Muertes de perro
I

Estamos demasiado acostumbrados hoy día a ver en el cine revoluciones, guerras, asaltos y asonadas, todas esas espectaculares violencias [2], en fin, donde la bestia humana ruge [3]; pero quien sólo en el cine las haya visto, mal podrá -pienso yo- imaginarse la sencillez estupenda con que en la realidad se desenvuelven cuando por desgracia le toca a uno -como a mí, ahora- presenciarlas de veras. Transcurrido el tiempo, acontecimientos tales serán sin duda admiración de las generaciones nuevas; y el que los ha vivido pasará a sus ojos, sin otro motivo, por un héroe. En cuanto a mí, desde luego renuncio a semejante gloria, y me aplico a preparar este relato con el desengaño de la pura verdad. Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y tan cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que hasta el momento nadie me haya molestado. Si mi invalidez sigue valiéndome, si acaso no se le ocurre todavía a algún mala sangre divertirse a costa de este pobre tullido y meterme de un empujón en la grotesca danza de la muerte [4], es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente.

Mientras tanto, mi nulidad me preserva. De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor documental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento período. Por supuesto, no voy a alardear de tal servicio, ni es tampoco gran mérito dedicarme a recogerlos y coleccionarlos; pues ¿en qué mejor cosa podría ocuparme? Vástago de una familia de escribas, y clavado por añadidura a este sillón desde los días ya bastante remotos de la adolescencia, a mí me corresponde por derecho propio esta sedentaria tarea, cuando todos se afanan por matarse unos a otros. Cada cual a lo suyo, digo yo; y en esto no hay alarde, antes al contrario… Cierto es, lo sé bien, que mi condición no constituiría impedimento mayor para quien gustase de participar en las luchas de su tiempo; y no digamos, si por ventura poseía el genio de la política: ahí tenemos, no tan lejano, el caso de Roosevelt como ejemplo y espejo de paralíticos activos [5]; y aun sin irse a lo alto, ¿acaso este viejo Olóriz, lisiado ya y no menos impedido que yo, medio imbécil de senilidad, no es quien está, en cierto modo, dirigiendo ahora entre nosotros, con su mano temblona, la horrible zarabanda [6]? ¿No es él quien decreta muertes bajo pretexto de pública salvación, quien ordena interrogatorios y dispone torturas, y maneja, en suma, desde su rincón, los hilos todos de los títeres? Él es, aunque mentira parezca.

Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enfermedad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los demás en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos se arrancan la vida y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repara?… Silenciosamente, los recojo yo mientras tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales; y es curioso que los sucesos mismos, en su vendaval, se encargan de irlos trayendo hasta mis manos. Si las turbas no hubieran asaltado varias legaciones, es claro que nunca habrían llegado a mi poder las piezas de sus archivos, dispersos al viento, que aquí tengo. Sin la desbandada del convento de Santa Rosa, cuya abadesa buscó en la Embajada de España, luego saqueada por un grupo de insensatos, breve, inseguro y efímero refugio, no poseería yo en custodia el mazo de cartas y borradores que obran en mis carpetas… Y como ésos, son bastantes -y muy sabrosos, por cierto, algunos de ellos- los escritos que, a favor de las circunstancias, he conseguido reunir y clasificar hasta el momento.

Los hay, en efecto, para todos los gustos y en todos los géneros; pero ninguno, sin embargo, tan precioso para mí, ni tan inesperado, debo decirlo, como las memorias que, con meticulosidad increíble y cierta buena mano literaria, venía pergeñando en secreto, día tras día, sobre papel timbrado de la Presidencia, el mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos, para ser enseguida su primera víctima: el secretario particular Tadeo Requena. Bien puede imaginarse la importancia reveladora de ciertas claves contenidas en el largo y a veces también impertinente relatorio, o especie de autobiografía, de este atroz personaje que, desde su segundo plano, tan decisiva actuación tuvo en todo; importancia tal, que su escrito deberá ser la piedra angular de cualquier construcción histórica erigida en el futuro.

No disimularé que me ilusiona la perspectiva de ser yo mismo, si es que arribamos a buen puerto, el arquitecto de esa obra grandiosa. Es una tarea digna; vale la pena, y presiento que me está reservada. Por lo pronto, ganaré tiempo aplicándome a la labor preparatoria de juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso. De esta manera, calmo mi ansiedad, lleno las horas y, en el caso en que la suerte no me acompañe hasta el final o me fallen las fuerzas, quedará siempre ahí un mamotreto crudo y un tanto caótico, sí, pero de cualquier modo útil; más diré: indispensable; pues en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de lo malo; y no es éste nuestro menor defecto, la verdad sea dicha: vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión.

Eso, quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir aquí tiene entidad real. Y es innegable -perdóneseme la digresión-: nuestro país no cuenta para mucho en el mundo; nosotros mismos lo tenemos en poco; debajo de todo nuestro patriotismo verbal, lo despreciamos, hay que reconocerlo; nos avergonzamos de él. De cualquier modo, queramos o no, el hecho es que se trata de un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre rincón del trópico, apartado, perdido entre las que nosotros, con evidente hipérbole, llamamos, en comparación, «las grandes potencias vecinas»; y todavía, por si fuera poco, encerrado tras esa franja de terreno que nos aprieta, estrangula y ahoga: la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy emporio comercial, que han podido conservar ahí los holandeses no sé por qué milagro de la astucia [7], de la Providencia o de la simple casualidad. A nosotros, en cambio, ninguna de esas tres instancias nos ha favorecido; y así -tal pensamos, o lo sentimos, sin atrevernos a pensarlo-, en este desdichado pedacito de tierra nada puede intentarse en serio, ni aun siquiera vale la pena… Mas, por otro lado, me pregunto yo a veces, ¿tiene mucho que ver acaso la magnitud de un país con la calidad memorable de lo que en él acontezca? Nosotros solemos consolarnos de nuestra pequeñez territorial con la Atenas de Pericles [8], con las ciudades italianas del Renacimiento (éste es un argumento favorito que nadie ha contradicho jamás, pero que se aduce, sin embargo, siempre de nuevo con énfasis y recurrencia infatigable, en nuestra prensa, radio y tribuna), y, sea como quiera, es indiscutible que los seres humanos viven y luchan y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquindad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes. Cada cual vale por lo que es, por lo que hace y merece, aunque se vea reducido a hacerlo en el marco de una pequeña república medio dormida en la selva americana.

Acaricio, pues, la esperanza de que me esté reservada a mí, como descendiente que soy de una ilustre estirpe de letrados, gala y prestigio de esta tierra en tiempos menos infelices, la alta misión de impartir esa justicia histórica en un libro que, al mismo tiempo, sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida. Pienso poner manos a la obra tan pronto como remita la ola de violencias, desmanes, asesinatos, robos, incendios y demás tropelías que afligen al país desde la muerte del Presidente Bocanegra -cuyo nombre, dicho sea de paso y en vista de cuanto ocurre, no sé ya si deberá calificarse de infame, según pensábamos muchos, o más bien enaltecerlo y llorarlo como esperanza frustrada y malogrado remedio de la Patria. De momento, ordeno mis papeles y mis ideas, adelanto el trabajo y preparo este esbozo previo al libro acabado que me prometo para después. Mientras alrededor mío todos usan el facón o machete, cuando no la pistola, yo ejercitaré la pluma [9]: con no menos áspero deleite.

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