VII

Pero no; lo más probable es que no hubiera mostrado asombro alguno; seguramente no se habría asombrado. A Tadeo, nada le espantaba, nada parecía sorprenderle, bueno o malo, fausto o infausto. Sujeto imperturbable, no hay cosa que lo inmute; y podría creerse, si no enseñara a veces la oreja de su astucia palurda bajo esa cubierta de apatía, que eran las virtudes del estoicismo las que lo mantenían ecuánime [54], siquiera en lo externo. ¡Qué Tadeo Requena! Ahora el hombre ya no existe: lástima no haber reparado más en él, y haberlo observado mejor, cuando vivía. Pero ¡cualquiera adivina!… Mientras callaba y callaba, ahí lo tenemos tan aplicado a sus memorias. Va contando los pasos, uno por uno, de su festinadísima carrera [55]. Con la mayor naturalidad, recibe un nombramiento y disfruta un sueldo de oficial segundo, temporero, para subvenir, explica, a los gastos de sus estudios, sin otro trabajo que el de ir a firmar la nómina cada fin de mes. Enseguida -sí, enseguida- obtiene, sólo Dios y Luisito Rosales saben cómo, el diploma de doctor en Derecho y Ciencias Sociales para, sin pérdida de tiempo, asumir el cargo de secretario particular de Su Excelencia, e instalarse en el Palacio Nacional, de modo que siempre lo tuviera a mano el Jefe en cualquier prisa. Todo esto son para él meros decretos de la fortuna, cuyos gratuitos dones acepta sin pestañear. Acaso no piensa merecerlo todo, sino más bien, que en el fondo nadie merece nada; y así, al que le toca la lotería, que se disfrute su premio tranquilamente… Instalado ya como secretario, hosquedad, pocas palabras y ceño adusto constituyen su parapeto defensivo. Jamás descubre los flancos de su cortedad, de su mal remediada ignorancia. Se encierra en cauteloso silencio, y da órdenes perentorias, transmite instrucciones, omite juicios. Mientras tanto, observa, escucha, toma nota de cuanto ocurre y, sobre todo, escribe, escribe, escribe… En el secreto de sus memorias desliza aquellos comentarios (expresos rara vez, con mayor frecuencia implícitos) que jamás se hubiera aventurado a formular de viva voz.

Bajo su manto de habitual frialdad, lo vemos describir, por ejemplo, con fruición perceptible, pero al mismo tiempo con ojo crítico, las incidencias de la primera celebración de la Fiesta Nacional a que hubo de asistir en el séquito de Su Excelencia. Se recrea en precisar el orden de la comitiva, la variedad de los uniformes, los distintos pasos y ceremonias, el aspecto de la concurrencia. Verse dentro de la tribuna presidencial durante la parada es motivo para él, aunque quiera disimulárselo a sí mismo, de desmesurada satisfacción. Fue entonces cuando se le vino a las mientes la broma aquella del gallego Luna, quien, aludiendo a su parecido físico con Bocanegra, le había pronosticado una vez -él lo da como pronóstico- que las tropas lo saludarían al paso. «Claro -reflexiona- que en la presente ocasión el saludo no iba dirigido todavía a mí en particular, sino a cuanto representaba la tribuna, embanderada, adornada de gallardetes y escudos, y sobre todo al Jefe, que, inmóvil como una estatua [56], ocupaba el centro de la primera fila, entre el arzobispo y el ministro de la Guerra, ese pobre general Malagarriga, tan ajeno a que ésta sería su última fiesta patria. Detrás se alineaban todos los demás ministros del gobierno, y, luego, sin guardar ya precedencia jerárquica, los otros funcionarios superiores de la Casa presidencial, entre los cuales ocupaba yo, por cierto, un lugar destacado. Al pie de la tribuna, desplegados en perfecta formación, los granaderos de la escolta ornaban, cubrían y protegían el tinglado.

»El desfile, entre unas cosas y otras, había comenzado con retraso, cerca del mediodía -sigue contando el joven Tadeo-, y aunque no eran todavía fechas de excesivo calor, pues estábamos a 28 de febrero (la Fiesta Nacional cae en 29; es sabido que nuestro Glorioso Grito Libertador tuvo lugar un sábado 29 de febrero; pero no vamos a esperar los años bisiestos para celebrarlo) [57], de todas maneras el sol castigaba cruelmente, filtrado a través de unas nubes cuyo plomo parecía a punto de derretirse. Ya antes de empezar el desfile, las ambulancias habían tenido que retirar de las filas a tres o cuatro soldados; y ahora ahí en la tribuna, me divertía yo observando cómo el general Malagarriga, todo sofocado, y también al borde de la insolación, separaba con el dedo el cuello de su uniforme para estirar el pescuezo como una tortuga, o se enjugaba con un pañuelo el sudor que le chorreaba desde la badana de la gorra. Sólo nuestro jefe, entre todos -también el prelado sudaba a chorros-, sólo Bocanegra parecía insensible a cualquier fatiga, invulnerable al flagelo del sol, y encantado del espectáculo, absorto en él, si no es que se complacía incluso -admirador como era de la educación espartana- en someter a prueba la debilidad de sus colaboradores. Pues la verdad es que la fiesta se dilataba, se dilataba, se dilataba hasta lo interminable; eran ya varias horas de desfile, y aun para quien por vez primera presenciaba tan brillante alarde militar, su prolongación lo iba convirtiendo en una pesadilla. No sé cuántas veces habían evolucionado ya en el aire, desde por la mañana, nuestras dos escuadrillas de aviación. Habíamos visto pasar, inacabables, ante la tribuna, nuestras mejores tropas de línea, la artillería, la caballería, las unidades motorizadas, los servicios auxiliares, dejando largas pausas entre sección y sección, cuerpo y cuerpo. Ahora -¡por fin!- parecía que ya iba a cerrarse el desfile con lo que era el número fuerte y la novedad del año: esa poderosa brigada de la Policía Montada, reformada, cuyos escuadrones, bajo el mando de Pancho Cortina, habían mantenido su apretada formación, estacionados frente a nuestra tribuna, con tan estricto rigor de disciplina -emparejadas todas las hileras de caballos, rígidos y erguidos los hombres, relucientes las armas y charoles- que hacían contraste, a veces penoso, con el desigual continente y también desparejo equipo del ejército regular, donde lo que más importa después de todo es el número de la tropa, aunque sea a expensas de la calidad, que con nuestro material humano tampoco podría ser nunca gran cosa. El éxito de la presentación de la nueva Policía Montada fue tan lisonjero que hubo de valerle a su comandante, Pancho Cortina, el ascenso decretado para la Gaceta oficial del día siguiente. En realidad -y éste es un secreto que pocos conocen-, la guardia de Su Excelencia durante el acto había estado a cargo de esa flamante fuerza, colocada frente a la tribuna, como más digna de confianza que la decorativa escolta presidencial, situada al pie.

»Ahora sí, ¡ya!; ahora comenzaba por último a evolucionar la Policía. Pancho, caracoleando su caballo, y con el sable en actitud de saludo, ofrecía al Presidente su sonrisa de galán de cine [58] y tomaba posición, mientras la banda del regimiento de lanceros de Tucaití atacaba los acordes del himno patrio… En aquel momento, eché una mirada al Jefe. Firme, tieso, entornados los ojos, escuchaba los primeros compases de esa música, símbolo de las glorias y de las esperanzas nacionales, mientras en la enorme explanada que se extendía ante nuestra tribuna la multitud, militares y civiles, tropas y público, guardaban la actitud compuesta y solemne que es de rigor cuando uno se apresta a cantar el himno de la Patria.

»Pero yo no sé si es que ya estaba uno demasiado cansado; el caso es que al cabo de un rato, también esto me pareció que se prolongaba más de la cuenta: proseguía, interminable, la música; las gentes empezaban a mirarse unos a otros, y Bocanegra no terminaba de dar la señal de costumbre al director de la banda para que éste cerrara la ejecución de la venerable pieza. Es el caso que nuestro himno patrio tiene, entre otras peculiaridades, la de carecer propiamente de principio y de final: consta de un solo motivo, simple, breve y grandioso [59] como nuestra Historia misma, un motivo que se desdobla y se repite en dos ritmos diferentes, muy lento el uno, y el otro velocísimo, y de su alternancia resulta un contraste de noble dramatismo. Esto es lo que no ven quienes lo critican. Será, si se quiere -yo de música no entiendo nada-, una musiquilla ramplona; pero a todo buen ciudadano debe emocionarle. Cuando menos tiene el mérito de ser obra de un compositor nuestro, sin que hayamos debido acudir a la inspiración foránea como nuestros arrogantes vecinos, quienes, con todas sus pretensiones de gran potencia, no podrán negar que le deben su himno nacional a los buenos oficios de un artista catalán. Todo lo modesto que se quiera, el nuestro es al menos fruto del talento nativo, y su letra, concebida dentro de las grandes tradiciones hispanoamericanas, repite esos conceptos que tanto suelen mortificar a los comerciantes peninsulares, mal reconciliados con la idea de que nuestra pequeña república venciera -nuevo David- a la Madre Patria y, rompiendo sus cadenas, humillara al orgulloso león que la simboliza. El público la había cantado a coro al comienzo; pero ya las voces amainaban, desfallecían, mientras que la banda continuaba, en cambio, impertérrita, repitiendo sus notas apresuradas tras haberlas escanciado poquito a poco, en el movimiento anterior, para retornar a éste enseguida… Claro está que, por regla general, cada movimiento no se repite sino tres veces, y basta; ni dan para más tampoco las estrofas de la letra. Pero en los actos oficiales, en presencia del señor presidente y por respeto a él la música prosigue hasta que Su Excelencia muestra, con un ligero signo de cabeza, darse por satisfecho. Este signo es el que ahora espiaba con ansiedad el director de la banda; con ansiedad, y en vano, porque Bocanegra parecía hallarse en las nubes. Los del séquito lo observábamos con inquietud, pero él no se conmovía, y aquello iba tomando aires de un remoto y angustioso ensueño: nos sofocaba el sol, la parada lucía irreal en el aire caliginoso, y se arrastraba la música como si fuera a desintegrarse de un momento a otro… Cuando he aquí que, de improviso, al pie mismo de la tribuna, bajo las patas de los caballos de la escolta, comienza a ladrar furiosamente un perro. Imposible dar siquiera idea del efecto rarísimo que, en medio de tanta solemnidad, producía aquella nota inesperada e incongruente. Era un perro pequeño, sin duda; pero ladraba con tal estridencia y con tan persistente encarnizamiento que sus ladridos conseguían enredarse en los acordes de la banda y, a ratos, incluso, dominaban sobre su melodía. Algo absurdo de veras, cómico, indignante, no sé.

»Y a todo esto, Bocanegra continuaba en la misma actitud, como si se le hubiera ido el santo al cielo, sin querer darse por enterado de nada. El muy desgraciado se complace con frecuencia en hacer cosas por el estilo; diríase que tiene una vena de loco… Pero eso no es todo. Por si ello no bastara, y quizás porque el disparate atrae al disparate, todavía, en medio de esta situación increíble, observo de pronto que el doctor Rosales rebulle en su fila, se separa de sus compañeros de gobierno y, muy decidido, se lanza a bajar la escalerilla de la tribuna. Yo me eché a temblar: ¿a dónde iría? Pues, créase o no, sin encomendarse a Dios ni al diablo, el muy majadero fue a atizarle una feroz patada al perro ante los ojos innumerables de la tropa y del público. Desde mi puesto, comprendía yo lo que había ocurrido cuando oigo transformarse los presuntuosos ladridos en alaridos lastimeros, y veo al chucho atravesar, corriendo, la avenida para perderse por último entre las piernas de la multitud, mientras el doctor, muy orondo, se reintegraba a su puesto en la tribuna…

»Por fin, ahora esbozaba el Presidente en el aire su ansiado ademán, y la música se extinguía después de haber repetido una vez más los últimos compases, cuyo refrán seguía resonando, obsesivamente, de labios adentro, en el fondo de todos los corazones: vencido, sí, sí, el altivo león» [60].

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