Dave estaba sin aliento. Eso es lo que podía resultar de darse un paseo hasta el bloque de alojamientos por el estrecho flanco del buque por la noche y con un mar embravecido. Varias veces Al y él habían tenido que detenerse y agarrarse a la barandilla hasta que hubo pasado el oleaje y pudieron volver a moverse. Por lo general, se tardaba cinco minutos en recorrer el camino. Esta vez les llevó más de veinte. Y cuando finalmente alcanzaron su objetivo, ambos estaban empapados hasta los huesos. Por un momento un pensamiento pasó por su cabeza: «¿Qué coño estoy haciendo aquí?». Luego se dominó y dejó la pregunta sin respuesta no fuera que Al se ofendiera. Conscientes de la magnitud de la tarea que habían iniciado, se separaron en silencio por miedo a expresar las dudas que cada uno sentía. Dave se encaminó a la sala de la radio y Al bajó a hacerse con el control de la sala de máquinas.
Dave aplicó la oreja a la puerta de la sala de radio, escuchando atentamente durante un rato, para asegurarse de que no había nadie. Igual que Rashkolnikov (el protagonista de Crimen y castigo), listo para aplastarle la cabeza a la vieja. No es que planeara matar a nadie, y mucho menos a Jock. Pero aunque eran más de las doce, allí había alguien. Oía el sonido de una máquina en marcha. Si Jock estaba dentro, Dave confiaba en que el escocés tuviera el buen sentido de no resistirse. Luego, mirando su Breitling, comprendió que no podía esperar más. Estaban trabajando con una sincronización muy ajustada. La tormenta tenía la culpa. No habría tiempo para errores. Dave contaba con sólo un minuto o dos para cerrar con llave la sala de radio y luego tomar el puente antes de que Al entrara en acción allá abajo.
Abrió la puerta y vio que todo estaba a oscuras, salvo una pequeña luz verde, como un único ojo de algún animal nocturno. La sala de radio estaba vacía y vio que el ruido procedía de la máquina, de fax que iba arrojando un largo rollo de papel al suelo. Encendió la linterna para ver de qué información se trataba, por si afectaba a su cita, y vio que sólo eran los resultados de los partidos de fútbol jugados a mitad de semana en Inglaterra. Y el Arsenal, fuera quien fuera, había vuelto a perder. Dave echó la llave por fuera, se la metió en el bolsillo del chaleco de cazador que llevaba encima del antibalas y se dirigió al puente.
El reloj acababa de marcar la medianoche cuando el tercer oficial fue relevado por el segundo oficial, Niven. Normalmente, ésta era la más tranquila de todas las guardias, y duraba hasta las 4 de la mañana, cuando a Niven lo relevaba el primer oficial. Pero el tiempo había dado a la tripulación de guardia mucho que hacer, vigilando el programa de abordaje y colisión. Esto entrañaba tomar el rumbo y la demora del radar con el ARPA del buque, para conseguir el cálculo vectorial de otros barcos que pudieran estar en la zona. El Duke iba a 105 revoluciones por minuto. Niven acababa de oír decir al timonel: «A babor, un grado», y comprobaba el ajuste del timón en un grado, hecho por el ordenador, cuando se encontró frente al cañón con silenciador de la metralleta de Dave. La luz roja que surgía del dispositivo de mira por láser que había debajo del cañón del arma confirmaba que el portador de la misma iba en serio.
Dave confiaba en que los hombres que estaban en el inestable suelo del puente oyeran lo que tenía que decir por encima de los latidos de su corazón.
– Ordene avante lo más lento posible.
Niven no vaciló, comprendiendo que sólo en las películas se le ocurría a nadie discutir con un tipo que te apuntaba con un arma. Cogió el teléfono de la sala de máquinas, transmitió la orden de Dave y esperó hasta que le fue confirmada por el segundo oficial. Todavía con el teléfono en la mano dijo:
– Despacio avante.
– Fije el giroscopio para pilotaje automático -ordenó Dave.
– Ya está fijado. Puede comprobarlo si quiere.
Dave sonrió.
– ¿Por qué iba a mentir? -dijo.
Niven tragó saliva. Dave señaló hacia la ventana del puente con la metralleta.
– ¿Hay tripulantes a popa?
– No con este tiempo.
Dave cogió el teléfono de la temblorosa mano de Niven y le hizo un gesto para que se apartara.
– Quiero hablar con el hombre de la metralleta -dijo.
Después de una corta pausa, oyó la voz de Al:
– Sala de máquinas controlada.
– Puente controlado -dijo Dave-. Vamos a bajar.
Le lanzó el teléfono a Niven, quien debido al miedo, manoteó y luego lo dejó caer al suelo.
– Lo siento -dijo, recuperándolo lentamente y volviéndolo a colocar en el soporte.
– Mantenga la calma y todo irá bien -aconsejó Dave-. A partir de ahora todo depende de su actitud. Tener la actitud equivocada puede ser poco sano. ¿Me sigue?
– Como a Moisés los judíos.
– Buen chico -dijo Dave-. De acuerdo, vamos abajo.
– Perdone, pero ¿qué pasa con el timón? -preguntó Niven.
– Está en automático -dijo Dave-. El ordenador vigilará el ARPA.
– Sí, pero de cualquier modo… Con este tiempo, siempre es mejor no perder de vista las cosas.
Dave no tenía tiempo para discutir. En silencio, movió el arma hacia el ala del puente y las escaleras que llevaban abajo. Los dos hombres miraron a Dave y su arma con cautela y atención y luego cruzaron la puerta. Pocos minutos después ellos y el hombre que antes estaba en la sala de máquinas entraban dócilmente en el taller. Dave observó que Al empujaba al jefe de máquinas con brusquedad con el cañón de su metralleta y luego corría el cerrojo de la puerta.
– ¿Te ha causado problemas?
– Está vivo, ¿no? -respondió Al en tono inquietante.
– No te pongas en plan de jodido tío duro. Vamos de Smith & Jones, ¿de acuerdo?
Al se encogió de hombros y fue entonces cuando Dave observó que en una de las cadenas de oro que llevaba al cuello había un crucifijo. Al llevaba un montón de oro, pero ésta era la primera vez que Dave le había visto un crucifijo. Cogiéndolo en su mano con medio guante, le dijo:
– ¿Qué es esto?
Al le quitó el pequeño crucifijo de las manos y lo metió dentro del duro frontal de su chaleco a prueba de balas.
– ¿De verdad crees que Dios va a protegerte cuando llevas una metralleta en la mano? -dijo Dave riendo.
– ¿Y tú quién eres? ¿El mierda de Billy Graham? ¿Qué coño te importa lo que yo crea?
– Creo que un hombre tiene que confiar sólo en sí mismo, eso es todo. No me gusta la idea de que hay segundas oportunidades en la vida. Hace que la gente se descuide. El único que está vigilando tu culo por aquí soy yo, Al. No Dios. Procura no olvidarlo.
– Tú cuídate de tu propia mierda y deja que yo me encargue de la mía. Puedo controlar las notas discordantes de mi sistema. No me afectan las contradicciones inherentes a mi situación. ¿Entiendes lo que digo? Así que saca la nariz de mi jodida conciencia y vamos a dar unas cuantas patadas en el culo de alguien.
Con tres hombres encerrados, eso dejaba otros catorce de quienes dar cuenta. Todas las dependencias de los oficiales y tripulantes estaban en la misma cubierta. La mayoría dormían y unos cuantos estaban borrachos. Ninguno ofreció resistencia. Con excepción de Jellicoe. Fue el último en ser sacado bruscamente de su cama a punta de pistola. Ver al resto de sus hombres esperando dócilmente de pie en el pasillo bajo la vigilancia armada de Dave pareció hacer brotar en él la tradición de orgullosa resistencia de su país.
– Saben qué es esto, ¿no? -dijo con severidad.
– Cierre la jodida boca.
– Es piratería, eso es lo que es -persistió Jellicoe-. Es un delito contra la ley de las naciones, eso es lo que es. Verán, fuera de la jurisdicción normal de un estado, aquí yo soy la ley. Y les juro que no se saldrán con la suya, hijos de puta. Sea cual sea su nacionalidad o su domicilio, pueden estar seguros de que les perseguiré, les arrestaré y les castigaré, ya que tengo el poder de hacerlo bajo las leyes interna…
Al metió el cañón recortado de su escopeta debajo de la nariz de Jellicoe y quitó el seguro, lo que tuvo el efecto inmediato de silenciarlo. Luego, con una expresión de intensa irritación, Al miró a Dave como si le hiciera personalmente responsable y dijo:
– Vale, acepto toda esa mierda de Smith & Jones. Pero si me viene otra vez con esta basura, voy a meterle un tiro por cada jodida ventana de la nariz.
– Haga lo que dicen esos cabrones, señor -dijo uno de los tripulantes de Jellicoe-. Por los clavos de Cristo. Si no, hará que nos maten.
Al volvió su malévola mirada a Jellicoe y dijo:
– ¿Lo has oído, maricón de mierda? Es un buen consejo. Otro comentario tuyo y te envío a perseguir al Octubre Rojo, como que hay Dios. ¿Lo entiendes?
Antes de echar la llave a la puerta del taller, Dave se llevó aparte a Jock.
– Siento todo esto, Jock. Mira, en el suelo hay algunas herramientas y otras cosas que os ayudarán a escapar. Pero te recomiendo que no empecéis hasta alrededor de las seis. Al se va a poner nervioso si oye que dais golpes y cuando está nervioso se lía a disparar a la más mínima. Ya sabes qué quiero decir. El barco va avante a marcha lenta con el piloto automático, así que no tienes que preocuparte de nada en ese aspecto. Una cosa más. En el Carrera encontrarás a algunas personas esposadas. Las llaves de las esposas así como la llave de la sala de radio están en la caja fuerte de mi barco. Es una combinación de cuatro cifras. Ya os he tecleado el primer número. Sólo tenéis que encontrar los otros entre 999 posibilidades. No os tendría que llevar más de un par de horas. Lo sé. Lo he probado yo mismo. ¿Lo entiendes?
– Sí, creo que sí -dijo Jock frunciendo el ceño-. ¿Puedes decirme de qué va todo esto?
– Es lo que tú dijiste, Jock. Cada uno tiene que arreglárselas como puede.
Vaciar el bloque de alojamientos y encerrar a la tripulación era la parte más fácil de todo el plan. Pero trepar de un yate a otro y trasladar a propietarios y tripulaciones desde sus barcos y a lo largo del flanco del buque de noche siempre había parecido más problemático. Ahora, con mar gruesa, parecía imposible. Como Dave y Al habían descubierto en su recorrido hasta los alojamientos, hubiera sido facilísimo que alguien se cayera por la borda, ahogándose sin duda alguna. Pero Dave era de lo más flexible a la hora de abordar su plan y, cuando tropezó con las placas y tarjetas de identidad del FBI, se le ocurrió una idea para ahorrar un tiempo y un esfuerzo cruciales. Y en cuanto los oficiales y tripulantes del buque estuvieron a buen recaudo, Dave le contó a Al el cambio de planes.
– Al -dijo en voz baja-. Tengo un regalo para ti. Mira, no quiero que te alarmes cuando veas lo que es, ¿vale? Porque lo normal es que te alarmes, ¿sabes? En circunstancias normales mirarías lo que estoy a punto de darte y te sentirías muy incómodo. Y no sería yo quien te culpara por ello. Pero cualquier idea creativa, si es realmente buena, siempre acarrea un cierto grado de improvisación. Como el buen jazz, ¿sabes? O como Jimi Hendrix.
– ¿Improvisación? -El ceño de Al se acentuó-. ¿Qué coño es esto? ¿De qué estás hablando… improvisación? ¿Tengo aspecto de ser el mierda de Lee Strasberg o algo así? Estamos dando un golpe, no apuntando las ideas de un jodido director.
Estaban de pie en el puente vacío mirando hacia abajo, hacia los difusos contornos de la flotilla cautiva de yates. Aparte de las dos luces en la popa del buque, todo estaba a oscuras. Dave asintió y dijo:
– Eso ha estado bien. Lee Strasberg está bien. Es un ejemplo mucho mejor que Jimi Hendrix porque vamos a tener que actuar un poco. ¿Has pensado alguna vez en ser actor, Al?
– Odio a los jodidos actores.
– Eso también está bien. Trata de no olvidarlo. Porque la mejor manera de manifestar tu desprecio por los actores sería demostrar lo fácil que es actuar.
– ¿Quieres ir al grano, hijo de la gran puta?
– De acuerdo, éste es tu papel -Dave sacó la placa de identificación de Kent Bowen y se la pasó. Confiaba que a la tenue luz del puente Al no reconociera a Bowen en la foto-. Te llamas Kent Bowen y eres un ASAC del FBI.
Al miró atentamente la tarjeta.
– ¿De dónde coño la has sacado?
– Eso no importa ahora. Ésta y la otra que tengo en el bolsillo nos van a ahorrar mucho ir arriba y abajo -Echó una ojeada al reloj. El cambio de planes parecía ahora esencial-. Mira esos barcos de ahí abajo y piénsalo: hemos de subir y bajar de ese montón de jodidos barcos en la oscuridad, y con esta mierda de tiempo va a ser bastante peligroso, aparte del tiempo que nos va a ocupar. ¿Verdad? Esta idea del FBI es sólo una manera de agilizar esta fase de la operación. ¿Lo coges?
Menos esfuerzo para los mismos beneficios; eso le iba a Al.
– Creo que sí -dijo.
Dave recuperó la cartera del FBI de Bowen y metió una mitad en la correa del chaleco de Al, de forma que la placa colgara delante.
– Ya está -dijo-, pareces el mismísimo Al Pacino. Bien, éste es el plan. Tú y yo no vamos a subir a esos barcos haciéndonos pasar por un par de federales. Les diremos que hemos tenido bajo vigilancia a uno de los barcos que hay aquí, bajo sospecha de contrabando de drogas. Sólo que ahora tenemos que actuar y arrestarlos antes de que transfieran la mercancía a otro barco. Por eso, pedimos a todo el mundo que se quede en sus camarotes por si acaso hay tiroteo y que no hagan ruido alguno. ¿Crees que puedes manejarlo?
Al miró la placa que llevaba y meneó la cabeza.
– Joder -dijo-, es una sensación rara. Claro que puedo manejar esta mierda, sí. Actuar; eso está chupado. Si Arnie Schwarzenegger puede hacerlo, entonces cualquiera puede. Soy Jack Webb, no hay problema. Cuando era un crío siempre veía Dragnet.
– Ahora te escucho -dijo Dave.
– Oye, dime otra vez quién se supone que soy -dijo Al y antes de que Dave pudiera desviar su atención, se había sacado la cartera del chaleco y estaba observando atentamente la tarjeta de identidad de Bowen-. Será mejor que me meta en el personaje.
– Te llamas Bowen -dijo Dave, confiando en distraer a Al, preocupado por como podría reaccionar ante la presencia de tres agentes federales auténticos a bordo del Duke-. Y eres lo que los federales llaman un ASAC.
– Saco de mierda, lo más seguro -murmuró Al-. ¿Sabes?, es una tarjeta bastante buena. Con unas credenciales así, yo podría…
– Sí, sí, vamos Al, en marcha.
– Eh, espera un minuto. Yo conozco esta jeta. Es el tipo que va en el bote de la tía ésa que te gusta. Esa tía que te has estado…
– Al, no hay tiempo para explicaciones.
– Lo es, ¿no? Es ahí donde he visto a este tipo. Y esta placa. Esto es Coca-Cola. Lo auténtico.
– Nada de esto importa.
– Y una mierda. Enséñame tu placa.
– Estas placas van a facilitarnos las cosas, Al, si dejas que lo hagan.
– Dámela, capullo.
Dave vio que no valía la pena discutir. Le dio la placa de Kate y observó cómo en la fea cara del hombretón aparecía un gesto de horror.
– Joder, ella también es una federal. Te has tirado a una federal, ¿eh? No me lo puedo creer. Te has tirado a una federal. ¿En qué leches pensabas? ¿No estabas nervioso ni nada?
– No sabía que era una agente cuando follé con ella -mintió Dave-. Estaba curioseando en el cajón de sus bragas y fue entonces cuando encontré la cartera.
– ¿Y el otro tipo? ¿El alto con gafas? ¿También es un federal?
– No, está con los guardacostas.
– ¿Te lo tiraste también? ¿O sólo te van los federales? -Al sacudió la cabeza, asombrado-. Joder, no puedo creerlo. ¿No te pone nervioso? Me vienen ganas de correr en busca de la teta de mamá.
– Relájate, ¿quieres? Todo va bien. No son una amenaza para nosotros, créeme. Para empezar, están en misión secreta; vigilando a Jellicoe. Sospechan que hace contrabando de drogas o armas o algo por el estilo. No tiene nada que ver con nosotros. Nada, ¿lo entiendes? Y, además, me llevé sus armas al mismo tiempo que sus papeles y las tiré por la borda, por si acaso.
Dave pensó que la historia de Jellicoe era mejor para la paz mental de Al que decirle que no tenía ni idea de quién era el objeto de vigilancia, o por qué, salvo que con seguridad no eran ellos dos.
– ¿Llevaban armas?
– Pues claro que llevaban armas. Son del FBI, no unos capullos Vigilantes de la Playa.
– Sigue sin gustarme.
– No tiene que gustarte, Al. Lo único que tienes que hacer es actuar, por los clavos de Cristo.
– ¿Y qué pasa con ellos? Con los federales. ¿Qué vas a hacer con ellos? -dijo Al, devolviéndole la placa de Kate.
– Tranquilo. Yo me encargo de eso.
– Una despedida romántica, ¿no?
– Algo así.
– Tío tengo que reconocértelo. Tirarse a una federal. Para cualquiera sería todo un trofeo, pero alguien como tú, además… Un ex presidiario que acaba de salir de una cárcel federal. Espera que se lo cuente a Tony. No se lo va a creer. Tú, Dave Delano. Mister Sang Freud. Es francés -explicó Al-. Significa que tienes serenidad. Como si tuvieras hielo en las venas.
Kate estaba en su camarote, tumbada en la cama que se mecía suavemente, dormitando. En la cabeza se le acumulaban grabados y retratos robot de vagas ideas; pero no podía concentrarse en ninguna de ellas. ¿Qué iba a hacer? No podía hacerle el vacío a Dave el resto del viaje. ¿Y si estuviera involucrado en la mafia de las drogas? ¿Sería eso mejor o peor que ser un ladrón de joyas? ¿Podía creerse algo de lo que Dave había dicho? Sí. La quería. Incluso quería casarse con ella. Hasta ahí lo creía. Y no porque quisiera creerlo, sino porque sabía que era la verdad. Y en ese caso, y dado que ella sentía lo mismo por él, ¿lo demás importaba? ¿Qué podía importar estar en el FBI y permanecer en Florida comparado con lo que sentía por él? ¿Acaso no era eso lo que había estado buscando? ¿Algo que se saliera de lo corriente? ¿Qué importaba que en realidad no supiera nada de él? Como Dave había dicho, cada día miles de personas que no se conocían, se enamoraban y se casaban. ¿Es que sus matrimonios tenían menos fortuna que los de los demás? El de Howard y ella, por ejemplo. Se habían conocido tres años antes de casarse. Y ya ves el resultado…
No estaba dormida cuando despertó; fue más bien como si volviera de la inconsciencia. Como si algo la hubiera perturbado; algo distinto de la tormenta que seguía azotando el ojo de buey. Como si alguien hubiera entrado en el camarote. Kate se dio la vuelta en la cama para encender la luz y se encontró con una mano que le tapaba la boca antes de que pudiera alcanzar el interruptor.
– Soy yo, Dave. No chilles -Y al momento siguiente apartaba la mano y la sustituía por los labios.
Durante uno o dos minutos Kate se entregó a su beso, relegando todas sus dudas al fondo de su mente. Él estaba allí, con ella, y eso era lo único que contaba. Rodeándolo con sus brazos, trató de atraerlo encima de ella, deseando que le hiciera el amor, sin tener en cuenta lo que ahora sabía de él.
– Dios, Dave -murmuró-, estás completamente mojado. ¿Pasa algo en el barco?
– No.
– Me alegro de que hayas venido.
– Kate, tengo que hablar contigo.
– Te he estado evitando, lo siento. Me arrastrabas. No sabía cómo reaccionar… ¿Cómo vas vestido? Déjame que encienda la luz.
Pero Dave le impidió moverse y, percibiendo que él no quería luz, empezó a pensar que algo iba mal.
– Quiero que sepas que todo lo que dije lo dije de verdad, lo de que te quería, y que quería casarme contigo.
– Lo sé, lo sé.
– ¿Y?
– ¿No podemos hablar de esto después de hacer el amor?
Él suspiró y se apartó de ella en la oscuridad.
– Me gustaría, de verdad que me gustaría. Pero, verás, me voy del barco. Esta noche.
– ¿Que te vas? Dave, ¿de qué estás hablando? ¿Qué está pasando?
– Escúchame atentamente. Dos cosas.
Kate estiró el brazo y encendió la luz. De una mirada abarcó el chaleco antibalas, la automática del 45, la metralleta, las miras nocturnas y el walkie-talkie. Parecía una especie de comando. O quizás algo peor.
– Por todos los santos.
Dave se encogió de hombros como disculpándose y dijo:
– Bueno, esto es la primera cosa.
– ¿Qué coño está pasando?
Dave empezó a responder, pero ella lo silenció con igual rapidez. Con la boca convertida en una línea de desaprobación, dijo:
– No, no me lo cuentes. Me parece que puedo adivinarlo. Es piratería, ¿no?
– ¿Estás segura de que no quieres cambiar de opinión y venir conmigo? -preguntó Dave.
Kate se rió con desprecio. Sólo que el desprecio no era hacia él sino hacia sí misma. Que se hubiera demostrado que se había equivocado con este hombre, el hombre que amaba, y que lo hubiera demostrado nada menos que Kent Bowen. Nunca le permitiría olvidarlo, el hijo de puta. Se oyó a sí misma diciendo:
– ¿Yo, fugándome con un pirata, un ladrón de droga? Creo que no.
– Lo siento -dijo Dave. Así que había tenido razón al pensar que había drogas escondidas en algún lugar del buque. Y eso era lo que ella creía que él planeaba robar-. Lo siento, porque fui sincero en cada palabra que dije.
– Sí, eso ya lo dijiste -sonrió con amargura-; dijiste muchas cosas que ahora no significan nada. ¿Y yo? Me tragué toda la historia del millonario ¿eh? Y luego toda esa basura del caballero ladrón de joyas. Me hiciste bailar al son que quisiste… ¡y cómo!
– De acuerdo, soy un embustero -admitió Dave-. En este mundo todos pretendemos ser lo que no somos -Se detuvo, esperando que también ella le desvelara su engaño.
– ¿Así de fácil? -dijo ella-. No te engañes, Dave, si es que ese es tu nombre. Tú eres sólo otro reincidente de Homestead – Kate sonrió ante la cara de sorpresa de Dave-. Sí, lo sé todo.
Dave trató de deducir cómo habría averiguado que era un ex presidiario. Seguía sin estar segura de su nombre pero, de algún modo, podía relacionarlo con Homestead.
– Tienes que tener más cuidado con los libros que robas.
O sea que era eso. Debía haber algo en uno de sus libros. Un ex libris o algo así. Tendría que haber sido más cuidadoso. Dave comprendió que la había subestimado.
– Supongo que crees que has calculado todas las eventualidades -Kate bajó lentamente de la cama y se puso de pie-. Bueno, no voy a desearte suerte. A la gente como tú no le interesa dejar las cosas a la suerte. Necesitáis algo seguro. Pero hay algo que me gustaría darte, como recuerdo. Algo que haga que te acuerdes de mí; cuando estés encerrado otra vez.
Dave la observó mientras levantaba la colcha con calma, admirando la forma en que mantenía el control. Allí estaba él, armado hasta los dientes, y ella, en pijama, pero todavía buscando la pistola, impertérrita, pensando que aún contaba con una oportunidad de detenerlo; resistiéndose a admitir el fracaso. No cabía duda alguna. Había escogido a alguien realmente especial: Kate Furey era toda una mujer.
Lentamente, Kate sacó el cajón de debajo de la cama y dijo:
– Un pequeño recuerdo de nuestro amor. Así siempre sabrás exactamente lo que te perdiste cuando destruíste mi buena opinión de ti, Dave.
Sonriendo, Kate rebuscó en el cajón, metiendo la mano hasta el fondo, donde guardaba su placa y la Ladysmith 38. Había que ver cómo permanecía allí sentado, con las piernas abiertas, los brazos cruzados, como si ya tuviera el botín en el bolsillo. Lo último que esperaría era que una agente federal bien entrenada sacara un arma y le apuntara directamente a las pelotas.
Dave observaba cómo su búsqueda se iba haciendo cada vez más frenética y cómo la sonrisita astuta desaparecía rápidamente de su cara.
– Parece que te falta algo -dijo. Y sacando la placa del bolsillo de su chaleco de cazador, la abrió con el índice-. ¿Es esto lo que está buscando agente Furey?
Kate se abalanzó tratando de arrebatarle la cartera.
– Tsé, tsé -dijo Dave, y volvió a meter la cartera en el bolsillo-. Esto y la pistola que lo acompañaba. ¿Qué habrías hecho si lo hubieras encontrado? ¿De verdad me habrías disparado?
Kate volvió a sentarse y cruzó los brazos con calma.
– Nunca lo sabremos, ¿verdad?
– Agente Furey. Prefiero ese nombre. Te sienta mucho mejor que Parmenter. Agente Furey suena a algo que el ejército podría haber utilizado en Vietnam. Quizás un defoliante. No cabe duda de que sacudiste a fondo las hojas de mi árbol; no me importa reconocerlo. Y ahora están esparcidas por toda la hierba.
– Parmenter es mi nombre de casada.
– ¿Esa parte era verdad; lo de que te estabas divorciando?
– Sí.
– ¿Él es también del FBI?
– No, es abogado.
Dave asintió con la cabeza.
– ¿Cuándo lo descubriste? -preguntó Kate.
– Yo podría hacerte la misma pregunta. Pero me temo que no tenemos tiempo -Dave sacó un par de esposas de su chaleco y las tiró al suelo-. Sólo una muñeca, por favor, si no te importa.
– ¿Y si me niego a complacerte? ¿Crees que podrías disparar contra mí?
– No. Ni siquiera podría apuntar con una pistola al contenido de tu cajón. Pero apuesto a que podría hacerle un bonito agujero en la cabeza a ese jefe tuyo, Kent Bowen.
– Ya somos dos.
– Y Al, bueno, Al es capaz de casi cualquier cosa cuando se trata de los federales.
– Me lo imagino -Kate cerró una esposa en torno a su muñeca. Por mucho que le desagradara Kent Bowen, en realidad no tenía estómago para ver cómo sufría daño alguno.
– Por si te lo estabas preguntando, Bowen y el otro tipo están esposados en sus lujosos camarotes.
Kate levantó la mano donde llevaba la esposa.
– ¿Puedes conseguirme unos pendientes a juego?
Dave señaló el cuarto de baño.
– Entra ahí, por favor.
Kate se levantó y entró. Él le dijo que se sentara en el suelo y que abriera el armario que había debajo del lavabo, donde estaba escondida la grabadora.
– Un bonito aparato de estéreo -dijo Dave-. Por cierto, ¿detrás de quién ibais?
– ¿Qué? ¿Acaso esperas que te señale dónde está la droga? – Kate dio por supuesto que estaba siendo displicente; que era sólo otra manera de provocarla-. De ti, íbamos detrás de ti y de tu amigo Al.
– No, eso no es verdad -dijo Dave-. Ya he escuchado tu cinta.
– Entonces, ¿por qué me lo preguntas?
– Tienes razón. No importa. Ahora pasa el brazo por detrás de la tubería y espósate la otra muñeca.
Cuando lo hubo hecho, él hizo oscilar las llaves y dijo:
– Las dejaré en mi caja fuerte. Supongo que sabes dónde está. Estoy convencido de que ya trataste de abrirla cuando registraste mi camarote. La llave de la sala de radio también está allí. Es una combinación de cuatro cifras. El primer número ya está grabado. Sólo se necesitan dos horas para probar con las 999 posibilidades restantes. Todos los tripulantes del buque están encerrados en el taller, pero no les costará más de unas pocas horas salir de allí. Les he dicho dónde estás, o sea que no tendrás que esperar mucho tiempo. Por supuesto, para entonces ya nos habremos marchado.
Sacó un rollo de esparadrapo. Sólo por si empezaba a chillar y alertaba a las tripulaciones de los barcos de los rusos.
– Siento tener que hacer esto -dijo-; de verdad que lo siento. Tienes la boca más atractiva que…
– Ahórrate eso para el juez, hijo de puta.
– ¿Quieres algo antes de que me vaya? ¿Un vaso de agua?
– ¿Qué tal un vaso de agua y un beso de despedida?
– Eso está hecho.
Todavía disculpándose, Dave fue a buscar un vaso de agua del grifo y la ayudó a beber. Ella tragó la mayor parte, pero cuando él se acercaba para besarla, le lanzó un chorro directo a la cara.
Riéndose dijo:
– Ahí lo tienes. Ahí tienes tu beso. Un gran beso húmedo para que siempre me recuerdes.
Dave cogió una toalla y se secó la cara. Esforzándose por sonreír dijo:
– En tu próxima vida, será mejor que te reencarnes en una fuente.
– Tendrías que darme las gracias. Puede que nunca vuelvas a sentirte tan limpio como ahora.
Cuando acabó de taparle la boca con el esparadrapo, le preguntó si podía respirar bien. Ella asintió, hosca.
– ¿De verdad que no cambiarás de opinión? ¿No vendrás conmigo? Podríamos estar bien juntos.
Ella negó con la cabeza.
– Bueno, si cambiaras de opinión…
Kate volvió la cabeza para el otro lado.
– Mira la edición de los martes del Miami Herald, en los anuncios por palabras, la sección de objetos perdidos. Busca «Perdido en el Mar. Husky Siberiano. Responde al nombre de Rodya». Pondrá «No hay recompensa», sólo para evitar que los gamberros telefoneen. Habrá un contestador automático. Puedes dejar un mensaje, si quieres -Dave hizo una pausa y suspiró profundamente-. Espero que lo hagas.
Kate siguió con la cabeza vuelta. Al cabo de unos segundos oyó cómo la puerta se cerraba tras él.