23

¿Les importaría decirme exactamente qué coño está pasando aquí? ¿Es que el barco ha chocado con un iceberg? ¿Somos los únicos supervivientes? Espero que sí, porque me fastidia que la gente pilote mi barco, lo cual en parte tiene que ver con el pequeño detalle de que vale un millón de dólares. Pero, sobre todo, es debido al hecho de que para manejar no uno ni dos, sino tres, tres motores diesel Man, cada uno con 2.300 revoluciones, y tres propulsores Arneson de superficie, por lo general hay que saber con bastante precisión qué leches se está haciendo.

Kate se dio la vuelta en la silla del puente de mando y, al ver a un Calgary Stanford de ojos enrojecidos de pie allí, desplegó su más encantadora sonrisa.

– Estupendo barco, amigo -dijo con calma.

Luego, comprobando de nuevo los controles, echó una ojeada al contador de revoluciones y vio que iban a más de veinte revoluciones en aquel momento. El barco del actor estaba casi volando.

Sentado al lado de Kate en el puesto del timón, Jack Jellicoe asintió con nerviosismo. Sonriendo con los dientes apretados mientras el barco surcaba las aguas velozmente, dijo:

– Sí, es un auténtico pura raza. Diría que este barco es capaz de alcanzar velocidades de competición. ¿Tengo razón?

Stanford se dejó caer pesadamente en el asiento del segundo copiloto y dijo:

– Corten el rollo y cuéntenme de qué va todo esto.

Kate empezó a decirle que el Britannia se utilizaba para traficar con cocaína y que ella y sus compañeros del FBI habían estado trabajando en una misión secreta.

– Vaya al grano, ¿quiere? -insistió el actor.

– Está bien -le respondió Kate-. El FBI ha requisado su barco y ahora vamos en persecución de los malos.

– No me joda. Una de auténticos policías y ladrones.

– Auténticos de verdad.

– Bien, ¿dónde diablos están?

Jellicoe, recorriendo el horizonte con sus atrotinados prismáticos dijo:

– Todavía no hay señal de ellos, pero estamos bastante seguros de que éste es el rumbo que siguen.

Stanford miró a Kate de arriba abajo, valorándola.

– Tengo que reconocer algo, señora J. Edgar Hoover. No hay duda de que sabe como manejar un barco.

– Gracias.

– ¿Le importa si pongo algo de sonido?

– Es su barco, son sus reglas -dijo Kate.

Stanford le dio a un interruptor del panel de control y puso en marcha un disco compacto. Sonrió y dijo:

– Música de rock para una persecución en barco, ¿no cree?

Al segundo siguiente un par de altavoces gigantes situados detrás de la posición del timón se disparaban con una canción de Guns n'Roses.

– Nos oirán antes de que podamos verlos -dijo Jellicoe con un gesto de disgusto.

– Sí. Siento que no sea Wagner. Si sabe qué quiero decir, capitán Willard.

– No del todo -admitió Jellicoe-. Y en realidad me llamo Jellicoe.

– Una referencia cinematográfica -dijo Stanford con un acento gangoso y sacudiendo la cabeza-. Para amedrentar a los amarillos y toda esa basura.

– Me temo que sigo sin entenderlo.

– Olvídelo capitán Willard -Stanford miró a Kate-. ¿Sabe?

Anoche estaba algo fuera de combate. Tengo un vago recuerdo de una visita nocturna de alguien con artillería. ¿Era uno de ustedes o es que deliraba?

– Fue uno de los malos -dijo Kate-. Pasaron por todos los barcos y se llevaron los transmisores de radio para evitar que alguien llamara a la Armada.

– Y eso responde a mi siguiente pregunta -dijo Stanford-. Miró de nuevo a Jellicoe y preguntó-. ¿Qué tal va por ahí Willard? ¿Hay señales del señor Christian y de los demás amotinados?

– No.

– ¿Le gusta la música?

– ¿Qué música? -gruñó Jellicoe.

– Guns n'Roses. ¿Le gustan?

– No mucho.

– Sobre eso de las pistolas -dijo Stanford-, creo que seguramente les vendrá bien mi colaboración.

– ¿Quiere decir que tiene un arma? -preguntó Kate.

– La visión que da la experiencia es siempre la mejor -dijo Stanford-. La comunidad de Hollywood está llena de gente nerviosa y es presa fácil de otros que la ponen nerviosa. Ser una estrella de cine tiene algunos riesgos biológicos importantes. Gente que nos acecha y otra mierda parecida. Mi propia vida ha sido amenazada varias veces. Así que, sí, señora, tengo licencia de armas. De hecho, llevo una caja de seguridad con armas en el barco. Si les hacen falta, puedo proporcionárselas a los dos. Highway Patrolman, Glock, Smith & Wesson Sigma. Todas con recámaras para cartuchos de verdad. ¿Me captan? Tranquilo Andy, no bromeo. Cuando están en mi barco, mi arma de fuego es su arma de fuego.

Kate asintió entusiasmada y dijo:

– Una pistola no estaría nada mal.

– ¿Y usted, capitán Willard?

– No, gracias.

– Como quiera -dijo Stanford levantándose con cuidado del asiento del copiloto. La velocidad convertía la cubierta en un lugar difícil para estar de pie. Pero era evidente que Stanford estaba acostumbrado.

Jellicoe no dijo nada mientras el actor iba abajo a buscar las armas. Seguía barriendo el azul horizonte en busca de alguna señal del Britannia. De vez en cuando echaba una ojeada a la pantalla de radar escanográfico. Era un sistema similar al ARPA, que era el que tenían a bordo del Duke, salvo que la pantalla tenía dos imágenes: la imagen de radar de lo que estaba cerca y una imagen gráfica contigua, con la confirmación instantánea de la posición del barco y de cualquier riesgo que pudiera haber en la zona. Algo de la pantalla más pequeña había atraído su experta mirada y tocó el botón de zoom del instrumento para verlo más de cerca.

– Ahí están -dijo exaltado-. En la pantalla. Un poco al noroeste de nosotros. A menos de cinco millas.

Al salió del baño sintiéndose como una mierda. Le dolía la cabeza y tenía una diarrea tremenda y se sentía tan cansado como si no hubiera dormido en toda la noche. Tan cansado estaba que tardó un par de minutos en recordar que en realidad no había dormido en toda la noche. Habían estado levantados acarreando el botín. Y luego estaba la medicación, y el alcohol. Arrancándose las dos tiritas de Scopoderm del brazo, las tiró, irritado, al suelo del camarote y luego se sentó en el borde de la cama, sin prestar más atención a los dos cuerpos que había a su lado de la que había prestado al tipo del baño mientras cagaba. No le molestaban. Los muertos estaban muertos. Nunca asociaba un cadáver con personas que habían vivido y respirado. Pero lo que sí deseaba era haber prestado más atención o lo que le había dicho Dave sobre mezclar el alcohol con la medicación para el mareo. No es que hubiera bebido tanto. Sólo unos tragos de vodka. Un par de cervezas. Eso eran sólo refrescos. Pero parecía que le habían afectado bastante.

Tratando de recobrar la calma, Al respiró hondo por la nariz. Había matado a un montón de personas antes; personas a las que conocía bien, además. El hecho es que casi siempre eran personas a las que conocía bien. La naturaleza del negocio en el que estaba así lo exigía. Te acercabas a un tipo con el que habías hecho negocios, como si fuera tu mejor amigo, y luego le saltabas la tapa de los sesos de un tiro. Sólo que, por lo general, Al sentía un poco más de entusiasmo por el trabajo, debido a que normalmente sentía correr algo más de adrenalina por sus venas. La adrenalina era buena para un trabajo sucio. Te mantenía vivo y alerta. Pero en aquel momento se sentía tan embotado como la manija de la puerta de una celda acolchada. Gris y sudoroso, como si fuera él quien iba de cabeza a un funeral vikingo en lugar del tipo más joven que había arriba, en cubierta.

Al miró alrededor en busca de inspiración y vio un bloque de jade y una cuchilla de afeitar en la mesita de noche de la chica muerta. Hacía ya unos cuantos años que no esnifaba nieve. Agradable, pero cara, y a Madonna le importaba demasiado el dinero para dejarle convertir un montón de billetes en polvo para metérselo por la nariz. Además, a Naked Tony no le habría gustado; desconfiaba de la gente que se drogaba de forma regular. Pero, de cuando en cuando, estaba bien. Y en aquel momento parecía ser lo que necesitaba para estar en lo alto del hit parade. Para lograr su mejor tiro. Una raya para rayar a gran altura. Esa era la política.

Se inclinó por encima del cuerpo de la chica, examinando de paso su cuerpo desnudo y acariciándole las tetas al alargar el brazo hacia el cajón de la mesilla. Dejando a un lado el agujero de la cabeza y la sangre que le cubría la cara, era atractiva. Y todavía estaba caliente. De no ser por su programa letal, quizás se habría sentido tentado de tirársela antes de que se enfriara definitivamente.

El cajón parecía una bandeja para servir postres: cucharillas variadas, maquinillas de afeitar con tapa de oro, pajas de oro; toda la parafernalia del usuario habitual, como si se tratara de un Burdeos premier cru. Incluso la botella de cristal que contenía su reserva de coca llevaba una pequeña funda de oro.

– Más razón que la leche, nena -le dijo Al, mientras ponía una dosis generosa en el bloque de corte-. Es un lujo, no un modo de vida.

Cuando acabó de cortar la coca, separó el polvo en dos pulcros montones, cogió la pajita de oro y aspiró uno de los montones por las aleteantes ventanas de la nariz. La descarga le propulsó la cabeza hacia arriba y una enorme sonrisa le iluminó toda la cara.

– Esto es lo que yo llamo vitamina C -soltó una risita cloqueante y arrastró el segundo montón de coca del bloque de jade con la cuchilla, dejándolo caer en el ombligo de la chica muerta. Cogiendo la pajita de oro, apretó la cabeza contra la barriga y esnifó la droga del ombligo, lamiéndolo luego para no dejarse nada. Ya se sentía vigorizado.

– Es de buena cosecha -dijo.

Desde que Dave encontró el alijo, Al había estado pensando si habría una forma de sacarlo de allí y cargarlo en el Ercolano al mismo tiempo que transferían todo el dinero. A Tony le gustaría un regalo así. Parecía un desperdicio hundir el barco con toda aquella droga a bordo. Si toda era como la que le cosquilleaba en la nariz, tirar por la borda aquella veta madre sería una tragedia de cojones. Al lamió el ombligo de la chica otra vez, y notando que el barco empezaba a reducir la velocidad, salió al camarote principal y gritó por el hueco de la escalera:

– ¿Ya estamos?

– Calculo que éste será el sitio -gritó Dave.

Roncando feliz, Al se rascó la nariz y subió a la cocina donde había dejado sus armas, sobre la encimera. Cogió la 45 automática y destornilló el dispositivo láser de mira. No iba a necesitarlo. No a la distancia que tenía en mente. Del silenciador ya se había deshecho cuando disparó contra el que creyó un pasajero curioso. El ruido iba bien cuando se trataba de persuadir a alguien de que se quitara del jodido medio. Sacando el cargador, metió unas cuantas balas más en el interior hasta que estuvo lleno y luego volvió a meterlo en la empuñadura. No necesitaría más que una bala, pero Al era demasiado profesional para dejar nada al azar. En cuanto podías recargar, lo hacías. Nunca se sabía qué podía suceder cuando tenías que cargarte a alguien. Lo inesperado; era siempre un factor. Especialmente si se trataba de un tipo al que conocías bien. Un tipo que incluso te gustaba. Las drogas habían ayudado a Al a cambiar de opinión sobre saltarle la tapa de los sesos a Dave sin decirle ni una palabra. Eso ya no le parecía tan buena idea. Iba a tener que hablar con él. Disculparse. Decirle que no era nada personal. Que era sólo la jodida paranoia de Naked Tony, y ¿qué podía hacer él, Al, si las cosas eran así? O hacía lo que le mandaban o lo liquidaban a él. Después de todo lo que él y Dave habían pasado juntos, pedir disculpas le parecía lo mínimo que podía hacer por el hombre. Eso y un disparo rápido y sin dolor en la cabeza. La parte de atrás del cráneo, probablemente; al estilo de las SS. Pensaras lo que pensaras de su falta de moralidad personal, aquellos nazis sabían cómo despachar a la gente con una pistola. Era la eficacia nazi. Lo último en máquinas asesinas. El BMW con balas.

El propietario original del Britannia había sido muy aficionado al buceo y el barco estaba equipado con un Apelco para detectar peces. Además de ofrecer a quien observara la pantalla la mejor imagen posible de dónde se podían encontrar los peces, el Apelco estaba equipado con un transductor de frecuencia dual, el cual, al escanear cuanto había en el agua delante del barco, podía avisar con tiempo de la existencia de bancos de arena, agujeros en el lecho marino o incluso restos de naufragio que explorar. Desde la silla del piloto en el puente, Dave mantenía un ojo en el Apelco y otro en Al a través de la ventana de la lumbrera de la cocina. Sólo podía haber una razón para que Al recargara su arma. Tenía intención de usarla. Contra él. Ése era el momento que medio había estado esperando. Ahora que Dave había servido a sus fines, era el momento de la traición de Al.

Dave desaceleró al máximo, de forma que los motores quedaran al ralentí, cogió la metralleta Mossberg de la consola de control y se situó inmediatamente encima del hueco de la escalera que llevaba de la cocina al puente.

Al subía sigilosamente las escaleras, la pistola lista para disparar.

– ¿Ya ves el barco? -preguntó.

Dave introdujo un cartucho en el cañón a modo de respuesta y apuntó.

– Sólo tu nuca, Al -contestó.

Al reconocer el sonido distintivo de una metralleta que se pone a punto para la tarea, Al se quedó tan quieto como el mismo barco.

– Tira la pistola tan lejos como puedas. Y asegúrate de que cae al mar, o me disgustaré.

– ¿De qué coño vas? -dijo Al.

– Dímelo tú.

– ¿Estás chiflado o qué?

– La pistola, Al, o te haré una raya en el pelo con perdigones. Ya he matado a dos personas hoy. No creo que una más perjudique especialmente a mi alma inmortal. Pero a la tuya seguro que sí.

– De acuerdo, de acuerdo. De todos modos ya no la necesito.

– Tú lo has dicho.

Al tiró la pistola. Voló por los aires y cayó al océano detrás de barco con un plaf apenas audible.

– Sube aquí, muy despacio, las manos en la cabeza -le ordenó Dave, retrocediendo hasta la silla del piloto.

Al hizo lo que le mandaban. Pero al minuto siguiente, justo cuando llegaba arriba de las escaleras, el barco empezó a cabecear violentamente como si un súbito tifón o un remolino estuviera agitando el mar. Dave se cayó sentado en la silla y, mirando el Apelco, vio la silueta de algo grande en la pantalla. Comprendió por la velocidad de su ascenso que no era ni un banco de peces ni un leviatán marino. Reconocía la rúbrica electrónica de un submarino cuando la veía. Pero para entonces el submarino ya estaba saliendo a la superficie, a menos de cincuenta metros de la proa del Britannia. Y Al se arrastraba por el puente hacia él, con un cuchillo en la mano y una expresión asesina escrita en su fea cara.

Dave se volvió hacia Al, con la metralleta apuntando al cuerpo con forma de barril. Podía matarlo. Podía volarle la cabeza limpiamente. Al lo sabía, pero confiaba en la falta de agallas de Dave para matar otra vez. No podía esperar que en el último momento Dave cogería el arma por el cañón y haciendo girar la Mossberg como si fuera un bate de béisbol le golpearía en la cabeza. La culata batió el cráneo de Al con un sonoro golpe, como alguien que golpeara una vez con fuerza en una puerta de madera, y Al cayó al suelo a los pies de Dave.

La mayoría de hombres habría perdido el sentido. Al sólo se quedó allí, quejándose, durante un minuto, tiempo suficiente para que Dave le quitara el cuchillo y lo lanzara por la borda, y apartándose mientras Al se sentaba lentamente. Frotándose la cabeza con rabia, fijó la mirada en la metralleta y luego en la torreta de mando del submarino que se elevaba por encima de ellos.

– Bueno, no hay ninguna necesidad de tomárselo como algo personal. Sácanos de aquí, por los clavos de Cristo -dijo quejándose-. Sean quienes sean, no quieren preguntarnos el camino. Todavía podemos dejarlos atrás.

– ¿Dónde sugieres que vayamos?

– A cualquier sitio menos aquí.

Dave apagó las máquinas.

– ¿Es que estás majara? -preguntó Al-. Si es por este pequeño malentendido que hemos tenido tú y yo… no tengo intención de que vayamos a la cárcel por eso. Venga, vamos ya, ¿quieres? No pueden alcanzar un yate como éste.

Dave sacudió la cabeza y dijo:

– No puedes dejar atrás a un submarino, Al. Dejando a un lado los cañones de dos pulgadas de la torreta, además, tienen eso que se llama torpedos. Seríamos un blanco seguro.

Una figura apareció entonces en la escotilla de la torreta y se dirigió a ellos por un megáfono, en inglés con un fuerte acento extranjero.

Britannia. Prepárense para ser abordados.

Otras figuras aparecieron en el casco y, al cabo de un minuto, un bote hinchable con varios marineros cabeceaba cruzando el corto tramo de agua que separaba el barco del submarino. Dave tiró la metralleta al mar, por si acaso a Al le daba por cogerla y hacer algo estúpido.

Fue entonces cuando vio otro barco que se acercaba a toda máquina. Mirando con los prismáticos, vio que era algún tipo de yate de competición; inmediatamente supuso que debía venir del Duke.

– Kate -dijo, cansado-. Justo lo que necesito.

– Ya lo tenemos -dijo Kate pavoneándose.

– Parece que Ross ha conseguido entrar en la sala de radio después de todo -vociferó Jellicoe.

Calgary Stanford bajó el volumen del compacto y dijo:

– Una vez hice una película sobre un submarino. Yo era el hombre del sónar, un tío que se guiaba por su intuición. Claro que entonces sólo era un actor de reparto.

– O puede que trataran de comunicarse con nosotros por radio y, al no recibir respuesta, imaginaran que algo no iba bien – continuó Kate.

Stanford no escuchaba.

– Y además no era un submarino de verdad -dijo-. Sólo un simulacro que fabricaron en el plato de la Paramount.

– El servicio silencioso, ¿eh? -comentó Jellicoe-. Nunca me atrajo la idea de servir en un submarino. Encerrado tanto tiempo. Es un poco como estar en prisión, diría yo.

– Ahí es donde esos dos mierdas van a ir de cabeza -dijo Kate, y disminuyó la velocidad de los motores Predator-. Un submarino parecería el Hotel Plaza en comparación con el sitio adonde irán. Con veinte millones de dólares de coca a bordo, tendrán suerte si se libran con veinte años. Un millón de dólares por año.

Jellicoe y Stanford intercambiaron una mirada que decía «Qué arpía».

– Nunca jodas al FBI -dijo Stanford entre dientes-. Procuraré recordarlo, señora.

– Justa y jodidamente exacto -rugió Kate.

Pero incluso mientras lo decía, sabía que le estaba costando un gran esfuerzo convencerse de que quería ver a Dave encerrado para casi el resto de su vida. Fuera lo que fuera lo que había hecho, ella lo quería; es más, quería creer que él la quería a ella. Pero ya era tarde para todo eso. No podía hacer nada, salvo cumplir con su deber. Con el capitán Jellicoe en escena, por no hablar de la Armada francesa, no podía dar marcha atrás. Sus sentimientos no contaban para nada. Dave iba a volver a prisión y era su deber enviarlo allí. Pese a todo, medio esperaba que el capitán del navío francés, cuyos hombres estaban ya abordando el Britannia, disputara su jurisdicción y encerrara a Dave y Al en el calabozo del submarino, o como se llamara el sitio donde encerraban a la gente en un submarino. Más trabajo para la oficina del fiscal cuando intentara conseguir la extradición, pero mucho más fácil para ella.

Kate llevó el barco de Stanford al lado del Britannia y Jellicoe lanzó un cabo a uno de los marineros del submarino, mientras Stanford colocaba las defensas para proteger la pintura. Por el rabillo del ojo vio a Dave, de pie al lado de Al en el puente de proa, observándola, pero no le devolvió la mirada.

– Ustedes dos esperen aquí -ordenó a Jellicoe y Stanford y, tratando de no exhibir un aire demasiado triunfal, subió a bordo del Britannia, rechazando, cortante, la mano que le tendía uno de los marineros para ayudarla.

Dave y Al estaban bajo la vigilancia de un marinero con una pistola automática y, en ausencia de su placa y tarjeta de identificación del FBI, Kate había cogido la automática Glock de Stanford para ayudar a establecer su autoridad. Por lo que había oído, los hombres franceses tenían fama de machistas. Pensó que les sería mucho más difícil actuar de forma paternalista con una mujer armada con una pistola. Miró alrededor en busca de alguien que pareciera el responsable. Luego, en su vacilante francés y evitando mirar los ojos centelleantes de Dave, se identificó y pidió hablar con el oficial al mando.

Para gran sorpresa e irritación suya, uno de los marineros se echó a reír; un hombre apuesto y moreno, con un espeso bigote y vestido con un mono azul, que dijo:

– Por favor, no hay necesidad de que hable en francés. Yo hablo un inglés excelente. ¿Agente Furey, dijo que se llamaba?

Kate asintió y trató de controlar su irritación. Esos franceses. Incluso cuando te esfuerzas por hablar su lengua te tratan con desprecio. Era como para preguntarse por qué la gente se molestaba en aprenderla.

– Viví en Nueva York durante muchos años -explicó el hombre del frondoso bigote-. Una ciudad sucia, pero también interesante.

– ¿Y usted es, señor?

– Soy el primer oficial Eugene Luzhin -dijo suavemente, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior del mono-. ¿Le importa si fumo? Es que a bordo nos está prohibido y la mayoría de nosotros se muere de ganas de meterse un poco de nicotina fresca en los pulmones. Hacía casi dos semanas que no salíamos a la superficie.

No esperó la respuesta e hizo un gesto a sus hombres, quienes sacaron sus propios cigarrillos y se pusieron a encenderlos. Incluso el hombre con la automática. Luzhin no le ofreció un cigarrillo a Kate, de lo cual ésta se alegró. Por diplomacia quizás habría tenido que cogerlo y los cigarrillos franceses eran demasiado fuertes para ella. Y aquéllos tenían el olor más acre que hubiera olido en su vida. No era de extrañar que los franceses tuvieran una voz tan áspera y sexy.

– Capitán Luzhin -empezó a decir.

– Oficial -dijo Luzhin-. El capitán sigue en el submarino.

– Primer oficial -dijo, aceptando la sonriente rectificación y pensando si sería que seguía encontrando divertido su intento de hablar en francés-. Perdone, señor, pero ¿está pasando algo divertido? ¿Me estoy perdiendo algo?

Él exhaló una nube de humo tan azul como el del tubo de escape de un coche y se encogió de hombros de aquella manera tan típicamente francesa que tenían.

– ¿Eso quiere decir que sí o que no? -preguntó Kate.

– Es que no estoy acostumbrado a que una mujer hermosa me apunte con una pistola.

– Lo siento -dijo Kate, mirando incómoda a la Glock y preguntándose dónde dejarla.

– No importa. En realidad, me gusta bastante.

Expulsando el humo con estilo y entrecerrando un ojo para protegerlo del humo, añadió:

– Es como Humphrey Bogart en Casablanca, con aquella mujer tan hermosa -chasqueó los dedos al tratar de recordar el nombre de la actriz que hacía el papel de Ilse.

Fue Dave quien le proporcionó la respuesta.

– Ingrid Bergman -dijo. Encontrándose por fin con la mirada de Kate, añadió, en una buena imitación de Bogart-: Adelante, dispara. Me harás un favor.

Kate enrojeció de rabia y metió la Glock por debajo del cinturón de sus pantalones cortos.

– Bueno, veamos -dijo con brusquedad, dirigiéndose al primer oficial. A estos dos hombres los buscan en Estados Unidos por piratería y contrabando de drogas. Escondidos en este barco hay cien kilos de cocaína con un valor en la calle de veinte millones de dólares.

El primer oficial silbó.

Incluso mientras iba hablando, Kate se preguntaba qué habría en las voluminosas bolsas de deporte apiladas dentro del barco.

– Pero antes de proseguir querría resolver la cuestión jurisdiccional.

– Una cuestión difícil -admitió el el oficial que estaba al mando-. Creo que el Grand Duke es un buque con matrícula británica. Y este barco en el que estamos, el Britannia, está registrado en las Islas Vírgenes británicas. Por lo menos, eso es lo que pone en la popa.

– Es cierto -dijo Kate-, pero estos dos hombres son ciudadanos de Estados Unidos y, como tales, tienen que ser juzgados por sus delitos en un tribunal de Estados Unidos.

– Si me devuelven a Estados Unidos me enfrento a una larga condena de prisión. Como he dicho antes, adelante, dispara. Me harás un favor.

– ¿Es otra de tus bromas? -preguntó Kate, furiosa.

– No, no es ninguna broma.

– Entonces, ¿por qué coño te estás riendo?

Dave se encogió de hombros y se miró la muñeca donde antes llevaba el reloj.

– Estamos lejos de la jurisdicción estadounidense -dijo el primer oficial-. ¿Puedo recordarle que estamos en aguas internacionales?

No es que Kate quisiera a los dos hombres como prisioneros, pero había algo en los modales de Luzhin que la impulsaba a querer ganar aquella discusión.

– Con todo y eso -dijo-, insisto en que estos dos hombres sean puestos bajo mi custodia. Permanecerán a bordo del Duke hasta que lleguemos a Mallorca, desde donde serán inmediatamente extraditados a Estados Unidos.

– ¿Inmediatamente? -El primer oficial se echó a reír de nuevo-. No lo creo. Estas cosas llevan tiempo.

– ¿De verdad me harías eso, Kate? -preguntó Dave-. ¿Después de todo lo que ha habido entre nosotros?

– Entre nosotros no ha habido nada. Y será mejor que tengas la boca cerrada si no quieres pasarte el resto del viaje esposado.

– Kate. Sé justa. ¿Cómo quieres que no hable de ello? Después de todo, soy yo el que puede que vuelva a la cárcel.

– Tendrías que haberlo pensado antes de hacer esta tontería.

– ¿Y ésa es tu última palabra sobre este asunto?

– La última palabra. Punto final. -Y añadió entre dientes, pero lo bastante alto como para que Dave la oyera-: ¿Cómo pude enamorarme de un asqueroso ladrón de drogas? Es algo que no entenderé nunca.

– Todo esto nunca ha tenido nada que ver con las drogas -dijo Dave, sin dejar de sonreír, como si no tuviera preocupación alguna.

– Es verdad -dijo Al-. Íbamos tras el dinero de los otros barcos.

– No te metas en esto -dijo Kate con brusquedad.

De nuevo Dave hizo el gesto de mirar su reloj. Luego se inclinó hacia el primer oficial y cogiéndole tranquilamente el brazo miró qué hora era en su reloj. Como si fueran viejos amigotes. Y al francés no pareció importarle lo más mínimo. Luego Dave dijo algo a Luzhin que Kate no llegó a oír. O quizás no comprendió.

– Lo lamento, pero no puedo acceder a su petición -dijo Luzhin dirigiéndose a Kate-. Pero le diré qué podemos hacer – señaló con un gesto de la cabeza a Al-. Puede quedarse con ése, con el feo. Y nosotros nos llevaremos al otro. Es justo, ¿no? Como el juicio de Salomón, ¿eh? La mitad cada uno, como si dijéramos.

Hizo un gesto a uno de sus marineros. Inmediatamente el hombre tiró el cigarrillo, entró en el puente de mando y volvió a poner en marcha las máquinas del Britannia.

– Es la idea más demencial que he oído nunca -dijo Kate-. Si ésta es la manera como los franceses hacen las cosas…

Esta vez captó la mirada que cruzaron Dave y el primer oficial y pensó que olía a gato encerrado. Como si Dave hubiera hecho algún trato por su cuenta. Puede que incluso hubiera sobornado a aquel tipo.

– Eh, un minuto -dijo-. ¿Qué está pasando aquí? Ustedes los franceses…

– ¿Quién ha hablado de franceses? -dijo el primer oficial, encogiéndose de hombros y lanzando el cigarrillo al mar por encima del hombro de Kate-. Yo no.

– Pero, si no son de la Armada francesa, entonces ¿a qué coño de armada pertenecen?

Instintivamente inició el gesto de sacar la Glock de debajo del cinturón, pero el primer oficial, sonriendo, le cogió la muñeca con su fuerte mano. Y sin dejar de sonreír cortésmente, dijo:

Pazhalsta -y le quitó la pistola.

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