XIX

Pero al llegar aquí me doy cuenta de que aún no había mencionado siquiera el final que tuvo don Luisito Rosales, al hacer voluntaria e irrevocable dimisión de su cargo quitándose la vida, como, con broma de elegancia más que dudosa, se permitió escribir en uno de sus cumplidos informes el Ministro de España.

La verdad es que estos apuntes míos están resultando demasiado desordenados, y hasta se me ocurre que caóticos, tal vez a causa del desarreglo general en que todo se encuentra hoy, del nerviosismo que padecemos, y de la incertidumbre con que se trabaja. Cuando, con más sosiego y en condiciones más normales, pueda yo redactar el texto definitivo de mi libro, habré de vigilarme y tener mucho cuidado de presentar los acontecimientos, no revueltos, como ahora, sino en su debido orden cronológico, de modo que aparezcan bien inteligibles y ostenten el decoro formal exigido en un relato histórico. Después de todo, no importa: estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan su instrumento, o a lo sumo recolección de materiales, borrador y anotación de detalles para no olvidarme luego de lo que se me ocurre y debo retener. Por lo demás, sólo yo tengo que manejarlos.

Adelante, pues. Según la costumbre que ya he adoptado, registraré las circunstancias del suicidio de don Luisito a base de aquellos documentos que poseo, prescindiendo por ahora de los periódicos, cuya colección queda ahí siempre como fuente de valor secundario al servicio del historiador.

Por lo que se refiere a la muerte del ministro de Instrucción Pública, fueron parvos en la información y raramente discretos en sus comentarios, habida cuenta de la morisqueta con que el pobre hombre había pris congée de esta vida indecente [128]. Más explícita es, acerca de los detalles, la prosa oficial del diplomático hispano, cuyo escrito presenta además la ventaja de trazar, como telón de fondo, un cuadro objetivo de la situación general. Aunque yo no concuerdo con todos sus puntos, lo recojo aquí para pública noticia, y otros documentos de que por suerte dispongo terminarán de ilustrar este pequeño pasaje de nuestra historia contemporánea.

El ministro de España se dirige a sus superiores en los siguientes términos:

«Según tuve la honra de poner en conocimiento de V. E. con mi telegrama de ayer, el ministro de Instrucción Pública, doctor Luis Rosales, hizo en ese día voluntario e irrevocable abandono de su alto cargo al quitarse la vida en horas de la madrugada. Esta noche, pasada la ceremonia del sepelio, a la que debí asistir después de haber presentado al Gobierno mis condolencias oficiales, me creo en el deber de ampliarle a V. E. la noticia con algunos detalles complementarios.

»Ante todo, sobre la personalidad del difunto. Como V. E. sabe por anteriores informes, y en particular por el que tuve el honor de dirigirle cuando el doctor Rosales fue designado miembro del gabinete en la cartera de Instrucción Pública, dicho señor pertenecía a una de las antiguas familias del país, desposeídas hoy y casi arrinconadas por el movimiento político de que es exponente el actual jefe de Estado. El doctor Rosales era hermano de aquel hacendado y político, el famoso don Lucas Rosales, que, como tal vez recuerde V. E., levantó una activa oposición contra el régimen de Bocanegra y que por eso fue abatido en las gradas del Capitolio. Sólo las peculiaridades de este pueblo, cuya psicología, sociología y costumbres públicas presentan aspectos muy notables, y de todo punto incomprensibles para quien no se encuentre interiorizado de su vida cotidiana, pueden explicar el hecho de que, a pesar de todo, un hermano suyo asumiera luego un puesto de cierto relieve y responsabilidad dentro de dicho régimen. Si se recuerda, no obstante, que el propio Presidente Bocanegra pertenece también en cierto modo (en el modo de lo que se llama una oveja negra, arruinado y bohemio) al grupo de familias distinguidas que un día fueron omnipotentes en el país, comenzará a entenderse el caso del doctor don Luis Rosales, por mucho que resulte siempre incongruente y escandalosa la colaboración de una persona dotada de ciertas cualidades dentro de un gobierno que -con todas las reservas del caso- no se distingue por su apego a las normas de la más elemental decencia. El doctor Rosales era sin duda un hombre educado, culto y de buenas maneras, aunque también -todo hay que decirlo- un tanto extravagante. Ciertos rasgos de su carácter y de sus costumbres le habían privado de la reputación que aquí se discierne tan sólo a la rudeza; debe reconocerse, incluso, que muchas veces incurría de lleno en lo pintoresco. Su actitud hacia la Madre Patria era, por lo demás, excepcionalmente favorable; todo lo español, por el mero hecho de serlo, merecía ya su acatamiento, cuando no su entusiasmo; aunque por otro lado adolecía de una incomprensible debilidad francófila, apenas disculpable como vestigio de sus estudios juveniles en París. Pese a este último rasgo, su desaparición debe considerarse desde nuestro punto de vista como una verdadera pérdida.

«Durante mi visita de pésame al Canciller inquirí discretamente sobre los motivos que pudieran haber empujado a su colega de gabinete hacia la fatal resolución de abreviar sus días. Me dijo que el suicida no había dejado carta ni testamento ni explicación de ninguna clase; pero que desde hacía algún tiempo venían abrigándose serios temores acerca de su estado mental. Y a continuación, me contó, riéndose mucho, varias anécdotas que yo ya conocía.

»En el séquito del entierro (que se ha efectuado tras corto velorio en la Secretaría de Instrucción Pública, ya que, habiendo tenido lugar la muerte en la casa solariega del finado, lejos de la Capital, hubo que traer el cadáver desde considerable distancia, con todos los inconvenientes de este clima); durante el entierro, pues, tuve ocasión de cambiar impresiones con el Embajador argentino, doctor Menotti, cuyas conjeturas sobre las causas del suicidio no dejan de revestir algún interés político. El doctor Rosales había calculado mal, según Menotti, o quizás lo defraudaron, en las negociaciones con Bocanegra. Cuando aceptó entrar al servicio de su régimen, renunciando a revindicar la memoria y los intereses de su hermano el senador, esperaba, y tal vez se le prometió expresa o tácitamente, que los bienes de éste, hallándose expatriados como lo estaban su viuda e hijos, pasarían a poder suyo mediante algún truco judicial o administrativo, pues la conducta del senador Rosales se encontraba sometida, post mortem, a procedimientos de investigación en los cuales quedaba embargada su fortuna para responder de posibles cargos. De hecho, no sólo habían sido, al final, definitivamente confiscadas esas propiedades (salvo la casa solariega, cuyo usufructo se permitió al doctor Rosales), sino que ahora ya Bocanegra no necesitaba más de éste; de modo que nuestro hombre se veía privado de sus bazas [129], mientras que, por varias señales, entendía que se preparaban a despedirlo como a un criado, o incluso a procesarlo bajo cualquier acusación; así es que, ante tal expectativa, había optado el infeliz por colgarse. Incidentalmente, me hizo notar el colega argentino que el sepelio del ministro de Instrucción Pública era bastante menos lucido de lo que fuera en su ocasión el del hermano, caído en plena lucha. La observación era exacta. Faltaba aquí la emocionada concurrencia de entonces, mientras que por el otro lado, por el lado oficial, tampoco el Presidente se había dignado honrar con su presencia el acto de la inhumación, delegando en cambio la tarea de pronunciar una oración fúnebre en su Canciller, que la desempeñó con generoso empleo de los habituales lugares comunes.

»Debo añadir todavía que, antes de despedirse el duelo, cundió entre el séquito el rumor según el cual, dos días atrás, el médico especialista le había diagnosticado al pobre doctor Rosales un cáncer en el hígado, especie que, de ser cierta, bastaría a explicar psicológica, aunque no moralmente, el suicidio del ministro de Instrucción.

«Respecto a las consecuencias previsibles, me parece que en el orden público no son de esperar novedades importantes ocasionadas por la desaparición del doctor Rosales si se exceptúa la necesaria provisión del cargo vacante. En cuanto a ella, difícil sería adelantar nada que no fuera pura cábala y especulación gratuita, dado el arbitrio ilimitado con que el Presidente Bocanegra procede a las designaciones. Podemos esperar que asuma la cartera algún periodista avispado, expeditivo e inescrupuloso, o algún oscuro maestro de escuela; pero no está excluido tampoco que la ocupe un secretario municipal, un abogado, un líder de sindicato.»

El informe del diplomático español es, como puede verse, bastante completo y, en conjunto, atinado. No menos impasible que este relato burocrático pretende -pretende, digo- ser el que en sus memorias ha dejado Tadeo Requena acerca de la intervención que a él personalmente le cupo en la emergencia. Extrema ahí Tadeo su tono despegado, cínico; tanto, que da la neta impresión contraria, de un alarde, y no por cierto sólo retórico. En fin, júzguese por sus propias palabras, que yo quiero limitarme a copiar.

Empieza con una malhumorada serie de exclamaciones de disgusto: «¡Cómo no! -protesta-. ¡A mí había de tocarme el honroso encargo de bregar con el asunto! ¡Menudo encarguito! Muy honroso, ocuparme yo del asunto como representante personal de Su Excelencia. Para empezar, y por si fuera poco desagradable la encomienda, todavía tamaño viaje, leguas y leguas, con el traqueteo de la carretera… ¡También, la absurda idea del viejo, irse a San Cosme para eso! ¡Como si no hubiera habido aquí, en la Capital, ganchos de donde poder colgarse, si tantas ganas tenía! Pero no: era necesario hacerlo en una viga de su casa… Y luego ¡ahorcarse! ¿No hubiera podido decirnos Goodway por otro medio cualquiera: el pistoletazo romántico [130], el veneno de los Borgias [131], abrirse las venas como su maestro Sócrates (así dice; yo me limito a transcribir) [132], o tirarse al agua, o por una ventana, o declarar la huelga del hambre, o sencillamente esperar con un poquito de paciencia a que le llegara su hora, que ya ¡total! qué tanto podía faltarle? No: tuvo que elegirse esa muerte de perro [133]. La cuestión es, por supuesto, jorobar al prójimo. Yo, que no había vuelto nunca al pueblo, y que me lisonjeaba con la perspectiva de darme alguna vez el gustazo, como cada quisque, y prepararme una buena recepción en mi ciudad natal, ¡hala!, vaya usted ahora mismo, así de improviso, y apresúrese a adoptar, en nombre de su jefe, cuantas disposiciones procedan para el traslado del cadáver… Puede comprenderse de qué humor iría. Me bajé del automóvil a la puerta, pisando fuerte, y entré en la Casa grande como un torbellino.

»Para qué decirlo: mi aparición tan inesperada en la sala donde habían tendido al muerto -tapado, por suerte, con una sábana- fue una bomba. Paralizó a todos los zaraguteros que, empezando por el capellán de las monjas, se habían adueñado allí de la situación. Todos me miraron con la boca abierta. El silencio y la expectativa duraron poco, sin embargo, pues el bobo de Ángelo, hecho un gamberro, pero siempre hilando baba, se me acercó riéndose a tirarme de la manga con gruñiditos de alegría. Yo, claro, lo rechacé. Acababa de descubrir en un rincón a María Elena, despeinada y ojerosa, desmadejada sobre una butaca, y -después de pensarlo un instante- me acerqué despacio a ella, me incliné respetuosamente, le tendí la mano y con suavidad, pero con enérgica decisión, la saqué de aquel ambiente.

«Nadie se atrevió a seguirnos, ni yo tenía la menor noción de lo que iría a hacer al minuto siguiente. Ya se vería. No le había dirigido una sola palabra; en verdad, no hubiera sabido qué decirle; y ahora, en la pequeña salita de al lado, oscurecida por las persianas en la resolana del mediodía, solos, parados en un rincón del cuarto, me quedé mirándola. Daba pena su aspecto; pero a mí no se me ocurría nada. Cuando de pronto ella, ¡zas!, va y se me cuelga del cuello y rompe a llorar convulsivamente.

»Esto ya me fastidió. ¿Qué hace uno en un caso semejante? Comencé a pasarle la mano por la cabeza (¿qué iba a hacer?); y ella, entonces, clavándome los dedos en el brazo, escondió la cara contra mi pecho. Estaba agotada, no había dormido, le olía el aliento, y tenía hinchados sus ojos preciosos. La llevé hasta el diván, y seguí acariciándola. No se resistía a nada; a pesar del calor, le castañeaban los dientes. En realidad estaba medio desnuda, con sólo una bata sobre la carne. Me miraba con estupor, pero no se resistió a nada… Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso calma los nervios.

»No sé si hice bien o mal, ni me importa. Le tapé los ojos con la mano para que no me mirara más de ese modo, la extendí bien sobre el diván a ver si se dormía, le compuse la bata, y después de arreglarme también yo, volví a la sala mortuoria, donde me aguardaban ahora las engorrosas tareas que pueden imaginarse.

»Hice salir también a Ángelo, que me sacaba de tino con sus majaderías, y comencé a dictar las cien mil providencias y disposiciones pertinentes, en las cuales me sirvió de gran ayuda el capellán y párroco de las monjas, que es un pobre gato, pero que, al fin y al cabo, estaba en su propia salsa. En realidad, no necesité sino seguir sus sugestiones (ellos, los curas, son profesionales de la muerte) [134], y -una orden por acá, una llamada telefónica por allá- al poco rato ya estaba todo organizado para que trasladaran el cadáver a la Capital en una ambulancia de Sanidad Pública, y yo pude regresar, por mi lado, e informar al Presidente de que sus deseos habían quedado cumplidos. Ahora, el asunto pasaba ya a manos del subsecretario de Instrucción; bajo su jurisdicción tendría lugar aquella noche el velorio de su superior jerárquico en uno de los salones de la Secretaría, y el entierro con solemnes funerales al día siguiente, es decir, hoy.

»Del cementerio vengo ahora. Bocanegra no ha querido (él sabrá por qué) despedir al doctor Rosales hasta la que el Canciller ha denominado en su conceptuoso discurso, ¡imbécil!, la última morada. Y, sin duda alguna, esa ausencia del Jefe del Estado ha debido restar brillantez a la ceremonia. En efecto: más de uno, al darse cuenta, escurrió el bulto en lugar de seguir al cortejo, y se ahorró la molestia; así lo hicieron, por ejemplo, sin gran disimulo, Carmelo Zapata y Tuto Ramírez, quienes charlando, se quedaron rezagados, y ya no se los vio más» [135].

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