XXII

Se fue, por fin, el cura de San Cosme, y a mí me faltó tiempo para abrir el portafolios que me había dejado, y sacarle las tripas. Encontré ahí, además de facturas y recibos, y otros papeles de curiosidad escasa, el legajo de cartas a que pertenecen las dos transcritas antes y -muy bien atados con una cintita celeste- unos cuadernillos escolares que enseguida me llamaron la atención y cuyo texto, trazado con excelente letra sobre las rayas azules, voy a reproducir de inmediato, en aquello que importa. Se trata, como podrá verse, de unas páginas acongojadas y casi convulsas que María Elena, la hija de Luisito Rosales, escribió a raíz del suicidio de su padre. No obstante el sufrimiento, la turbación y la angustia de que están impregnadas, y de una cierta retórica heredada o aprendida at home [146], esas páginas, me parece a mí, trasuntan las calidades de un alma noble. Sus frases son a ratos pueriles; pero, por encima de todo, ¿no se descubre ahí un algo de maduro, y hasta de repentinamente maduro?

«Toda la noche he llorado, sin conseguir desahogarme -son las primeras palabras que contiene esa parte del cuaderno, después de una vieja composición, bastante convencional, sobre la puesta del sol en los Trópicos, cuya prolijidad cuidadosa de alumna contrasta con la agitada pasión de esta otra caligrafía-. Pensaba -prosigue- que llorando se me descargaría el corazón, pero no ha ocurrido así: he llorado la noche entera sin hallar consuelo. Y ahora, por la mañana, ya no tengo más lágrimas. Por no volverme loca, busco en el fondo de un cajón mi olvidado cuaderno, entre los libros de estudio, e intentaré explicarme conmigo misma, ya que nadie tengo en el mundo a quien confiar la carga que me abruma. Cuaderno mío: ¿por qué vienes también tú a afligirme con el sarcasmo de esas boberías que guardas de otros tiempos, y de otra yo, perdida para siempre? ¡Ayúdame tú siquiera! Siquiera tú… Pero ¡ay!, más me vale ordenar los hechos, en lugar de cansarme con divagaciones que a mí misma me suenan enseguida a hueco.

»Los hechos son duros, sí, pero bien precisos: a ellos me atendré. Un hecho es que por fin, a Dios gracias, habían conseguido deshacerse del fardo, escamotearlo: el ruido del motor, abajo, afuera, y las caras compungidas alrededor mío, delataban la salida de la ambulancia, llevándoselo. Don Antonio, cumpliendo sus deberes de párroco y director espiritual, se me acercó entonces y, confortadoramente, me puso la mano sobre el hombro. Yo se la tomé con vehemencia, y le dije que deseaba pedirle confesión. De pronto, había sentido la urgencia de confesarme, y así se lo dije: que quería confesarme enseguida. Su mirada fue de estupor. Asustado, pretendió dejarlo para el día siguiente, cuando yo hubiera descansado y me hubiera serenado algo. Pero yo estaba serena; con la garganta seca, pero muy serena. Insistí, insistí, apremié, y no tuvo más remedio que acceder a oírme. Fuimos a sentarnos en el diván de la salita, ¡en el mismo diván, Dios santo!… Lo que yo tenía que confesarle no era por cierto, para que al pobre se le pasara el susto. Al principio creyó que, con el dolor, quizás me había trastornado y desbarraba, tan absurdo debió de parecerle lo que le conté; y cuando se convenció de que no, de que las cosas eran no más tal cual se las decía, quedó anonadado el buen hombre. Y ¿cómo no iba a desconcertarlo y a consternarlo inmensamente aquella monstruosidad que yo -la criatura cándida a quien él conocía a fondo desde muy niña- le estaba refiriendo con las palabras exactas, sin preparación ni adobo alguno; a saber, que recién muerto mi padre, y a dos pasos del lugar donde yacía su triste cuerpo, hacía yo entrega del mío [147], tras de la puerta, como no lo hubiera hecho la peor mujerzuela, al primer desconocido? ¡Si yo misma soy, y no termino de creerlo! Antes me parece que estoy debatiéndome entre las ligaduras de una pesadilla tenaz, que todo es mentira e imposible, y que por último, cuando Dios quiera que me despierte, he de encontrarme -¡alivio infinito!- con que sigo virgen como antes; y con que tampoco mi desdichado padre ha cometido ese horror consigo mismo… Pero ¡no!, que la pesadilla dura ya demasiado, y toda esta noche he estado llorando, y eso ha ocurrido realmente, y no es un mal sueño: nadie sería ya capaz de borrarlo ni anularlo. ¿No había de espantarse el bueno de don Antonio? Yo esperaba de su tribunal una reacción tremenda, adecuada al tamaño de mi infamia; deseaba tal reacción, estaba aguardándola con una especie de ansiedad casi esperanzada. Pero, en lugar de ella, el infeliz se me queda mirando con ojos de carnero durante un rato que me pareció interminable, y cuando vuelve de su asombro es para someterme a un interrogatorio que su turbación hacía vacilante, torpón. El pobre viejo estaba más desmoronado que yo misma; parecía que el penitente hubiera sido él… Cuando, con ayuda de los detalles más odiosamente concretos, hubo conseguido encajar lo inverosímil en el cuadro de la realidad: -Reza, reza mucho, hijita -es todo cuanto se le ocurrió; y su desconcierto vino a aumentar mi desamparo.

»Fue abominable, fue como si me hubiera obligado a pasar segunda vez por aquella experiencia. Yo había compuesto mi confesión con palabras escuetas y verdaderas, las menos posible, sólo las indispensables; hice el esfuerzo y, tragando saliva, largué de un tirón todo. Pero él, al oírme, pone la misma cara que si estuviera viendo salir de mi boca, en efecto, esa sierpe que simboliza el pecado; y como no podía dar crédito a sus ojos, me torturó con preguntas que me forzaban a precisar cada uno de los detalles horribles, reproducidos ahora en frío y bajo una cruda lucidez, sin la anestesia del aturdimiento y de la oscura excitación que a la hora de mi caída me había empañado la mente; de modo que sentía las manos del desmañado cirujano hurgándome las entrañas… Quiso saber quién había sido el miserable (la indignación no le permitió abstenerse del calificativo desde su santo tribunal); y cuando se lo hube dicho, cuando nombré a Tadeo, su reacción, aun en momentos tan penosos, no pude evitar que me produjera una débil sonrisa. -Pero Tadeo no es un desconocido -protestó-. Habías dicho que fue un desconocido…

»Lo había dicho en el énfasis de la autoacusación; pero no; en verdad, Tadeo no era un desconocido; tenía razón don Antonio. Y aun admito que, cuando, en aquel instante, lo vi entrar de improviso en la sala donde yo estaba hundida y me ahogaba, y acercárseme sin vacilar, y tomarme de la mano, y sacarme de allí con seguridad tan firme, en aquel instante sentí -lo admito-, sentí absurdamente que era él lo único que me quedaba en el mundo, mi solo y último cable de salvación… Trato de descubrir mis resortes ocultos, no de engañarme a mí misma con falsas disculpas. Disculpa, bien sé que no la tengo; pero quisiera, al menos, poner en claro ante mi propio foro quién soy yo, para poder detestarme hasta el fondo. Porque lo cierto es que, no él, sino yo, soy la desconocida: una extraña, de cuya presencia, de cuya existencia, no tenía la menor sospecha, y que se ha revelado de pronto, incomprensiblemente, dentro de mí. En vano se fatigará don Antonio con sus generalidades piadosas: al recapacitar en lo que he hecho, en cómo me he entregado sin resistencia alguna, ni siquiera íntima, no consigo librarme de la idea de que así me hubiera entregado en cualquier momento, siempre, tan pronto como se le hubiera antojado a él; y -lo que es más aterrador aún- que igual volvería a hacerlo mañana, ahora mismo, no bien se presentara él y lo quisiera. ¡Esa soy yo, pues! Soy eso. De repente, me descubro a mí misma. Y, de paso, lo descubro también a él. ¿Cómo que no era un desconocido? ¿Que no era un desconocido? No importa que, en el aburrimiento de mi eterno balcón, me hubieran entretenido desde pequeña sus idas y venidas, y sus hazañas tontas de mozalbete, al frente de otros peladitos a quienes capitaneaba y tiranizaba; y que, cuando por casualidad no venían una tarde a jugar delante de casa, yo recayera en mis tristes lecturas, cuidando a Ángelo, más nervioso entonces que de costumbre, y envidiándoles su libertad. Ni tampoco importa que luego, ya instalados nosotros en la Capital, mi padre lo trajera más de una vez, con esa cordialidad suya extemporánea y excesiva que yo no podía aprobar, o que más bien me hacía sentir humillada y ponerme tiesa. ¿Dejaría por todo ello de ser un extraño? ¿Un pretensioso insufrible?… Hasta creo que llegué a odiar el dichoso nombre de Tadeo, con tanto oír sus elogios en boca de mi padre: un talento extraordinario; recalcaba: ex-tra-or-di-na-rio, digno de toda protección y estímulo. Y yo, furiosa, me obstinaba en callar, sabiendo que él buscaba mi contradicción, una objecioncilla cualquiera, para razonar interminablemente y tratar de justificarse. Sabía yo que me aplastaría, sin duda, con sus razones. Por eso mismo, callaba, le cerraba la puerta, le negaba esa caridad, apretaba mi intransigencia interior. La inocencia es implacable, es detestable. ¡Tarde viene una a arrepentirse de sus crueldades! Cuando ya no hay vuelta. ¿Por qué, Señor, no permites rectificar el dibujo, rehacer el bordado, borrar las equivocaciones peores? Ya no hay remedio; nunca hay remedio para lo que verdaderamente importa. Abro los ojos -el desgarrarme las entrañas ha sido también abrirme los ojos- y quisiera que la tierra me tragara. ¿Cómo podía querer bien a mi pobre padre, si tampoco a él lo conocía? Mi cariño no era sino eso que llaman una lamentable equivocación. Este amor filial mío, un poco rencoroso, un poco resentido, distante; respetuoso, pero, sobre todo, distante, era, tenía que resultar una especie de burla carnavalesca para corazón tan acabado por las tribulaciones y por las cavilaciones. Estaba solo; me tenía a su lado, pero estaba solo. Las manos a la espalda, baja la cabeza, solía pasear y pasear sin término la habitación; y a mí -por si no bastara con la movilidad incesante de Ángelo para gastarme los nervios- me exasperaba el verlo así rato y rato. Nunca respondía yo a sus casuales reflexiones; y le hacía sentir mi irritación, hasta que, cansado, dejaba de recorrer la pieza, y se iba.

«Estaba solo, y solo estuvo siempre. Al morir mamá, había dejado bloqueado entre él y yo, como un tabú, cuanto, en vida suya, fue materia litigiosa para ambos. Y materia litigiosa ¿qué no lo sería? Cosa que él hiciera, intentara o propusiera, ella le salía enseguida al paso para atajarlo de la manera directa, cortante y un poco brutal incluso, que era propia de su natural sincero. ¡Ahora lo veo tan claro!: en último extremo, lo que ella desaprobaba, censuraba y condenaba no era este o aquel acto suyo, sino a él mismo. Era a él, a quien -sin perjuicio de quererlo mucho- rechazaba desde el fondo de su ser. Irreconciliables, como el agua y el fuego. ¡Hubiera tenido que suprimirse! Y eso es lo que ha hecho ahora: suprimirse. De pronto, descubre una toda la justeza terrible que puede haber en una expresión vulgar [148]: se ha suprimido. ¿No era eso lo que ella quiso siempre, sin saberlo? Pues por último lo ha conseguido, y -la mano me tiembla al escribirlo- ha sido por ministerio mío; yo he sido, siquiera en parte, su instrumento. Al morir ella convirtió en sacrilegio todo lo que significara contrariar sus claros, limpios, nobles, sencillos, inconmovibles, tajantes criterios, y yo no hubiera podido, sin sentir que la traicionaba y ofendía su memoria, dar por buenas las sutilezas de mi padre, aun cuando comprendiera, como comprendía, muy bien las razones particulares de sus actos y la razón total de su conducta. Pesaba sobre mí -me pesaba- como un sagrado deber el de recusarlas; y hacerlo así me procuraba una especie de amargo deleite. ¿No había sentenciado ella, acaso, de una vez por todas, que Bocanegra era un perdulario? Pues yo suscribía a ojos cerrados esta sentencia, sin que pudieran nada en contra todas las consideraciones imaginables: que, aun habiendo sido perdulario, no por eso dejaba de pertenecer a una familia decente; que, en cuanto a las responsabilidades por la muerte del tío Lucas, nada se pudo aclarar en definitiva, pese a la encuesta judicial y a las promesas hechas a mi padre… Y tampoco cabía duda de que si éste se coloca en una actitud irreductible, ni hubiéramos conservado nuestra casa y lo poco que aún nos queda, ni se sabe lo que hubiera sido de nosotros, del desgraciado de Ángelo, de mí… Ahora, y sólo ahora, ante el hecho consumado, alcanzo a medir las angustias que debió padecer, pobre papá mío, barajando sus propias perplejidades bajo la presión calmosa de su mujer, para quien, sin embargo, el problema no podía ser ni tan dramático ni tan agudo, pues ni el tío Lucas era hermano suyo, sino cuñado, ni -para colmo- ella se había llevado demasiado bien nunca con la viuda, de modo que no le causaría tanta consternación el verla marcharse, por fin, a la ventura, con un niño de cada mano… Mi padre consiguió desde luego que les pusieran un automóvil escoltado hasta la frontera, e hizo para ella ciertos arreglos económicos, gracias a los cuales pudo defenderse. Todo esto merecía tomarse en cuenta. Pero la sentencia era firme, irrevocable: Bocanegra, un perdulario; y, al morir ella, mi obligación consistía, sin que nadie me lo hubiera dicho, en sostener este juicio con todas sus consecuencias. Consecuencias que se resumían en una actitud inflexible, hasta inhumana, frente al mundo complicadísimo donde mi padre tenía que moverse. Bocanegra, un perdulario, ni más ni menos. Y Tadeo, un mulato atrevido. ¿Necesitaba yo, acaso, habérsela escuchado? Estaba tan segura de esta opinión suya, como si hubiera podido oírla escaparse de entre sus labios finos y apretados. Después de muerta, seguía ella lanzando sus juicios perentorios, inapelables, sobre la gente. Y a mí me tocaba formularlos por ella. ¡Un talento ex-tra-or-di-na-rio!, proclamaba mi padre; y yo, para mis adentros, le replicaba: Un mulato atrevido. No yo: ella, desde el fondo de mí. Ella, con la hermosa, imperturbable y cándida certidumbre que tenía. ¿Quién hubiera dicho entonces, viéndola desplegar, tan segura de sí, esa entera energía, que sus días estaban contados y se le acababa la vida?

Ya hoy, los dos están bajo tierra; y yo, sola aquí para siempre, hasta que vaya también a reunirme con ellos. ¡Dios tenga piedad de sus almas!

»… ¡Ay!, divago sin remedio. Me he perdido, y no quiero tampoco -¿para qué?- releer lo escrito. Esta confesión o clamor sin destino debiera permitirme, ésa fue mi intención, recoger mis pensamientos que se extravían, se retuercen y confunden cuando me abandono en la butaca, cerrados los ojos, estos ojos que me arden, secos ya por toda la eternidad…

»Pero, hija mía, ¿cómo pudiste?… ¿por qué te dejaste hacer? -me preguntaba consternadísimo el pobre don Antonio, con más perplejidad que reproche en la voz. ¡Como si yo hubiera tenido respuesta que darle! ¡Como si no fuera eso mismo lo que yo me pregunto, y vuelvo a preguntarme, con estupefacción, una y otra vez, incansablemente. Que vivimos rodeados de misterio, lo sé; que el universo entero es impenetrable, y que sólo nos resta inclinarnos ante la grandeza divina. Pero nada aterroriza tanto como el darse cuenta de que también el fondo de uno es impenetrable, y desconocerse, e ignorar quién se es. Recuerdo, y no lo olvidaré jamás, el espanto que se apoderó de mí cuando, en los límites de la infancia todavía la primera sangre, presentándose de improviso, vino a gritar en mi cuerpo una suciedad de la que yo, pobre criatura, ¿cómo iba a ser responsable? Pero el cuerpo, ya me había adoctrinado a despreciarlo, a desconfiarle, a avergonzarme de él. El cuerpo, con todas sus humillaciones cotidianas, era la pensión que Nuestro Señor Jesucristo aceptó para mostrarnos mediante su ejemplo el camino [149] y enseñarnos a conllevar la bestia sin detrimento del espíritu. Sí, el espíritu estaba ahí siempre, para salvar la situación. Pero ¿y cuando el espíritu, de pronto, se rebela también, se sale de casa, se escapa?, ¿y si el espíritu resulta ser también un animal cimarrón, que te desconoce, y no obedece a tus llamadas, y te mira, burlesco y extraño, sin ponerse más al alcance de tu mano?… Me pregunto yo por qué he hecho lo que hice; y no tengo respuesta. Entonces ¿quién soy yo? Estaba despierta, y sabía bien de qué se trataba, sobre todo desde que él pasó, de las primeras caricias, tan suaves en su persuasiva energía, a los manejos insolentes y brutales. No había más duda, no quedaba lugar a engaño; yo sabía, y consentí. No sólo consentí, sino que me abandoné con la delicia que debe de experimentar quien, agotado, se entrega por fin a las aguas, o quien, habiendo perdido sus últimos refugios, se reconcilia con la muerte y aguarda sin moverse el zarpazo del tigre que se dispone a devorarlo. En realidad, sus ojos eran, no atrevidos, sino inhumanos; me contemplaba con una terrible, calmosa indiferencia de fiera segura de la presa bajo su garra; y yo, en medio de mi abyección, del azoramiento y del bochorno, experimentaba una rara felicidad: la felicidad de saberme definitivamente perdida.

«Perdida, deshonrada me veo ahora; pero, así como no puedo dar razón de mi conducta, tampoco hallo el camino del arrepentimiento; y sólo me asombro de mí misma, me desconozco, no sé más quién soy; eso es todo. Al afligido confesor, pobre viejo, no le he dejado siquiera el recurso de usar conmigo de la misericordia divina impartiéndome su absolución, pues arrepentida no pude decirle que lo estuviera: no lo estaba, no lo estoy. Dolorida, deshecha, aniquilada, sí; pero no arrepentida. Y ¿por qué no lo estoy? Pues porque, a pesar de mi anuencia, veo lo ocurrido como algo que está más allá de mis alcances. La pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre se me confunden en el ánimo, y me pesan como una sola culpa anterior a toda deliberación mía [150] y de la que debo responder sin que me hubiera sido posible, humanamente, evitarla.»

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