Dave había echado de menos el mar, incluso un mar tan lleno de gente y barcos como el de Miami Beach. Metido entre el cielo azul pálido y el polvo de rocas rojas que hacía las veces de arena, el mar, del color gris de la piel de una serpiente, llegaba hasta él haciendo garabatos de espuma. En Homestead siempre soñaba con volver a contemplar ese paisaje. Pero no era esa recuperada vista del mar lo que servía para subrayar su libertad, sino aquel olor a sal y aquel sonido visceral, como una respiración, que la acompañaba. Esa parte la había olvidado. Entre las cuatro paredes de la suite del hotel, por lujosa que fuera, era demasiado fácil revivir la pesadilla de estar dentro de su celda otra vez, del mismo modo que alguien a quien le han amputado una pierna sigue sintiéndola como si aún la tuviera. Sólo tenía que cerrar los ojos y escuchar el silencio dotado de aire acondicionado. Pero aquí, en la playa, con sus sonidos y olores penetrándole en la conciencia, la sensación del viento en su pelo bien cortado y del sol de la tarde calentando su cara bien rasurada, como si fuera la placa de un fogón gigante, era imposible confundir el lugar donde estaba con nada que no fuera el mundo exterior. Dave se tumbó en la toalla de playa y respiró profundamente con la vista fija en el cielo. Ni siquiera leyó. Sus otros sentidos, tan descuidados, no le permitirían concentrarse en nada excepto en dónde estaba y lo que eso significaba. Unos cuantos días de descanso en Bal Harbor le ayudarían a derrumbar los muros que seguían en pie dentro de su cabeza. Después, podría ponerse a trabajar.
A Willy Four Breakfasts Barizon le venía el apodo de la vez que se comió cuatro desayunos completos -dos huevos fritos, dos lonjas de beicon, una salchicha, y patatas y cebollas fritas en cada uno- en un Denny de la Avenida Lincoln. Con casi 1,85 de estatura, pesaba alrededor de 105 kilos desnudo y cerca de 115 vestido. Los diez kilos de diferencia eran debidos principalmente a las dos pistolas que llevaba debajo de su holgada camisa hawaiana. La lengua le venía dos tallas grande a su cara, lo que hacía que hablara por un lado de la boca, que siempre parecía húmeda, igual que si todavía guardara uno de aquellos desayunos en el otro carrillo, como si fuera una mascada de tabaco. Tenía el pelo negro y con rizo natural, aunque el corte que llevaba hacía que pareciera como si acabaran de hacerle la permanente, con aquellos pequeños rizos que le caían por encima de sus orejas de elefante, como si fuera un judío hasídico. Con el aspecto de gigante de tamaño reducido que tenía, era difícil que Willy Barizon pasara inadvertido. Además, hacía tiempo que no se encargaba de aquel tipo de trabajos, y había olvidado cómo actuar con sutileza. El negocio del transporte de hielo era todo fachada. Mostrar un aspecto duro cuando iba a recaudar el dinero era lo único que se necesitaba. Era raro tener que llegar a zurrar a alguien.
Dave detectó a Willy al momento de verlo. O mejor dicho, detectó la mirada que el hombretón recibió del botones cuando Dave salió del restaurante del hotel y fue a pedirle al recepcionista que enviara el fax que había escrito en pulcras mayúsculas cirílicas mientras cenaba. Cinco años vigilando que no le dieran por el culo habían hecho que le salieran ojos en el cogote. Era como si el botones hubiera proyectado una flecha de neón al pecho del hombretón, una flecha que decía: «Ese es tu blanco. A por él».
Dave entró en el ascensor al lado de una mujer con un peinado tan alto como el gorro de un chef. ¿Qué les pasaba a las mujeres de Miami con los peinados altos? Con un ojo en el peinado y en la marchita muñeca que había debajo, apretó el botón de su piso y se situó al fondo mientras ella apretaba el del suyo. Luego fue ella la que se apartó al entrar Willy. Pasaron uno o dos segundos antes de que él pensara en apretar también un botón, lo cual confirmó más o menos la sospecha de Dave de que el tipo había estado esperando para seguirlo hasta su habitación. Pero la cuestión del motivo seguía intrigándole. No era un poli, de eso estaba seguro. Un poli lo hubiera agarrado en el vestíbulo. ¿Y por qué motivo? ¿Sospecha de robo de un gran coche? Mientras se cerraban las puertas, Dave se volvió hacia Willy Barizon y estiró el brazo para que se viera el reloj que había comprado en el centro comercial de Bal Harbor aquella misma tarde.
– ¿Ves este reloj, tío?
– ¿Qué?
– El reloj. Es un Breitling Chronometer. El mejor reloj del mundo.
Cara de Muñeca hizo como si él no existiera.
– Olvídate del Rolex. Eso es sólo para las películas. Y para el National Geographic. Esto, esto es un instrumento de precisión cojonudo. Me costó 5.000 dólares.
– ¿Y a mí que mierda me cuentas? -gruñó Willy.
– Espera, no he acabado. ¿Quieres ver mi billetera?
Dave sacó su cartera y la abrió.
– ¿Ves esto? Piel de primera. ¿No es una belleza? Y además con 1.000 dólares dentro.
– Estás pirado.
Sonó una campanilla cuando el ascensor llegó al piso de Cara de Muñeca.
– Realmente -dijo, pisando con garbo sobre sus altos tacones-. Algunos no saben como llevarlo, ¿verdad?
– Tiene usted toda la razón, señora -asintió Willy.
Dave devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta de su traje de lino y sacó su nueva estilográfica mientras las puertas volvían a cerrarse.
– Y además tengo esta pluma.
– Que te den, tío, y que le den también a tu pluma -dijo Willy, y palpó instintivamente una de las dos herramientas que llevaba debajo del cinturón.
Los agudos ojos de recluso de Dave captaron el revelador bulto con una sola mirada.
– Te estoy contando todo esto por una razón -explicó fríamente-. Te lo cuento para que sepas en lo que valoro tus jodidas posibilidades de robarme.
– Te has equivocado de tío, Delano. ¿Quién dijo nada de robarte tu culo de mierda?
Dave dio un paso atrás. La lengua casi se le salía de la boca al hombre cuando hablaba. Dave había sentido la rociada de saliva como si fuera lluvia. Los ojos se le quedaron un momento detenidos en esa lengua, fascinados por su grotesco aspecto. En el mejor de los casos, parecía la carátula que Andy Warhol había diseñado para el disco de los Rolling Stones. Sticky Fingers. Aún lo conservaba. Eso si su hermana no lo había vendido, claro. En el peor, la lengua parecía algún tipo de repugnante medusa rosa dentro de un círculo de amarillo rojizo. La campanilla del ascensor volvió a sonar al llegar al piso que Willy había escogido, sólo que él no le prestó ninguna atención.
El tío había dicho su nombre. Llevaba artillería y lo había seguido dentro del ascensor. ¿Qué más necesitaba saber? Desenroscó la tapa de la pluma.
– ¿Has acabado de enseñarme todas tus pertenencias?
– Sólo una cosa más -insistió Dave-. Aquí está la pluma. Es una Mont Blanc Meisterstuck. Se llama Mont Blanc porque el plumín de catorce quilates lleva escrito la altura del Mont Blanc. Es la montaña más alta de Francia. Adelante, échale una mirada.
Dave levantó la pluma para que Willy la viera.
– Cuatro mil ochocientos diez metros de altura. Adelante, mírala, porque te la voy a dar como regalo.
Willy miró.
Dave no dudó ni un instante, y clavó la punta en forma de mitra de su pluma tamaño Cohiba en el blanco del ojo del hombretón, salpicando al mismo tiempo con una galaxia de manchas de tinta la cara, el cuello y la camisa de Willy.
Willy aulló de dolor, apretando las dos manos sobre el ojo herido y dando a Dave la oportunidad de golpearlo libremente en los riñones, como si estuviera entrenándose con el saco en el gimnasio de la prisión. Tras propinarle tres puñetazos, remató la faena con un gancho a las pelotas de Willy que iba cargado con toda la fuerza de su hombro y que fue tan despiadado que Willy sintió como si le estuvieran desgarrando la carne con unas tenazas al rojo vivo. Las puertas del ascensor se abrieron de nuevo con un suspiro de aire que era como el eco del sonido que salía de la malformada boca de Willy. Encogido, con una mano en las pelotas y otra en el ojo, Willy parecía más pequeño ahora y más fácil de manejar. Dave vio que no había necesidad de volver a golpearlo. Pero había unas preguntas que necesitaban respuesta. Y aplicando la suela de piel auténtica de un elegante mocasín nuevo en la rabadilla de Willy, Dave lo lanzó al pasillo. Willy cayó de barriga sobre la tupida alfombra, dio con la cabeza contra un extintor colgado de la pared y luego se desmayó.
Dave recogió su pluma del suelo del ascensor y salió rápidamente antes de que se cerraran las puertas. Miró a ambos lados. No había nadie. Agarró a Willy por las piernas y lo arrastró por el pasillo hasta su suite.
Una vez seguro al otro lado de la puerta, Dave registró a Willy concienzudamente; pudo aliviarle de un Ruger Security-Six, que llevaba en un cinturón por dentro de los pantalones y que imaginaba que era sobre todo para alardear, y debajo de una correa sobre la barriga, una 22 automática, más pequeña y silenciosa, que era la que probablemente hacía el trabajo. Dave descargó el revólver y dejó la 22 a mano para cuando el tipo volviera en sí. El nombre que aparecía en el carnet de conducir que encontró en la sudada cartera era Willy Barizon. Dave nunca había oído hablar de él. Había una Mastercard, ochenta dólares, un ticquet del servicio de aparcamiento del Sheraton, un boleto de apuestas por un perro en Hollywood y una tarjeta profesional de una puta con un número de la zona 305. «Foxy Blonde. Belleza joven y voluptuosa. Servicio a domicilio.» Al reverso había un nombre: «Tia». Dave tiró la tarjeta a la basura.
– Me parece que no irás al domicilio de Willy durante un tiempo -dijo, recordando la fuerza con que le había golpeado los huevos al hombretón. Dave fue al baño y volvió con los cinturones de los dos albornoces, que empleó para atarle primero las manos a la espalda y luego los tobillos. Se preparó una bebida y reunió algunos libritos de cerillas que cogió del bar mientras Willy iba recuperando la conciencia entre gruñidos. Dave se sentó sobre la parte posterior de los muslos de Willy, de cara a los pies, y empezó a quitarle los zapatos y los calcetines. Echando una mirada por encima del hombro dijo:
– ¿Qué tal va por ahí, Moose? ¿Listo para un diálogo socrático? Eso quiere decir que yo digo una cosa, tú dices otra y yo llego a una conclusión.
Dave echó a un lado con asco los calcetines de Willy y tomó otro sorbo del vaso.
– ¿Nunca has oído hablar de Sócrates, Moose? Fue un filósofo griego, al que condenaron a muerte por corromper a los jóvenes de Atenas. Eso fue antes de la televisión, claro. Los chavales de hoy tienen cable, así que probablemente ya estén corrompidos, ¿no? Al tal Sócrates lo obligaron a tomar cicuta. Es una especie de veneno. Pariente del perejil, por si te interesa, así que ve con cuidado con tus aliños. Sea como sea, cuando leí esto, en un libro de Platón, empecé a preguntarme cómo haces para obligar a alguien a envenenarse por voluntad propia. Quiero decir, no es igual que si te atan a una camilla y te ponen una inyección letal como hacen en la trena. No, él se sentó con unos cuantos amigos y se lo bebió él mismo. No te jode. Y yo me pregunté por qué.
– Que te fodan -gruñó Willy.
– Bueno, mira, pues resulta que aquellos antiguos griegos – los muy cabrones- te daban una alternativa a que te envenenaras tú mismo. ¿Sabes cuál era? Un tío venía y te torturaba hasta la muerte. Lo hacía de la siguiente manera: te ataba y te daba alguna clase de droga para que se te relajara el culo. Amilnitrato, o su equivalente antiguo, lo más probable. Lo mismo que hacen esos gays del S &M. Esos tipos se hacen todo tipo de porquerías unos a otros, cosas que yo no puedo ni imaginar. Cuando el torturador pensaba que ya estabas preparado, te metía todo el brazo por el ojete, al estilo de Robert Mapplethorpe, y seguía para arriba hasta que te agarraba el corazón. Cuando lo hacía -y ésa era la parte más exquisita de la tortura- iba estrujándolo lentamente con la mano, como si fuera una jodida esponja o algo así. ¿Puedes imaginártelo? Para que hablemos de que nos duele el pecho. Joder. Los verdaderos expertos podían hacerlo durar un rato, como los amantes experimentados. Y eso, eso era la alternativa al veneno, no te engaño. Un polvo de puño fatal. No es de extrañar que el viejo Sócrates decidiera hacer mutis por sí mismo, ¿eh?
– Hijoputa.
– Exacto. Otro escritor… vas a oírme hablar de un montón de figuras literarias, si te quedas un rato conmigo, Moose: los últimos cinco años no he hecho más que leer. Y hacer ejercicio. Pero eso ya lo debes saber, ¿no? Siento haber tenido que darte tan fuerte. Pero eres un tío muy grande, Moose. A lo que íbamos, este otro escritor, se llamaba Samuel Johnson, decía que la perspectiva de que te cuelguen ayuda a la gente a concentrarse de una forma extraordinaria. Y yo sospecho que lo mismo pasa con la tortura.
– Que te fodan… mi ojo… didé nada… cabrón…
Dave tiró de los pies de Willy.
– Moose, Moose, deberías cuidarte mejor esos pies. Tienes el peor caso de pie de atleta que he visto. ¿Te secas bien entre los dedos? Tendrías que hacerlo, ¿sabes? El tuyo es ya un caso crónico, me parece. Jodidamente difícil de erradicar. La mayoría de esas preparaciones antihongos no funcionan ¿sabes? Pero tengo un remedio infalible para liquidar a ese diminuto microbio que causa esta dolencia quiropódica tan poco comprendida. En realidad es un secreto, aunque no me importa compartirlo con alguien como tú, Moose.
Dave volvió la cabeza.
– Pero antes de hacerlo, ¿hay algún secreto que tú quieras compartir conmigo? ¿Una especie de quid pro quo? Tal vez, por ejemplo, quién te envió a verme, con toda esa artillería, y por qué. Háblame, Moose. Y no me cuentes que ibas buscando a tu Velma o creeré que quieres pasarte de listo conmigo.
– … miedda es Velma?
– ¿No eres aficionado a Chandler? ¡Qué lástima! Te gustaría. Es un tío duro. Como los huevos cocidos, y un poco como esos pies tuyos. Así que, ¿qué me dices?
Willy Barizon tosió con dificultad.
– Mire señor, se ha equivocado de tío. Yo no sé nada. Nadie me ha enviado. Mi ojo. Ha habido un error.
– Moose, estás insultando mi inteligencia. Y a mi inteligencia eso no le gusta. Se ofende por casi cualquier cosa. Pero sobre todo se ofende si alguien piensa que no existe. Que yo soy tan estúpido como tú.
Dave empezó a meter las cerillas del hotel entre los dedos malolientes y pegajosos de Willy Barizon como si se estuviera preparando para pintarle las uñas.
– ¡Puaj! Recuérdame que me lave las manos cuando acabe.
– ¿Qué estás haciendo?
– Es lo que te estaba contando, Moose. El remedio infalible para librarte del pie de atleta. La cuestión es, tío, que hay que quemar. Es como cauterizar una herida. El calor extremo mata la infección. Esto son libritos de cerillas, Moose. ¿Alguna vez has visto arder todo un librito de cerillas? Es como una jodida bengala, tío.
– ¡Socorro! -chilló Moose y empezó a retorcerse, desesperado.
Pero Dave tenía preparada una toalla y la metió en la boca con forma de chuleta de Willy Barizon.
– Moose, Moose. Cierra esa jodida boca, ¿eh? Vamos a tener un problema al estilo de Yossarian si no tenemos cuidado. Catch 22. ¿Te acuerdas? Me refiero a que, ¿cómo vas a contestar a mis preguntas si tengo que meterte una toalla en esa boca tuya que parece dibujada por Picasso? Pero tampoco es que pueda dejarte que eches la casa abajo con tus chillidos. ¿Comprendes mi dilema? Mira, te diré qué vamos a hacer. Parte de tu problema es tu falta de imaginación, tu incapacidad para visualizar lo rabiosamente que queman esas pequeñas cerillas. Por eso, eres incapaz de formarte una idea de lo doloroso que será para ti. Así que voy a hacerte una pequeña demostración, una demostración lo más amable posible. Y luego te sacaré la toalla de ese buzón tuyo. A riesgo de ser redundante, te recomiendo que empieces a hablar en ese mismo momento o yo empezaré a freír beicon aquí abajo. Así que vamos con la lección práctica.
Dave colocó un cenicero delante de la cara de Willy Barizon. Luego le sacó uno de los libritos de cerillas de entre los dedos de los pies, lo abrió y lo encendió con el encendedor de plata que había comprado aquella misma tarde en la tienda de Porsche. La tapa del librito ardió con desgana durante un momento y luego se apagó. Dave le dio al encendedor y volvió a encenderlo. Esta vez prendió bien y al segundo las cerillas estallaron en medio de una espectacular nube de humo azul, con olor acre.
– ¡Guau! -dijo Dave riendo entre dientes-. La jodida llama olímpica. ¡Huy! Eso tiene aspecto de doler. ¿Qué me dices, Willy? ¿Te parece que dolerá?
Willy cabeceó asintiendo como un loco.
– ¿Listo para tener aquella charla que decíamos?
Willy siguió asintiendo.
– Buen chico.
Dave sacó la toalla de la boca de Willy.
– Bueno, ¿quién te envió?
– Fue Tony Nudelli.
Eso cogió a Dave por sorpresa.
– ¿Tony? ¿Por qué? ¿Qué coño tiene contra mí?
– Quería que te recordara que mantuvieras la boca cerrada sobre lo que sea que tú ya sabes.
Dave frunció el ceño mientras trataba de encontrar sentido a la información.
– Me he pasado los últimos cinco años en la trena con la boca cerrada -sacudió la cabeza-. No tiene sentido.
– Te juro que es la verdad.
– ¿Y cómo ibas a recordármelo exactamente? Quiero decir, ¿ibas a dejarme caer una palabrita al oído, o se suponía que iba a sentir esa necesidad de silencio en alguna parte no esencial de mi cuerpo?
– Sólo tenía que pegarte una paliza, eso es todo. Puede que romperte unos cuantos dedos. Nada grave.
– He tenido novias que podrían estar en desacuerdo con eso, Willy.
– Te juro por Dios que es la verdad.
– Calla un momento mientras pienso.
Dave pensó en silencio durante un minuto mientras sopesaba lo que Willy acababa de decirle. Era posible que Tony Nudelli estuviera lo bastante preocupado por lo que Dave sabía de él como para enviarle al matón sobre el que ahora estaba sentado. Sólo que Tony solía arreglar las cosas de un modo bastante más definitivo que unos cuantos dedos rotos o un labio partido. Eso Dave lo había visto personalmente. Pero mientras lo pensaba, se le ocurrió que quizás había una manera de sacar partido a la situación. Una manera de demostrarle a Tony su lealtad. Un preludio útil para lo que vendría a continuación.
– No -dijo lentamente-. No me trago esa historia, Willy.
– Oye, tienes que creerme…
– ¿Por qué querría Tony hacerme papilla?
– Yo no dije eso, dije hacerte daño, no papilla.
– Después de cinco años, lo que está claro es que Tony sabe que no me voy a ir de la lengua con nadie.
– Mira, yo sólo soy un mandado. Ya lo sabes. No soy el psicoanalista de Tony. No sé lo que tiene en la cabeza. Le debo un favor. Ya sabes que así es como funciona. Él me dice que haga algo, yo lo hago y no busco ninguna jodida declaración de intenciones. Me pagan por hacer lo que me dicen.
– ¿Sabes qué creo? Que son los rusos los que te enviaron a zurrarme.
– ¿Qué rusos? Aquí no tiene nada que ver ningún ruso.
– Eso es lo que creo. Creo que fue Einstein Gergiev el que montó esto. ¿Acierto, Willy?
– Que no, tío.
– Eso sí que tiene mucho más sentido. El ruso. Es natural que tengas más miedo de él que de mí, incluso con todo un manojo de cerillas entre los dedos. Es un personaje siniestro, ese ruso. Lo sé de buena tinta, he pasado cuatro años con él en la misma celda. No, seguro que estás mintiendo, Moose.
Dave le dio al encendedor para recalcar sus palabras.
Desesperado, Willy se revolvió debajo de Dave, con el cuello y las orejas cada vez más rojos por el esfuerzo.
– Mira tío, no sé nada de ningún cabrón de ruso. Nunca he conocido a nadie llamado Einstein como se llame. Fue Tony Nudelli, te lo juro. Te juro por la virgen que es verdad.
– ¡Oh! ¿Eres católico, Moose?
– Sí, soy católico.
– Te diré lo que vamos a hacer, Moose.
Dave se levantó y fue a la mesilla de noche, de donde cogió una Biblia.
– Te voy a pedir que me lo jures sobre la Biblia.
– Sí, lo que quieras, con tal de que me creas.
Dave volvió a sentarse sobre la espalda de Willy y le metió la Biblia debajo de la enorme mandíbula.
– Ahora repite conmigo, Moose. «Porque confío en la resurrección del cuerpo…»
– «Porque confío en la resurección del cuerpo…»
– «Y la vida eterna en Jesucristo…»
– «Y la vida eterna en Jesucristo…»
– «Lo que he dicho es la verdad, y que Dios se apiade de mí.»
– «Lo que he dicho es la verdad, y que Dios se apiade de mí.»
– Ahora besa la Biblia con esa bocaza que tienes.
Willy besó la Biblia hasta que quedó empapada de saliva.
– No te educarían los jesuítas, espero -dijo Dave-. Esos tipos eran tan tramposos que podían jurar una cosa, pensar otra, besar la Biblia y salirse con la suya gracias a la doctrina de la evasiva.
– No, tío, no.
– Vale, te creo.
Dave se puso de pie y tomó otro sorbo de su bebida.
– De acuerdo. Ahora voy a desatarte. Pero recuerda: tengo esa pequeña Phoenix Arms 22 en el bolsillo. Si tratas de ser desagradecido, te libraré de parte de la presión que tienes en ese cerebro tuyo. Te proporcionaré otro agujero por donde respirar. ¿Lo tienes claro?
– Sí, sí.
Dave desató a Willy y se apartó mientras el hombretón, lenta y doloridamente, se sentaba en el suelo. Willy se palpó los testículos y luego apoyó la palma de la mano con cuidado en el ojo herido. Con el ojo bueno miró, a través de la habitación, al hombre que ahora estaba sentado en un gran sofá de color crema. Extendidos por el suelo frente a Delano, como en el anuncio de Jerry Seinfeld para American Express, estaban los resultados de lo que parecía haber sido una importante jornada de compras: varios pares de zapatos, montones de camisas de vestir y deportivas, jerseys y pantalones y un ordenador portátil de la marca Apple nuevecito. No había nada barato a la vista. Incluso la suite, con el balcón corrido y vistas al mar, tenía toda la pinta de costar tres o cuatrocientos dólares la noche.
– ¿Cómo va el ojo? -preguntó Dave.
– Duele.
– Lo siento Moose. Coge una toalla del baño si quieres y un poco de hielo de la nevera. Hazte una compresa fría. Evitará que suba mucho la inflamación.
– Gracias, tío.
Moose fue a buscar el hielo. Lamentaba el final de su negocio del hielo con su primo Tommy. Si no hubiera sido por eso, ahora no estaría allí, arriesgándose a perder un ojo. Quizás no estuviera hecho para los asuntos duros, después de todo. Tenía que haber algo más fácil.
Mientras miraba cómo Willy se preparaba la compresa fría, Dave sintió pena por el mendrugo, aunque estaba seguro de que le habría roto los dedos como había dicho, y sin remordimiento alguno.
– Puedes decirle a Tony lo decepcionado que me siento -dijo Dave. -Y añadió, cruel-: Cuando lo veas.
– Si lo veo -dijo Willy con amargura-. Este jodido ojo. Creo que me has dejado ciego.
– Decepcionado, pero no rencoroso. Dile que, pese a este pequeño malentendido, seguimos siendo amigos. Dile eso. Quizás incluso futuros socios. Eso es, dile a Tony que quiero proponerle un negocio. Que puede ser algo grande. Eso tendría que tranquilizarlo… Dile que me pondré en contacto con él a través de Jimmy Figaro.
Willy recogió el Magnum y lo deslizó en la cartuchera del interior de sus pantalones. Buscó con la mirada la 22, pero recordó que estaba en el bolsillo de Delano. Dave comprendió qué buscaba y después de sacarla la levantó, como sopesándola, en la mano.
– Me quedaré con ésta un poco más -dijo-. La primera regla de la autodefensa: tener un arma.
– ¿Puedo marcharme ya?
Willy sonaba contrito, contrito y preocupado.
– Querría ir a un hospital.
– Claro, pero ¿no te olvidas de algo?
Dave señaló con la cabeza los pies descalzos de Willy y las cerillas que llevaba entre los dedos.
– Tus quesos, tío.
Willy empezó a sacarse las cerillas.
– Nunca pensé que fueras un Dennis Hopper, tío -dijo Willy, sacudiendo la cabeza-. Con ese traje, no pareces tan duro. Te pareces más a un universitario.
– Con frecuencia, el hábito sí que hace al monje -dijo Dave-. Pero tendrías que haberme visto a las ocho de la mañana.
Willy se metió en el bolsillo uno de los libritos de cerillas.
– Un recuerdo -dijo-. Los colecciono.
– Pues éste seguro que no lo olvidas, ¿eh? -comentó Dave.
– ¿Lo habrías hecho de verdad? ¿Les habrías prendido fuego a mis dedos?
Dave se encogió de hombros.
– Moose, yo mismo me lo he estado preguntando.