Kent Bowen aparcó su Jimmy y se encaminó por una larga pendiente hacia la entrada del hotel. El Hyatt Regency ocupaba un lugar privilegiado en Fort Lauderdale, al lado oeste del puente sobre el canal de la calle Diecisiete. Desde el bar giratorio Pier Top se podía ver a kilómetros alrededor y Bowen tenía una buena razón para recordar ese sitio con un especial afecto. Fue en el Pier Top, el último día de San Valentín, mientras bebían unos Margaritas deliciosos, donde le había pedido a Zola que se casara con él. Cuando ella le aceptó, se trasladaron a un motel de la playa en la avenida Bayside y habían cogido una habitación por una noche para consumar su amor. Escocés de ascendencia y, por ello, según su propia valoración, un hombre práctico y ahorrativo, Bowen nunca había sido de los que tiran el dinero. Pero aquella noche ocupaba la categoría de una de las mejores de su vida.
Fue hasta la puerta del hotel y se dirigió al ascensor, deteniéndose sólo para comprar un ejemplar de Luxury Florida Homes en la tienda de regalos. No había nada como ver la forma en que vivía la otra mitad de la gente en las propiedades privilegiadas de Florida para animar los sueños que acariciaba cuando compraba su billete semanal de lotería. No es que él fuera a tirar el dinero si llegaba a ganar. A Bowen le gustaba pensar que usaría su todavía no conseguida fortuna con discreción. Disfrutaría con el anonimato. Vestido de la cabeza los pies en Tilley Endurables, se sentía tan anónimo como lo requería la actual situación, mezclándose sin llamar la atención con los huéspedes del hotel.
Bowen subió en el ascensor hasta el piso de debajo del Pier Top, y se dirigió hasta la suite del lado este donde estaba situado el puesto de vigilancia. De pie frente a la puerta, miró a un lado y a otro antes de llamar con los nudillos. Pasaron unos segundos y la puerta se abrió con la cadena del seguro puesta.
Kate Furey estuvo a punto de soltar una carcajada. El culpable fue sobre todo el sombrero.
– Hola, soy yo -dijo, como si hubiera ido disfrazado de Santa Claus.
– Ya -dijo ella, y le abrió la puerta.
Bowen cruzó el umbral y echó una ojeada a la suite antes de que ella lo acompañara al dormitorio.
– Hola a todos.
Al lado de la ventana, detrás de un arsenal de objetivos de alta potencia, montados sobre trípodes, dos hombres de aspecto aburrido respondieron con un gruñido. Un tercero, que llevaba auriculares y controlaba todo un despliegue de aparatos de sonido para captar conversaciones a distancia, permaneció en silencio, sin darse cuenta de que había entrado alguien en la sala. Kate no presentó a ninguno de ellos. Sabía que a Bowen no le interesaban las presentaciones. Lo más probable era que hubiera venido desde Miami en busca de un almuerzo gratis.
– Bonita habitación -comentó él-. Bonita de verdad.
Kate se encogió de hombros como si a ella no le gustara mucho y dijo:
– Bueno, en realidad se supone que es una suite.
– ¿Una suite? Joder, Kate, ¿cuánto cuesta?
– Lo mismo que una habitación. Conseguí una tarifa especial.
– ¿Cómo lo hiciste?
– Mi, espero que a no tardar mucho, ex marido actuó como abogado del hotel en un pleito por daños personales. Creo recordar que fue un imbécil corto de entendederas que se hizo daño en el bar giratorio que hay arriba. Un sitio hortera de verdad, pero con una magnífica vista. Supongo que por eso van allí los cabezahuecas -Kate se rió con un desprecio manifiesto-. Les da algo de que hablar mientras piensan que son muy románticos. Tiene que echarle una ojeada antes de irse.
– Gracias, ya he estado -respondió Bowen fríamente.
Kate soltó una risita.
– Supongo que creen que es muy soigné, pero a mí me pareció que era como estar dentro de un reloj deportivo muy barato.
– No tan barato, diría yo -dijo Bowen erizándose.
– Tiene toda la razón -dijo uno de los hombres de las cámaras-. Anoche pagué diez verdes por la peor mierda de Margarita que haya probado nunca.
Kate miró a Bowen.
– No hay mucho que ver desde aquí cuando oscurece -dijo a modo de excusa.
– Supongo que no.
– Podría enseñarle algunas fotos, pero ahora mismo puede ver la actividad en directo -añadió Kate.
Bowen batió palmas con decisión.
– Entonces echemos un vistazo y miremos qué veo-veo, ¿vale?
Las enormes lentes estaban enfocadas sobre el lado opuesto del río Strahanan y el Club de Yates Portside, donde estaban amarrados algunos de los yates más grandes y caros de Fort Lauderdale. El fotógrafo que pensaba que sabía reconocer un buen Margarita cuando lo probaba, mostró a Bowen una cámara tras otra como si fuera un vendedor en una tienda de Sharper Image.
– Ésta, la de quinientas milésimas, da una vista bastante buena de todo el barco y de lo que sucede en los amarres.
Bowen se quitó su sombrero de Tilley y acercó el ojo al visor. Con sus treinta y tres metros de eslora, el Britannia no era ni de lejos la embarcación más grande del puerto. Y se veía empequeñecido por el gigante de tres pisos y cincuenta metros que tenía amarrado al lado. Pero con su gran puente y sus elegantes líneas era un barco bastante bonito. Y podía uno pasarlo bien, además, a juzgar por la pequeña motora, las motos de agua, los esquís y el hobiecat que había a bordo. Por no hablar de la mujer desnuda que ocupaba el jacuzzi que había en cubierta.
Bowen sonrió y dijo:
– Ya me gustaría tener un poco de todo eso. ¿Quién es la señorita de las burbujas?
Kate suspiró, cansada, y dijo:
– Por lo que sabemos, su nombre es Gay Gilmore.
– La hermana de Gary, ¿eh? -dijo Bowen con una risita. La chica del jacuzzi se frotó los pechos con algunas burbujas-. Eh, nena hagámoslo.
– En realidad, es de Nueva Zelanda. Hasta hace unas pocas semanas estaba trabajando ilegalmente como bailarina en un local de Collins. En este momento parece ser la principal captura del capitán del Britannia.
El hombre del Margarita dijo:
– A él puedes verlo por este 800. Se llama Nicky Vallbona. Es ese cabrón feo que está en la cubierta de popa.
A desgana, Bowen cambió de cámara y se encontró mirando a un hombre moreno con un bigote fino como un pincel.
– Tienes razón, es feo el cabrón.
– En lo que nos toca a nosotros, está limpio -dijo Kate.
– ¿Qué hace una muñeca como ella con un sapo como ése? – dijo Bowen meditabundo.
El segundo cámara se estiró en su silla para apagar el cigarrillo. Soltó un gruñido y dijo:
– El barco, sin ninguna duda. A la niña parece gustarle tanto como le gusta él. Va y viene a su antojo. Siempre en ese jacuzzi. Me parece que es muy popular entre los mirones del telescopio de allá arriba. Se está convirtiendo en toda una atracción turística.
Bowen volvió a la primera cámara para echar otra ojeada a Gay Gilmore.
– Por mí, yo prefiero el barco que está al lado del Britannia - dijo el hombre del Margarita-. Es de Sean Connery.
– ¿007 tiene un barco aquí, en Lauderdale? -La voz de Bowen traicionó su entusiasmo-. ¿Tenéis alguna foto de él?
Los dos cámaras intercambiaron una mirada culpable y luego sacudieron la cabeza simultáneamente.
– No -mintió uno.
– Pero sí que tenéis razón; es un bonito barco -dijo Bowen-. Sean Connery, ¿eh? A decir verdad, mis antepasados eran escoceses; de Edimburgo, igual que él.
– Seguro que hay muchas otras similitudes -dijo Kate.
Pero Bowen estaba demasiado interesado en el barco de Connery y en la chica del Britannia como para darse cuenta del sarcasmo de Kate.
– He comprobado su teoría, señor -dijo Kate-. Con Palmer Johnson Yachts, aquí en Fort Lauderdale. Es uno de los principales fabricantes de cascos de barco de Florida. El tipo con el que hablé, Luis Madrid, me dijo que era posible hacer un casco de cocaína comprimida que tuviera el aspecto de uno auténtico una vez recubierto con una capa de poliuretano. Pero que no daría los mismos resultados.
Bowen había vuelto al objetivo de 800 para echar una mirada más de cerca al cuerpo desnudo de Gay Gilmore. Ahora Gay se estaba tocando por todas partes, casi como si supiera que había gente mirándola. Se le ocurrió la idea de que quizá estuviera actuando como distracción para que la gente no dejara de mirar lo que pasaba en el jacuzzi en lugar de observar otras cosas. Pero, después de borrar todo el bote con la cámara, no parecía haber mucho más que ver. Sólo Vallbona hablando por el teléfono celular.
– Me gustaría saber con quién habla Nicky por su Nokia – murmuró.
– En este momento con su corredor de apuestas -respondió Kate.
Bowen levantó un momento los ojos, sorprendido.
– ¿De verdad puedes saberlo desde aquí?
– Claro. Tenemos un Sistema Cellmate -dijo Kate-. Hemos interceptado una llamada que creo que encontrará especialmente interesante.
Fue hasta el hombre con los auriculares y le dio un golpecito en el hombro. El hombre, barbudo y con aspecto ajado, como si necesitara aire y sol, se quitó los auriculares de unas orejas adecuadamente grandes.
– Colin; éste es Kent Bowen, el responsable de esta operación. ¿Podrías pasarle la cinta SYT que tenemos?
– Claro, Kate.
Colin se acercó su portátil, seleccionó un menú y escogió un archivo de entre la lista de grabaciones que había hecho. El Cellmate estaba conectado con el ordenador, mediante un cable SCSI, y con una grabadora digital, por medio de una interfaz paralela. El Cellmate en sí parecía un teléfono celular más grande y con algunos controles adicionales.
– Ahora saldrá el archivo SYT -dijo Colin y tocó la tecla de retorno de su ordenador.
– La primera voz que oiga -explicó Kate-, el tipo con acento español, es el consignatario, Juan Sedeno. La segunda es Nicky Vallbona.
Bowen asintió y acercando una silla se puso a escuchar:
– Stranaham Yacht Transport.
– Querría hacer una reserva para mi barco a bordo de su buque para el viaje de marzo a Palma de Mallorca. Desde Port Everglades.
– Muy bien, señor. Dígame su nombre, el nombre del barco y el nombre del propietario.
– Me llamo Nicky Vallbona y soy el capitán del Britannia. Es propiedad de Azimuth Marine Associates, de las Islas Vírgenes británicas.
– Islas Vírgenes… ¿Puede decirme qué dimensiones tiene el barco, por favor?
– Eslora, treinta y cuatro metros; manga, 7,3; y calado, 1,8.
– Uno coma ocho… ¿Eleva púlpito a proa?
– No.
– ¿ Trampolín?
– Sí, tiene un metro de largo.
– Un metro. ¿Botes de servicio?
– A bordo.
– Hummm. Marzo, dice…
– Sí.
– Sí, podemos complacerlo, capitán Vallbona. El coste será de unos 93.500 dólares americanos. Esa cifra incluye la estiba en ambos lados del Atlántico, asistencia de buceadores, todos los amarres y anclajes, calzos de quilla y soportes de espinazo, pasaje para dos tripulantes y todos los seguros.
– Está bien.
– ¿Tiene nuestro formulario de reserva, capitán?
– Sí.
– ¿Podría cumplimentarlo y remitírnoslo por fax lo antes posible?
– No hay problema; lo haré ahora mismo.
– Gracias por llamar. Adiós, capitán.
– Adiós.
La conversación terminó y la cinta se desconectó automáticamente.
– ¿Quiere volver a oírla? -preguntó Colin.
– Diablos, no. Está más claro que el agua, ¿verdad? Es evidente que el barco no está en condiciones de navegar por sí mismo porque el casco probablemente está hecho de pura cocaína. Así que van a hacer lo que yo siempre sospeché. Conseguir que alguien lo lleve a través del Atlántico. Además, bien pensado, es una cobertura perfecta. El barco de Rocky Envigado codeándose con lo que pasa por ser la alta sociedad por aquí.
Al escuchar a Bowen apropiándose de su teoría, o por lo menos de la mitad de ella, Kate sintió que se le endurecían los músculos de la mandíbula. Le hubiera gustado recordárselo, decirle que era un mentiroso de mierda y que le daba asco. Sólo que él seguía hablando y hablando, como uno de esos políticos caraculo que salen por la tele. En un mundo perfecto habría cogido el mando a distancia y apretado el botón para quitar la voz. O quizás le habría metido el mando por su estúpida bocaza y se lo habría incrustado bien en la garganta a taconazos. Pero lo único que hizo fue volverle la espalda en un esfuerzo por esconder la rabia que la poseía.
– Lo único que queda por decidir es qué hacemos al respecto -continuaba Bowen-: si decidimos trasladar la cuestión a la policía española o montar algún tipo de operación secreta nosotros mismos -Se detuvo un momento y miró alrededor-. ¿Qué opinas Kate?
Kate carraspeó y trató de salir del pozo de resentimiento en el que se encontraba. Pero cuando contestó, la respuesta le salió amarga y sarcástica.
– ¿Yo? ¿Que qué pienso yo? -Una risa hueca se le escapó de la boca-. ¿Qué? ¿Se lo digo, para que luego me lo pueda decir a mí? ¿Es ésa la clase de «qué opinas» a la que se refiere, señor?
Bowen frunció el ceño y preguntó:
– ¿Te preocupa algo, Kate?
Incluso cuando se mostraba ofensiva, él no se enteraba de que iba con él. Kate sacudió la cabeza, compadeciéndolo, como habría compadecido a un perro al que han dejado dentro de un coche en un día de calor.
Sólo que Bowen también se las arregló para malinterpretar ese gesto.
– Bien -dijo-, porque, ¿sabes?, marzo está a la vuelta de la esquina. Y no hay tiempo que perder.
A Kate le habría gustado saber exactamente cómo había llegado Kent Bowen al puesto que ocupaba y si habría alguna política de discriminación positiva dentro del FBI a favor de los ayudantes de sheriff de Kansas estúpidos. Con voz controlada dijo:
– Tengo algunas ideas.
– Bien, pues me gustaría oírlas.
Lo llevó a la habitación del otro lado de la sala, le señaló con un gesto un gran sofá en forma de herradura, y se dirigió al minibar.
– ¿Quiere algo de beber?
– Sólo una Diet Cola.
Kate volvió con dos Coca Colas normales con hielo y las puso sobre una mesa hecha con una encimera redonda de cristal colocada sobre un capitel corintio. No era sólo el Pier Top lo que resultaba cursi; también lo era el mobiliario. Pero, en Florida, pasaba lo mismo en todas partes; sólo había que mirar el ejemplar de Luxury Florida Homes que llevaba Kent para darse cuenta de ello.
– ¿Le importa si fumo? -dijo, y cogiendo un paquete de Doral encendió un cigarrillo sin esperar respuesta.
– No, no, adelante -dijo Bowen y reaccionó con un gesto de disgusto a la primera inhalación de Kate.
Todavía con el cigarrillo en la mano, Kate se apartó el oscuro pelo de la cara y puso en orden sus pensamientos.
– Veamos, ésta es mi idea.
Bowen asintió y dijo:
– Lo ha dejado claro, agente Furey.
– ¿De verdad?
– Se me fue de la cabeza que habías sido tú quien predijo que Rocky utilizaría el transbordador de yates. Perdona.
Kate se encogió de hombros; quizás fuera mejor de lo que pensaba después de todo.
– Olvídelo -dijo-, no tiene importancia. Lo que importa es que agarremos a los criminales. Aquí y en Europa, ¿de acuerdo?
Bowen no parecía convencido.
– No puedo decir que me importe una mierda lo que pase en Europa. Pero, por favor, no se lo cuentes a esos oficiales de enlace amigos tuyos. No sería bueno para las relaciones diplomáticas.
– Ni se me ocurriría contarle a ninguno de ellos nada que no se suponga que deba contarle -dijo, consciente de lo seca que sonaba, pero preguntándose si Bowen seguía teniendo dudas sobre su relación con el holandés. Dio otra chupada envenenada a su Doral y continuó-. Sin embargo, el Director Adjunto ha hecho constar hace poco que cree que ayudar a los europeos a ganar su guerra contra las drogas puede ser un medio para ayudarnos a nosotros mismos a ganar la nuestra.
Esto era nuevo para Bowen.
– ¿Eso dijo, eh?
– Estaba en el folleto del Foreign Intelligence Coverage, del FBI del mes pasado.
Bowen sonrió, desdeñoso.
– Ah, eso.
– Y como respuesta llegó un memorándum del SAC de Miami. Presley Willard escribió al Director hace sólo un par de semanas para garantizarle que General Investigations de Miami haría todo lo posible para apoyar esa iniciativa.
Bowen, que no sabía nada de ese memorando, cerró los ojos un momento y dijo:
– Ya me acuerdo.
Bebió un sorbo de su Coca Cola y empezó a mascar un trozo de hielo como si fuera un cacahuete garrapiñado. Ahora le tocó a Kate apretar los dientes con disgusto.
– Comprendo tu punto de vista, Kate.
– Bien, desde mi punto de vista, es necesario que tengamos los narcóticos vigilados durante todo el viaje. No es suficiente limitarnos a decir adiós al transporte de yates cuando salga de Port Everglades. No debemos perder de vista ese barco bajo ningún concepto -dijo Kate señalando hacia fuera-. Y eso significa que tenemos que cargar un barco nuestro en el mismo transporte. Tripulado por dos agentes del FBI, en contacto por radio con un submarino de la armada de Estados Unidos y, cuando crucemos el Atlántico, con las armadas británica y francesa además. Mientras estemos a bordo tendremos la oportunidad de echar una mirada más de cerca al barco de Rocky, algo que, hasta ahora, no hemos podido hacer. Y además, podremos vigilar por si acaso intentan descargar la droga mientras están en el mar. Quizás pasarla a otro barco del mismo transporte para que perdamos el rastro.
Bowen, que no había pensado en eso, se tragó los fragmentos de hielo e hizo una mueca.
– Esta idea tuya… suena cara. Para empezar, ¿dónde vas a conseguir un barco adecuado? Y para continuar, ¿quién va a pagar los gastos del transporte? Ya sabes cuánto cuesta. Noventa mil dólares. No creo que el SAC vaya a autorizar un desembolso de ese nivel.
Kate sonrió y dijo:
– De hecho, he encontrado un barco. O mejor dicho, Sam Brockman ha encontrado uno por mí. Parece que los guardacostas abordaron un barco abandonado frente a Key West el otro día y estaba lleno de droga. Dentro de poco será subastado por el gobierno, claro, pero en estos momentos está amarrado en Miami y disponible para una operación secreta. Los guardacostas estaban planeando algo ellos mismos, sólo que les falló y ahora nos lo ofrecen a nosotros. Es ideal para nuestros propósitos, señor. Veinticinco metros de eslora, velocidad de crucero de veintidós nudos, y lo último en instalaciones. Hablo de un yate lujoso de verdad. En cuanto al dinero, bueno, tengo una idea de dónde podemos sacarlo.
– Vas a sugerir que utilicemos el último paquete del dinero de la Corriente del Golfo, ¿verdad?
La operación Corriente del Golfo fue una de las operaciones secretas de la Oficina de Miami a principios de los noventa, montada contra una de las organizaciones más importantes para el blanqueo de dinero en Florida. Una empresa de oro y joyas de Miami dirigida por uno de los cárteles colombianos había blanqueado millones de dólares por medio del Banco de Crédito y Comercio Internacional, cerrado por el Banco de Inglaterra en 1991. Semanas antes de la bancarrota del BCCI, la empresa de joyería había retirado grandes sumas de efectivo y las había guardado en cajas de seguridad repartidas por todo el Estado. Incluso ahora, varios años después, el propio departamento de Bowen seguía descubriendo cajas llenas de dinero; la última hacía sólo unos días en el banco Liberty City, con 200.000 libras esterlinas.
Kate se encogió de hombros y dijo:
– ¿Por qué no? Todavía no ha sido ni registrado.
– Pero habrá que dar cuenta de él.
– Claro, en su día.
– ¿Cuánto vale una libra esterlina ahora?
– Alrededor de un dólar y medio -Kate frunció los labios y adoptó un aire pensativo-. Cien mil dólares de ese dinero contra el valor en Europa de mil kilos de droga en la calle. Yo diría que es dinero bien gastado.
– Y ahora supongo que vas a decirme que eres la persona adecuada para llevar a cabo esta pequeña operación.
– Claro, ¿por qué no?
– Bueno, para empezar, nunca has participado en una operación secreta.
– Era bastante buena actriz en la escuela.
– No lo dudo.
– Secreto quiere decir simplemente mentir bien. ¿Qué dificultad hay en eso? Los hombres lo hacen constantemente.
– Pero da la casualidad de que tú eres una mujer.
– ¿Es una objeción o una conjetura con fundamento, señor?
– Vamos Kate, no te erices como un puercoespin. Sólo tengo la impresión de que los tripulantes y los capitanes de esos yates son en su mayoría hombres.
Kate dio una profunda calada a su cigarrillo con los ojos entrecerrados para protegerse del humo y de los prejuicios sexuales. ¿Desde cuándo el capitán de un barco tenía que ser un hombre? Las mujeres habían navegado en solitario por todo el mundo. Había habido mujeres piratas. En aquel momento incluso había un par de mujeres almirante en la armada de Estados Unidos. Por su parte, Kent Bowen no tenía aspecto de poder capitanear ni una silla frente a su propio escritorio.
– De hecho -dijo con acidez-, da la casualidad de que uno de los otros barcos que han reservado plaza en el transporte del SYT para marzo estará tripulado exclusivamente por mujeres.
– ¿Qué son, amazonas o algo así? -dijo Bowen sonriendo.
– El barco es propiedad de Jade Films.
– ¿Jade Films? ¿Los del porno?
Kate hizo ver que se sorprendía.
– ¿Ha oído hablar de ellos?
– Había algo en Newsweek la semana pasada, creo -dijo Bowen sacudiendo la cabeza con fingida indiferencia-. Algo sobre los tipos que trabajan en la industria del sexo.
– He leído el artículo -dijo Kate-. Era un buen trabajo. Pero no creo recordar que se mencionara a Jade Films en él.
– Oh, venga ya, Kate -dijo Bowen, incómodo-, no soy de esa clase de hombres.
Kate pensó que ninguno de ellos lo era. Al menos hasta que echabas una mirada a la factura de la compañía de tele por cable; entonces resultaba que era sólo un poco de diversión inocente.
– En cualquier caso, ¿qué los ha llevado a cruzar el Atlántico? -preguntó Bowen.
– El Festival de Cine de Cannes.
– ¿Cannes?
– Está en España -dijo Kate, que sabía perfectamente que Cannes estaba en el sur de Francia.
– Ya sé dónde está. Cannes. Es algo así como el Óscar, ¿no?
– Sólo que con más clase.
– ¿Con la asistencia de Jade Films? -dijo Bowen, sarcástico-. Me resulta difícil creerlo.
– Asisten, pero no compiten por la Palma de Oro. Cannes es un mercado para cualquiera que tenga que ver con la industria del cine. Y eso incluye a gente como Jade Films. Sea como sea, lo que quiero decir es que van en un yate a diesel con hélices gemelas, de cincuenta metros capitaneado y tripulado enteramente por mujeres.
– ¿Hélices gemelas, eh? -dijo Bowen con una sonrisa de complicidad.
Kate sonrió con paciencia, esperando el chiste grosero que estaba segura vendría a continuación.
– ¿Y giran unidas o sólo juntas?
Kate mantuvo su sonrisa mientras Bowen soltaba una carcajada al estilo de Beavis y Butthead, poniendo todo su empeño en parecer divertida. Aplastando el cigarrillo igual que si se lo aplastara encima a Bowen, Kate dejó que su mirada se desviara a un lado, como escapando de la pringosa personalidad de Bowen. Pero sólo él podía autorizarla a presentar su plan ante Presley Willard, SAC del FBI en Miami. «Sé amable -se dijo-; no lo cabrees. Puede que sea un maldito caraculo, pero no tienes que incrustarle la punta del zapato en el susodicho. Síguele la corriente. Es el capullo que puede darte luz verde para un viaje gratis a Europa. Luz verde para una aventura de verdad.»
– De todas formas, ¿cómo te has enterado de eso? -preguntó Bowen-. Lo de que Jade Films va en ese trasporte.
– Igual que averigüé lo del barco de Rocky. Hemos interceptado todas las llamadas a SYT. Pensé que sería bueno saber algo más sobre las demás embarcaciones que van a ir en el mismo viaje. Mire, señor, usted mismo dijo que teníamos que movernos deprisa. Marzo está a la vuelta de la esquina y en el transporte sólo hay el espacio que hay. Si esperamos demasiado, todo se habrá quedado en una gran idea que nunca sabremos si habría funcionado o no.
Bowen se puso de pie y fue hasta la ventana. En el lado sur del puente estaba Port Everglades, el puerto más profundo de Florida. Anteriormente conocido como Mabel Lakes, había sido una marisma poco profunda en la sección ancha del canal de la costa Este de Florida hasta que el presidente Calvin Coolidge apretó un botón que se suponía haría detonar una carga explosiva que abriría la ensenada; sólo que ese botón a gran distancia desde Washington no funcionó y alguien tuvo que provocar la explosión directamente. Otra gran idea que no había funcionado. Por lo general, Bowen desconfiaba de las buenas ideas. Pero tenía que admitir que la idea de Kate de llevar su propio barco a bordo del transporte del SYT era buena.
En el muelle, Bowen veía tantas clases de embarcaciones como variedades de peces había. Barcos militares, de los guardacostas y de la policía, mercantes de las islas del Caribe, remolcadores y petroleros, cruceros llenos de turistas que se preguntaban si los iban a atracar en Miami, veleros, goletas, lanchas y yates a motor; de todo menos un tío flotando dentro de un barril.
El olor a perfume le hizo volverse. Kate estaba a un par de palmos a su espalda y le alargaba unos prismáticos. Se los llevó a los ojos y dejó que le describiera las instalaciones portuarias.
– En sentido contrario a las agujas del reloj tenemos las terminales de pasajeros y carga. De ahí salen los barcos de la SYT. Luego está el edificio de la Aduana de Estados Unidos y los depósitos de almacenamiento de gasolina; ésta es la gasolinera más grande del sur, ¿lo sabía?
Kate estaba informándolo de que conocía el puerto. Era su forma de recordarle que conocía los barcos y que estaba perfectamente capacitada para la operación que había bosquejado.
– ¿Ve aquellas cuatro chimeneas rojas y blancas? Se pueden ver desde kilómetros mar adentro. Los aficionados a la vela las utilizan como guía de navegación. Pertenecen a la Compañía de Electricidad de Florida. A su izquierda tenemos la Administración del Puerto, el World Trade Center y más terminales de carga. Volviendo hacia nosotros está el Naval Surface Warfare Center.
Bowen pensaba que el olor de Kate era tan bueno como su presencia. Debería de ser divertido trabajar en secreto junto a Kate, la chica más guapa del FBI en Miami; los dos a bordo de un yate de lujo. Quizás le sonriera la suerte. ¿No había sospechado siempre que ella sentía cierta debilidad por él? Por eso se mostraba siempre tan arisca, porque intentaba disimular la enorme atracción que sentía por él. ¿Qué otro motivo podía tener una persona para dirigirse a su jefe como ella lo hacía? Y tampoco parecía que tuvieran que hacer gran cosa en el barco. Como ella misma había dicho, era sólo cuestión de vigilar de cerca el barco de Rocky y mantener el contacto por radio con el submarino. Incluso había un submarino en el puerto. ¿Qué podía ir mal?
– No sé seguro cómo se llama el submarino -dijo Kate-, pero el portaviones es el Theodore Roosevelt de Estados Unidos. Ah, sí, y allá en la punta hay un restaurante propiedad de Burt Reynolds.
– ¿Burt Reynolds? ¿De verdad?
Kate hizo una mueca cuando Bowen trató ansiosamente de enfocar mejor el edificio estilo Misión que alojaba el restaurante. Era tan paleto, tan turista, que de no haberlo conocido hubiera pensado que acababa de llegar de Kansas.
– Burt Reynolds -repitió él embobado.
– La verdad es que no estoy segura de que todavía sea suyo -admitió Kate-. Por lo menos, desde que presentó una declaración de quiebra.
– ¿Sabes? En los setenta era casi mi actor de cine favorito.
La mueca de Kate se hizo más pronunciada. Cielos, aquello era el no va más. Estaba con el único tío en el mundo entero a quien le había gustado Los caraduras.
– ¿Sabes?, me parece que puedo convencer a Presley de que es una buena idea -dijo Bowen, devolviéndole los prismáticos.
– Estupendo.
– ¿Dijiste dos tripulantes?
– Sólo dos.
– No hay ninguna misión secreta que carezca de peligros -dijo pomposamente-, pero también es posible que podamos divertirnos mientras dure.
– ¿Podamos? -dijo Kate tragando con dificultad.
Bowen miró su barato reloj deportivo.
– ¿Por qué no vamos al restaurante de Burt y hablamos de ello mientras almorzamos?
– ¿El restaurante de Burt?
Kate se preguntó si Bowen no habría oído lo que había dicho sobre la quiebra.
– Sigue abierto, ¿no?
– Sí, vale. Si usted quiere… -dijo Kate, mientras pensaba si habría algún refrán contrario al de «No hay mal que por bien no venga».
En el Jimmy de Bowen, mientras se dirigían hacia el muelle A y el restaurante, se las arregló para animarse con la idea de que quizás pudiera desviarlo de su propósito, hacerle abandonar por completo la idea de ir con ella. Quizás podría pintarle el cuadro de una travesía trasatlántica en el que las olas fueran dos veces más altas que en la obra maestra de Géricault, La balsa de la Medusa. Quizás, con unas cuantas imágenes bien escogidas durante el almuerzo, conseguiría que aquel marinero de agua dulce se acojonara. Cuando llegaron a Burt & Jack's, Kate había recuperado el equilibrio y no prestó apenas atención a un informe de la radio que hablaba de una huelga de controladores aéreos. Incluso si lo hubiera escuchado no habría tenido razón alguna para pensar que la huelga iba a durar más de un par de días ni tampoco para suponer que tendría repercusiones en el viaje que el navío semisumergible del SYT, el Grand Duke, iba a realizar en marzo. En aquel momento sólo tenía una cosa en la cabeza y era que, de la manera que fuera, tenía que disuadir a Kent Bowen de la idea de hacer el viaje a través del Atlántico, pero sin poner en peligro su apoyo a la operación. Mientras entraba en el restaurante se dispuso a contarle una historia a su jefe que haría que la tormenta de El motín del Caine pareciera una excursión a Pleasant Valley.