederle. No se puede ser impunemente tan desatentado como él era… Respecto a sus interpretaciones y presagios sobre el curso de la política nacional, es innegable que el hombre tenía olfato; y hasta, considerados ciertos detalles, puede afirmarse que veía debajo del agua; si bien en lo que concierne a la muerte del senador Rosales no hacía falta ser un lince para darse cuenta de las consecuencias políticas de un crimen que nadie había dejado de imputar, por acción o por omisión, al Presidente Bocanegra. Lucas Rosales llevaba adelante una campaña de oposición violentísima, no sólo desde su banca del Senado, sino también por todos los caminos disponibles, que no eran demasiados, y de modo muy especial mediante la cooperación del clero, que prestaba a su causa los recursos sutiles y tan poderosos del púlpito y el confesonario. Detrás de esa campaña era fácil adivinar la trampa de alguna conjura, la preparación de algún golpe de fuerza, para el que evidentemente estaba trabajándose el ánimo y la voluntad de los cuadros superiores del ejército. Así, pues, cuando, bajo grandes titulares en rojo sensacional, publicaron los periódicos la noticia de que el senador por la provincia de Tucaití, don Lucas Rosales, había sido abatido a tiros en ocasión que remontaba la escalinata del Capitolio para asistir a la sesión del Senado, nadie dejó de pensar en el «impulso soberano» [40] al que, sin duda, obedecieron los agresores. En relación con este hecho, voy a dejar extractada aquí desde ahora la copia del informe reservado que en la oportunidad envió a su jefe en Madrid el ministro de España acreditado ante nuestra Capital. Pertenece al legajo de documentos que, gracias a mi tenacidad, favorecida esta vez por una verdadera conjunción de casualidades, he conseguido a raíz del asalto a la Legación, y que conservo muy bien ordenaditos en su archivador. Estos informes diplomáticos me resultan inapreciables para reconstruir el desarrollo de la situación, pues -como se comprenderá- me ofrecen la perspectiva de un observador extranjero que, aun viciado por un montón de prejuicios, disfruta las ventajas de una posición muy excepcional y ve las cosas desde afuera.

El texto relativo al asesinato de Rosales es particularmente extenso y serio. Dice así, copiado a la letra:

«Excmo. Sr.: Me cumple hoy informar a V. E. de acontecimientos hasta cierto punto graves y que, si no me engaño, pueden marcar un punto crítico en el proceso de descomposición (o, si se quiere, como algunos pretenden, de transformación social revolucionaria) a que se encuentra sometido este país. El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado. Ocultos a uno de los costados de la escalinata que da acceso al Palacio Legislativo, los desconocidos pistoleros pudieron descargar a mansalva sobre él sus armas y escapar luego en busca de seguro refugio. El lugar del atentado estaba muy bien elegido, pues las amplias escaleras que, después de haber dejado al pie su automóvil, debía subir el senador para acudir al salón de sesiones, eran un cazadero sin posible falla. Sólo se pregunta la gente cómo pudieron llegar a tal sitio los criminales, apostarse tranquilamente allí y, una vez cumplida su fechoría, desaparecer sin dejar rastro. La muerte del Sr. Rosales ha ocasionado enseguida enorme conmoción, provocando un estado de general ansiedad, y poniendo en movimiento a todo el mundo, presa del pánico los unos, envalentonados, arrogantes, amenazadores los otros, y todos excitadísimos. Ninguno de los desmanes de los últimos meses ha tenido las repercusiones que éste promete, que ya está en vías de producir, tanto por la personalidad de la víctima como por las circunstancias que rodean al hecho.

»Don Lucas Rosales, el senador asesinado, era en efecto la esperanza y guía de las fuerzas del orden, tan castigadas por la acción del actual régimen; lo había llegado a ser en poquísimo tiempo, destacándose en la emergencia por virtud de sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social. Él dominaba, por así decirlo, no sólo su pueblo y toda la circunscripción de San Cosme, sino la provincia entera de Tucaití, único sector del país, como tal vez recordará V. E., que fue capaz de resistir victoriosamente en las elecciones últimas a los asaltos de loca demagogia dirigidos por Antón Bocanegra, el actual Presidente de la República y entonces famoso y temido Padre de los Pelados, como gustaba de titularse él mismo antes de saborear los honores que corresponden a un Jefe de Estado.

«Comprendo, Excmo. Sr., que la atención de V. E., solicitada por tan altos y diversos asuntos, no puede tener presentes los pormenores de la situación local de cada pequeño país centroamericano, y voy a permitirme por eso recordarle que la mayoría de los escaños, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, se encuentran controlados por el Presidente Bocanegra, tras unas elecciones que ganó mediante el terror, bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de ¡Viva el PP!(Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo. En tales circunstancias, el senador Rosales, que hasta entonces y a lo largo de su vida se había venido ocupando tan sólo de administrar su patrimonio como tantos otros grandes hacendados, sin más contactos con la política y el gobierno que los propios y normales en un hombre de su posición, se creyó obligado a entrar en la liza, tomando parte activa en los negocios públicos. Y, por natural gravitación, se convirtió enseguida en líder. Durante los últimos tiempos, su talla había crecido enormemente; pues mientras los demás propietarios se sentían irritados, perdidos y en pleno desconcierto, él conservaba la sangre fría y, sobre todo, había sabido montar la estrategia contra el bocanegrismo, con vistas a sacar de la anarquía a su patria. Según se lee en uno de los recortes de prensa que, como apéndice, tuve el honor de elevar a V. E. con uno de mis pasados informes (y se trataba, por cierto, de un artículo donde la inspiración oficiosa era transparente), al senador Rosales se le imputaba, en efecto, ante la opinión pública (y no sin motivo, a mi parecer, cualquiera fuese la verdadera entidad del asunto), ser el alma del abortado complot militar descubierto meses atrás. Con todo esto, puede calcularse cómo ha caído la noticia de su asesinato entre unos y otros. Baste decir (y V. E. perdonará que a título de ilustración aduzca estas trivialidades) que el locutor de radio a quien le oí la noticia recién ocurrido el crimen la difundía con la voz temblona y trabucando las palabras.

»Al presente informe agrego, para que V. E. se forme un mejor juicio, muestrario de las actitudes, menos vivas ya, pero más meditadas, de la prensa. De esos recortes se desprende la generalizada convicción de que este hecho de sangre reviste carácter decisivo. A partir de él, la tensión existente habrá de resolverse de un modo u otro. Y, salvo mejor opinión, yo temo que, a menos de producirse una reacción sana, por ahora muy improbable, lo ocurrido sólo sirva para acentuar los males presentes y hacerlos irreparables. Comparten conmigo esta impresión los más sensatos y experimentados miembros del cuerpo diplomático. Es más: se piensa que la supresión del senador Rosales no ha sido decretada sin cuidadoso examen previo de los pros y los contras. En todo caso, no se trata de un hecho esporádico, a cargo de irresponsables. Interesa señalar al respecto que, desde hace ya bastantes días, venían circulando rumores extraños acerca de la supuesta atrocidad que un grupo de campesinos, colonos o braceros suyos, habrían intentado perpetrar sobre el Sr. Rosales, sometiéndolo en pleno descampado a una brutal operación quirúrgica con el obvio propósito de privarlo de toda base para ulteriores alardes de masculinidad. Cosas tales -debo advertir entre paréntesis a V. E.- no son impensables en este medio social bárbaro del agro americano. Yo creo, sin embargo, que el rumor fue puesto en circulación con el mero propósito de desacreditar ante el vulgo la hombría de un poderoso y temible enemigo político. Pero de todas maneras indica ya designios agresivos en vista de los cuales no sería temerario calificar de muy premeditado el atentado de ayer. Falta ver ahora cuáles sean los resultados de la investigación abierta por orden del Presidente del Senado, quien, considerando el asunto incluido en el fuero parlamentario, ha encargado de las diligencias al capitán de la Guardia. Hasta el momento, que yo sepa, no ha habido detención alguna.

»En sucesivos informes tendré a V. E. al corriente de cuanto vaya ocurriendo.»

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