Esta conversación con mi tía Loreto, que duró varias horas, me ha permitido conocer, entre otras muchas cosas de interés positivo, detalles inapreciables acerca de la muerte de Bocanegra, cuyas particularidades parecían destinadas a quedar tan en la oscuridad como si se tratara del asesinato de un remotísimo rey godo. Me refirió Loreto que esa noche terrible, cuando ya ella estaba dormida desde hacía quién sabe el tiempo, quizás de madrugada, vino a despertarla su amiga golpeando con urgencia a la puerta de su cuarto, e irrumpió en él como una tromba, toda desmelenada, para echarse de bruces sobre su cama sin pronunciar palabra. Sólo al cabo de un buen rato y de muchos ruegos, «Mi voz fría, apática, le anunció sucintamente: -Tadeo ha matado a Bocanegra. (Aun entre nosotras -me aclaró Loreto-, solía llamarle a su marido Bocanegra, no Antón.) -Agregando: -Por celos. -Yo, imagínese, Pinedo, me quedé estupefacta. ¡Por celos! De momento no pensé en las consecuencias tremendas de esa noticia; pensaba: ¡Por celos!, y no podía creerlo. Que un amante sienta celos del marido, no es imposible, ni tan raro. Pero ¿celos Tadeo? Yo sabía bien lo tormentos [123]as que eran las escenas íntimas entre ese muchacho odioso y la loca de Concha; más de una vez me había tocado en suerte el desagradable papel de testigo y mediadora; pero no eran cuestiones de celos; era que él la detestaba, y se debatía con la desesperación de quien lleva una piedra atada al cuello, de la cual quisiera y no puede librarse. La insultaba; un día, delante de mí, le dio un empujón que la hizo trastabillar hasta una butaca… ¿Por celos? No, acaso, por aversión. Y ella, a su vez, había llegado a aborrecerlo también desde el fondo de su alma. Si yo fuera a contarle, Pinedo… Pero continúo: estando yo turbada con estos pensamientos y ella tirada siempre, boca abajo, en mi cama: ¡clac!, se oye un disparo. Uno solo, claramente; y luego otra vez el silencio. Concha, que seguía con la cabeza entre los brazos, se irguió, venteando como un perro; y enseguida, de un salto, se puso en pie, y me dijo con voz tensa, pero ahora casi alegre: -¿Has oído? Voy a avisar enseguida. -Y descolgó la extensión de teléfono que teníamos instalada en mi antecámara, para comunicarse con el coronel Cortina. Yo estaba muy confusa; no entendía nada; pensé que Tadeo se hubiera suicidado, después de cometido su crimen. Pero Concha le estaba gritando ya a Pancho Cortina que viniera sin tardanza, que algo muy grave había ocurrido; que el Presidente, sabiéndose traicionado por ese miserable de Tadeo Requena, acababa de liquidarlo… A mí, la cabeza me daba vueltas. -Yo no salgo de mi escondrijo, ¿sabes, Pancho?, hasta que la situación esté despejada -había concluido ella-. Despejada, ¿me entiendes? -Quien no entendía era yo, Pinedo. Le garanto que la cabeza me daba vueltas. En un primer momento creí como digo, que a lo mejor Tadeo se acababa de pegar un tiro. Ese disparo único, en medio del silencio de la noche, si era cierto lo que ella me había comunicado al entrar, no podía ser otra cosa. Pero ahora resultaba… Más tarde se supo -así lo vocearon radios y periódicos- que el disparo lo había hecho, en efecto, el secretario Tadeo Requena, quien mató de la manera más alevosa a su jefe valiéndose de su propia pistola, cuando éste se hallaba en cama. Era verdad, pues, lo que en el primer momento me había comunicado Concha. Sin embargo, cuando ella me lo dijo, todavía no se había oído detonación alguna. Es cosa que no comprendo. Si yo estoy en mi sano juicio, eso no puede ser: ahí hay un misterio, y por más vueltas que le doy no consigo descifrarlo.
Yo me sonreí para mis adentros. Las puntuales memorias de Tadeo me habían proporcionado la clave de ese misterio; yo había leído por adelantado el desenlace en las últimas páginas de la novela y, como un detective que se reserva ciertos datos para sorprender al lector, estaba en condiciones de desenredar la trama. He aquí que la Primera Dama acusa a su amante, el secretario Requena, de haber matado al Jefe del Estado, su esposo; y, sin embargo, sólo más tarde suena el disparo homicida. ¡Problema! Mas yo no tenía interés alguno en ofrecerle la solución a Loreto. Le planteé otra cuestión:
– Y ¿cómo se explica que nadie acudiera al ruido?
– Eso mismo me preguntaba yo en aquellos momentos, viendo que nadie, en efecto, rebullía. Pero, después de todo, la cosa no es tan rara. Para empezar, la mayor parte de los empleados duermen fuera del Palacio; y los que duermen allí, o dormían, era en la otra ala, mientras que nuestras habitaciones quedaban del lado de las oficinas. Además, si alguien oye un tiro procedente de esa parte, lo más fácil (hay que suponerlo) es que meta la cabeza debajo de la sábana y se quede quietito, para evitarse líos. En cuanto al cuerpo de guardia, queda lejos. El resultado es que, hasta no escucharse, luego, la serie de disparos, uno, dos, tres, cuatro, con que Pancho Cortina ejecutó sumarísimamente y por su propia mano al magnicida, y enseguida el barullo de la escalera, no empezó a acudir gente… En cuanto a la conducta de Cortina, había sido bastante rara y temeraria, ¿no le parece a usted, Pinedo? Llega, acompañado no más que de tres o cuatro hombres, y todavía los deja al pie de la escalera: él solo sube a enfrentar quién sabe qué situación; y luego, en lugar de detener al secretario, lo mata sobre el terreno. ¡Cualquiera entiende!
– Y si no fueron los celos, ¿no le parece a usted, tía Loreto, que lo que movió a Tadeo pudo muy bien haber sido el temor? -le pregunté-. El temor, digo, a que Bocanegra, alterado quizás…
– Bocanegra no sabía nada -me contestó-, ni tampoco quería saber nada. Al final, lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros [124] -añadió con una sonrisa enigmática.
Pero sobre esta insinuación no conseguí sacarle una palabra más. Creo que no era, desde luego, a dinero a lo que aludía con esos otros fondos. Tal vez más adelante, llegada la oportunidad, durante una nueva entrevista, consiga averiguar algunas de las intimidades de palacio, que ella conoce mejor que nadie. ¿Por qué no ha de comunicármelas? ¿Qué le importa ya, tal como están las cosas, toda esa agua pasada? Me importa a mí como historiador: el historiador debe remontar las aguas. Y en tal sentido, no puedo quejarme del resultado de esta visita: han sido datos de primera magnitud los que me ha suministrado. Tampoco yo iba a andarme por las ramas. Quería saber cuáles habían sido, en concreto, las intenciones y actuaciones de los traidores del drama, su trato; sobre todo, en lo que se refiere a ella, porque a él lo tenía confesado de antemano -confesión casi diaria- en las hojas borroneadas de su prolijo manuscrito.
– ¿Y usted no cree, tía Loreto, que si Tadeo hizo lo que hizo fue por instigación de doña Concha? -le pregunté para inducirla a hablar.
– Mire, Pinedo, la cosa no es tan sencilla; yo no lo sé, no me atrevería a decir que sí ni que no; los acontecimientos últimos, yo no los veo nada claros…
– Pero siendo como usted dice, que a Bocanegra ya no le interesaba ella, y que nuestro hombre se interesaba, en cambio, por esos fondos, o fondillos, misteriosos que usted no me ha querido precisar, no resultaría demasiado raro que ella, entonces, resentida…
– ¡Bueno! -vaciló-. Motivos para estarlo, no le faltaban. A Bocanegra ¿quién lo entendía?; y la gente que tanto galla, llega a dar miedo. ¡Pensar que para ese hombre Concha lo había sido todo, en la época brava, durante la lucha, guando no tenían ni qué llevarse a la boca! Sin su ayuda, Antón Bocanegra jamás hubiera salido del pozo. Vea, Pinedo: era un fracaso viviente; el fracaso lo llevaba dentro, como un cáncer, y luego se ha visto que su encumbramiento no significaba regeneración, sino más bien un ensanchar y ahondar esa vocación suya de fracaso para que en él participáramos todos y todos nos hundiéramos.
Me quedé atónito oyendo esas palabras en labios de Loreto. Pero ¡cómo! ¿Era ella quien así hablaba? No, no era ella. Se dio cuenta de mi ojeada, de mi sorpresa, enrojeció un poquito bajo sus cremas de belleza, y declaró: -Solía explicarlo un señor amigo mío, el dueño, precisamente, de esta casa en que ahora estamos, quien lo había conocido a Bocanegra desde los tiempos de estudiantes, en la Universidad.
Me sonreí, y no pude contener una bromita.
– ¡Ah! -exclamé-. Yo había pensado que la Presencia Maravillosa le soplaba a usted esa frase.
Nunca lo hubiera hecho: recayó en el tema de la Presencia Maravillosa, que la obsesionaba, y me costó mucho trabajo hacerle regresar de nuevo a nuestro asunto. Eso me sirvió de escarmiento para no interrumpirla en lo sucesivo; y, por cierto, más de una vez tuve que morderme la lengua. Pero la dejé que dijera cuanto disparate le diese la gana, y fue mejor así, porque de ese modo pude echar sobre el movimiento acaudillado por Antón Bocanegra la mirada retrospectiva que tanto conviene a la objetividad del historiador. Si salgo a contradecirla, ella se hubiera encogido como un caracol; mientras que haciéndome el muerto la buena mujer se abandonó al placer agridulce de los recuerdos, y sus divagaciones me presentaron el cuadro de un Bocanegra joven, lleno de fuego, de generosidad, de amor a los desheredados (porque amor a los desheredados era su plebeyismo abyecto, y generosidad su verba irresponsable, fuego su resentido encono, y talento la demagogia atroz del Padre de los Pelados), al que asistía, confortaba y prestaba espirituales auxilios aquella mujer abnegada que, prescindiendo de su propio interés y de cualquier otra consideración, lo había abandonado todo para seguirlo en su empresa redentora… ¿Verdaderamente, se veían así ellos?, ¿con tan idílicos rasgos y colores? Loreto recalcaba la importancia del papel desempeñado por su amiga doña Concha, acentuaba sus méritos, y en los sobresaltos, angustias, fatigas, penurias y zozobras de la época heroica encontraba excusa para sus desvanecimientos e insensateces a la hora del triunfo.
Ahí sí me creí en el caso de intercalar una preguntita provocadora.
– Ya sé -concedí, un tanto sardónico bajo la máscara de sinceridad- que sin ella no hubiera hecho Bocanegra todo lo que hizo; pero, dígame, Loreto, ¿usted no cree que si al principio le fue útil, luego le ha perjudicado en igual o mayor medida?
– Le diré -fue su respuesta-: el finado Antenor (¿de nuevo la Presencia Maravillosa? No; esta vez, Antenor Malagarriga); el finado Antenor solía pronosticar que las intromisiones de esa señora le darían un día al Presidente algún disgusto serio. Pero al fin, usted lo sabe como yo, que su señor tío se sintió siempre medio de mala gana en el gobierno; y todavía el día de nuestras bodas de plata, fecha también de su muerte, anduvo repitiendo con mucho coraje que estaba harto y lo iba a mandar todo al diablo… Por mí, no diría yo que no; pero también hay que darle a cada cual lo suyo. Bocanegra era terco, el señor, como un mulo, y desde luego no se plegaba a su cónyuge tanto como la gente piensa. La dejaba hacer, y con eso daba lugar, el muy astuto, a que ella cargara con todas las culpas; pero cuando de veras no quería una cosa, ahí apontocaba los pies, y no había quien lo moviera.
Hubo una pausa. Yo pensé lo que es obvio: que la mera resistencia resulta buena, a lo sumo, para impedir las barbaridades más gordas, pero que en una obra de gobierno lo importante es siempre la iniciativa; y al parecer, Bocanegra estaba últimamente muy abúlico; tal vez porque su voluntad se estimulaba para destruir, pero se distendía frente a las tareas positivas. Omitiendo esta apreciación, declaré mi pensamiento a Loreto: que si alguna vez el Presidente mezquinaba su refrendo, era doña Concha quien de todas maneras llevaba la voz cantante. Por supuesto, yo no me proponía discutir tales cuestiones con mi interlocutora, sino sacarle datos; y añadí:
– Déme, si no, un solo ejemplo de decisión importante adoptada contra la voluntad de ella.
Fue acertar un pleno:
– ¿Contra la voluntad de ella? Pues, sin ir más lejos, el nombramiento de Rosales para ministro de Instrucción -me respondió.
Y yo abrí unos ojos como platos. Me mostré sorprendido; mi sorpresa halagaba a Loreto.
– No es posible -dudé-. Si ella era quien… ¿No había sido idea de ella el incorporar al gobierno gente respetable; gente, en fin, como mi tío Antenor…?
– Verá: el caso de Antenor era muy distinto. Para empezar, ni Antenor, ni ninguno de ustedes, habían hecho nunca la oposición despiadada que les hicieron los Rosales desde su feudo de San Cosme; mi marido, que gloria haya, era una paloma sin hiel, y yo procuré siempre tenerlo alejado de las malas influencias. Comprenderá, además, que mi amistad con la esposa del Presidente tenía que servir para algo. En cambio, pensaba Concha, ¿por qué meter al enemigo en casa, haciendo ministro a un Rosales? Ella los hubiera exterminado a todos de buena gana. En esto, reconozco que era implacable. Y ¡cómo tuvo que luchar con Bocanegra para ver si impedía lo que, al final de cuentas, no impidió! Recuerdo que hasta llegó a insultarlo, después de haber apurado todos los argumentos, incluso el de que ese nombramiento equivalía a reconocerse públicamente responsable por la muerte del senador, queriendo ofrecerle a la familia una especie de reparación vergonzante. Cuando, por fin, estuvo firmado el nombramiento y ella vio que no se había salido con la suya, pasó más de dos semanas sin dirigirle la palabra a su marido. Yo creo que desde ese momento fue que empezó a sentirse desligada de él, y que ahí tuvo comienzo…
– Pero ¿por qué tanta saña? ¿Por qué ese odio africano contra el infeliz Luisito? Después de todo, ¿no estaba muerto ya el miembro agresivo de la familia Rosales?
Sonrió ella [125], y sólo entonces pude darme cuenta del sentido malicioso que podía atribuirse a mi frase; recordé el episodio de la mutilación, y me dio fastidio haber empleado tan así la palabra «miembro». En realidad, resultó ser la mía una torpeza afortunada, porque Loreto, sospechando sin duda que yo sabía acerca del caso mucho más de lo que aparentaba saber, se resolvió, después de haber dudado un momento, a hablarme con alguna franqueza. Había que comprender -me dijo- que una mujer no perdona jamás cierto tipo de ofensas. Y a Concha, aquel animal de Lucas Rosales la había tratado, sencillamente, como a una vulgar prostituta… Trabajo me costó retener la ironía que, al oírla, tuve en la punta de la lengua: Vulgar, no lo era [126] -quise haberle comentado-; pero me convenía dejarla hablar, explayarse; que me creyera enterado, y no meter la pata antes de tiempo.
Mi prudencia rindió opimos frutos. Lejos estaba yo de sospechar que toda aquella sucia faena del Chino López había sido, no más, la venganza de una hembra rabiosa [127], lejos estaba de sospechar que, también por supuesto en la prehistoria, la que había de ser con el tiempo Primera Dama de la República tuvo que ver con el señorón soberbio a quien, bien mirado, no podía reprochar después de todo otra cosa sino haberla puesto en su sitio. Aquella trepadora ensayó, sin duda, varias escaleras antes de ligar su suerte a la del poltronazo de Bocanegra. Tampoco sabía yo que había sido en San Cosme donde conoció a éste; y fue durante una temporada que él pasó allí, mucho antes de pensar para nada en política, entregado a la quimera de uno de aquellos negocios absurdos de los que esperaba rápidas y colosales ganancias, y que, indefectiblemente, se le deshacían pronto entre las manos sin dejarle otro recurso que el aguardiente de caña. Ella, por entonces, había acudido a San Cosme, y estaba hospedada en el único hotel del pueblo, encima del almacén del gallego Luna, con intenciones de perseguir a don Lucas Rosales y, si necesario fuera, hacerle un escándalo delante de la familia. La nueva amistad entablada ahora con Bocanegra la disuadió y desvió de sus propósitos. Y tan pronto como el negocio de las acerolas -que era la especulación de turno- se evidenció ilusorio, desaparecieron de allí ambos en busca de mejor fortuna.
¡Tiempos aquéllos! Todavía tenía que inventar él nuevos negocios fantásticos, y conversarlos, y planearlos, y entramparse hasta los ojos, y fracasar varias veces, antes de que, compadecido del pobre pueblo sufridor, y de sí mismo, descubriera su vocación política.
– ¡Qué verdad es -observó Loreto- que sin esa mujer, Concha, jamás hubiera hecho Bocanegra lo que hizo ni hubiera llegado donde llegó! Talento no le faltaba, ya se pudo ver, pero fue ella, y nada más que ella, quien le dio la idea; no sólo la idea (la idea no es nada): quien le dio el impulso, la constancia, los ánimos, la voluntad indomable que una cruzada así requiere, sobre todo al comienzo, cuando no se es nadie y cualquier pretensión parece demasiado osada…
Loreto se levantó de su asiento y fue a buscar en una gaveta; enseguida me alargó una fotografía amarillenta. Ahí estaba Bocanegra con sus polainas ya, y un sombrero de ala ancha sobre los ojos, en medio de su estado mayor de «pelados». Y, entre ellos, única mujer en el grupo, doña Concha, bien joven, casi una niña por su aspecto, sonriéndole a la cámara fotográfica. ¿Para qué me enseñaba a mí eso? Sentí una cosa rara, especie de náusea, o vértigo, no sé.
– Es todo un documento, una pieza de museo histórico -dije, y se la devolví.
Pero lo que a mí me interesaba saber eran los detalles de la muerte del senador Rosales, y ésos, o no los conocía Loreto, o no me los quiso comunicar. Me aseguró, sí, que el asesinato en las gradas del Capitolio no había sido cosa de doña Concha; por lo menos, que no era ella quien lo había dispuesto; pero de ahí no pasaban sus noticias… Lo que me llamaba la atención es que esa mujer no hubiera dado por saldada su deuda ni aun después de que liquidaron al ofensor. A la señora presidenta se le hacía insufrible el hecho de que don Luisito, el otro hermano, hubiera entrado luego a formar parte del gobierno, hasta el punto de no perdonárselo nunca a su marido. Se ve que el antiguo e inconfesable agravio recibido de Rosales estaba ahora recubierto por motivos de odio político, y éste ofrecía fáciles razones de apariencia impersonal, o suprapersonal, para cohonestar la inquina; de modo que el acto de Bocanegra al decretar ese nombramiento combatido por ella con tanta vehemencia le pareció, no sólo un bofetón, sino algo así como una deslealtad hacia la causa por la que habían luchado juntos, y hasta una traición al pueblo.
– Entonces, en último análisis, y si las cosas se conducen hasta sus causas primeras, lo que a Bocanegra le ha costado la vida habría sido aquella decisión suya de meter en el gabinete a uno de los Rosales -resumí yo en tono de conjetura. Loreto parpadeó, sin entender bien al comienzo-. Digo -le aclaré-; puesto que eso determinó el primer desacuerdo serio, constituyendo una fuente de resentimiento para…
– Sí, sí, así es -se apresuró ella-: Todo lo que ha pasado puede considerarse como una revancha de los Rosales. En cierto modo. Una revancha póstuma. ¿Quiere que le diga una cosa? En el fondo de su alma, Concha seguía teniéndoles miedo. No sólo odio: miedo también. Aunque parezca extraño, una vez que hubo logrado acabar con su poderío, y cuando los vio destruidos, su odio se transformó en miedo. Estoy convencida de que su actitud (bastante irracional, como le reprochaba Bocanegra), su oposición cerrada al nombramiento de don Luisito para ministro de Instrucción, estaba dictada, más que nada, por el miedo. Lo que se dice un miedo irracional. Irracional, pero muy justificado, como después hemos visto…
Yo guardé silencio, y esperé. Me había dado cuenta de que, en su cabeza de chorlito, se agitaban pensamientos extraños, y no quería yo disiparlos o desviarlos llevándola al hecho de que, por resentimiento contra su marido, o por ambición, o por lo que fuere, había sido la misma doña Concha quien desató la catástrofe. En vez de eso, me limité a una reflexión anodina.
– La verdad es -dije- que nunca se sabe.
– O, cuando viene a saberse, ya no hay remedio -replicó ella. ¿En qué estaría cavilando? Continuó-: Con todo su miedo, era bien imprudente, sin embargo, la pobre, y no podía estarse quieta. ¡Caro le ha costado! A otros, el miedo los paraliza; a ella no; ella no podía estarse quieta.
Miró al techo, y yo seguí su mirada: un techo pintado de color crema, con absurdos florones en el centro y las esquinas; se balanceó en su butaca de mimbres, y yo le observé los pies, un poco hinchados dentro de los zapatos donde los había embutido para recibir mi visita. Prosiguió en tono soñador:
– Si uno tiene cosas sobre la conciencia, más vale dejar en paz a los difuntos. Y ¿quién, cuando ya no es tan joven, no tiene algo sobre la conciencia? En fin, el propio Tadeo Requena se resistía como gato panza arriba; y en cuanto a mí, para qué le cuento: nunca me gustó ese jueguito de invocar a los espíritus. Uno mete el dedo en el enchufe y, ¡claro!, termina por darle la corriente. Pero cuando a ella se le había puesto algo en la cabeza no había manera de resistírsele. ¡Menuda descarga tuvo que sufrir al hacerse presente de improviso, en medio de una sesión más bien sosona, como un rayo, el espíritu del senador Rosales! Irrumpió a su manera brusca; y no necesito decirle a usted el susto. La médium se pone rígida como un palo, pega con la cabeza en la pared tremendo calamorrazo, y empieza a hablar de una manera tan altiva que hubiera sido bastante ya para conocer en ella al senador. Venía con el designio de dirigir a Tadeo el mensaje, la orden mejor dicho, porque en realidad era una orden… Concha se descompuso; nunca la he visto tan lívida, tan aterrorizada como en aquel instante.
Se comprenderá que, oyendo lo que Loreto me había empezado a contar, yo no respiraba siquiera. Sorbía sus palabras, y temblaba de pensar que, llegada a ese punto, pudiera todavía defraudarme, arrepentirse de la confidencia que me estaba haciendo, quizás sin medir demasiado su alcance. Para impedirlo, arriesgué una pequeña jugada.
– Pero, ¿cómo? -me extrañé-. Pues ¿acaso todo ello no era una farsa preparada por doña Concha para inducir a su amante? Fingiría terror, no digo que no…
– Pinedo, créame -replicó ella-: como que me llamo Loreto, eso estaba muy lejos de ser fingido. Nuestra amistad no databa de ayer; y yo la había visto antes en situaciones difíciles, se lo aseguro. A otro hubiera podido engañar; pero no; no era una comedia el ataque de nervios que tuvo, luego, a solas conmigo, en mi habitación. Ni la insultada feroz que al día siguiente le pegó a la médium, llamándola marrana, como si la infeliz tuviera la culpa del lenguaje usado por Rosales, y amenazándola con policía y cárcel. Naturalmente, nada hizo, porque bien sabía que los difuntos se ríen de celdas y calabozos. Eliminó, sí, a aquella médium, que era excelente; pero de poco le valió: el martes próximo volvía a presentarse el senador para repetir y remachar por labios de otro el encargo dado a Tadeo de librar del tirano al país, si no quería sucumbir él también a sus manos. Desde ese día hasta su muerte horrible, la pobre Concha no hizo ya sino puros desatinos, como quien obra bajo el imperio del terror.
– ¿Y Tadeo? -pregunté yo entonces-. ¿Cuál fue su reacción? ¿Creería el mensaje?
– El hecho de haber terminado asesinando a Bocanegra demuestra que lo creyó, y que lo obedeció, aunque en un principio se resistiera. El muchacho era bastante testarudo, pero cayó en la trampa. Tengo la impresión de que necesitó para rendirse a la evidencia que el otro Rosales, don Luisito, cuyo tránsito estaba muy reciente, pues no hacía mucho más de un mes que se había suicidado, viniera, como en efecto vino, a reforzar con sus frases persuasivas las terribles conminaciones del senador.