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La agente especial Kate Furey miró por la ventana de la sala de reuniones del tercer piso de la central del FBI, y reprimió un profundo bostezo cuando su jefe, el agente especial adjunto al mando, Kent Bowen, empezó a contar la historia. Era uno de esos relatos crueles y desagradables que tanto parecían complacer a sus compañeros masculinos. La mayoría estaba ya sonriendo porque todos sabían que la historia trataba de cómo Bolívar Suárez, un primo del embajador de Colombia, y uno de los más importantes traficantes de cocaína de Miami, había encontrado prematuramente la muerte hacía dos noches.

– Tendríais que ver dónde vivía ese cabrón, en Delray Beach. Joder, casi una hectárea al lado del mar. Y la casa es como en las películas de James Bond. Mil metros cuadrados de color gris plomo, parece el museo Guggenheim de Nueva York. Pero por dentro es un palacio de puta madre. Suelos de mármol, puertas y ventanas de caoba, y accesorios y luces de art déco traídos de París. Ya os hacéis la idea. Diez millones de dólares de lujo asiático en Florida.

»Bueno, ésa es la escena del crimen. Al mamón le gustaba el arte, a lo grande. Cuadros por todas partes. Debe de haber mantenido activas a algunas de esas galerías de Nueva York él solo. Moderno, pero nada de basura, ¿sabéis? Quiero decir que no sé nada de arte, pero incluso yo pude ver que algunos de aquellos artistas tenían verdadero talento. Un montón de cosas de Escocia, de Glasgow, que me gustaron, claro. El mamón seguro que creía que Glasgow era un fabricante de cristaleras dobles. También un montón de cosas de Sudamérica. Supongo que eso sí lo conocía. Frida Kahlo, Diego Rivera. Lo que queráis. El hijo de puta lo tenía todo en una estructura con luz desde arriba. Algo muy particular; como si no pudiera clavar una mierda de clavo en la pared. Tenía los cuadros colocados como si él fuera un puto experto. Se dice que una vez le dio una paliza a la niñera de sus hijos porque rozó por descuido una de esas telas. Y cuando digo que le dio una paliza, quiero decir una paliza. Por lo visto, utilizó una de esas especie de porras Romitron -ya sabéis, eso que lleva una bola y una cadena de plástico- para pegarle en las manos. Estuvo a punto de dejarla lisiada. Nadie tocaba esos cuadros más que el mismísimo hijo de puta.

Desde la central, en la Segunda Avenida, Noroeste, sólo había un par de minutos en coche hasta el edificio de apartamentos en la Isla Williams donde estaba el hogar de Kate. Por lo menos, había sido su hogar hasta que se divorció. Howard, su marido, y socio de uno de los bufetes de abogados más importantes de Miami, había pagado 900.000 dólares por el piso. Los abogados de Kate le habían dicho que era posible que el apartamento llegara a ser suyo como parte del acuerdo. Pero a ella no le parecía justo que él no se quedara con la mitad. Además, no le apetecía precisamente quedarse allí, teniendo en cuenta todas las secretarias del bufete que Howard se había ido follando allí cuando, como ahora, Kate tenía que trabajar hasta tarde.

– Esta información tiene que haber llegado a alguien de uno de los otros cárteles -continuó Bowen, mirando de reojo a Kate-. Alguien que quería ver al cabrón muerto. Podéis escoger. Joder, hay más que suficientes. Bueno, fuera quien fuese, actuaron con mucha inteligencia. Lo prepararon todo mientras el cabrón estaba en Bogotá. La finca estaba bien guardada por el lado de la carretera. Cámaras, sensores, el equipo de seguridad al completo. Pero no tanto por el lado del mar. Como si el pringado no supiera que existen los barcos. Como sea, la lancha número siete de los Guardacostas de Delray informa que vieron una especie de lancha deportiva de alta velocidad anclada a unos tres kilómetros de la costa, frente a la playa municipal, la noche antes de que le dieran al cabrón. Sam Brockman cree que dejaron a un submarinista en el agua y que nadó hasta la orilla y se coló en la finca Suárez, amparándose en la oscuridad de la noche. Sólo había un vigilante en la playa. Y dice que no vio nada. ¿Kate?

Kent Bowen quería su atención y aprobación por encima de todo. Era uno de los agentes más brillantes de la comisaría de Miami, eso sin mencionar que era también una de sus mayores bellezas y que estaba colado por ella. Kate devolvió su atención a Bowen y a su interminable historia.

– Y aquí viene lo más ingenioso -dijo-. El tipo se mete en la casa. Un auténtico profesional. Escoge su cuadro -ni idea de cuál era-, lo descuelga y extiende una fina capa de 250 gramos de plástico C5 en la parte de atrás de la tela. Luego fija un simple detonador de inclinación en la parte interior del bastidor; sólo una esfera de acero dentro de un tubo de ensayo, dos agujas, una pequeña batería y un detonador. Y ésa es la bomba. Una belleza. Un trabajo muy pulcro. Deja el cuadro colgando un poco torcido y luego pone pies en polvorosa. Hace horas que se ha ido cuando el cabrón vuelve de Colombia.

Bowen sacudió la cabeza, como si todavía le asombrara el ingenio del asesino.

– Como siempre, primero entra el perro de rastreo, pero no le llega el olor de los explosivos porque el cuadro está a un metro y medio de alto. El cabrón entra en la sala y ve el cuadro tan torcido como la polla de Quasimodo. Y maniático como es, no tarda un segundo en ir a enderezarlo.

Bowen se recostó en la silla, sonriendo con sadismo, saboreando el climax de su historia.

– La esfera rueda por el tubo, toca las dos puntas de las agujas, completa el circuito, y ¡catapum!, le arranca la cabeza limpiamente de sus jodidos hombros.

Kate miró a Bowen y sonrió fríamente mientras él y el resto de los tíos se reían de nuevo.

– La unidad de investigación que fue a la escena del crimen tardó cuarenta y cinco minutos en encontrar la cabeza de Bolívar. Empezaban a pensar que se la habría llevado como recuerdo uno de los colombianos cuando la vieron flotando en el jodido acuario. La explosión la había lanzado al otro lado de la sala, como si fuera una pelota de baloncesto.

Bowen hizo como si encestara.

– Canasta, dos puntos.

Siguió riéndose un poco más, se secó una lágrima del ojo y se le ocurrió otro chiste:

– Eso es lo que yo llamo un cuadro que te hace estallar la cabeza.

Bowen soltó una risotada y se sirvió un vaso de agua, como si acabara de contar una anécdota realmente graciosa sobre Jay Leno. Con unos cincuenta años y una calva incipiente, a Kate Bowen le recordaba mucho el coronel Kilgore, de Apocalypse Now. Tenía la misma actitud despiadada hacia el enemigo y el mismo aprecio de su personal. En cuanto él empezaba a hablar, Kate se sentía como la persona que no quería hacer surf en la fiesta de Kilgore en la playa.

– El asesinato de Bolívar Suárez… -empezó.

– Ey, ¿dónde se encuentran dos sesos y ninguna cabeza? -dijo Bowen con una risita cloqueante-. El asesinato de Bolívar Suárez.

– Dado que la muerte parece dejar a Rocky Envigado como Ciudadano Cocaína indiscutible -persistió Kate-, puede que no tengamos que buscar más lejos al autor.

– Eso es lo que se llama perder la cabeza con el arte moderno -dijo alguien y Bowen se esforzó por que no se le escapara la risa ante la actitud más profesional de Kate.

– Ciudadano Cocaína -repitió-. Me gusta. ¿Se te ocurrió a ti?

Kate, consciente de que podía haberse quedado con el mérito, replicó:

– No, me parece que lo leí en un periódico británico, cuando estuve en Inglaterra de vacaciones el año pasado.

Había veces, lo sabía, en que podía pasarse de honrada, incluso según los parámetros del FBI.

Era la única vez que había salido de Estados Unidos y la última vez que lo había pasado bien con Howard. Y eso que sólo habían sido vacaciones en parte. El propósito principal del viaje a Londres y París había sido reunirse con las fuerzas de policía británica y francesa, que estaban preocupadas por la cantidad de cocaína que ahora llegaba a Europa desde Colombia, vía Florida. Pero después de Miami, habían parecido vacaciones.

– Perdón -dijo-, quería decir cuando fui a ver a los de la NCIS y la Interpol.

– ¡Aha! -dijo Bowen con una sonrisita-. Ahora nos enteramos de la verdad, agente Furey. Te fuiste de vacaciones a expensas del contribuyente norteamericano.

Kate sonrió cortésmente y confió en que pudieran continuar con la reunión. Su propósito era compartir la nueva información que tenía sobre los traficantes de drogas que utilizaban el sur de Florida como centro de almacenamiento de sus productos. Información que habían recibido de otros organismos, tanto del país como de fuera. Ahora que Kent Bowen había contado su historia, podría poner sobre la mesa lo que sabía y luego, quizás, irse a casa y sumergirse en la bañera. Había sido un día muy largo.

– He almorzado con Peter van der Velden hoy y…

– ¿Qué tal está el holandés?

Van der Velden era inspector del BVD holandés, y había sido asignado como oficial de enlace especial en el consulado de los Países Bajos en Miami para los dos años siguientes.

– Bien.

– ¿Fuisteis a algún sitio bonito?

– No se preocupe, pagó él.

– Apuesto a que adivino adónde fuisteis. A ese sitio en Coral Gables. Le Festival. Al holandés le encanta ese sitio.

– Sí, Le Festival.

Muy a su pesar, Kate notó que se sonrojaba ligeramente.

– ¿Es bueno?

Era el agente especial Chris Ochao, un medio cubano que llevaba el brazo en cabestrillo.

– Excelente -contestó Bowen-. Los mejores soufflés de la ciudad. -Arqueó las cejas, con gesto sugerente, y añadió-: Y romántico.

– De eso no me di cuenta -dijo Kate.

– ¿No?

Alguien soltó una risita burlona.

Kate miró a Bowen directamente a los ojos. Sabía que en la oficina corría el rumor de que tenía un lío con Peter van der Velden. Cada año todos los agentes de enlace de los diversos consulados de Miami se reunían y celebraban una fiesta en el Hotel Doubletree, de Coconut Grove. Sólo hacía tres meses de la última, en la cual Kate había sido vista marchándose con el policía holandés después de haber estado hablando con él casi una hora.

– ¿Sabéis? Me parece que hay algo que tendría que aclarar – dijo, con una fría sonrisa-. Un pequeño malentendido que corre por ahí. Sólo para que conste, no estoy jodiendo con Peter van der Velden. Ni he jodido nunca con Peter van der Velden. Ni tengo ninguna intención de hacerlo. Es más, el propósito de nuestra cita para almorzar no tenía nada que ver con la posibilidad de que podamos llegar a joder, sino reunirnos con un espíritu de colaboración y diplomacia y llegar a joder a algunos de los grandes traficantes de drogas y otros criminales. ¿Me he expresado con claridad?

Recorrió con la mirada la mesa de uno a otro extremo. Por un momento nadie dijo nada.

– ¿Os habéis enterado todos? -preguntó Bowen-. Vale Kate, lo has dejado claro. ¿Qué ibas a decirnos de Peter van der Velden antes de que te interrumpiéramos?

– Sólo esto -dijo Kate, contenta de que nadie se hubiera dado cuenta de las relaciones esporádicas que sí que tenía con el oficial de enlace británico, Nick Hemmings-. Según los informadores de Peter, se espera un gran cargamento de Rocky Envigado. Y atención: viene de Mallorca, igual que antes.

– ¿Y eso qué quiere decir?

Ahora Bowen tenía el ceño fruncido.

Kate respiró hondo.

– Quiere decir que la última vez se nos pasó por alto algo.

– Sí, bueno, si a nosotros se nos pasó por alto, también se le pasó a la policía española y a la holandesa -dijo Ochao-. Registramos aquel barco de arriba abajo. No había nada.

– Podría ser que Rocky hubiera descubierto un nuevo medio de transporte -dijo Bowen-. Un medio del que todavía no sabemos nada.

– Puede que lo envíe por Internet -sugirió otro agente-. Últimamente parece que todo el mundo está obsesionado con eso.

– Quiero que lo enfoquemos científicamente. Quantico. El National Crime Information Center. El Smithsonian. Números atrasados del Law Enforcement Bulletin, si es necesario. Con todos los recursos con que contamos, se nos tendrían que ocurrir algunas ideas.

Bowen se levantó y trató de transmitir inspiración a su gente. Parecía bastante fácil hasta que se encontró con la mirada dubitativa de Kate.

– ¿Algún problema, Kate?

– Es posible que la última vez no hubiera nada. Que utilizara ese primer viaje para ponernos en evidencia. Después de aquel pequeño desastre quizás piense que ahora lo dejaremos en paz. Pero en cualquier caso tendríamos que tratar de encontrar el barco antes de hacer nada, ¿no cree?

– Sí, claro, seguro, eso no hace falta ni decirlo, ¿no?

Puso una mano cuidadosamente paternal en el hombro de Kate.

– Encárguese del equipo de reconocimiento, señor Spock. Necesito algunas respuestas.

Kate se fue a casa en su Sebring blanco, se preparó un ponche de ron, lo bebió mientras llenaba la bañera y luego se preparó otro antes de sumergirse en el agua caliente. El cuarto de baño daba a una terraza que rodeaba el piso; había dejado las persianas subidas para poder ver las luces parpadeantes de la Riviera de Miami, al otro lado del canal intercostero. Era una enorme bañera empotrada, con un jacuzzi y casi su lugar favorito de todo el piso. Después de comprar el apartamento, Howard y ella se habían bañado juntos un par de veces. Pero, por lo general, él prefería ducharse y, si se bañaba, prefería hacerlo solo. Al cabo de un tiempo, se acostumbró a la idea de que él aprovechara las largas sesiones que ella disfrutaba en la bañera para tumbarse en la cama y mirar el canal de Playboy por la tele. Por supuesto, hacía ver que no era así, y saltaba a Letterman o Leno en cuanto ella volvía al dormitorio. No es que le importara mucho. Lo que de verdad la sorprendió e irritó fue que él pensara que podía abonarse a cualquier nuevo canal, y mucho menos a Playboy, sin que ella se diera cuenta. Por favor, trabajaba para el FBI; su trabajo era fijarse en las cosas.

Naturalmente, cuando empezó a tener amantes, ella lo supo enseguida. Confiaba en que podría librarse de lo que fuera que le atormentara; mientras no se lo pasara a ella. Pero lo que finalmente le hizo tomar una decisión no fueron los celos, ni siquiera su amor por Howard sino, como le había pasado con la suscripción a Playboy, la irritación que sentía al ver que la consideraba demasiado estúpida para darse cuenta de sus mentiras y evasivas. La inteligente era ella, no él. Segunda de su clase en la facultad de Derecho de la Universidad de Florida en Gainsville, licenciada con honores en la misma clase en la que su futuro marido había tenido que esforzarse para estar entre los primeros cincuenta, y el cabrón pensaba que podía ser más listo que ella, como si ella fuera una camarera de cualquier pequeño bar de Oklahoma.

Kate tomó prestado un equipo de vigilancia del despacho para obtener pruebas auditivas y visuales de la infidelidad de Howard y lo pescó en faena con la instructora de golf para señoras del cercano Club de Campo de Turnberry Isle. Eso solo ya era bastante malo. El golf es un juego estúpido. Pero son las pequeñas cosas las que realmente te fastidian y se había quedado de una pieza al descubrir que la compañera de golfeo de Howard utilizaba el gel anticonceptivo del armario del propio cuarto de baño de Kate para su juego. Así que, con ayuda de una amiga del laboratorio, y después de amplios ensayos y experimentos, substituyó el gel de un tubo de Gynogel por un linimento de igual perfume; una preparación a base de alcohol y mentol para dar masaje en los músculos, para calentarlos en profundidad, definitivamente desaconsejada para zonas sensibles. Especialmente las dos zonas sensibles que Kate tenía en mente. Incluso ahora, meses después de lo sucedido, sólo pensar en la cinta que había grabado con su marido y su amante chillando en la sesión amorosa más caliente nunca imaginada seguía haciendo que estallara en carcajadas. Era evidente que el que dijo que la venganza es un plato que se toma mejor frío, nunca había oído cómo sonaban dos generosas raciones de genitales sobrecalentados.

Por alguna razón, Kate nunca había pensado en sí misma como en una esposa vengativa. Con su hermosa cara, su sincero aprecio por el arte, la literatura y la música, por no hablar de su vivida imaginación, siempre se había visto más como del tipo romántico. Parecía extraño al pensarlo ahora, pero ésa era la razón de que se hubiera incorporado al FBI y no a algún aburrido bufete de abogados del centro de la ciudad. Quería acción y pasión, incluso algo de peligro de vez en cuando. Pero últimamente, lo más arriesgado que había hecho era olvidarse de poner el seguro de su Lady Smith & Wesson y, para el servicio que le hacía, habría sido igual que fuera armada con un alfiler de sombrero. Con la esperanza de que la enviaran a un puesto en el extranjero, como Bogotá, Caracas, Lima o Ciudad de México, Kate había empezado a estudiar español. Entretanto, miraba al mar y soñaba con correr aventuras.

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