En Quantico, Kate había aprendido que el secreto para librarse de unas esposas, perfeccionado por gente como Houdini, era muy sencillo. Consistía en tener la llave.
Cuando no se requerían llaves o ganzúas era necesario que las esposas tuvieran un muelle y un resorte en el sitio adecuado. Pero, por lo general, Houdini llevaba una llave en el recto o una ganzúa diminuta debajo de la gruesa piel de la planta de los pies. Incluso con una ganzúa, Kate no creía poder abrir todas las palancas de dentro de la diminuta cerradura. Se necesitaban años de práctica para conseguir esa habilidad. Además, ella prestaba un cuidado especial a sus pies. Tenía un trozo de piedra pómez al lado dé la bañera en casa y visitaba de forma regular al podólogo. La salud y la buena forma eran importantes para ella. Hacía yoga para relajarse y para mantener un cuerpo flexible. Y, de vez en cuando, se volvía vegetariana. Howard decía que todo eso hacía que estuviera demasiado delgada, pero su ideal del aspecto que debía tener una mujer era Anna Nicole Smith. No es que Kate fuera plana de pecho o algo así. Era femenina, de constitución delgada. No un polvo de fantasía construido por Goodyear. Una vez, Howard le dijo que «de constitución delgada» era un eufemismo para escuálida. Eso fue poco después de que ella le pusiera delante la prueba de su adulterio. ¿Por qué necesitaba otras mujeres? ¿No la encontraba atractiva? ¿Había algo malo en su aspecto físico? Le estuvo bien empleado por preguntar. Era esbelta. Elegante. Como un junco, como un bambú. La única vez que Kate se sintió escuálida fue cuando Howard, que quería un polvo rápido, trató de meterse dentro de la ducha con ella. Al infierno con aquel gordo hijo de puta. Delgada y esbelta, eso es lo que era. Pero no tan delgada como para poder sacarse las esposas como si fueran un brazalete.
Una vez, en Titusville, cuando era niña, metió la cabeza entre unos barrotes y, como no la podía sacar, su madre llamó a los bomberos. Durante media hora su hermano mayor la había martirizado diciendo que tendrían que cortar los barrotes con un soplete de oxiacetileno, y que, a lo mejor, le quemaban también el cuello. Pero cuando llegó el momento, se limitaron a cubrirle la cabeza con un espeso jabón líquido industrial y tirar de ella suavemente hasta sacarla de su prisión. Ahora, sentada en el suelo del baño, pensó en probar algo semejante. En el armario había varias botellas de champú y gel de baño que Kate consiguió coger con los pies y luego colocar en sus manos esposadas. No tardó mucho en tener manos y muñecas cubiertas de una espesa masa oleaginosa de color verde formada por diversos jabones. Las manos de Kate no eran mucho más anchas que sus muñecas; por lo menos no lo eran cuando apretaba con fuerza los huesos del metacarpio del pulgar y el meñique; y cuando Dave la esposó, se había sentido demasiado avergonzado para apretar tanto las esposas como para que estuviera incómoda. Detrás del esparadrapo que le tapaba la boca, Kate lo maldijo y, decidida a no reconocer el dolor, empezó a tirar de las pegajosas esposas como si le fuera la vida en ello.
Dave tiró la última bolsa de dinero en la cubierta del Britannia y regresó al Juarista a buscar el equipo Scuba de submarinismo. De vuelta a bordo del barco escogido para escapar, se desnudó y se metió en el traje de neopreno bajo la mirada lúgubre y cada vez más borrosa de Al.
– Mejor tú que yo con esa mierda estilo Lloyd Bridges -dijo Al, sacudiendo la cabeza y temblando-. Miró, circunspecto, por la borda y luego escupió al mar-. El agua no parece demasiado limpia.
Dave estuvo a punto de decir algo sobre la botella de vodka que Al llevaba en la peluda mano y sobre la posible reacción al mezclarla con las dos tiritas de Scopoderm que todavía llevaba en los brazos, pero lo pensó mejor. El trabajo de Al había acabado. A partir de ahora, más o menos todo era asunto de Dave.
– Y además, ¿qué mierda quiere decir eso de Scuba} Nunca lo he sabido.
– Significa Self-Contained Underwater breathing Apparatus, es un acrónimo -explicó Dave.
Se metió por la cabeza lo que parecía un chaleco salvavidas hecho de goma negra: sujetos a la parte de delante había algunos tubos, una boquilla y un cilindro verde del tamaño de un extintor casero.
Al frunció el ceño y dijo:
– ¿Eso es todo? ¿Eso es el depósito de aire? Tengo uno más grande en el jodido sifón de la soda.
Dave asintió.
– Es un sistema Draeger de circuito cerrado. Un respirador. Recoge el aire espirado, sin producir burbujas. Es cómodo y ligero -Se pasó las correas del arnés por la entrepierna y luego alrededor de la cintura-. Puro oxígeno, sin mezcla, es ideal para el trabajo a poca profundidad. Y es muy pequeño, como puedes ver.
Al volvió a mirar por la borda.
– ¿Qué profundidad hay ahí abajo? -preguntó.
Dave observaba el cielo. El sol estaba saliendo. Iban un poco retrasados, pero se alegraba. No le entusiasmaba la idea de sumergirse en el agua del dique flotante del Duke en la oscuridad.
– Unos seis metros -dijo, y comprobó el suministro de aire en la boquilla. Confiaba que fueran seis metros. El oxígeno era tóxico por debajo de los diez metros.
– Bueno -dijo Al y bebió otro trago de vodka-, mejor tú que yo. Es lo único que puedo decir.
Dave escupió en la máscara y frotó el cristal con la saliva.
– Al, voy a hacer una suposición arriesgada -dijo riendo-. No sabes nadar ¿verdad?
– Mucha gente no sabe nadar.
– Claro, y mucha gente muere ahogada cada año.
Al le devolvió la sonrisa.
– No, si no van a nadar. Por lo que yo sé, son casi siempre los que saben nadar y van a nadar los que se ahogan. Déjame que te pregunte algo. ¿Quién de nosotros dos es más probable que se ahogue en este momento, tú o yo?
– Ahí tengo que darte la razón.
– Es que la tengo. Y eso es así porque tú eres el capullo retrasado mental que sabe nadar y utilizar ese Scuba, ¿o no?
– Es una idea consoladora -admitió Dave y recogió la linterna y el cuchillo.
– Q.E.D. -dijo Al, con un encogimiento de hombros.
– ¿Q.E.D.? -repitió Dave sonriendo.
– Sí, es otro de esos jodidos acrónimos. Significa la clase de mierda que habla por sí misma.
– Sé lo que significa -dijo Dave, retrocediendo hacia la popa del barco y subiéndose a la escalera-. Sólo me preguntaba si sabías qué significaban las letras.
– Claro que sí. Puede que no lea libros, pero no soy lo que se dice un ignorante. Quieren decir «Que se emplea sin destreza». Como pasa con los capullos que saben qué coño hacen en el agua y se creen James Bond o algo así y pueden acabar con sus cuerpos terrenales más ahogados que la ciudad perdida de la Atlántida. ¿Entiendes lo que digo? Ten cuidado allá abajo. Si metes el culo en un agujero de problemas, no esperes que salte y te ayude. Y tampoco esperes que lo haga Pamela Anderson. El único vigilante que hay por estos contornos es el Baywatch que llevas en la muñeca.
– Si me ahogo, es para ti -dijo Dave mirando su reloj.
– Ya, como que yo voy a bajar a buscarlo. ¿Es sumergible?
– Claro, es un auténtico taquímetro.
– Tú lo has dicho, tío. Es el medidor de tiempo más de tíos tiquismiquis que he visto en mi vida -Al se echó a reír-. Nada, te lo quedas tú. Yo ya tengo bastante basura.
Sonriendo, Dave se deslizó al agua. Estaba mucho más fría de lo que esperaba y se alegró de llevar el traje de neopreno. Se detuvo un momento y miró hacia arriba a las altas paredes del buque y al montón de navíos que le rodeaba. No era sólo de la luz del día de lo que se alegraba; también de que el mar estuviera más en calma. Meterse en el dique flotante del Duke durante la tormenta habría sido mucho más peligroso. Encendió la linterna, se ajustó la máscara, sujetó la boquilla entre los dientes y luego se sumergió en las aceitosas aguas.
Mientras nadaba por debajo del casco lleno de lapas del buque, la sensación de estar encerrado amenazó por un momento con desembocar en el pánico. Era como estar otra vez en Homestead. Otra vez en su celda, empapado en el sudor de su peor pesadilla, ahogándose en las profundidades insondables de su condena de cinco años. Armándose de valor, se impulsó con los pies hacia el soporte submarino soldado al fondo del muelle del Duke, al cual estaba firmemente sujeto el Britannia. Sólo tenía que cortar las cuerdas para que el barco flotara libre. De no ser porque Al lo ignoraba todo de la navegación y del funcionamiento de un yate moderno, ésta era la etapa del plan en la que más nervioso habría estado Dave por miedo a que su socio lo traicionara. Porque, una vez cortadas las cuerdas, Al sólo tenía que soltar los cables de babor que amarraban el Britannia al Duke y el barco flotaría libremente. Un rápido acelerón de los motores marcha atrás y el barco estaría en medio del Atlántico por sí mismo. La falta de conocimientos marítimos de Al nunca le había parecido tan tranquilizadora como en aquel momento.
Como la popa del Duke estaba abierta al océano, había peces nadando en el agua del dique. En su mayor parte eran mújoles y roncadores, y apenas reparó en ellos mientras nadaba con fuerza por debajo del casco del barco y asía la clavija. La cuerda era gruesa y utilizó el filo de sierra de su cuchillo de submarinismo para cortarla. Incluso así, tardó varios minutos en lograrlo y poder desanudar el extremo atado a la clavija para que no se enredara en la hélice cuando se pusieran en marcha. Entretanto, el extremo amarrado al soporte del muelle se hundía en el agua y asustó a un pequeño banco de mújoles. Confundiendo la cuerda con alguna especie de depredador, una anguila, quizás, los peces se dieron la vuelta y pasaron al lado de Dave, casi rozándole la cara, como si quisieran utilizarlo para protegerse. Todavía se maravillaba de su velocidad y belleza y se felicitaba por la facilidad con que había completado su tarea, cuando vio la auténtica razón de la súbita huida de los mújoles. No era la cuerda en absoluto, sino la aerodinámica silueta de color azul plateado de una gran barracuda. El sobresalto que tuvo al verla hizo que se le cayera la linterna.
Rápida y potente, con sus dos aletas dorsales bien separadas, su mandíbula inferior prominente y su enorme boca llena de afilados dientes, la barracuda de casi dos metros era un pez aterrador y Dave conocía lo suficiente su fama de animal agresivo como para desconfiar enormemente de ella. En Florida las barracudas eran responsables de más ataques a los nadadores que los tiburones. Y aunque nunca devoraban a la gente, podían infligirles las heridas más graves. Instintivamente, Dave empezó a alejarse de ella nadando suavemente, dirigiéndose hacia la proa del Britannia y, curioso, el gran pez le siguió. Se decía que las barracudas se sentían atraídas por los objetos brillantes y Dave no estaba seguro de si la hoja del cuchillo que llevaba en la mano era un recurso de defensa o la causa de que estuviera en peligro. Nadaba de espaldas, no queriendo perder de vista a la criatura por si decidía atacarlo. No es que pensara que el pez pudiera matarlo, pero los dientes afilados como cuchillas de algunas barracudas estaban impregnados de una substancia tóxica que podía envenenarte. Lo último que Dave necesitaba en mitad del Atlántico era una mordedura infectada.
Se sumergió más profundamente para evitar golpearse la cabeza contra los cascos de los otros barcos. Y la barracuda lo siguió lentamente, desapareciendo a veces en la oscura sombra de un barco para reaparecer como un brillante rato de plata cuando entraba de nuevo en aguas iluminadas por el sol. Dave pensó tan fríamente como pudo que era como si te siguiera un perro peligroso y algo cobarde que sólo esperara la oportunidad adecuada que le volvieras la espalda para atacar por ejemplo. Y por más que Dave se impulsara en el agua, la barracuda mantenía la distancia de tres metros entre ellos agitando sin el menor esfuerzo su cola de aspecto furtivo.
Dave se arriesgó a mirar el reloj. Estaba perdiendo un tiempo precioso. Y cuando vio que ya había recorrido todo el largo del Duke y que estaba bajo la proa del Jade, a proa del dique flotante, supo que tendría que hacer algo pronto, o su pequeña reserva de oxígeno se agotaría. Nadando en un círculo soleado, Dave miró hacia arriba y vio la escala de proa del Jade tocando el agua a unos tres metros por encima de su cabeza. Al impulsarse a una posición más vertical con los pies vio cómo el sol daba en su reloj y, al mismo tiempo, la barracuda se volvía ligeramente hacia la pequeña explosión de luz. Sólo podía hacer una cosa. A regañadientes, Dave se quitó el reloj y lo pasó a la mano donde sostenía el cuchillo. Durante un par de segundos dejó que el sol espejeara en el conjunto de brillante metal de su mano. Sólo cuando estuvo seguro de que la barracuda observaba los dos objetos, los soltó. Cuando se hundían hacia el fondo del dique, la barracuda, con un golpe de la cola, se lanzó tras ellos. Las mandíbulas del animal, una trampa para hombres, se abrían y cerraban sobre la plata, como de escamas de pez, de la pulsera metálica del reloj.
Dave no vaciló. Se impulsó con fuerza con los pies hacia la ondulante superficie y la escala que había por encima de su cabeza.
Justo cuando alcanzaba y agarraba la escala intuyó que la enorme barracuda iba a por él. La adrenalina se le disparó por el corazón y los músculos de la espalda, haciéndolo subir por la escala con tanta velocidad que casi pensó que había alguien tirando de él desde fuera del agua. Unos centímetros por debajo del final de la escala y del talón del pie descalzo de Dave, la barracuda se arqueó en la aceitosa superficie y luego desapareció en las azules y poco profundas aguas.
Dave se arrancó la boquilla y tragó una bocanada profunda y vacilante del aire de la mañana.
– ¡Leche! ¡Joder!-soltó jadeando-. ¡Por qué poco!
Ahora que el pez se había marchado, también se le había ido la fuerza de los brazos y pasaron un par de minutos antes de que pudiera subirse a la cubierta del Jade. De pie en ella, volvió a respirar profundamente y trató de calmarse. Un instante después oyó un disparo y algo silbó por encima de su cabeza, rebotando en el mamparo delantero del Duke. Se tiró al suelo, sin poder creerse el giro letal de los últimos acontecimientos.
– Coño, ¿y ahora qué pasa?
Tumbado en el suelo, trató de determinar de dónde había venido la bala. ¿Quién habría disparado? ¿Se les habría pasado por alto alguien entre los tripulantes o los supernumos? ¿Alguien con un arma? ¿O Kate habría escapado y se habría hecho con un arma de la que él no sabía nada? Levantó la cabeza unos centímetros intentando ver al pistolero y volvió a bajarla rápidamente cuando otro disparo dio contra el mástil de la radio, por encima de él. ¿Por qué Al no hacía nada? A menos que ésta fuera la traición que se había temido.
Tenía que averiguarlo. Se arrastró hacia la barandilla y gritó:
– Eh, Al, soy yo, Dave. ¿Quién coño está disparando?
Se produjo un breve y, según le pareció a Dave, ominoso silencio. Luego Al preguntó:
– ¿Eres tú, Dave?
– Claro que soy yo, imbécil. ¿Quién joder creías que era?
– ¿Qué coño estás haciendo ahí abajo? Pensaba que era un chismoso que sacaba la nariz en lugar de quedarse donde debía.
Dave se puso de pie. Arrancándose furioso el respirador, y empezó a caminar por el flanco del buque.
– Podías haberme matado, cabrón, hijo de puta.
Dave esperó a estar a bordo del Britannia de nuevo antes de decir nada más. Al había dejado la pistola en la cocina a fin de no irritar más a Dave. Pero, por lo demás, no veía necesidad alguna de disculparse.
– ¿Cómo mierda se supone que iba a saber que eras tú?
– Te dije que no bebieras mientras tomaras ese medicamento, ¿no? Joder, podías haberme matado.
– Te metes en el agua por este lado y sales al otro extremo del jodido barco. ¿Qué crees que soy? ¿Un jodido telépata? ¿Parezco mister Spock? Como es natural, supuse que éste era el barco al que querías volver, ya que era desde donde te habías ido y se supone que es el vehículo donde vamos a huir llevándonos millones de dólares en billetes.
Al señaló las bolsas de deporte, rebosantes de dinero, que ahora llenaban la sala del barco y cubrían la cubierta, como si Dave necesitara que se lo recordaran.
– Lo que yo haya bebido -dijo- no tiene nada que ver con que tu sentido de la dirección esté tan disperso por todas partes ni con que resulte que acabas nadando de un extremo al otro de este coño de puerto deportivo -Al frunció el ceño y señaló la muñeca de Dave-. Eh, tu reloj ha desaparecido. Y tienes sangre en la pierna.
Dave miró la pantorrilla que sangraba. Debía habérsela arañado al saltar por la escala huyendo de los dientes de sable de la barracuda.
– ¿Qué coño te ha pasado allá abajo? -preguntó Al.
Dave sacudió la cabeza como si ni él mismo pudiera creer del todo lo que había sucedido. Empezó a soltar las amarras que sujetaban el Britannia al flanco de babor del Duke.
– Una jodida versión de Tiburón; eso es lo que ha pasado. Había una maldita barracuda allá abajo. Por lo menos tenía dos metros o más.
Al se mostró impresionado.
– Tan grande como mi polla, ¿eh? Eso es un pez de la hostia.
– ¿Pez? Era un monstruo prehistórico. Todo dientes y aletas. Estaba más acojonado que la leche. Tengo suerte de estar aquí con los dos brazos y las dos piernas -Tiró los cables y luego se miró la muñeca desnuda-. Se zampó mi reloj. ¿Puedes creértelo?
– En cuestión de gustos…
– Un reloj de cinco mil dólares.
– Puedes comprarte siete como ése cuando vuelvas a casa. Uno para cada día de la semana.
– Sí, eso es verdad, ¿eh? Puedo hacerlo, ¿no? -Dave indicó con un gesto las amarras de popa-. Suéltalo de popa, ¿quieres? Y salgamos de aquí antes de que pase algo más.
– Ya te dije que nadar era peligroso -dijo Al riéndose entre dientes-. La tía aquella de Tiburón, la que se baña en cueros al principio de la película… todo el mundo sabe que su culo va a acabar siendo la cena del tiburón. Tío, en cuanto vi aquella jodida película, supe que no volvería a meter la polla en agua salada por nada. Lo que vimos en Costa Rica, ponlo por triplicado. El mar es un mal vecino. Es como Overtown por la noche y tú eres un turista de mierda, al volante de un enorme coche blanco alquilado, que lleva «capullo» escrito en el parabrisas trasero. Con la radio en marcha, tirando el dinero por ahí, haciendo un montón de ruido, pasándolo bien, sin preocupación alguna. Pero pidiendo a gritos que te raje el culo algún negro con un cuchillo. ¿Tiburones? ¿Barracudas? Es lo mismo.
Kate casi no podía creerlo cuando, gimiendo de dolor y con la muñeca en carne viva, logró sacar una mano de las esposas. Arrancándose el esparadrapo que le tapaba la boca bebió rápidamente un vaso de agua y luego usó el váter. Estaba a punto de salir a cubierta cuando oyó los disparos. El sonido hizo brotar una sonrisita amarga en sus labios pegajosos. Seguían a bordo. Y si seguían a bordo, eso quería decir que había una oportunidad de detenerlos. Detenerlo. No le importaba mucho el otro tipo. Ni las drogas. Iba tras Dave.
Subió con cautela las escaleras y fue arrastrándose hasta la timonera para encontrarse con que la radio había desaparecido. Cogiendo los prismáticos de la consola de control, se arrodilló al lado de la ventana y barrió el barco en busca de alguna señal de Dave o de su socio. Lo encontró enseguida, andando rápidamente a lo largo del lado de babor hacia la popa del buque. Llevaba un traje de neopreno y parecía cabreado, como si algo no hubiera salido según los planes. Luego vio cómo subía a bordo del Britannia y empezaba a discutir con Al.
– Cabrón -murmuró-. ¿Te crees que puedes joderme a mí y a mi operación y salirte con la tuya?
Decidió que ya era bastante malo ser un traficante de drogas, pero robar las drogas de otro era algo totalmente despreciable. Probablemente habían acordado un encuentro en alta mar. Un gran mercante. Bueno, sobre eso sí que podía hacer algo. Si lograba encontrar una sola radio que funcionara en todo el buque, podía establecer contacto con el submarino francés. Además, era probable que el submarino estuviera ya muy cerca del lugar acordado con el Duke y con suerte vería lo que pasaba y se acercaría para interceptar al Britannia.
Lo mínimo que podía hacer era retardar su partida. Pero, ¿cómo iba a hacerlo sin armas? Quizás pudiera embestir el barco de Dave. Hundirlo. Y hundirse ella al mismo tiempo. Hundir a Dave quizás habría sido menos arriesgado si hubiera un barco con algún tipo de arma, como las ametralladoras de 25 milímetros que había a bordo de una de las lanchas patrulleras de los guardacostas que capitaneaba Sam Brockman. No es que ahora Sam le fuera de ninguna utilidad. Ni Kent Bowen. No quedaba tiempo para averiguar el resto de la combinación de la caja fuerte a bordo del Juarista para sacar las llaves de las esposas y soltarlos a los dos. De todos modos, Bowen no sería más que un estorbo. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que era mejor que Bowen no estuviera por medio. Las cosas no podían ponerse peor de lo que estaban para su futuro en el FBI. Encontrar la tripulación y liberarla parecía una apuesta mejor.
Kate se arrastró hasta la cubierta, subió por el flanco del muelle y corrió hasta el bloque de alojamientos. A sus espaldas oyó un sonido que le hizo pensar que quizás contara con un poco más de tiempo del que creía. Parecían tener problemas para poner en marcha las máquinas del Britannia. Habían petardeado y luego habían quedado mudas. El ruido le recordó los dos cañones de Jellicoe y, de repente, le pareció ver una forma de volver a participar en el juego. ¿No había alardeado el capitán de disparar los cañones una vez al año para celebrar el nacimiento de Nelson? La excentricidad de Jellicoe podía proporcionarle lo que necesitaba para detener a Dave. Si conseguía liberar al capitán y a su tripulación a tiempo, claro.
– ¿Por qué no arranca? -preguntó Al.
Dave hizo un gesto.
– Que me aspen si lo sé.
Giró de nuevo la llave de contacto, escuchando atentamente el sonido que hacía y luego miró el indicador de combustible. Si la aguja no hubiera señalado que llevaban los depósitos llenos, habría dicho que se habían quedado sin combustible. Exasperado, sacudió la cabeza y probó de nuevo. Nada.
– Puede que una bala perdida diera contra algo -sugirió Al-. Una calibre 44 atraviesa directamente a la gente. Debe de haber agujereado algo importante.
– Puede. Voy abajo a echar una mirada.
– Date prisa.
La sala de máquinas estaba a popa, separada del camarote principal donde estaban los dos cuerpos por una mampara hermética. Por suerte, Dave no tenía que atravesar el camarote para llegar hasta allí; sólo bajar por unas estrechas escaleras y abrir las dobles puertas. Una vez dentro de la sala de máquinas, se arrodilló al lado de uno de los motores Detroit diesel. Un examen rápido de la tubería por la que llegaba el combustible le reveló que no había combustible alguno. Dave abrió el tanque e iluminó su interior con la linterna. Estaba lleno.
– Tiene que haber algo que bloquea el conducto -dijo cuando Al apareció en el umbral. Comprobó la conducción del segundo motor y frunció el ceño-. No es posible que los dos estén bloqueados. La bomba de combustible debe de haberse estropeado.
– Mierda -dijo Al golpeando rabioso con el puño en la pared-. Mierda.
De repente a Dave le pareció recordar algo que Kate había dicho en la fiesta. Algo sobre los impulsores. Si se estropeaban también se estropeaban la bomba y el motor. Salvo que había dos motores, dos bombas y dos conjuntos de impulsores. ¿Qué probabilidades había de que los dos impulsores se averiaran a un tiempo? Dos de cada cosa, salvo el depósito de combustible. Había un único depósito. El problema tenía que estar allí.
– Me parece que será mejor que nos hagamos con otro barco -dijo Al-. Y yo que pensaba que ya nunca más tendría que acarrear bultos durante el resto de mi vida.
– Un momento -dijo Dave-. Se me ocurre una idea.
Subió de nuevo a la cubierta y volvió al cabo de poco con un bichero.
– Es sólo una posibilidad -explicó, metiendo el extremo del mango en el depósito y removiéndolo -, pero podría resultar – Inmediatamente el dorado combustible empezó a llenar los dos tubos de plástico transparente. Dave sonrió-… Hijo de puta.
– ¿Qué?
– Hay algo escondido en el depósito. Lo noto al final del palo. Algo blando y pastoso. No es duro como el fondo. Parece una especie de trapo. O puede que una bolsa -De repente supo qué podía ser lo que había al extremo del bichero-. Claro. Estos depósitos deben de estar llenos de narcóticos. Por eso estaban tan nerviosos, Al. Éste es el barco que vigilaban los federales.
– ¿No habías dicho que vigilaban al capitán Jellicoe?
– Él también debe de estar metido en esto -dijo Dave, improvisando-. Lo más probable es que una de las bolsas se soltara durante la tormenta y bloqueara la salida de combustible. Mira, lo mejor será que te quedes aquí con el bichero por si vuelve a pasar. Si el motor se para, mueve el palo así, pero no demasiado fuerte. Si la bolsa se rompe el motor recibirá un chute de lo que sea esta mierda. Cocaína, probablemente. Y eso será como una sobredosis. No hay inyección de adrenalina que pueda remediar esa clase de viaje.
– De acuerdo -dijo Al-. Bueno, ¿podemos largarnos de aquí de una puta vez?
– Allá vamos.
Kate no había bajado nunca a la sala de máquinas del Duke, pero se imaginaba que ése era el mejor lugar para buscar el taller.
Al decirle dónde había encerrado a la tripulación, Dave le había ahorrado algo de tiempo. Si, como le había dicho, la tripulación podía liberarse en sólo un par de horas, entonces quizás no hubiera tomado ninguna precaución para evitar que alguien los soltara desde fuera.
Aun antes de llegar al final de las escaleras oyó que alguien golpeaba una puerta. Tenía que ser la tripulación. Al llegar a la puerta del taller, cogió una llave inglesa, golpeó por su parte y chilló:
– Capitán Jellicoe. FBI. Voy a tratar de sacarlos de ahí.
Escuchó durante unos segundos y oyó la voz de Jellicoe. Cuando él acabó de hablar, tiró la llave inglesa y, riendo, miró arriba y abajo de la puerta de acero.
Sólo estaba cerrada con el cerrojo.
De vuelta en la timonera del Britannia, Dave le dio al contacto. Al momento los dos motores rugieron volviendo a la vida. Puso en marcha el propulsor de proa y, al cabo de un par de minutos, estaban cabeceando en la estela del Grand Duke. Esperó todavía unos segundos para dejar que el barco se apartara lentamente del buque antes de acelerar los motores y dirigirse hacia estribor. Entonces fijó las coordenadas en el ordenador y empezó a emitir su posición en la frecuencia acordada. Era más fácil sin Al en el puente. No tener que explicar cada cosa que hacía: cuándo llegarían al punto de encuentro y todo eso.
Cuando los motores empezaron a acelerar y el Britannia ganó velocidad, Dave echó una ojeada al Duke, pensando en el Carrera con Kate todavía a bordo y lamentando amargamente la forma en que la había tenido que dejar. Así que se quedó un tanto sorprendido cuando la vio en la cubierta de proa, al lado del capitán Jellicoe y de un par de oficiales y tripulantes. Pero todavía se sorprendió más cuando vio aparecer una nube de humo en la boca de uno de los cañones de bronce de Jellicoe y oyó una fuerte explosión, seguida del sibilante rugido de un proyectil que les pasó por encima.
Al salió a toda velocidad de la sala de máquinas en el momento en que la bala de cañón caía al mar sin causar daño alguno.
– ¿Has visto eso? Ese lunático hijo de puta se cree que es el jodido pirata rojo -dijo con voz entrecortada.
Haciendo girar el volante, Dave dio un brusco cambio a estribor y aceleró a toda máquina, tratando de poner la máxima distancia entre el barco y el cañón del buque.
– Creo que se ve más bien como una especie de agente defensor de la ley y el orden -dijo gritando.
El cañón disparó de nuevo. Esta vez la bala cayó lo bastante cerca para enviar una nube de espuma por encima de la proa.
– Por los clavos de Cristo -dijo Al-. Ésa casi nos da.
Con gran sorpresa por su parte, Dave estalló en carcajadas.
– ¿Qué te divierte tanto? -preguntó Al.
– Han fallado, ¿no?
– Si uno de esos cagarros de plomo nos alcanza, no creo que te haga tanta gracia. Por si lo has olvidado, el papel moneda no es impermeable.
– Tranquilo, Al. No es el Nimitz el que está disparando contra tu multimillonario culo. Es lord Horatio Nelson apuntando sus cañones contra ti. Es historia, tío. Los últimos que recibieron esas balas trabajaban para Napoleón.
Pero Al no estaba de humor para calmarse.
– Ya arreglaré yo a esos cabrones -rugió y, subiéndose encima de los sacos de dinero, agarró su metralleta, la cargó y la apuntó a las figuras que estaban de pie en la proa del Duke.
Dave no tenía tiempo de decir nada. Lo último que quería era que muriera nadie más, y mucho menos Kate. Y Al no estaba de humor para hacerle caso. Lo único que podía hacer era virar fuerte a babor y luego de nuevo a estribor, haciendo que Al perdiera el equilibrio y rebotara de un lado al otro de la cubierta de proa, disparando la metralleta al aire de forma inofensiva. Cuando Al se levantó de la cubierta, el Duke estaba fuera de alcance y el tercer disparo de cañón se hundía a bastante distancia de la estela amplia y espumosa del Britannia.
– ¿Por qué coño lo has hecho?
– Una acción evasiva. Un zigzag.
– Iba a matar a ese maricón inglés, hijo de puta.
– Veamos, ¿por qué querría alguien con tus indudables ventajas hacer algo así? Un hombre tan rico como tú. Las armas ya no son una solución. A partir de ahora, si quieres dejar algo claro, echas mano de la cartera, no de la pistola. Y recuerda, es el grueso lo que cuenta.
Al sonrió, cuando empezó a comprender que ahora poseía una enorme fortuna.
– Joder, tienes razón. Soy rico ¿eh? Coño, puede que me deje crecer las uñas y el pelo de verdad y que almacene mi mierda en botellitas como aquel otro tío multimillonario. El que se inventó las tetas de Jane Russell.
– Howard Hugues.
– Eso.
– Al, puedes hacer todo lo que te pase por los huevos ahora que eres rico. Pero en este preciso momento te necesito abajo, listo para remover el combustible. Si oyes que los motores tartamudean, le das la vuelta a la cuchara.
– Eso está hecho. ¿Cuánto falta para el punto de encuentro?
Dave miró la consola y apretó el botón Mark en el ordenador. En la pantalla apareció la trayectoria y la interfaz con el gráfico punteado y, por encima de esta información, un mapa electrónico. El ordenador ya había establecido un círculo para indicar lo cerca que estaban de su próximo objetivo.
– Aún tenemos que navegar un poco -dijo Dave-. La tormenta nos llevó más allá de donde se suponía que teníamos que estar. Tardaremos entre cincuenta minutos y una hora en llegar al punto de encuentro.
– Estupendo -dijo Al y volvió al interior. Le quedaba el tiempo justo para cagar y tomar una cerveza antes de volver a subir para matar a Dave.
Cuando hubieron disparado la tercera y última bala de cañón y Jellicoe acabó de renegar, Kate dijo que tenían que ir a ver cómo le iba a Jock con la combinación de la caja fuerte del
Juarista.
Encontraron a Bert Ross tecleando combinaciones, bajo la atenta mirada de Jock.
– Acabo de calcular cuánto tiempo nos llevará esto -dijo Jock-. El primer número era nueve. Cuesta unos diez segundos probar cada combinación, empezando con 9000, luego 9001 y así sucesivamente. Eso significa que si acabamos teniendo que comprobar cada una de las 999 combinaciones, tardaremos dos horas y cuarenta y seis minutos.
Kate se golpeó la palma de la mano con el puño.
– Mierda -dijo abatida-, necesitamos la llave de la sala de radio.
– Suponiendo que realmente esté aquí -dijo Jellicoe-. Suponiendo que nueve sea realmente el primero de los cuatro números de esta maldita caja. Podía ser una manera como otra de hacernos perder el tiempo. Puede que tiraran la llave por la borda.
– No lo creo -dijo Kate-. Conozco a ese tipo y no creo que hiciera eso. Pero tendrán que aceptar mi palabra. ¿Puedo sugerir que continúen con la caja?
– ¿Y qué hacemos mientras tanto? -preguntó Jock.
– Sólo hay una cosa que podamos hacer, y es ir tras ellos.
– Quince nudos es nuestra máxima velocidad -dijo Jellicoe-. Ellos van mucho más rápido.
– No, señor, tendríamos que llevarnos uno de los otros barcos.
– ¿En medio del Atlántico?
– Ellos lo han hecho.
– ¿Sin radio?
– Bueno, la verdad es que no estamos solos -explicó Kate-. Hay un submarino francés en la zona. Se suponía que acudirían a un encuentro con nosotros más o menos por esta hora. Y hay dos hombres del FBI y los guardacostas de Estados Unidos esposados en el baño de mi barco. Tan pronto como encuentren las llaves, pueden enviar un mensaje al submarino. Hay que utilizar unas frecuencias y unos códigos especiales. Cosas del FBI. Entretanto, el Duke puede mantenerse en esta posición hasta que volvamos.
– Suponiendo que los alcancemos -replicó Jellicoe-, ¿qué hacemos entonces? Ellos van bien armados.
– Tal como yo lo veo, tienen dos opciones -explicó Kate-. Pueden dirigirse a las Azores y arriesgarse a que los encuentre la policía local. O pueden navegar hasta un punto de encuentro acordado previamente con otro navío más grande. Sospecho que esto es lo que harán. Transferirán la cocaína a bordo, la esconderán entre la carga que lleve el otro barco y luego hundirán el yate en el que están ahora, para borrar sus huellas. Si podemos tenerlos a la vista cuando esto suceda, por lo menos podremos establecer la identidad del otro barco y hacer que lo aborde el submarino más tarde.
Jellicoe asintió.
– Tiene razón ¿Bert?
– 9-0-2-3. No -Sacudió la cabeza y suspirando levantó la mirada de la caja-. ¿Sí, Jack?
– Deja que Jock se encargue de abrir la caja.
– Sí, señor.
Jock se arrodilló en el vestidor del Juarista y empezó a marcar la siguiente combinación numérica.
– 9-0-2-4 -dijo.
– Dile a Frank que recoja su equipo de submarinismo y se reúna con nosotros en la popa. Sea cual sea el barco más cercano a mar abierto, quiero que esté desamarrado dentro de cinco minutos. Tan pronto como saques las llaves de la caja, puedes soltar a esos otros tipos del FBI. Y llevarlos a la radio.
– Sí, señor.
Kate ya había salido del Juarista y subido al flanco de estribor del Duke. El Britannia, con Dave y las drogas, estaba ya a quinientos metros a estribor y se alejaba rápidamente. Se volvió, buscando a Jellicoe.
– Vamos -chilló-. El hijo de puta se escapa.