– Bueno, ¿qué planes tienes?
– ¿Planes?
– Tus planes para el primer día de tu nueva vida.
Dave estaba sentado en el BMW serie siete de Jimmy Figaro, admirando los asientos de piel y los acabados de madera, y pensando que era como estar en un pequeño Rolls-Royce. No es que hubiera ido nunca en un Rolls-Royce, pero así era como se lo imaginaba. Ajustando su asiento electrónicamente, miró por la ventanilla ahumada mientras se alejaban de Homestead por la Al. No había mucho que ver. Sólo unos fértiles campos donde, por pocos dólares, podías «recoger tu propia cosecha» de lo que fuera que creciera allí: guisantes, tomates, maíz, fresas, ese tipo de cosas. Sólo que Dave tenía otra cosecha en mente.
– No lo sé, Jimmy. Quiero decir, tú eres el que conduce el coche. Y vaya coche.
– ¿Te gusta?
– ¿Hay servicio de habitaciones? -dijo Dave inspeccionando el teléfono del apoyabrazos-. Nunca había visto un coche con tele.
– Ordenador de viaje. Sólo coge la tele cuando paras el motor.
– ¿Y qué hay de los federales? ¿También los coge?
Figaro sonrió.
– Has estado leyendo el New Yorker.
– He leído todo tipo de basura últimamente.
– Eso he oído. La verdad es que cada mañana barro el coche.Y no quiero decir las jodidas alfombrillas. Llevo un detector manual de parásitos en la guantera.
Luego echó hacia atrás la cabeza y dejó que una sonrisa satisfecha se le extendiera por toda la cara.
– Pero, por si deciden seguirme con uno de esos micros direccionales, llevo dobles ventanas a los lados y atrás.
– ¿Dobles ventanas en un coche? Bromeas.
– Las bromas no forman parte de las opciones de un BMW. ¿Oyes algún ruido de tráfico?
– Ahora que lo dices, es verdad; no oigo nada.
– Y desde fuera tampoco pueden oír lo que tú dices. Y no es que digas mucho. Como de costumbre.
– Eso es lo que me ha mantenido con vida hasta ahora.
Dave se encogió de hombros y luego abrió la guantera. El detector de parásitos era una caja negra del tamaño de un paquete de cigarrillos, con una antena corta.
– Ingenioso. Te tomas muy en serio eso de la vigilancia, ¿no?
– Con mi clientela tengo que hacerlo.
– Consejero privado de Naked Tony Nudelli. Sí, has llegado lejos desde que defendías a los tipos como yo, Jimmy. Lo que me intriga es por qué hiciste el largo camino hasta la cárcel para recogerme y llevarme a la ciudad. Podía haber cogido el autobús.
– Tony me pidió que me asegurara de que estabas bien. Y consejero privado es exagerar mucho, Dave. Haces que suene como si fuera Bobby Duvall. Pero, a diferencia del personaje ése que hacía en El Padrino…
– Tom Hagen.
– Eso, Hagen. A diferencia de él, yo tengo más de un cliente. Tú, por ejemplo. Si alguna vez necesitas mi consejo para lo que sea…
– Bueno, gracias, Jimmy. Te lo agradezco.
– Bien, si no tienes ningún plan para hoy, esto es lo que haremos. Como te he dicho, Tony quiere que me asegure de que estás bien. Pasaremos por el despacho y te enseñaré la liquidación que he preparado; lo que he hecho con tu dinero y todo eso. Luego, si me lo permites, te haré unas cuantas sugerencias sobre lo que puedes hacer con él. Y luego podemos ir a comer algo. Aunque tengo que estar en los tribunales a las dos y media.
– Suena bien, Jimmy. Apetito, justamente, no me falta.
– ¿Tienes hambre? ¿Qué te apetece? Sólo tienes que decírmelo. Conozco un garito haitiano en la Segunda Avenida. Podríamos parar allí a desayunar, si quieres.
– Ya he desayunado, gracias. Y no es de comida de lo que tengo hambre, Jimmy. Suena un poco cursi, pero es de vida de lo que tengo hambre, ¿sabes? De vida.
Siguieron por el paseo marítimo de North Bay, dieron la vuelta al moderno edificio donde Figaro & August tenía sus oficinas y entraron en el aparcamiento subterráneo. Figaro se dirigió hacia el ascensor.
– ¿Sabes? Ayer por la mañana -dijo-, la recepcionista del despacho recibió una entrega a mi nombre mientras yo estaba reunido con un cliente.
Figaro empezó a reírse entre dientes, mientras subían.
– No es que eso tenga nada que ver con lo que hablábamos antes. Bueno, ella y mi secretaria desenvuelven el paquete y casi se desmayan cuando vieron lo que era. Porque los presos no son los únicos que leen el New Yorker. Bueno, a ellas lo que hay dentro del paquete les parece un abrigo de hormigón. Y el albarán de entrega dice que es de alguien llamado Salvatore Galería. Así que piensan que es un mensaje de la Mafia, algo parecido a «Luca Brazzi duerme con los peces», etcétera, etcétera. Sólo que no es un mensaje de la Mafia en absoluto. Es una escultura que compré en una galería de South Beach la semana pasada. Salvatore Galería, en la avenida Lincoln. Me costó 10.000 dólares. La compré para que diera conversación. Pensé que les gustaría a mis clientes. Para entretener a los chicos listos como tú mientras yo voy a orinar.
– Eso se llama tener un sentido del humor muy negro, Jimmy.
– A Smithy -es la recepcionista- la tuvimos que enviar a casa en un taxi, se puso mala al ver lo que, creía ella, era una amenaza contra mi vida. Bastante conmovedor cuando lo piensas. Quiero decir, es como si realmente le importara lo que me pueda pasar.
– Explicado así, es algo difícil de creer.
Los dos hombres salieron del ascensor y siguieron por el silencioso corredor hasta las oficinas. El despacho de Figaro estaba situado en una parte del edificio que hacía esquina y tenía una ventana corrida que ofrecía una vista panorámica del puente Brickell y de las siluetas parecidas a estanterías de los edificios del centro recortándose contra el horizonte. Como vivienda hubiera resultado un espacio generoso, pero como despacho para un solo hombre, era apabullante. Los ojos de Dave recorrieron los paneles de roble que recubrían las paredes, los sofás de piel color crema, el escritorio del tamaño de un trasatlántico, los horribles cuadros y el abrigo de hormigón, y se dio cuenta de que todo le gustaba mucho, excepto, quizás, el sentido del humor de Figaro y su gusto artístico. El despacho de Figaro le hacía sentirse casi agorafóbico. Se miró los pies. Estaba sobre un suelo de parqué en el extremo de una enorme alfombra de color arena. En el parqué había una placa de bronce con una inscripción que no se molestó en inclinarse para leer.
– ¿Qué es esto? ¿La primera base? Joder, Jimmy, podrías jugar un partido de béisbol aquí.
– Es verdad, tú no habías estado en estas oficinas, ¿no?
– Te deben ir bien los negocios.
– A los abogados siempre les van bien los negocios.
Figaro le indicó con un gesto un sofá, echó una ojeada a las notas que había en un extremo del escritorio de nogal de su socio y esperó a que Carol llegara hasta él, salvando la distancia, para darle la carpeta que le traía.
– ¿Es la carpeta del señor Delano? -preguntó Figaro.
– Sí.
Carol la dejó frente a él en el escritorio y echó una mirada al hombre que estaba sentado en el sofá. Estaba acostumbrada a ver aparecer todo tipo de personajes -era la palabra menos ofensiva que se le ocurría para describirlos- en el despacho de su jefe. En su mayoría eran historiales delictivos andantes, caras toscas con trajes caros, matones con camisas y corbatas tan chillonas como un Carnaval. El personaje del sofá parecía un poco diferente de los demás. Con sus pendientes de oro, barba y bigote al estilo del Caballero Risueño y un tupé del tamaño del de Elvis, parecía un pirata que hubiera tomado prestada alguna ropa después de alcanzar la playa a nado. Pero tenía una sonrisa bonita y abierta y unos ojos aún más bonitos.
– ¿Café? -le preguntó Carol a Figaro.
– ¿Dave?
– No, gracias.
Devolviéndole la sonrisa mientras salía del despacho, Carol decidió que con un corte de pelo, un afeitado y otra ropa, parecería más joven y menos alguien que va camino de la cámara de gas. Guapo, eso es lo que parecería. La puerta se cerró tras ella y supo que la sensación que había sentido en el trasero, cubierto por la ajustada falda, procedía de aquellos grandes ojos castaños.
Figaro se sentó delante de Dave y deslizó hacia él una hoja de papel a través de la mesa de café de cristal. Éste todavía recorría la sala con los ojos y no hizo movimiento alguno para mirar el papel.
– ¿Un puro?
Dave sacudió la cabeza.
– Me dan dolor de garganta. Pero me iría bien un cigarrillo.
Figaro escogió un puro de la caja de Cohibas que estaba en la mesa -un regalo de Tony- y luego fue a buscar un cigarrillo para Dave en una caja de plata que estaba encima de su escritorio.
– Fue una decisión acertada, Dave -dijo a través de una burbuja de humo azul-. Mantener la boca cerrada.
Dave fumaba en silencio. Había sido el consejo de Figaro y el error de Figaro, así que dejó que siguiera hablando.
– Fue mala suerte que el Gran Jurado decidiera que tu silencio te hacía cómplice de lo que había pasado. Puede que el juez tuviera en cuenta tu anterior condena. Pero, aun así, cinco años por algo con lo que no tuviste nada que ver… me pareció realmente excesivo.
– ¿Y si a ti te pescan por algo, Jimmy? Aunque sea por algo con lo que no tienes nada que ver. Si te piden que delates a uno de tus clientes. Quizás a tu cliente más importante. ¿Qué harías?
– Supongo que tener la boca cerrada.
– Justo. No es que puedas escoger, ¿sabes? Estarías muerto para mucho más de cinco años, déjame que te lo diga. Eso es un gran consuelo cuando estás en la trena. No pasa un día en que no te digas: esto es el infierno, pero podría ser peor. Podría estar cumpliendo condena en el fondo del océano dentro del abrigo de 10.000 dólares de Jimmy.
Dave señaló con la cabeza la escultura que ocupaba un rincón del despacho de Figaro y sonrió fríamente.
– Sí que es un tema de conversación, como dijiste. Sí señor, ya veo que te va a ser muy útil. Pero más como ejemplo práctico que como muestra de obra de arte, diría yo. Ten la boca cerrada, o atente a las consecuencias.
– Eres un tipo con talento, Dave.
– Seguro. Mira dónde me ha llevado ese talento. Una estancia en Homestead como premio al éxito de toda una vida. El talento es para los que tocan el piano, no para los que tocan el triángulo. Es algo que no me puedo permitir.
– Sí que puedes -dijo Figaro y dio unos golpecitos significativos sobre la hoja de papel-. Mira este balance. En consideración al tiempo y las molestias…
– Es una bonita guinda para adornar un trozo de pastel de cinco años.
– Doscientos cincuenta mil dólares, como acordamos. Ingresados en una cuenta en el extranjero y luego invertidos al 5 % anual. Ya sé… un 5% no es mucho. Pero calculé que, en tus circunstancias, querrías un riesgo cero para una inversión como ésta. Eso hace 319.060 dólares, libres de impuestos. Menos un 10% para mí por la gestión, es decir 31.906 dólares. Te quedan 287.154 dólares.
– Lo que hace un total de 57.430 dólares por año -dijo Dave.
Figaro lo pensó un momento y luego dijo:
– Correcto. No dejas de sorprenderme con tus conocimientos. También se te dan bien las matemáticas.
– Si quieres saberlo, así es como empecé en los negocios. Hacía números para vivir. Cuando era un crío. No pude escoger la Harvard Business School. Era el único hebreo del barrio y los chavales italianos pensaron que estaría bien tener un banquero judío.
– Tiene sentido.
– Pues explícame el sentido de esto, Figaro. Yo nunca cargué más del 5% por mis servicios financieros. Un diez por ciento me suena más a usura que a comisión.
– La mayoría de clientes que pagan un 5 % pagan también impuestos. Y aceptan cheques.
– Entendido.
Figaro se levantó y fue hasta detrás del escritorio. Cuando volvió al sofá llevaba una bolsa de deporte. La dejó al lado de Dave y volvió a sentarse.
– Prefieres metálico, ¿no?
– ¿No lo prefiere todo el mundo?
– No en estos tiempos. Puede ser difícil explicar de dónde ha salido. Bueno, ¿has pensado qué vas a hacer con el dinero?
– No es exactamente una cantidad de dinero como para salir de la mierda, Jimmy. Con trescientos, menos el cambio, no te puedes costear un gran tren de vida.
– Te podría aconsejar algunas cosas. Quizás algunas inversiones.
– Gracias Jimmy, pero me parece que no puedo permitirme tu tarifa.
– Considérala olvidada. ¿Sabes?, ahora es un momento perfecto para entrar en la propiedad de tierras. Hay muchos terrenos a buen precio por todo el país. Da la casualidad de que estoy metido en la construcción de casas en un club de campo de la isla Deerfield.
– ¿No es la isla que quería comprar Al Capone?
Figaro sonrió a través del humo del cigarro.
– De eso hace cincuenta años.
– Quizás, pero pensaba que la isla había sido declarada reserva natural. Con los mapaches y los armadillos y todo eso.
– Ya no. Además, los mapaches no son naturaleza; son una plaga. Piénsatelo, de verdad. Ve y echa una ojeada. Techos de tres metros de alto, cocinas-comedor para gourmets, gimnasio, vista al canal intercostero. Desde sólo doscientos mil.
– Muchas gracias Jimmy, pero no.
Inclinándose por encima del brazo del sillón, Dave abrió la cremallera de la bolsa y miró dentro.
– Necesito este dinero para establecerme en algo. Algo que parezca un poco más real que unas tierras en un vertedero.
– ¿Sí? ¿Cómo qué, por ejemplo?
– Nada en concreto; estoy dándole vueltas a algunas ideas que tengo en la cabeza.
Figaro se encogió de hombros.
– ¿Quieres contármelo?
– ¿Y quedarme sin nada que hacer esta noche? Ni hablar.
Dave decidió saltarse el almuerzo con Jimmy Figaro. Ver el coche de Jimmy, su traje de dos mil dólares y la asombrada mirada en los ojos de su secretaria había sido suficiente para recordarle que su aspecto estaba totalmente fuera de lugar. Puede que la barba de Lucifer y las anillas de cortina que llevaba en las orejas hubieran ayudado a que no le dieran por el culo en Homestead, pero las cosas eran diferentes en el exterior. En los sitios respetables, con pelas, donde pensaba ir, mantener la imagen de «a mí nadie me toca los huevos» no sería bueno para lo que había planeado. Era como había dicho Shakespeare: el atavío proclamaba quién era el hombre. Iba a necesitar una reforma completa. Pero primero tenía que encontrar coche y, consciente de que no tenía ninguna oportunidad de largarse al volante de un coche alquilado, pensó que lo mejor era conservar el aspecto patibulario un poco más, por lo menos hasta que se hiciera con un coche. Calculaba que así no le venderían cualquier mierda de automóvil y no tendría que volver arrastrando su maldito culo otra vez a la tienda.
Ahora que estaba fuera de Homestead quería pasar el mayor tiempo posible al aire libre. Eso quería decir un descapotable, y en la sección de deportes del Herald encontró lo que buscaba. Un concesionario de Mazda ofrecía una selección de coches deportivos a buen precio. Un taxi lo sacó del centro y lo llevó hacia el oeste, por la Cuarta, hasta la tienda de Mazda de la carretera Bird, y media hora después volvía hacia el este, en dirección a la playa, conduciendo un Miata 96, con CD, cromados y poco más de 20.000 kilómetros. Estaba empezando a disfrutar del aire fresco, el sol, el cambio de marchas y la música de la radio -no tenía ningún CD- cuando al parar en un semáforo para girar al norte por la Segunda Avenida, miró el coche que tenía al lado y se encontró con los mezquinos ojos de Tamargo, el vigilante que lo había escoltado al salir de su celda en Homestead no hacía ni tres horas.
Tamargo iba al volante de un viejo Oldsmobile que no valdría ni 1.900 dólares y al ver a Dave en un coche que costaba casi diez veces más, la mandíbula del guardia, del tamaño de un sofá, se le quedó abierta, colgando, como si le hubiera dado una hemorragia cerebral.
– ¿De dónde coño has sacado ese coche, Slicker?
Dave se movió incómodo en el asiento de piel y echó una mirada al semáforo, que seguía rojo. Haber cumplido toda la sentencia le daba ciertas ventajas ahora que estaba fuera. Y una de ellas era no tener que aguantar que ningún oficial de condicionales metomentodo se inmiscuyera en su vida. Pero lo último que quería era que la policía de la ciudad empezara a hacerle preguntas embarazosas sobre la procedencia del dinero que había usado para comprar el coche. El principal problema era si Tamargo se tomaría la molestia de contar a la policía lo que había visto. Hasta ahora, la única referencia que los polis tenían de su paradero era la oficina de Jimmy Figaro. No tenía sentido dejar que averiguaran la matrícula de su coche ni ninguna otra mierda adicional. Así que con un ojo en el retrovisor y agarrando más fuerte el volante forrado de cuero, David sonrió.
– ¡Eh, mamón! ¡Te hablo a ti! Te he preguntado que de dónde has sacado ese jodido coche.
– ¿El coche?
– Sí, el coche. Ese que lleva «robado» escrito en la jodida matrícula.
Todavía vigilando el semáforo, Dave dijo:
– Es un coche limpio.
– ¿Ah, sí?
– ¿Sabes una cosa, Tamargo? Tú formas parte de una solución abominable. Una solución abominable, en una serie recurrente de culpa y transgresión. No son palabras mías, son de un gran filósofo francés. Si tuvieras una pizca de inteligencia, sabrías que tu acusación supone el fracaso mismo de la institución que representas. Esa clase de prejuicio es el factor más importante de la reincidencia. Quizás no lo sepas, pero así lo llaman cuando un convicto comete otro delito. Reincidencia. Lo mejor que puedes hacer en beneficio del jodido sistema correccional es seguir conduciendo y cerrar la boca.
La luz se puso verde. Dave aceleró con fuerza y soltó el embrague.
Tamargo dio una patada a su acelerador, confiando no perder de vista a Dave Delano durante el tiempo suficiente como para leer la matrícula. Pero el pequeño deportivo desapareció como por arte de magia, y el carcelero llevaba recorridos más de cincuenta metros antes de darse cuenta de que Dave había dado la vuelta en el semáforo. Tamargo frenó de golpe y, volviendo su corpachón en el asiento, buscó a través de la ventana trasera a aquel exconvicto y su descapotable. Pero Dave se había desvanecido.
Después de aquello, Dave decidió que no podía perder ni un minuto; tenía que cambiar de aspecto. Se dirigió hacia Bal Harbor, en Miami Beach, donde Figaro le había dicho que había un excelente centro comercial frente a un elegante Sheraton con vistas al mar, como había pedido. Encontró una ruta diferente hasta el bulevar Biscayne y la carretera 41, y al poco rato conducía por el paso elevado McArthur, por encima del canal intercostero, con el puerto y los muelles de Miami a su derecha. La imagen de un par de enormes trasatlánticos que ponían proa hacia el océano le hizo estremecerse, porque sabía que si todo salía como había planeado, pronto emprendería, él también, un viaje por mar. Estaba llegando a South Beach, subió por Collins y cruzó el llamado barrio histórico. Eso sólo quería decir Art Déco. Pero ésa era toda la historia que Miami ofrecía, una de las razones por las que Dave tenía tantas ganas de dejar la ciudad. Con todo, era una sensación estupenda conducir otra vez entre los chabacanos tonos pastel y las chillonas luces de neón de Collins; y con tanta gente alrededor, era como volver a pertenecer a la raza humana.
Diez minutos más tarde, Dave entraba en el centro comercial, aparcaba el coche y, todavía con la bolsa llena de dinero en la mano, salía en busca de su nueva apariencia. Enseguida se dio cuenta de que estaba en el lugar acertado. Ralph Lauren, Giorgio Armani, Donna Karan, Brooks Brothers. Jimmy Figaro no podía haberle recomendado un sitio mejor para lo que Dave tenía en mente. Incluso había un salón de belleza con una oferta especial: 200 dólares por un masaje, corte de pelo, manicura y limpieza de cutis. Quizás la limpieza de cutis incluyera un afeitado. Dave entró.
El sitio estaba vacío. Una chica que estaba leyendo People detrás del mostrador se puso de pie y sonrió amablemente.
– ¿Puedo servirle en algo?
Dave le respondió exhibiendo su mejor baza, su sonrisa.
– Espero que sí. Acabo de desembarcar. He estado en el mar durante varios meses y, bueno, ya ve cuál es el problema. Debo parecer una especie de Robinson Crusoe.
La chica soltó una risita.
– Sí que tiene un aspecto bastante dejado.
– Dígame, ¿ha visto aquella película, Entre pillos anda el juego? La de Eddie Murphy, ya sabe.
– Sí, en aquella estuvo bien, pero después ya no.
– Bueno, pues eso es lo que quiero. Un arreglo estilo Eddie Murphy. Afeitado, corte de pelo, limpieza, manicura, masaje: los 200 dólares al completo.
Una de las compañeras de la dependienta, con un vestido blanco como de hospital y una tarjeta con el nombre de Janine prendida en él, se había acercado y miraba a Dave con los ojos entrecerrados, la misma mirada que él había dedicado al Mazda antes de comprarlo.
– Estamos más en la línea de Pretty Woman que de Entre pillos anda el juego, cariño -dijo Janine-. Pero no tenemos mucho trabajo ahora, así que me parece que podemos atenderte y hacer que parezcas un chico del coro de la iglesia, si quieres. Aunque hace bastante tiempo que no he afeitado a un hombre.
Janine se volvió a mirar a la recepcionista.
– A Martin, mi ex, ya sabes, lo afeitaba. Sí, de verdad. Me gustaba. Claro que si ahora tuviera una navaja cerca de su cuello, haría algo diferente. Ahora asesinaría a aquel hijo de puta.
Pero luego sonrió como si, de repente, la idea de afeitar a Dave le resultara atractiva.
– Bueno, ¿qué dices, cariño? ¿Qué tal te va eso de ceder el poder a las mujeres?
Dave dejó caer la bolsa.
– Janine, estoy dispuesto a correr el riesgo sí tú lo estás.