16

Dave se tropezó con Jock, el radiotelegrafista del Duke, y con Niven, el segundo oficial, cuando salían del ala del puente.

– Tenía que haber ido a arreglarle el micro de su radio, ¿no? -reconoció Jock.

– No se preocupe -dijo Dave-. Lo he arreglado yo mismo. Y, ¿qué hay del huracán? ¿Creen que nos alcanzará?

– Ahora íbamos a la sala de radio para ver el último informe meteorológico -dijo Niven-. Puede venir con nosotros, si lo desea, señor.

– Gracias, sí que me gustaría.

Dave siguió a los dos hombres por el corredor hasta la sala de radio.

Mientras Jock esperaba que la máquina de fax imprimiera un mapa meteorológico detallado, Niven dijo:

– Si fuera usted, yo no me preocuparía por la tormenta. Mi trabajo consiste en trazar rumbos y tener en cuenta cualquier imprevisto de la navegación. Eso incluye las tormentas. Si parece que el huracán Louisa se nos acerca demasiado, cambiaremos simplemente de rumbo y procuraremos salirnos de su camino.

El comentario de Niven envió a la cabeza de Dave una pequeña señal de peligro respecto al lugar de la cita.

– ¿En cuánto cree que tendríamos que alterar el rumbo? – preguntó.

– Eso depende, señor -dijo Niven.

– Fuerza de la tormenta, nueve -dijo Jock leyendo el mapa. Lo arrancó de la máquina de fax y se lo pasó a Niven-. Se dirige al noroeste, hacia la Meseta del Atlántico Norte. Viene derecha hacia nosotros.

– Será mejor que vaya a darle esto al capitán -dijo Niven-. Siempre que no cambie de dirección, podremos esquivarla sin muchos problemas -añadió mientras salía de la sala.

Dave asintió, aunque esta última información no lo había tranquilizado demasiado.

– El segundo oficial tiene razón, señor -dijo Jock-. Probablemente nos desplazaremos un poco más hacia el sur, eso es todo. Quizás nos retrase un poco, pero le aseguro que no le gustaría estar en este barco durante una tormenta, señor. Es por la altura, ¿sabe? El Duke es como un aparcamiento flotante de muchos pisos. Y además, no tenemos mucho francobordo.

– ¿Francobordo?

– En la zona de los trópicos siempre se espera un tiempo excelente, así que se embarca más carga, con la consiguiente reducción de francobordo -explicó Jock-. Un mayor francobordo aumenta la seguridad del barco durante el mal tiempo. Y viceversa. Además, estamos trabajando en la línea de carga de verano; y eso también disminuye nuestro francobordo -Jock sonrió y empezó a liar un cigarrillo-. Bah, no se preocupe. Si tenemos algún problema siempre podemos telegrafiar a ese submarino.

– ¿De verdad cree que está ahí?

Jock encendió el cigarrillo, le dio al botón de cambio de canales en la radio y Dave oyó el sonido que había oído antes.

– Ahí está, y transmitiendo ahora mismo -dijo Jock.

Dave recordó a Keach tonteando con la antena de su Tracvision y se preguntó si la señal tendría algo que ver con el Baby Doc.

– Un momento -dijo-. Antes dijo que pensaba que el submarino era sólo una posibilidad. Que el que estuviera transmitiendo podría ser uno de los barcos que llevamos.

– Exacto, señor; ésa era la primera posibilidad. El submarino era la segunda. Y ahora que lo pienso, también hay una tercera.

– ¿Cuál?

– Uno de los barcos que llevamos está transmitiendo al submarino -dijo Jock aspirando de su cigarrillo con lenta precisión y tragándose a medias el humo.

– Cree de verdad que está ahí, ¿no? -insistió Dave como un tonto.

– No soy un experto en sónar -dijo Jock-. Pero había algo aquí la última vez que comprobé la sonda acústica. Claro que no es muy preciso. Lo único que hace es dar la profundidad de mar abierto que hay por debajo del casco. Pero cualquiera podía ver que tenía que haber más agua de la que indicaba la sonda. Por supuesto, a lo mejor era un arrecife, o incluso una ballena amistosa.

– Pero en realidad no cree eso, ¿verdad, Jock?

– No señor, creo que es un submarino.

– ¿Y el capitán qué piensa?

– ¿El viejo? -Jock se echó a reír-. Lo único que le importa es su jardín y esa mujer del Jade. Por lo que dicen, cree que tiene posibilidades. No le importa una puta mierda ningún submarino -Jock sacudió la ceniza del cigarrillo por encima de la mesa de la radio-. Es bastante emocionante cuando lo piensas: un espía a bordo del Duke.

– Pero, ¿por qué? -dijo Dave-. ¿Por qué querría nadie espiar un buque como éste.

– Ah, bueno; ésa es la cuestión ¿verdad, señor? ¿Por qué?

Jack Jellicoe estaba tomando el sol en su jardín. Éste estaba formado por varias macetas de terracota llenas de lobelias y geranios de olor, colocadas encima del puente, alrededor de una de las torres de máquinas de proa. Echado en su tumbona, con una nevera portátil llena de ginebras rosa ya mezcladas y una novela de P.D. James, el capitán se sentía en su elemento. Pero en cuanto vio acercarse a su segundo oficial, supo que algo iba mal. Niven era un oficial competente y nunca lo habría molestado a menos que fuera importante.

– ¿Qué pasa? -gritó furioso.

Niven le dio el fax.

– El mapa del tiempo, señor. He pensado que tenía que verlo enseguida.

– Gracias, segundo oficial -Jellicoe estudió el mapa atentamente.

– El huracán Louise, señor -dijo Niven-. Nos está siguiendo. He pensado que quizás sería mejor establecer un nuevo rumbo. Lo he señalado en el fax, señor.

– Ya lo veo -dijo Jellicoe, cortante-. El único problema de este nuevo rumbo es que nos lleva derechos al Trópico de Cáncer.

– Sí, señor. He pensado que lo mejor sería mantenernos al sur, ya que la tormenta seguramente pasará más al norte, en dirección a las Azores.

– ¿Y en qué punto propone que nosotros pongamos rumbo al norte para dirigirnos hacia Gibraltar y el Mediterráneo? Después de todo, ése es nuestro destino final.

– Bien, señor, justo al norte de las Islas Canarias.

– Justo al norte de las Canarias, ¿eh? -Jellicoe sonrió, glacial, y señaló los dos cañones de bronce que apuntaban al mar-. ¿Y qué hacemos con esos?

– ¿Qué quiere decir, señor?

– Por si lo ha olvidado, los robamos de la isla de Lanzarote; que, si la memoria no me engaña, es una de las Islas Canarias. Y al hacerlo, yo y mi barco no quedamos en muy buena posición con los principales gerifaltes del gobierno local. ¿Comprende lo que quiero decir?

– Sí, señor.

Jellicoe echó otra mirada al mapa.

– No podemos en modo alguno acercarnos allí.

– No, señor.

– Esto es lo que vamos a hacer, segundo oficial. Ya he visto este tipo de cosas antes. La tormenta se habrá disipado en gran parte cuando nos alcance, créame. No, vamos a mantener nuestro rumbo original. No obstante y para mayor seguridad, dígale al jefe de máquinas que nos dé la máxima potencia. Procuraremos distanciarnos del Louise. Es probable que tengamos un mar algo agitado, pero nada que no podamos manejar. ¿Sabe, segundo?, al contrario de lo que cree la opinión pública, el mejor sitio para estar durante una tempestad es en el mar. Cuando el huracán Bertha alcanzó la costa de Estados Unidos, los jefes de la armada ordenaron que sus buques salieran a mar abierta, para evitar que se estrellaran contra los muros del muelle. Eso significa algo.

– ¿Y qué hay de las señoras del Jade, señor?

– ¿Qué pasa con ellas?

– Esta noche es el cóctel, señor.

– Ah, eso -Jellicoe echó otra mirada al mapa meteorológico y sacudió la cabeza-. Probablemente, habrá terminado para cuando el mar empiece a embravecerse.

– Puede que no estén acostumbradas a este tipo de cosas, señor. Quiero decir que va a ponerse bastante movido.

– Oh, no creo que tenga que preocuparse de la capitana Dana y de su tripulación. Estoy seguro de que habrán capeado más de una borrasca en su vida.

– Sí, señor, pero un barco como ése… Tendrán estabilizadores, supongo. Pero no les servirán de mucho mientras estén a bordo del Duke, señor. El único estabilizador que tenemos aquí es el café del cocinero.

– Eso es todo, señor Niven. Será mejor que diga a la tripulación que se pongan el uniforme azul. Va a hacer más frío. Y ordene al timonel que mantenga un rumbo estable.

– Sí, señor -Niven empezó a alejarse, sacudiendo la cabeza-. ¿Un rumbo estable? Y cómo mierda vamos a conseguir un rumbo estable.

– ¿Algo que añadir, señor Niven?

– No, señor.

– Entonces haga lo que le he dicho.

Jellicoe observó cómo se retiraba su segundo oficial. Con calma, plegó la tumbona, recogió la nevera, la novela y el mapa del tiempo. De camino hacia su camarote, iba riéndose, feliz, entre dientes. Parecía que, después de todo, los supernumos iban a gustar del auténtico sabor del Atlántico.

Kate había ido hasta la popa del buque para ver más de cerca al Britannia y a su tripulación, así como para estudiar si podía colocar otro aparato de escucha en el casco.

No se veía por ninguna parte al capitán, Nicky Vallbona, ni al otro tripulante, un tipo llamado Webb Garwood, ni a la amiga de Vallbona, Gay Gilmore. Kate se paseó arriba y abajo por el borde del dique flotante, pasando al lado del Britannia un par de veces, fingiendo un gran interés por las torres de máquinas y la popa abierta del Duke, pero no había nada que ver salvo un montón de gaviotas que se alimentaban de los desechos que flotaban en la estela de la embarcación. El Britannia parecía tan normal como los demás barcos del transporte, incluyendo el Carrera.

Kate miró a ambos lados y luego puso una rodilla en tierra para atarse el cordón del zapato. El micro no era mayor que un audífono y fue cosa fácil inclinarse y pegarlo al techo de la cabina de popa del barco. Ya se estaba alejando cuando la voz de un hombre a su espalda le hizo detenerse.

– Háblame -decía el hombre-. No te quedes ahí, de pie. Quiero decir, ¿has pensado alguna vez en tener niños, por ejemplo?

Casi esperando encontrarse con Howard de pie detrás de ella, Kate miró hacia atrás. No había nadie a la vista.

– Tu reloj biológico -decía la voz-, bueno, no se detiene, ¿verdad cariño? Quiero decir, si lo dejas hasta que ya hayas cumplido los treinta, entonces concebir es mucho más difícil.

Kate se dio cuenta de que la voz procedía de una ventana abierta cerca de la proa del Britannia. ¿Quién necesitaba micros cuando había ventanas abiertas? No es que hubiera nada en esta conversación que fuera de especial interés para el FBI. Podría haber sido Howard el que hablaba. ¿Cuántas veces le había oído hacer esos mismos comentarios?

– ¿Y a ti qué te importa? -respondió la voz de la mujer. Tenía acento de Nueva Zelanda. Eran Gay Gilmore y Nicky Vallbona los que hablaban.

– ¿Que a mí qué me importa? Cariño, pensaba que ésa era una de las razones por las que íbamos a casarnos; para tener niños.

– ¿De verdad? Bueno, pues ya te puedes ir haciendo a la idea, compañero. El único reloj biológico que tengo es el que me dice cuándo es hora de echar otro polvo. Y no tiene nada que ver con tener niños. Es sólo que me gusta mucho más follar que la idea de tener niños.

– Pero, ¿y el instinto maternal?

– ¿Qué pasa con él?

– Todas las mujeres lo tienen.

– Y una mierda.

Kate permaneció donde estaba, fascinada. Era como oír a unos actores leyendo un diálogo que ella hubiera escrito. Secretos de un matrimonio o algo por el estilo. Por el momento, le gustaba la actriz que la interpretaba a ella.

– Mira, Nick, tengo otros planes, ¿vale? Si acaso tengo algo de instinto maternal, queda satisfecho cuando me lames los pezones y cuando yo me acuerdo del cumpleaños de mi madre.

Kate estuvo a punto de aplaudir; tenía que recordar esa frase.

– La maternidad no es para mí, lo tengo claro. Ya tengo bastantes problemas sólo con cuidar de mí misma.

– No puedo entender que haya una mujer que no quiera tener hijos -gimió Nicky protestando.

Hubo un corto silencio durante el cual Kate pensó en lo que tenía en común con Gay. Una cosa por lo menos: su decisión de no tener hijos. Se preguntó cuánto sabía Gay de la droga escondida en los depósitos de combustible del barco. Esperaba que no supiera nada; empezaba a simpatizar con ella. Lo suficiente como para ayudarla cuando llegara el momento de la redada. Sería una lástima que Gay tuviera que ir a prisión. Por el contrario, la reacción de Nicky Vallbona había sido como la de Howard: egoísta y poco razonable.

– Nicky -decía Gay-, no creo que te hayas parado a pensarlo realmente. Tú y yo no estamos hechos para criar hijos. No estaría bien. Cuando lleguemos a Europa, cuando todo esto haya terminado, tendremos montones de dinero. ¿Por qué no nos limitamos a hacer lo que mejor se nos da? Divertirnos. Pasarlo bien. Sólo nosotros dos. Sin preocupaciones.

– Sí, vale. Supongo que tienes razón, cariño. Mierda, ni siquiera sé por qué he hablado de esto. Pero se acabó, no volveré a mencionarlo. Lo prometo.

Kate se alejó, triste. Triste por que su propio marido no se hubiera mostrado tan comprensivo sobre la cuestión de los hijos como un traficante de droga; y triste al saber que Gay sí que estaba enterada del asunto de la droga. A Gay le sería mucho más fácil no tener hijos cuando estuviera en prisión.

A veces el trabajo te planteaba situaciones que resultaba difícil prever. Como descubrir que los traficantes de drogas podían tener las mismas conversaciones sobre cosas corrientes que cualquier persona respetuosa de la ley.

Kent Bowen acababa de desconectar la radio, después de recibir la información que había pedido sobre Dave Delanotov -por lo menos en parte-, cuando él en persona llamó a la puerta corredera de cristal de la cabina del Carrera.

– Hola, ¿qué tal? -dijo Dave-. Espero no molestar.

– Diablos, no -dijo Bowen, deseoso de estar con Dave y poder echarle otra ojeada, ahora que sabía un poco más sobre quién y qué era-. Entre.

Quizás trabajara para el Centro Financiero de Miami, eso todavía lo estaban comprobando. Pero de mayor interés era la revelación de que, antes de ser propiedad de una naviera de la isla del Gran Caimán, el barco de David Delanotov había sido de un tío listo llamado Lou Malta, un mafioso de poca monta y antiguo socio de Naked Tony Nudelli, uno de los gangsters más importantes de Miami. Eso no demostraba que Dave fuera un mafioso, pero era suficiente para empezar. Bowen se prometió que, antes de que acabara el viaje, sabría todo lo que había que saber sobre David Delanotov. Al final iba a resultar que tenía razón respecto a aquel tipo. Delanotov era un delincuente.

– Tiene un barco estupendo -dijo Dave-. ¿Qué desplazamiento tiene?

– ¿Cómo dice?

– El tonelaje.

– Cuarenta, cuarenta toneladas.

– ¿De verdad? Habría dicho que estaba por las sesenta.

– Probablemente tiene razón -dijo Bowen con una sonrisa-. Yo sólo soy el propietario. Si quiere las especificaciones, tendrá que preguntarle a Kate. Ella sabe todo lo que hay que saber de esta embarcación. Yo, por mi parte, me limito a disfrutar de ella. -Al decirlo se le ocurrió una idea. Quizás podría desanimar a aquel tipo a su manera. Dejando caer la sugerencia de que ella ya estaba comprometida, como si fuera un chiste, el tipo de chiste que haría el dueño de un barco-. Y del barco, claro.

Dave sonrió fríamente mientras Bowen reía a carcajadas su propio chiste. No sabía por qué, pero no podía imaginar a Kate follando con aquel tipo.

– ¿Está Kate por aquí? -preguntó.

– Voy a buscarla -dijo Bowen, feliz de dejar la cabina antes de que Delanotov le hiciera más preguntas sobre el barco a las que no pudiera responder. Hasta Bowen pensaba que uno podía excederse al representar el papel de propietario tonto.

– Me parece que está en su camarote. Sírvase usted mismo algo de beber, si quiere.

Dave se sentó en uno de los asientos de cuero negro que había para el piloto en la timonera, y pasó la mano suavemente por la encimera lacada en negro de los módulos de madera de arce. Inmediatamente observó que el auricular del panel de control estaba aún caliente, al igual que el fino revestimiento de aluminio vaciado del transmisor receptor. Hacía sólo unos minutos que había estado en la sala de radio con Jock, que ambos habían oído el sonido de otra emisión codificada digitalmente, realizada desde uno de los barcos a bordo del transbordador. Dave no tenía modo de saber si la radio del Carrera estaba equipada con un scrambler. Después de estar fuera de circulación durante cinco años, el aspecto de las radios le resultaba poco familiar. Pero no cabía duda alguna de que alguien había estado emitiendo desde la radio de aquel barco. Y si no era a un submarino, ¿entonces, a quién?

Todo lo cual planteaba un par de preguntas: ¿Quién era Kent Bowen? Y, más importante todavía, ¿quién era Kate Parmenter?

– Hola.

Dave se volvió y torció el gesto. Kate parecía haber estado llorando.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Se me había metido algo en el ojo -explicó ella-. Ya estoy bien, pero debo tener el aspecto de haber visto Lo que el viento se llevó de principio a fin.

– Algo así -dijo Dave sonriendo-. ¿Tu jefe va a volver?

– No lo sé. Viene y va, ¿sabes?

Y al comprender que quizás Dave quería estar a solas con ella añadió:

– Tengo una idea. Tengo ganas de ir a ver esos cañones ceremoniales; los que el capitán Jellicoe robó de no sé dónde. ¿Vamos a echarles una ojeada?

Cruzaron al Juarista y luego subieron al Duke. Al pasar por el lado de estribor del Jade, Dave dijo:

– La razón de que haya ido a verte era que quería preguntarte si irías a la fiesta de esta noche.

– Sólo si tú vas -dijo ella-. No es que Kent vaya a dejar que nos la perdamos. Desde el momento en que supo la clase de películas que hacen, anda con la lengua colgándole un palmo fuera de la boca. Ese hombre tiene una libido más grande que su barco. Aunque seguramente él cree que la libido es algo que usan los franceses para lavarse los pies.

Dave se echó a reír y empezó a andar por la pasarela que llevaba hacia la zona de alojamientos.

– ¿Tú y él…?

– Por todos los santos, no. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

– A decir verdad, él.

– ¿Cómo? Te estás quedando conmigo.

– Es sólo un comentario que hizo. Nada concreto. Pero parecía dar a entender que había algo entre él y tú.

– Ese cabrón. Lo único que hay entre nosotros son el montón de gilipolleces que tengo que aguantarle. -¿A qué se dedica?

– ¿Quieres decir cuando no ejerce de capullo? Kate había pensado bastante en la tapadera de Bowen. Él quería decir que era algo fascinante, algo como directivo de la industria cinematográfica o incluso escritor. Pero Kate había logrado convencerlo para que fuera sólo algo que conociera de verdad. Quizás pudiera convencerle también de que se tirara por la borda y le ahorrara el trabajo de hacerlo ella.

– Tiene una cadena de tiendas donde vende artículos de seguridad y contravigilancia. Ya sabes. Micros que parecen enchufes eléctricos y pequeñas cajas fuertes que van dentro de una lata ficticia de Coca Cola. Basura paranoica para una época paranoica.

Kate se detuvo para encender un cigarrillo y luego siguió a Dave hasta la proa del buque. La tumbona estaba todavía allí, pero la nevera y Jellicoe ya habían desaparecido.

– Quiere abrir una cadena de tiendas para espías por toda Europa -dijo mintiendo sin dificultad-. Tech Direct; así es como se llaman las tiendas en Estados Unidos. Bueno, pues dentro de dos o tres semanas, hay en Barcelona una gran feria comercial para toda clase de artilugios electrónicos. Algo así como «cada hombre, su propio James Bond». Y hacia allí vamos, después de Mallorca.

Dave asintió, preguntándose si aquello podía explicar por qué Kent Bowen había estado utilizando un scrambler digital en su radio. Entretanto, Kate decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.

– Y a ti, ¿qué te lleva a Europa? -preguntó. -El Gran Premio de Mónaco -mintió Dave con igual facilidad-. Me gustan las carreras de coches. Y después navegaremos hasta Cap d'Antibes. He alquilado una casa para pasar el verano. -¿Tú solo?

– Es probable que se presenten algunos amigos míos. De Inglaterra.

Una suave brisa despeinó el cabello de Kate y Dave extendió la mano para tocarlo. Tenía un tacto como la seda. Y además estaba su perfume. Después de Homestead, a Dave le parecía que todas las mujeres olían bien. Pero Kate olía especialmente bien. Como algo rico y suntuoso.

– Tendrías que venir tú también -dijo Dave-. Es decir, si puedes librarte de Q., miss Moneypenny.

– Me gustaría saber a cuántas chicas habrás invitado.

– Eres la primera. En asuntos amorosos soy un dulce principiante.

– Eso sí que no me lo creo.

– Me alimento de la incertidumbre de la esperanza.

Kate se contuvo, al darse cuenta de que, de nuevo, estaba recitando algo.

– Para mí, el objeto de la vida es misterioso y tentador, algo en que pensar intensamente, la sospecha de las maravillas que vendrán. Y así, estoy seguro de que el destino me unirá con un alma gemela.

No podía por menos de sentirse impresionada.

– ¿De quién es? -preguntó-. ¿También de Van Morrison?

Dave negó con la cabeza.

– Suena mejor en ruso. No, es de Pushkin. En versión libre.

– No sé si esperas mi admiración -dijo Kate con una sonrisa-. Pero es bonito. ¿Encontró Pushkin su alma gemela?

– Sí, pero la historia no tuvo un final feliz.

– ¿Qué sucedió?

– Alguien lo mató de un tiro. Un tipo llamado D'Anthes.

– No hay ley alguna contra las armas de fuego que pueda detener a un loco -dijo Kate encogiéndose de hombros-. Si, como tú has dicho, puedo librarme de Q., me encantaría visitarte. Cap D'Antibes, ¿eh? Supongo que es un sitio muy chic.

– Tan chic como Valentino.

– Ésa es la parte que me preocupa. Sola, en un país extranjero, sin siquiera un guía nativo. Podría pasar cualquier cosa.

– Anoche casi pasó.

– ¿Anoche? -dijo Kate sonriendo-. Oh, eso fue sólo sexo. Hoy se parece más al tema de un programa de Oprah. El espectáculo completo: cómo nos conocimos. O algo por el estilo.

– No te preocupes -dijo Dave-. Yo siento lo mismo.

– D'Antibes, D'Anthes. No te preocupes. Eres una auténtica luz roja; lo sabes, ¿verdad Van? Cualquiera pensaría que estás tratando de enviarme alguna especie de señal.

– Llamando por todas las frecuencias, teniente Uhura.

– Adelante, capitán.

– Suena algo estúpido, pero me estoy enamorando de ti. Quizás no fuera exactamente amor a primera vista. Si lo hubiera sido, te lo habría dicho ayer. Pero queda tan cerca que casi lo es.

– Diría que es de foto finish -Kate le acarició la mejilla con el dorso de la mano-. Además, es la segunda impresión lo que cuenta; pregúntaselo a cualquier adivino. ¿Sabes, Van? Me recuerdas a mi abogado.

– ¿A tu abogado? -dijo Dave riendo-. ¿Y eso?

– Me recuerdas que tengo que llamarlo para averiguar por qué se está retrasando mi divorcio.

– ¿Crees que tú y yo formaríamos un buen equipo?

– Podría ser.

Dave hizo una breve pausa, mientras pensaba en la mejor manera de probarla. Una cosa era que le dijera que lo quería. Después de todo, pensaba que era un tipo decente, o tan decente como se podía ser si, además, daba la casualidad de que eras millonario. Pero sería otra cosa si dijera que estaba dispuesta a tener una relación con un ladrón. Y no con un ladrón cualquiera, con uno muy poco corriente.

– Juntos, tú y yo, podríamos hacer dinero de verdad.

– ¿Sí?

– ¿No te gustaría hacerte con un montón de dinero?

– Todo depende de lo que tuviera que hacer para conseguirlo. No nos veo ganando los dobles mixtos en Forest Hills.

– ¿Y si te dijera que estoy a punto de jugar una partida de cartas con cuatro ases en la mano?

– Te preguntaría si esa mano estaba en la mesa o en el interior de tu manga.

Dave permaneció silencioso.

– Oh, oh, parece que, después de todo, sí que hay algún tínglado en marcha. No sé, Van. Yo diría que Montecarlo es un lugar bastante adecuado para ir con cuatro ases.

– ¿Y si dijera cinco ases?

– Hay un nombre para ese tipo de gente, Van. Y números también. Y tienes que vigilar que no te den por el culo cuando te duchas -Kate sonrió algo insegura-. Es una broma, ¿verdad? No eres jugador, ¿eh?

– Hablaba metafóricamente -dijo Dave.

– Ah, ya veo. Una metáfora. Me alegro. Había empezado a pensar que había conocido a un tramposo.

– Pero entraña riesgos. Y la apuesta es alta. Para conseguir una gran recompensa.

Kate siguió sonriendo. Sabía que, si dejaba de hacerlo, le iba a resultar difícil volver a empezar. La conversación había tomado unos derroteros totalmente inesperados. Por un momento había pensado que se iban a declarar un amor imperecedero y que iban a hablar de casarse. Pero ahora no sabía qué pensar.

– Y ahora me dirás que eres una especie de ladrón de joyas de alto nivel, que ahora vive tranquilamente en una villa en lo alto de una colina en la Costa Azul. Como Cary Grant en Atrapar a un ladrón. Vamos Dave. ¿De qué va esto?

Dave consideró la idea cuidadosamente durante un par de segundos. ¿Por qué no? Ser un ladrón de joyas de alto nivel encajaría muy bien en la clase de prueba de fuego que tenía en mente. Después de todo, si estaba dispuesta a aceptar a un ladrón de guante blanco, también estaría dispuesta a aceptar a un pirata, o como quiera que se llamase a un tipo que daba un golpe a bordo de un barco.

– Hablo del todo en serio, Kate.

Todavía esforzándose por conservar su buen humor, la sonrisa de Kate era ahora algo forzada.

– Para serte franca -dijo-, nunca me he visto haciendo uno de los papeles de Grace Kelly. Para empezar, conduzco mucho mejor que ella, y además, bueno, ¿aquella película acababa bien o no? No me acuerdo. ¿Y Cary Grant no era un ladrón de joyas reformado que trataba de limpiar su nombre? -Dejó de hablar, irritada, su buen humor desapareciendo por momentos-. Mierda, Dave, esto no se le hace a una chica de la que te acabas de enamorar. ¿Sabes?, cuando la gente se casa, dice «en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad»; no hay nada sobre el bien y el mal -Ahora estaba empezando a sentirse inquieta; como si hubiera ganado la lotería y no supiera dónde había puesto el billete-. Esto no tendría que pasar. Mira, puede que te hayas hecho una idea equivocada de mí. Lo de anoche, tan a lo Rita Hayworth, tan a lo Gilda, fue sólo una representación. Yo sólo soy una sencilla chica de provincias. De Titusville, ¿recuerdas?

– ¿Y qué se ha hecho de la chica de la Space Coast?

– Houston, tenemos un problema. Me parece que el cohete ha estallado en la pista de lanzamiento.

Dave la besó otra vez, como para tranquilizarla.

– ¿Estás segura de eso? -preguntó luego.

– No -dijo ella débilmente, y lo besó a su vez-. Pero tengo la sensación de que no voy a aterrizar en la Luna. Mis sistemas de teledirección son un desbarajuste total.

– Sólo necesitas un poco de tiempo para reajustarlos de nuevo, eso es todo. Todavía puedes completar tu misión.

– Si tú lo dices -Kate sonrió, irónica-. Escúchame Dave. ¿Podemos hablar sensatamente un momento? Esto no es una película; es algo real.

– ¿Qué es real? Alguien dijo en una ocasión que no sabríamos cómo enamorarnos si no hubiéramos leído una descripción antes. Bueno, pasa algo parecido con las películas. Puede que incluso más. A veces, cuando pienso en lo que ha sido mi vida, lo único que recuerdo son las buenas películas y mis programas favoritos de televisión. Los mejores momentos de mi vida, en su mayoría, los he pasado en los cines. Y me parece que lo mismo puede decirse de la mayoría de la gente, Kate. Algunas de nuestras experiencias más extraordinarias proceden de las películas. No de verlas, ¿sabes?, porque si es una buena película, es como si fueras parte de ella. Mira, eso es lo que yo llamo realidad virtual, no uno de esos cascos de moto que tienes que encajarte en la cabeza para ver la mano que hay delante de tu cara -Dave se encogió de hombros-. Así que, ¿qué es lo real? No lo sé. De lo que estoy seguro es de que las cosas son sólo lo corrientes que tú quieras que sean. Si quieres que tu vida sea tan apasionante como una película, entonces es así como tienes que vivirla.

Kate se echó a reír y lo besó rápidamente.

– De acuerdo -dijo-. ¿Cuáles han sido tus experiencias más extraordinarias?

Dave se quedó pensativo un segundo. Y luego dijo:

– Entrar en la ciudad con el Grupo Salvaje. Cabalgar en mi moto al lado del Capitán América. Correr hacia el Nornoroeste, huyendo de aquel aeroplano fumigador. Ser seducido por la señora Robinson. Escapar por las alcantarillas de Viena. Poner pies en polvorosa delante de una gran bola de piedra en un templo inca. Montar en una cuadriga contra Messala en el circo de Antioquía. Destruir la Estrella de la Muerte con mi último misil. Jugar al ajedrez con la muerte. Besar a Hedy Lamarr. Besar a Grace Kelly. Besarte a ti.

– Tienes razón. Has tenido una vida interesante.

– Es como te he dicho, Kate. Todos tenemos momentos de cine que recordamos. Y éste puede ser uno de ellos. Si tú quieres que lo sea.

– Puede que tengas razón -dijo Kate-. Pero, como tú mismo has dicho, necesito un poco más de tiempo para pensar cómo voy a representar esta escena en concreto.

– No tardes demasiado -apremió Dave-. Dentro de unos días empezamos a rodar.

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