XXX

– ¡Ay de mí! ¡Ay de mis proyectos, de mis glorias de historiador! ¡Pinedito infeliz! ¡Cuántas ilusiones vanas te hacías! Y ¿sobre qué base? Castillo de naipes: ahora, todo se viene a tierra; todo se acabó. Despídete; no tienes remedio.

Hasta hoy, aun viviendo en medio de tantos horrores, los peligros que amenazan a uno eran en cierto modo imprecisos. También en épocas normales vive uno tan tranquilo, no obstante saber que la muerte lo aguarda, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero ahora ya es diferente. Ahora, ya conozco cuál es mi cáncer, qué pistola me apunta. Por sorpresa, me lo ha mostrado el viejo Olóriz. Después de una larga conversación a solas, durante la cual me pareció encontrarlo especialmente afable, y desde luego muy interesado en mis opiniones y noticias, de pronto, cuando me disponía a despedirme, deja caer, como quien no le da importancia alguna:

– Oye, Pinedo, dime una cosa -así, tan hipócrita, como si de repente se acordara-, dime: ¿qué documentos son esos que tú te agencias? Me he enterado de que andas a la caza de datos que nada te interesan. ¿A quién le vendes tú esos papeles?, dime. Porque tú tienes mucho dinero.

Sentí que el suelo vacilaba, que las paredes y el techo me daban vueltas. Sólo pensé: ¡Sobrarbe! Tan de improviso me tomó aquello que no supe reaccionar con inteligencia, contestarle con naturalidad, mantenerme sereno. Hubiera debido decirle, sencillamente, la verdad; y se la dije, claro; pero después de haberme azorado como un imbécil, y de ofrecerle un espectáculo aflictivo. Luego, el muy ladino asentía a mis explicaciones con movimientos de cabeza, mientras sus ojuelos disimulados lagrimeaban de la risa. Preferí referirle, ce por be, sinceramente, cuanto había ocurrido; recordé mi necesidad, el pobre estado de mis finanzas en estas circunstancias críticas; le aseguré que el dinero de Tadeo -sobre todo, la parte de él que yo había retenido- era una cantidad ridícula, una verdadera miseria; y, en fin, le prometí llevarle todo, dinero y manuscrito [192], para descargar mi conciencia, y que él dispusiera.

– ¿Yo? -me miraba con ironía aviesa-. No, hijo; yo no.

He regresado a casa con la muerte en el cuerpo [193]; se comprenderá. Y ahora, después de garrapatear estas líneas (¡ya estoy yo como el Tadeo Requena! [194]; pero es que, no siendo fumador, sólo el escribir me ayuda a tranquilizar los nervios); y ahora, más calmado, digo, trataré de concentrarme, reflexionar, y ver lo que hago, dónde me meto, qué se me ocurre.

Una cosa se me ocurrió, y la he puesto en práctica inmediatamente. Pensé primero refugiarme bajo las faldas de mi tía Loreto, pero esto ha sido mucho mejor. De regreso ya, veo que la idea, aunque arriesgada, era magnífica.

Tuve que esperar -¡con cuánta inquietud!- hasta que dieran las dos y media de la madrugada y, entonces, he marcado en el teléfono el número de Olóriz para insinuarle en tono de misterio y mediante cautelosos circunloquios que le debía comunicar algo de importancia suma; algo relacionado con cierto jefe superior, no precisamente, del Ejército, pero sí un alto oficial, ¿me entendía? Bueno; algo cuya urgencia era tal… En fin, señor Olóriz…

El viejo zafado me contestó con mal humor que me dejara de chismes a esas horas; que él nada tenía que ver con todo eso, y que… Lo atajé:

– Perdóneme, señor Olóriz; tiene que ver más de lo que se imagina; y no me haga arriesgarme; le digo que le interesa demasiado. Mire: se trata de una cuestión, ¿cómo le diría?, de vida o muerte. De vida o muerte para usted, ¿me entiende? -Había que tirarse a fondo; si no…

Conseguí alarmarlo; en fin, lo puse sobre ascuas. Y dado que por teléfono era imposible que le dijera más, quedó aguardando con impaciencia, en el porche mismo de su casa, mi sigilosa llegada.

No tuvo que esperar mucho; ni media hora tardé en estar allí.

– ¿Eres tú, Pinedo? -me susurra.

Las ruedas de mi sillón son bien silenciosas. Me acerqué.

– Sí, aquí estoy ya. Pero, vea, señor Olóriz, ahora pienso que a lo mejor lo he asustado por una bobada, no sé; usted mismo juzgará -arrimé mi sillón al suyo-. De todas maneras -agregué-, en los tiempos que corren hay que estar alerta y bien al tanto de todo. -Enseguida, cambiando de tono, exclamé-: ¡Cuidado, cuidado, señor Olóriz! Estése quieto, no se mueva. Inclínese un poquitín, que tiene una avispa en el cuello.

Me entregó la garganta el incauto, y aquello fue cuestión de un instante nada más. Un solo instante; y, sin ruido, su alma canalla se precipitó a los infiernos.

Aún no me explico -la verdad- por qué se me confió así. ¿En tan poco me tenía? Yo había resuelto jugarme el todo por el todo, y la jugada me ha salido bien. Con diligencia, hice girar las ruedas de mi sillón, y acabo de reintegrarme a casa. Mientras recorría las calles todavía oscuras y dormidas, venía muy contento: madrugar es sano, ya me lo decía mi abuela… Ahora, ya estoy a salvo.

¡Pinedito, eres grande! Dentro de pocas horas, cuando se difunda la noticia de que el viejo Olóriz ha amanecido estrangulado en el porche de su casa, la ciudad y el país entero respirarán con alivio, aunque por el momento nadie sospeche de quién ha sido la mano bienhechora y libertadora que le puso el cascabel al gato [195]; cuál es el nombre del ciudadano benemérito a quien algún día deberá levantar una estatua la Nación, reconocida.

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