Algunos de los tripulantes y propietarios de los yates se quedaron en sus propias embarcaciones para cenar. Pero la mayoría fue al bloque de alojamientos de la cubierta de proa, curiosos por ver algo más del buque y conocer al capitán, a sus oficiales y a la tripulación. Los oficiales y la tripulación del Duke comían por separado en comedores diferentes. En la Marina Mercante británica siempre se había hecho de esa manera. Jellicoe dio órdenes de que se permitiera a los propietarios y a sus capitanes cenar en el salón de oficiales. Los tripulantes, sin embargo, tendrían que comer con los del Duke en el comedor de la tripulación. Así fue como Dave se encontró sentado con Jellicoe, los oficiales que no estaban de servicio y un par de docenas de propietarios y capitanes, entre ellos Al Carnaro, Kate Parmenter y la capitana del Jade, la atractiva Rachel Dana.
– Capitán Jellicoe -dijo Rachel-, me gustaría saber cuál es el propósito de los dos cañones de bronce que hay en su castillo de proa.
– ¿Qué coño es un castillo de proa? -murmuró con un gruñido Kent Bowen.
– Es la cubierta que hay por encima de la proa del barco – explicó Jellicoe, y calificó a Bowen como un completo idiota en todo lo referente al mar y la navegación. Volviéndose hacia Rachel, sonrió flemático-. La verdad es que esos cañones tienen su pequeña historia -dijo-. Verá, cuando volvíamos de las Baleares -hizo un gesto con la cabeza hacia Bowen-… Son ese pequeño grupo de islas que incluye Mallorca que es, claro, nuestro destino. Bueno, tuvimos que detenernos para hacer unas reparaciones, muy cerca de Lanzarote -otro cabeceo para Bowen-, que, por supuesto, está en las Islas Canarias. Como sea, estuvimos anclados cerca de unos acantilados la mayor parte de un día mientras el primer maquinista trabajaba con las máquinas, y los chicos empezaban a aburrirse. Bien, pues en lo alto de los acantilados había dos cañones para rendir honores y a mí se me ocurrió que una buena manera de evitar que se metieran en problemas era que escalaran hasta la cresta de los acantilados, tal como había visto hacer en una película y, en lugar de dinamitarlos, los robaran -Jellicoe se iba riendo entre dientes mientras revivía la hazaña-. Y eso fue exactamente lo que hicimos. Nos llevó la mayor parte del día porque, como pueden imaginarse, pesaban bastante. De cualquier modo, funcionan perfectamente. Los disparamos una vez al año, para conmemorar la victoria del almirante lord Nelson contra los franceses en la batalla de Trafalgar -volvió a cabecear en dirección a Bowen-… Una famosa batalla marítima durante las guerras napoleónicas, el 21 de octubre de 1805, por si le interesa. Se libró al norte de las Canarias, de hecho. Verán, originariamente los cañones eran británicos, de un buque de la escuadra de Nelson que naufragó en Madeira, y se quedaron allí durante un tiempo hasta que el gobernador los perdió en una partida de cartas con el gobernador de Lanzarote. Bueno, o algo por el estilo. Así que lo único que hicimos fue recuperar una propiedad británica. Es lo que Inglaterra espera de nosotros, ¿eh, primer oficial?
Bert Ross exhibió una glacial sonrisa y se puso un poco más del execrable vino blanco que se servía a bordo del Duke.
– ¡Qué heroico! -dijo Rachel-. Quizás debería usted hacer una película, capitán.
Kate se preguntó en qué clase de película estaría pensando Rachel Dana. Dirigiéndose al capitán dijo:
– Capitán Jellicoe, si así es como consigue que sus hombres no se metan en problemas, me gustaría ver qué pasaría si fuera usted quien quisiera causar problemas.
– Vamos, vamos, capitana Parmenter. Fue sólo una diversión, eso es todo -Jellicoe miró a Dave-. ¿No le parece, señor?
– Seguro que fue un desmadre -dijo Dave, devolviéndole la sonrisa y preguntándose cómo reaccionaría Jellicoe cuando Al y él escenificaran su propia diversión. Y decidió que mal. Jellicoe era la clase de tipo que llamaría «piratería» a lo que Dave estaba planeando. Bueno, eso no le importaba. Errol Flynn y Tyrone Power siempre le habían gustado. Cuando estuviera escondido en algún lugar, varios millones de dólares más rico, quizás incluso se dejara crecer un pequeño bigote. Puede que hasta volviera a llevar pendiente. Cuando uno valía varios millones de dólares, podía llevar lo que quisiera y nadie protestaba nunca.
– ¿Un desmadre? -dijo Jellicoe-. Sí, supongo que lo fue.
– Unas cuantas cervezas de más es el delirio máximo en el Carrera -dijo Kate sonriendo a Dave.
– Lo mismo en el Juarista -respondió Dave, sonriendo también, aunque estaba pensando que lo que le había pasado a Lou Malta y a su Pepe podría describirse como bastante delirante.
Al, que había permanecido sensatamente callado durante la cena, se inclinó sobre el hombro de Dave y murmuró:
– ¿Es ella? ¿La muñeca con la que estuviste hablando antes?
– Sí.
– Guapa, muy guapa. La cuestión es ¿tiene una amiga atractiva?
– No, Al -dijo Dave mirando a Al y sacudiendo la cabeza-, la cuestión es ¿tengo yo un amigo atractivo?
Después de cenar, Dave preguntó al primer oficial, Bert Ross, quién de sus oficiales era el radiotelegrafista.
– ¿Radiotelegrafista? -Ross sonaba sorprendido.
– Sí, es que tengo un micro que todo el rato me corta la comunicación.
Aunque era verdad, Dave sabía perfectamente cómo arreglarlo. Su verdadero propósito era averiguar dónde estaba la radio del buque. La primera parte de su plan, cuando se pusiera en marcha, requeriría la inmovilización del VHF del Duke
– Tenemos un oficial electrónico -dijo Ross-. Los radiotelegrafistas desaparecieron al mismo tiempo que los pantalones de campana. Hoy todo son satélites y microchips. Fax, telex, llamadas digitales selectivas, lo que quiera. La mayoría de los chavales de este barco creen que Morse es la capital de Rusia. -Se echó a reír y miró el reloj-. Da la casualidad de que Jock, nuestro especialista en esas cosas, estará ahora hablando por teléfono, para saber los resultados del fútbol en Inglaterra. Venga, le acompañaré.
– Estupendo, gracias.
– De nada. ¿Qué es lo que quiere hacer? ¿Hablar con su preparador personal o algo así? -Ross lo condujo fuera del salón de oficiales-. Después de esa cena probablemente necesitará un par de horas extra de gimnasia.
– Sí que era un tanto pesada -admitió Dave, pensando en lo mucho que le había recordado la bazofia que les daban en Homestead.
– Lo que sobra lo empleamos como lastre.
Siguieron hasta una cabina situada al lado del puente, donde un hombre delgado, con aspecto desnutrido y con el pelo más rojo que Dave hubiera visto, excepto en perros, estaba sentado frente a una serie de transmisores-receptores y altavoces. En la mano tenía el auricular de un teléfono digital y a su lado, en la mesa, había una hoja de papel cubierta de nombres de equipos y resultados.
– Este es Jock.
El pelirrojo levantó los ojos y saludó con la cabeza.
– Es escocés, así que no espere entender una maldita palabra de lo que diga.
Jock volvió a colocar el auricular en su sitio y se recostó en la silla de plástico.
– ¿Cómo le ha ido al Arsenal, Jock?
– Perdieron, tres a cero.
– Cabrones -Ross suspiró y miró hacia otro lado, furioso-. Jock, éste es el señor Delanotov, uno de nuestros supernumos. Tiene un problema con su VHF.
Dave contestó unas cuantas preguntas básicas sobre el sistema de VHF a bordo del Juarista y, mientras, iba pensando cuál sería el mejor medio de inutilizar la radio del buque. El marino que había en él retrocedía ante la idea de disparar una bala contra la radio y dejar a un centenar de personas abandonadas en el océano sin ningún medio de comunicación. Pero no veía otra alternativa. Por lo menos, eso era lo que le parecía hasta que, al dar un paso atrás para dejar pasar a Ross, el bolsillo de los pantalones se le enganchó en la pesada puerta de acero y se desgarró.
– Lo siento -dijo Ross.
Pero Dave estaba más interesado por el descubrimiento de que la puerta tenía una llave que por cualquier disculpa. Lo único que tenía que hacer era robar la llave y esconderla en algún sitio.
Jock se inclinó hacia delante en la silla, frunciendo el ceño desconcertado cuando, a través del altavoz, llegó un sonido parecido a un aparato de fax transmitiendo.
– ¡Qué raro! Ahí está de nuevo -dijo.
– ¿El qué? -preguntó Ross.
– Ese sonido. Uno de los supernumos debe estar transmitiendo una señal utilizando un scrambler digital.
– ¿Y?
– Pues que no es muy normal, eso es todo.
– ¿Por qué canal? -preguntó Dave, curioso.
Jock le dio al botón de sonido en el transmisor-receptor para tratar de limpiar el ruido ambiental de fondo.
– Parece estar entre frecuencias -dijo sacudiendo la cabeza.
– Quienquiera que sea probablemente está tratando de sostener una conversación sobre un asunto privado -dijo Ross encogiéndose de hombros-. Hay un montón de cabrones entrometidos por ahí. Nunca se sabe quién puede estar escuchándote. Lo leí el otro día en el periódico. Cada vez hay más espionaje industrial.
– Eso es cierto -dijo Jock con un acento más espeso que el puré de patatas-. Pero lo digital es algo muy sofisticado -dijo mirando acusador a Dave-. Incluso para un supernumo multimillonario. Normalmente, sólo los militares y los servicios de inteligencia utilizan esa clase de juguetes.
– ¿Estás seguro de que viene del Duke? -preguntó Dave.
– Positivo. Mira la fuerza de la señal. Estamos justo encima. Y, además, la VHF tiene un alcance muy corto. Máximo cincuenta millas. Si alguien está emitiendo, es para alguien que está bastante cerca.
– ¿Puedes establecer la posición? -preguntó Dave.
– Con este equipo no.
Jock cogió un cigarrillo a medio fumar y dio unas caladas hasta devolverlo a la vida.
– Hay otra posibilidad -añadió-, si la señal no procede realmente del buque.
Dio otra chupada al cigarrillo, lo apagó en un platillo y empezó a liar otro.
– Bueno, espero que no tengamos que quitarnos la ropa interior para que nos lo cuentes.
Jock lamió el papel de fumar.
– Es posible, he dicho sólo posible, ¿eh?, que estemos encima de un submarino -se puso el cigarrillo en la boca y encendió una cerilla-. Esos cabrones se dedican a toda suerte de jueguecitos estúpidos. Si es un submarino, probablemente nos esté usando para un ejercicio. En este mismo momento podría estar haciendo ver que nos dispara un torpedo.
– Es una idea reconfortante ahora que nos preparamos para irnos a dormir -dijo Dave.
– Sí -dijo Ross-. Y pensar que es para ayudarnos a todos a dormir tranquilamente en nuestras camas por lo que hacen todas esas cosas estúpidas…
A bordo del Carrera, Kate finalizó su conversación con el primer oficial del Galveston, el submarino de ataque clase 688 que, como acababan de informarle, estaba a 60 metros por debajo de los cascos gemelos del Duke. Se sentía mucho mejor sabiendo que tenía compañía, aunque sólo fuera hasta el mar de los Sargazos. Después, les esperaban varios cientos de millas a través de la depresión de Cabo Verde antes de que pudieran contar con su nueva escolta, un submarino nuclear francés, en otro hito bajo las aguas, la meseta del Gran Meteoro.
Estaba sentada con Sam Brockman detrás de las cortinas corridas y las puertas cerradas del salón de la timonera. Brockman estaba pendiente del gráfico electrónico, más por costumbre que por necesidad. Era un hombre alto -demasiado alto para estar verdaderamente cómodo en el yate: con su metro noventa y cinco, siempre andaba rozando con su pelo gris acero los techos forrados de gamuza del Carrera- y tenía el aspecto de alguien que ya lo ha visto todo. A Kate le caía bien; su aire tranquilo le inspiraba una gran confianza, y admiraba su sentido del deber, pero por encima de todo le gustaba que compartiera su baja opinión de Kent Bowen.
– ¿Dónde está su excelencia? -preguntó Kate.
– Dormido. En su camarote. Hizo buenas migas con la cerveza durante el partido por la tele. Y hemos de contar, además, el vino que trasegó en la cena. Diría que hoy ha bebido tanto como ha respirado. Parece que va a representar el papel de un gato gordo y perezoso hasta el último pelo del bigote, Kate. No tanto su sentido del deber como por la influencia del alcohol. Me sorprende que se las haya arreglado para mantener la boca tan bien cerrada. Hasta ahora.
– No tendría que habérselo sugerido nunca -dijo Kate-. Tienes razón, Sam; está actuando como si fuera Donald Trump. Esa idea de ser propietario se le ha subido a la cabeza.
– No es sólo la cabeza. ¿Viste el otro día cómo se lanzaba encima de la capitana del Jade? -Sam sonrió-. Me pregunto por qué.
– Oh vamos Sam, tú no, por favor. Lo que lleva bajo el polo son tetas, no manzanas de oro.
– No me fijé mucho en sus tetas, pero adoro el culo de esa mujer.
– ¡Sam!
– El aire de mar le hace cosas extrañas a la gente -explicó-. Habrá todo tipo de historias antes de que acabe el viaje. Ya verás como no me equivoco.
– Espero que tengas razón. Me vendría bien un poco de acción. La oficina de Miami ha estado un poco aburrida últimamente. Bowen se encarga de ello. Es el jefe más aburrido para el que he trabajado nunca.
– No tienes que preocuparte. Hiciste bien, créeme; representa el papel de propietario gilipollas y bobo a la perfección. Y te lo dice uno que sabe: he trabajado para muchos. Durante las vacaciones de la universidad, solía enrolarme en yates. Trabajé para un cretino, heredero de una fortuna en compresas higiénicas, en particular que tenía una goleta de tres mástiles clásica. Sesenta metros de eslora, construida en 1927, una auténtica belleza. Su avión privado lo llevó hasta donde estaba el yate, en Tierra de Fuego, en Argentina. Esto fue sólo después de que le telegrafiáramos para asegurarle que hacía un tiempo absolutamente tranquilo. Lo recogimos y pasó cuarenta y ocho horas a bordo, doblando el Cabo de Hornos sólo para poder fardar de que lo había hecho ante sus colegas del club de yates, allá en Manhattan. Dos días después lo desembarcamos en la costa de Chile y cogió el avión de vuelta a casa. Mamón de mierda. En cuanto llegó a Wall Street puso el yate en venta -Sam sacudió la cabeza indignado-. Sí, creo que él y Kent Bowen se hubieran llevado de maravilla.
– Eres muy amable al decirlo, Sam.
Sam estiró sus largas piernas y bostezó.
– Hay una cosa en la que Bowen tiene razón. En acostarse temprano. Estoy hecho polvo. ¿Te importa sí me voy a dormir?
– Claro que no. Yo me voy a quedar un rato a disfrutar del aire nocturno. No se zarpa cada día en un viaje a través del Atlántico.
Sam sonrió cortésmente y se puso en pie. No sentía demasiado amor por el océano. Fort Lauderdale era uno de los destinos más activos del servicio. El año anterior habían realizado más de mil abordajes y Sam no había trabajado nunca menos de setenta horas a la semana. El lema de los guardacostas era Semper Paratas -siempre en pie- y era de verdad, vaya si era de verdad. Sam no había estado nunca casado. Nunca había encontrado el momento, y mucho menos la chica adecuada. Una chica capaz de soportar a un rival como el mar. Kate le gustaba, pero no se engañaba respecto a ella. Era como él, alguien dispuesto a poner su trabajo por encima de cualquier relación. Y no había ningún futuro en aquello para ninguno de los dos. Así que le deseó buenas noches y se fue a su camarote.
Kate volvió a la parte posterior del puente y fijó la mirada en el mar. El buque iba a una velocidad de casi diecisiete nudos, aunque apenas se notaba salvo por el débil ruido y la sorda vibración de las máquinas. El mismo mar parecía tan tranquilo como si estuvieran navegando por uno de los canales de Lauderdale. Había luna llena, grande como una pelota de fútbol, y sólo una ligera y cálida brisa soplaba mientras se desplazaban a través de la noche.
Kate encendió un Doral y deambuló descalza por la cubierta. A la luz de la luna, hubiera podido creerse que todos los barcos estaban hechos de cocaína, tan blancos eran. Un poeta, al menos, habría apreciado la absurda teoría de Kent Bowen. Y era fácil pensar en todos los pasajeros como viajeros sobrenaturales de la mitología griega, o quizás holandeses errantes surcando los mares por toda la eternidad.
Alguien carraspeó y, al volverse hacia estribor del Carrera se encontró frente al capitán del Juarista, iluminado por la luna.
– Hermosa noche -dijo él.
– ¿Verdad que sí?
Kate apagó el cigarrillo. Le parecía que no mostraba su mejor aspecto cuando estaba fumando.
– Podría pedirme que subiera a bordo, si quisiera.
– ¿Le apetece una cerveza?
El pareció tomarse esto como una invitación, porque al momento siguiente saltaba atléticamente desde su puente al de ella.
– ¡Oh! -dijo Kate, un poco nerviosa por su proximidad-, aquí está. Vaya. Vaya.
– Bueno, es una noche maravillosa para bailar a la luz de la luna.
Y para sorpresa de Kate, Dave le rodeó la cintura con el brazo, le cogió la mano derecha con su izquierda, a pesar de que se resistió un poco, y empezó a bailar con ella, cantando suavemente su canción favorita de Van Morrison, sonriendo cuando sus ojos se encontraban y sin rastro alguno de timidez, como si cantara serenatas a una chica cada noche.
Cuando acabó la canción y ella estaba segura de que iba a besarla, le soltó la mano y se apartó.
Kate soltó un suspiro y dijo:
– Ha sido agradable -y sintiéndose un tanto escandalizada de sí misma añadió-; podría escuchar esa música toda la noche. -Se volvió para que él no pudiera ver su gesto avergonzado-. Voy a traerle la cerveza.
– No -dijo él-. En realidad no tengo sed. No necesito una cerveza. Estaba pensando -dijo con una sonrisa-, ¿qué le parecería ir al cine conmigo esta noche? Hay un pase de El tercer hombre en el Juarista. Es una pequeña sala de cine no muy lejos de las Bahamas.
– La conozco -respondió Kate-. Está justo al lado del Carrera.
– Y después podríamos llegarnos a un bar que conozco justo al lado. El barman prepara unos Margaritas verdaderamente excelentes.
Kate torció el gesto, preguntándose por qué tendría que haberle recordado de repente el Pier Top, del Hyatt, en Fort Lauderdale.
Dave prosiguió:
– Y luego, si le quedan energías, podemos continuar bailando,
– No se me da muy bien bailar -reconoció Kate. ¿No lo decía Howard siempre? Decía que había visto un libro de números aleatorios con más ritmo que ella.
– Eso no es verdad -dijo Dave-. Conoce todos los movimientos.
– Me parece que se está describiendo a sí mismo.
– Oh, se refiere a movimientos como los del ajedrez.
Ella asintió.
– ¿Cómo en un gambito?
– Don Gary Kasparov -dijo ella.
– Podría ser -concedió Dave-. Sólo que un gambito entraña algún tipo de sacrificio.
– Dígame pues, ¿qué tiene que perder?
– Tuve la ingenua idea de expresar sencillamente mis sentimientos tal como se producían. ¿Sirve esto?
– Claro. Pero quizás sería mejor que nos saltáramos la película. Podríamos molestar a los otros patrones.
– Bien, ¿pero qué me dice del Margarita?
– Si cree que será de ayuda para esa ingenua idea suya… Pero sólo uno y recuerde esto: uno, después tengo que conducir; y dos, me gusta lamerme la sal de los labios yo misma.
Dave la ayudó a pasar a su barco y, mientras Kate paseaba la mirada por el salón, fue abajo para asegurarse de que Al estaba bien dormido. Con la primera chica decente que conocía en cinco años, lo último que necesitaba era que Al metiera las narices. Detrás de la puerta de cedro reluciente, la televisión seguía en marcha, pero Al estaba roncando con fuerza. Dave volvió al salón para preparar las bebidas.
– Al está dormido. No nos molestará.
– Cuénteme algo de Al.
– Me parece que podríamos decir que Al es un tipo bastante corriente. Podría ser el vecino de al lado; es decir, si da la casualidad de que vives al lado de un zoo o de una granja de cerdos. Pero es útil tenerlo cerca, ¿sabe?
Kate se rió. Estaba mirando el acuario de falso cristal de Lalique que rodeaba el sofá y pensando que el interior del barco era mucho menos masculino de lo que había imaginado. Dejando de lado el cristal, estaban los cojines que había en el sofá. Nunca había conocido un hombre que llevara cojines a bordo de un pesquero deportivo.
– Bonito interior -dijo educadamente.
– No está mal -admitió Dave-. Un poco cursi. No estoy seguro de que el cristal encaje. Así que estoy pensando en hacer cambios en invierno. Algo más práctico, quizás -añadió dándole el Margarita.
Kate tomó un sorbo.
– Mmmm. Perfecto.
– Así es como me gustan.
– Perfeccionista.
– Eso explicaría por qué me atrae.
– La adulación es mi cumplido favorito.
– Hubiera dicho que a estas alturas ya estaba acostumbrada.
– En realidad, no. Mi ex marido era un tanto avaro con sus buenas opiniones. Sin embargo, lo compensaba con las malas.
– Esa parte del ex suena bien.
– Está totalmente fuera de mi vida -mintió Kate-. A pesar de lo poco amante que era de hacer cumplidos, siempre se quitaba el sombrero ante una mujer bonita; el problema es que nunca se limitaba sólo al sombrero.
– Un don Juan, ¿eh?
– Sí, aunque se llamaba Phil y era de Filadelfia.
Dave sonrió.
– ¿Quién le escribe los diálogos? -preguntó-. Me encanta la manera que tiene de hablar.
– Un hombrecito, con una vieja Remington, aquí arriba en mi cabeza; se parece un poco a William Holden.
– William Holden. Antes era grande.
– Sigue siendo grande -declaró Kate, con fingida solemnidad-. Son sus arterias lo que se ha encogido.
Le gustaba que a él le gustara su forma de hablar. Howard nunca había apreciado su ingenio. Siempre era demasiado rápida para él y eso era algo que él odiaba. A veces, era demasiado rápida incluso para ella misma, y decía cosas, cosas divertidas que luego lamentaba haber dicho. Si su boca hubiera sido una pistola, habría sido Sundance Kid. Pero, en su opinión, no era que Howard careciera de ingenio o inteligencia; era simplemente que se tomaba a sí mismo demasiado en serio. «Es bueno que tú y yo tengamos el mismo sentido del humor -le había dicho una vez-. El único problema es que yo tengo el 95 % del total.»
Desde luego, el sentido del humor de Dave no tenía nada de malo. A Kate también le gustaba mucho la forma en que él hablaba.
– A usted tampoco se le da mal. Después de todo, lleva a Van Morrison en la maleta. Siempre me ha gustado Van, el Hombre. * ¿De dónde eres, Van?
Dave sonrió y apartó la mirada un momento.
– No importa -respondió-. Lo que de verdad importa es adónde vas y cómo llegas hasta allí.
– Ajá; así que eres de Miami -dijo Kate.
Dave se echó a reír.
– Todo el mundo se vuelve tímido cuando tiene que reconocer que es de Miami -explicó Kate.
– Tienes razón -dijo-. Es como decir que naciste en un supermercado K-Mart.
– Apenas se te nota el acento -observó Kate.
Desde que empezó a estudiar ruso, Dave se había esforzado, también, por perfeccionar la manera en que hablaba inglés. Por utilizar conjunciones y preposiciones; salvo cuando hablaba con Al. No parecía importar gran cosa la manera en que uno hablara con Al.
– Eso -respondió- es porque lo restregué hasta que desapareció.
– Alguien que se perfecciona a sí mismo, ¿eh?
– ¿No lo hacemos todos? ¿Y qué hay de ti? ¿De dónde eres? ¿O también te sientes tímida?
– Yo y la timidez nunca nos hemos llevado muy bien. Ella y su hermana mansa nunca me gustaron.
– Así que no crees que los mansos heredarán la tierra.
– Si lo hacen será porque tienen un buen abogado. En realidad soy de la Space Coast. Suena mejor que decir que soy de Titusville, ¿no? Si Miami es un K-Mart, no sé dónde deja eso a Titusville.
Pensó en la cuestión durante un momento.
– Una tienda de cosas de segunda mano organizada por la iglesia con fines benéficos, probablemente. De verdad, lo único bueno de Titusville es la vista del edificio de ensamblaje de los co hetes a unas veinte millas. Más o menos, yo crecí con el programa espacial. Cuando era niña quería ser astronauta. La primera mujer de Estados Unidos en pisar la luna. Y ahora tripulo yates de lujo -dijo sonriendo y encogiéndose de hombros-. Un paso lógico en mi carrera -añadió, después de acabarse la bebida y lamerse los labios.
– ¿Quieres un poco más? -preguntó Dave-. He preparado una jarra entera, por si cambiabas de opinión sobre lo de tomar sólo uno.
– Un hombre que conoce la psicología femenina -respondió Kate, alargándole el vaso-. ¿Lo añadimos a la lista de tus habilidades?
Dave cogió los vasos, puso sal en el borde y luego volvió a llenarlos hasta arriba.
– ¿Quién lleva la cuenta?
Kate esperó hasta que Dave se hubo sentado de nuevo, lo miró directamente a los grandes ojos castaños y le respondió con una franqueza que encontró casi tonificante.
– Yo.
Luego levantó el vaso antes de que él se le acercara demasiado, tratando de controlar lo que pasaba el mayor tiempo posible.
– Bueno, así es como llegué a ser capitana de un yate. ¿Cómo llegaste tú a ser propietario? Quiero decir, éste es un barco muy caro.
– Normalmente sé lo que me gusta -dijo Dave, con lo que confiaba que sonara como modestia evasiva-. Así que, si puedo, voy y lo consigo.
– ¿Vas a por todo lo que te gusta?
– No, no todo. Pero es así como elegiría a una mujer.
– Haces que suene igual que elegir una corbata.
– Elegir una corbata es un asunto serio -dijo Dave-. Puede que la lleves colgada alrededor del cuello doce horas al día.
– ¿Doce horas al día? Suena como si trabajaras en algo de alta presión. ¿Qué haces exactamente para ganarte la vida?
– ¿Exactamente? -preguntó Dave sonriendo-. Un poco de esto, un poco de aquello.
– Suena como si fuera un trabajo realmente agradable. ¿Cuál de los dos es más rentable?
– Por lo general, aquello.
– Es lo que yo pensaba.
– Trabajo en el Centro Financiero del Sudeste, en el bulevar Biscayne.
– Ya. El edificio más alto de Florida.
– Tiene que serlo, para que quepan todas las historias que tengo que contarles a mis clientes.
– O sea que eres un mentiroso experimentado, ¿es eso lo que me estás diciendo?
– Experimentado no. Perfecto.
– Tiene que irte bien -dijo Kate sonriendo.
Dave adoptó un aire evasivo.
– Quiero decir -prosiguió Kate-, ya hemos establecido que este barco no es exactamente la Chalupa John B. Un yate como éste debe costar sus buenos tres millones. Eso es un montón de historias. Incluso para alguien del Centro Financiero.
– ¿Tú que harías si tuvieras tres millones de dólares? -preguntó Dave dejando el vaso en la mesa.
– ¿Qué es esto, Una proposición indecente?
– He dicho tres millones.
– Bueno, naturalmente habría algunos cambios.
Dave se deslizó por el sofá y le rodeó los hombros con el brazo.
– ¿Dónde nos habíamos quedado con el gambito de rey? – dijo. Y luego la besó.
Kate pensó que se podía saber mucho de un hombre por la forma en que besaba. A veces se podía saber lo que había tomado para cenar. Pero casi siempre podías decir si querías acostarte con él. En el mismo momento en que él puso los labios sobre los suyos Kate supo que quería sentirlos también en otras partes de su cuerpo. Cuando él se apartó para observar su reacción, dijo:
– Me parece que el gambito ha sido aceptado, sólo que la reina blanca está mal situada aquí. Tendría que moverse si quiere evitar el mate.
Kate puso su Margarita en la mesa, le rodeó el cuello con la mano y atrajo de nuevo su boca a la de ella, como si ya se hubiera vuelto adicta a su efecto narcótico. Soñadora, cerró los ojos y se entregó a la borrachera de sus labios, que todavía tenían rastros de la sal cristalina del vaso. El último hombre que la había besado había sido Nick Hemmings, el oficial de enlace británico. Un tipo agradable, pero no muy bueno besando. Y antes de eso Howard, claro, que besaba como una almeja. Pero esto, esto era un auténtico zumbido, con un alto potencial de adicción. Un beso de 200 dólares la onza, con un efecto igual que si lo estuviera absorbiendo por las dilatadas ventanas de la nariz y, al cabo de unos segundos, lo sintiera cosquilleándole en los dedos de los pies.
– Mmmm -dijo, con ganas de más, y recorrió la cálida mejilla y la caliente oreja de Dave con sus encendidos labios-. Esta sensación se podría cortar con una tarjeta de crédito.
– ¿Has estado alguna vez totalmente despierta y lo único que querías era irte directa a la cama?
– Yo nunca he hecho nada directamente -dijo Kate, disfrutando de aquel nuevo papel que estaba creándose. Barbara Stanwyck. Lauren Bacall. Bette Davis. Apartó suavemente a Dave-. Si lo hubiera hecho, ahora sería astronauta. Pero, para como están los viajes en cohete, esto ha sido bastante rápido. Mírame. Estoy sin respiración.
Se sentó y cogió su casi vacío vaso de la mesa.
– Me estoy quedando sin combustible ni oxígeno. Me parece que será mejor que vuelva a la nave nodriza.
Dave cogió un almohadón y se lo colocó sobre las rodillas.
– Probablemente es una buena idea -dijo.
Se acabó el Margarita esperando que Kate diera alguna señal más evidente de querer marcharse. Por ejemplo, ponerse de pie.
Cuando vio que no se movía del sofá, cogió uno de los cigarrillos de Kate mientras pensaba en algunos versos apropiados. Había algo de Andrew Marvell que encajaba perfectamente en la situación, sólo que ya se había apoyado demasiado en las palabras de otros. Era hora de ser él mismo. O por lo menos tanto como pudiera, teniendo en cuenta lo que estaba planeando. Así que dijo sencillamente:
– ¿Sabes?, para ser capitán de barco eres una chica muy atractiva.
– Entre los requisitos para el puesto no está que tengas que parecerte a Charles Laughton y andar por cubierta arrastrando un cabo de cuerda.
– Al hace que Charles Laughton parezca Cary Grant.
– Probablemente más vale que sea así -señaló Kate-. Imagina lo violentos que os sentiríais los dos si fuera él quien estuviera sentado aquí.
Lo repulsivo de la imagen hizo que Dave soltara una carcajada.
– Entonces sería más fácil decir buenas noches -dijo.
– ¿Sabes, David?, para ser millonario, te rindes con bastante facilidad.
– Y yo que pensaba que estaba mostrando una contención admirable.
– Tu admirable contención es agradable, no me malinterpretes. Representa un cambio muy de agradecer. Pero, ¿cómo lo diría? Veamos, si pensamos en un mayordomo, hay demasiado de inglés y no lo suficiente de Rhett Butler. Es evidente que no sé qué hacer en este momento. Quizás necesito un poco del arte de vendedora de un centro financiero.
– Francamente, amiga mía, no me siento con ánimos para contarte un montón de mierda. Todo se reduce a que vales demasiado para mí como para que rebaje tu precio. Prefiero forzar ese precio a la alza que a la baja. Cuando compro una participación en algo, no es porque quiera liquidarlo rápidamente, sino porque creo en la empresa. Sólo hay que vender cuando se está seguro de ello. Un trato sólo es un buen trato cuando ambas partes creen que lo es.
– Me encanta la manera como hablas -dijo Kate-. Me hace sentirme como la Bell Atlantic.
Lo besó y se levantó.
– Estaré esperando tu oferta, Rhett. Ya sabes dónde encontrarme. Sales, miras hacia el mar por la mañana y luego te das media vuelta.
– ¿Quieres que te acompañe a casa?
– No es necesario, me he traído mis equilibrios para caminar por el barco.
– Ya me he dado cuenta. En realidad, me he estado fijando en ellos toda la noche. Te sientan bien. Como si una se llamara Cyd y la otra Charisse. Hacen un dúo bastante bueno.
– Y a pesar de cualquier impresión que pueda haberte dado, Dave, es difícil verlas separadas.
– No lo he dudado en ningún momento -dijo Dave, escoltándola hacia la popa del yate-. ¿Sabes, Kate?, esto no ha sido, no es, sólo un ligue para pasar el rato. Lo que dije lo dije de verdad. Y no es algo que me pase a menudo, créeme.
– Y si te dijera que yo también he sentido lo mismo.
Lo hizo callar, besándolo de nuevo.
– Tenemos diez días para averiguar si esto significa algo más que simple biología humana -añadió.
David frunció el ceño, desconcertado por un momento.
– ¿Diez días? -preguntó.
– Eso es lo que vamos a estar en esta lata de sardinas flotante hasta llegar a Mallorca, ¿no?
– Sí, claro -respondió Dave, cuyo reloj mental estaba programado sólo para un viaje de cinco días.
– Me lo harás saber si piensas marcharte antes, ¿verdad, David? -dijo Kate-. Es que detestaría despertarme una mañana y ver que ya no estabas.
– ¿Dónde podría ir? -preguntó Dave con una sonrisa forzada-. Sólo están la luna y las estrellas.
– Ya sabes que la noche es mágica, Van. Tú mismo lo dijiste, ¿recuerdas?