XX

¿Qué comentario merecería todo esto? Yo no voy a hacer ninguno. Esto, Inés, ello se alaba - no es menester alaballo [136], como dijo el otro. Lo que sí haré es insertar aquí, a guisa de complemento, algunos de los papeles procedentes del convento de Santa Rosa, en el poblado de San Cosme, que conservo en depósito hasta que me los reclame quien me los confió. Son cartas, y borradores de carta; una correspondencia completa que la abadesa guardaba muy ordenadita, en legajos con cintas, para luego dejársela olvidada allí, en los apurones de la huida. Algunos de esos papeles merecen ser conocidos; y si ello no fuera posible -digo, su publicación, llegado el momento-, al menos las perspectivas que ofrecen habrán servido para iluminar al historiador en su apreciación de los hechos.

Ahora, por lo pronto, reproduciré dos cartas cruzadas entre la abadesa y su pariente, la viuda del senador Rosales, a quien aquélla informa del fin trágico de su cuñado Luisito. Lo que dice en su respuesta la viuda del senador aclara desde la distancia -ella vive ahora con sus hijos en Estados Unidos-, y después de tanto tiempo, algunos puntos de interés retrospectivo.

Pero veamos ante todo, el borrador pergeñado por la abadesa. Reza así:

«Apreciada prima: Tremendas son la noticias que tengo que comunicarte hoy, como que llevan, me parece ver (este inciso: me parece ver, está interlineado a última hora en el texto del borrador); llevan, me parece ver, el inconfundible sello de la justicia divina. ¿Podrás creerlo? Tu cuñado Luis se ha impuesto a sí mismo anoche el mismo género de muerte que el prototraidor Judas, para que a nadie quepa ya duda acerca de los motivos de su pasada conducta, que con retorcidos sofismas y casuismos, querían todavía disculpar algunos. Él mismo se ha sentenciado y se ha aplicado ese castigo implacable y durísimo que deja tan escasas oportunidades a la Divina Misericordia. Y ¡fíjate cómo era él! Ni siquiera en esa hora última de la desesperación y del más abominable pecado ha tenido para con sus propios hijos la mínima caridad de ahorrarles tan espantoso espectáculo…

»Hasta dentro del convento llegaban esta mañana los gritos, los lamentos, el desorden, pues el señor ministro de Instrucción Pública dejó sus palacios y mansiones oficiales de la Capital para venir aquí, al pueblo, y quitarse la vida en la vieja casa de la familia, mancillar definitivamente el hogar donde había nacido y se crió con sus padres y con su hermano mayor, tu marido, que gloria haya, y donde estaban ahora, y están sus hijos, que habían llegado hace dos o tres semanas para pasar en San Cosme el verano.

»Te imaginarás, prima querida, cómo se me alborotó la comunidad entera, hasta saberse lo que pasaba, y cuánto trabajo me costó tranquilizar a estas inocentes (la palabra inocentes se encuentra escrita encima de la palabra necias, tachada [137]), imponiendo al fin mi autoridad para que cada cual se mantuviera en su puesto, ansiosas como estaban con la malsana curiosidad de conocer todos los detalles. Aun cuando lo más probable es que sea trabajo inútil, les he ordenado que recen pidiendo a Dios piedad para el desgraciado; e inmediatamente he enviado a don Antonio, nuestro capellán, a entablar contacto con la casa y ocuparse de todo. Mientras regresa (el pobre, tú lo conoces, es un alma de Dios, pero no ha descubierto la pólvora [138]; y cada vez está más lerdo, con los años); aprovecho yo para escribirte estas apresuradas líneas, pues quiero que la novedad llegue a tu conocimiento por mi conducto, antes que por ningún otro. Estoy segura de que al saberla acudirán a tu mente, como a la mía acuden, pensamientos diversos, reflexiones edificantes sobre los designios ocultos y terribles del Señor, quien sólo por un tiempo, y tal vez para castigar así faltas menores de quienes gracias a Él no somos tan malvados, permite que triunfe la iniquidad en el mundo; pero que, tarde o temprano, cuando su Providencia lo entiende oportuno, hace estallar aterradoramente su divina cólera.

»Yo pienso velar por estos huérfanos desdichados, particularmente por María Elena, la hija, tu sobrina, que se ha educado entre nosotras, pues en cuanto al muchacho, tú sabes, no se presta a gran cosa, y es un dolor de cabeza. De todas maneras, será prudente aguardar un poco, a ver el curso que toman los acontecimientos; no se te ocultará que, en los tiempos que corren, ninguna cautela es excesiva cuando se tiene la responsabilidad de intereses superiores a los cuales pudiera comprometer de una manera u otra cualquier movimiento de irreflexiva buena voluntad. Ya encontraré el modo de hacer este bien sin detrimento, antes con ventaja, de esos intereses superiores.»

La carta termina así: «Bueno, acaba de regresar por fin don Antonio, para informarme y volverse enseguida a donde tanta falta hace. Hija mía, es un horror… Expido ésta, ahora, y más adelante volveré a escribirte para que estés al día de cuanto acontezca.»

La respuesta es mucho más larga, y contiene algunas precisiones de interés sobre hechos pretéritos. Son varias hojas, y todavía se encuentran dentro del sobre dirigido, desde Nueva York, a la reverenda Madre Práxedes del Sagrado Corazón de María, Superiora del Convento de Santa Rosa.

«Querida prima Práxedes -comienza-. Ante la noticia de la muerte de ese pobre Luisito, lo único que se me ocurre decir es: ¡Que Dios lo haya perdonado! Y lo digo de corazón; pero lo digo, no por bondad o por deber cristiano, como fuera justo, sino por cansancio, y con un fondo de indiferencia que a mí misma me espanta. Cuando tus diligentes letras me impusieron de lo ocurrido, sentí ¿sabes qué?, no pena, ni sorpresa, ni tampoco ese reconocimiento tuyo de la mano de Dios para el que quizás no soy lo bastante religiosa; sentí una especie de cansancio mortal. Y lloré, aunque te parezca ridículo, por el mundo, y por mí misma… Tu carta llegó a poder mío el pasado miércoles, en uno de esos días grises, oscuros, cargados y tan deprimentes como ustedes ahí, en el trópico, apenas podrían imaginarse. Ahí, en nuestra tierra, llueve, sí, a torrentes, y la lluvia puede durar también, a veces, horas y horas. De cualquier manera, es la lluvia, que ha venido; es algo que sobreviene; está ahí, y se irá luego, de pronto, dejando el cielo muy limpio y relucientes las hojas de los árboles; y entonces la gente (cómo me acuerdo, y cómo suspiro), la gente que había estado mirando como animalitos desde sus agujeros, vuelve a salir tan contenta. No pueden hacerse una idea, claro está, de lo que es el mal tiempo en Nueva York. Quizás sea cierto que yo exagero, o que no me termino de adaptar; y mis hijos se ríen de mí, o no entienden, tal vez ni me escuchan cuando digo que este mundo de piedra, hierro y cemento es irreal y, con todas sus tremendas pretensiones, se deshace en agua y neblina… Pues en un día de ésos, insoportables, recibí tu carta: me pasé llorando la tarde entera. De pronto, el pasado me acudió al paladar [139], todo ese pasado que tantos esfuerzos había hecho para echar al olvido y eliminar definitivamente [140]. ¡Aquí estaba de nuevo, enterito! Nada se olvida, qué va. Y menos, aquello que uno quisiera tapar a todo trance. Uno piensa que ha conseguido forjarse, en este ambiente tan distinto, otra existencia, desechando la anterior; o, por lo menos -puesto que yo ya no cuento, y lo único que importa son los muchachos-, agarrarme al futuro de ellos, que está aquí, y nutrirme como un parásito de sus esperanzas y perspectivas. Para ellos vivo; y como a ellos el pasado nada les dice, yo también lo he querido borrar de mi horizonte. Pero ¡qué esperanza! Llega tu carta, y -de golpe- todo resurge, todo reflota otra vez…

»Cuando a la noche regresaron a casa, comentando en inglés entre sí, con su alboroto y su risa, algo que había ocurrido, no se fijaron siquiera en mis ojos, todavía enrojecidos a pesar del agua fría con que me los había lavado. Yo sentía necesidad de hablarles un poco y me había propuesto hacerlo; pero apenas los vi entrar, rebosantes de otras cosas, y sentarse y devorar la cena que les tenía preparada, mientras, con la boca llena, discutían no sé qué de la televisión, comprendí que no tenía objeto sacarlos por un instante de su mundo, que era el de la calle, el de los compañeros, y no ya el mío. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que había muerto su tío? ¿Que un viejo, allá, se había suicidado? Y ¿qué? Me hubieran mirado con embarazo, con estupefacción, cualquiera sabe qué se les hubiera ocurrido, ni qué hubieran contestado, para ponerse a pensar enseguida en otra cosa mientras yo seguía dándoles la lata. Opté por no hablarles; hubiera sido absurdo. Lo sano era, después de todo, que ellos estuvieran en sus cosas…

«Más tarde, cuando se acostaron y se quedaron dormidos, entré a mirarlos, y se me hizo un nudo en la garganta con el recuerdo de la noche aquella en que mi pobre Lucas entró también en su alcoba y estuvo contemplándolos por un buen rato, tan pequeñitos como por entonces eran aún; y yo, que lo había seguido, pude descifrar en su cara los turbios y amargos pensamientos de aquella despedida, sin tener manera de oponerme ni hallar remedio a lo que se venía encima. Él no me había dicho una sola palabra acerca de sus propósitos, pero ¿hacía falta? ¿Acaso no lo conocía yo?; ni ¿qué otra cosa le quedaba por hacer? ¿Con qué argumentos hubiera podido disuadirle? Lo miraba, en pie, alto y fuerte, y erguido, lleno de su gran hombría; y lo veía sin embargo como a un enfermo desahuciado, como a un condenado a muerte. Demasiado bien lo conocía para dudar que hubiera otro recurso. Ni yo misma podía proponerle que se resignara a semejante modo de existencia, tan incompatible con su carácter. Estaba en un callejón sin salida, contra el muro; no tenía escape. Tú sabes muy bien, Práxedes, que a un hombre como él, y en nuestra tierra, después de lo que le habían hecho, no le quedaba otra salida. Y cuando por fin se echó la pistola al bolsillo y me abrazó, y se alejó, sin querer quitarme los ojos de encima, para trasladarse a la Capital y asistir a la sesión del Senado, ya sabía yo, y no me cabían dudas, que iba hacia la muerte, probablemente a morir matando, a cobrarse el precio de esa vida que tan alevosamente le habían hurtado. Creo que se disponía a hacer en el Capitolio cosas de tal coraje que desmintieran las miradas burlescas de los canallas, declarando que su virilidad radicaba en el corazón, y no podía extirparse sin arrancarle el alma. Qué cosas, no lo sé. Quizás él mismo tampoco. Pero, desde luego, algo muy sonado. ¿Acaso no se había saltado la tapa de los sesos, hacía algunos años, en plena cámara, un diputado mexicano? Y, en La Habana, ¿no se había pegado un tiro ante el micrófono de radio el líder de la oposición? [141]. Ése es, claro está, un recurso último; quién sabe qué otras cosas no hubiera podido intentar Lucas, cosas capaces de alterar quizás el curso de los acontecimientos. Sus enemigos lo comprendieron perfectamente al enterarse de que se dirigía al Senado y, armados por el terror, lo tumbaron en la escalinata, de modo que no pudiera repetir la hazaña de Sansón, aquel gran suicida cuyo acto, lejos de vituperarse, merece la glorificación de las Sagradas Escrituras [142].

»Esto, Práxedes querida, nunca antes se lo había confiado a nadie, y a ti te lo confío hoy, como a una hermana, para desahogar mi pecho. Los actos humanos, tú lo ves, no pueden juzgarse, ni son nada, si se los separa de sus motivos y circunstancias. ¿Quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada? [143]. Pues, siendo así, me pregunto cuáles podrán haber sido los motivos, ahora, de su hermano Luis. Este infeliz, en cambio, se había resuelto aceptar, de acuerdo también con su propio carácter, esa existencia disminuida, decaída e indigna a la que mi Lucas se negó. Seguramente, sus circunstancias le empujaban en tal sentido. Quizás creyó que podría hallar un compromiso, nadar y guardar la ropa, no sé. Sus claudicaciones me dan lástima, sobre todo a la fecha actual, cuando se ha visto que no era un alma tan vil, puesto que a la postre tampoco ha podido vivir sin dignidad. Cada cual tiene su naturaleza y sigue su propia condición. A mí me cabe el orgullo, en medio de mi desgracia, de saber que mi marido no vaciló un momento; y que si no vaciló fue tal vez porque se sentía seguro de mí. Aquella noche, ante nuestros hijitos dormidos, supo él leer en mis ojos, no sólo que admiraba y -con todo mi dolor- aprobaba de antemano su conducta, sino también que, una vez desaparecido, había de sacar adelante a nuestras criaturas con energía pareja de la suya. Ahí están nuestros dos salvajes, tan hermosos, abriéndose paso en un mundo más ancho…

»¿Cuáles han sido, en cambio, las circunstancias de su hermano? Lucas murió en su ley, y en la suya ha muerto Luisito. A veces, el estudio y el cultivo de la inteligencia sólo sirve para debilitar la voluntad, para más extraviarse y para, a vueltas de tantas cavilaciones, hacer por fin la jugada mala. Segura estoy de que el desdichado cometió sus errores por flojedad, cuando no, incluso, por delicadeza de sentimientos. Sí, no te extrañe esta opinión. Ya veo tu gesto de protesta; pero no estoy loca, sé lo que me digo. Y conste que de todos esos errores considero el más grave este suicidio: el más imperdonable y, al mismo tiempo, el más digno de compasión. Es como si Lucas, el hermano mayor, hubiera pretendido sustraerse a su destino, y disimular la realidad, para tener que colgarse al cabo de los años, humillado y vencido. En cierto modo, me parece que algo de esto puede haberle ocurrido a Luisito. Un iluso es lo que él era, con todo su talento. Un perfecto iluso y, en el fondo, un alma candorosa, llena de romanticismo. ¡Dios lo haya perdonado por el mal que se ha hecho a sí mismo y que les ha hecho a sus hijos!

»A propósito de éstos, me dices, prima, que piensas ocuparte de la niña; y eso será, sin duda alguna, lo mejor para ella. Quien más me preocupa a mí es el muchacho. Pienso que quizás podría animarme a recogerlo yo. Los míos estarán encantados de recibirlo, aunque más no sea por la novedad; y, con estrechez, podremos salir adelante todos.»

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