Jack Jellicoe, patrón del Grand Duke, de pie en el ala del puente, contemplaba la escena que se desarrollaba por debajo de él con creciente desagrado. Ya era bastante malo que se viera obligado a transportar aquellos caros juguetes a través del Atlántico. Si, para empezar, se hubieran comprado unos yates adecuados, con velas, quizás podrían haber hecho la travesía sin ayuda. Ya era bastante malo que tuviera que tener contacto con sus capitanes, demasiado bien pagados y demasiado poco capacitados; la mayoría de ellos no distinguían una pedorreta de un castillo de proa. Ya era bastante malo saber que algunos de esos cabrones asquerosamente ricos, propietarios de los tupperware flotantes que estaban entrando en su barco también iban a hacer el viaje con él. Pero que su propio consignatario le dijera que sus propietarios, capitanes y tripulación debían tener libre acceso a sus embarcaciones durante la travesía, era más de lo que el alto inglés podía tragar.
– Aclaremos esto, señor Sedeno -dijo secamente, dirigiéndose al hombre más bajo, con gafas, que estaba a su lado-. ¿Espera usted que cruce el Atlántico, uno de los océanos más peligrosos del mundo, para entregar sanos y salvos cincuenta millones de dólares en caravanas y casas flotantes impermeabilizadas, por no hablar de sus propietarios, esos nombres de la lista de los quinientos de Forbes, y que al mismo tiempo permita que esos cretinos de pies planos suban y bajen por mi barco haga el tiempo que haga sin que ninguno de ellos se caiga por la borda y se ahogue?
– Venga ya, Jack -dijo Sedeno con voz cansina-. Todo eso no son más que sandeces. Los dos sabemos que no será especialmente peligroso. No creo que vaya a encontrarse con un tiempo especialmente malo por la ruta de las Canarias.
Jellicoe miró fijamente hacia estribor como si escudriñara los muelles en busca de un argumento mejor.
– Bueno, ¿y qué pasa con las aseguradoras de los barcos? ¿Qué dicen sobre todo esto?
– Sólo somos responsables de los navíos, no de los pasajeros que haya a bordo de ellos. Todos han hecho sus propios seguros personales.
Jellicoe meditó durante un momento, temblándole su gran mandíbula, mientras se estrujaba el cerebro en busca de otra objeción más.
– Las baterías -dijo, triunfante-. Las baterías de los barcos.
– ¿Qué pasa con ellas?
– Sólo esto: si van a bordo de sus yates, ¿de dónde van a sacar la energía? ¿Eh? -Una pequeña sonrisa de satisfacción apareció en su cara enjuta y barbuda-. Dígame de dónde, si puede. Sin tener en marcha los motores, sus baterías se descargarán en un abrir y cerrar de ojos. Y me gustaría ver qué multimillonario puede pasarse sin su cena de langosta preparada en el microondas y sin su televisión mientras se la embute cuello abajo.
Sedeno se encogió de hombros.
– Muchos de ellos tienen paneles de energía solar, y otros sólo necesitan poner en marcha los motores en punto muerto para recargar las baterías. Es algo que puede organizarse de forma rotativa, para minimizar el riesgo de incendio. No, eso tampoco es un problema.
Jellicoe se agitó, visiblemente nervioso.
– A continuación me pedirá que organice una partida de aros en cubierta. Soy el patrón de un mercante, no el capitán de un crucero. ¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos? Ya tengo bastante con gobernar el barco sin añadir el esfuerzo de ser amable.
– Jack, Jack, seguro que eso no es un gran esfuerzo -argumentó Sedeno.
Uno de los dos oficiales que estaban en el puente soltó la risa y Jellicoe se volvió para mirarlo, enfurecido. Al igual que él, vestía el uniforme tropical de la Marina Mercante Británica: zapatos blancos, calcetines blancos, pantalones blancos, camisa blanca con charreteras y gorra blanca.
– ¿Le divierte alguna cosa segundo oficial? -le preguntó.
– No, señor.
– Entonces siga con su trabajo. Por supuesto, espero demora visual de posición antes de salir del puerto. No la demora y alcance por radar. No habrá ninguna negligencia de ese tipo en este barco, ¿lo entiende?
– Sí, señor.
– Tercer oficial, quiero que haga un registro en busca de polizones en cada una de esas cestas de picnic llamadas yates.
– Hay diecisiete, señor -protestó el tercer oficial del buque.
– Estoy seguro de que no tengo que recordarle, tercer oficial, que la búsqueda de polizones es una práctica normal de navegación al salir de puerto. Quiero la firma de todos los capitanes de yate supernumerarios.
– ¿Me buscaba alguien?
La voz pertenecía a una amazona alta y rubia vestida con una camisa y pantalones cortos rosas de Ralph Lauren. Jellicoe se dio la vuelta con rabia. Junto con los gatos y el alcohol, no se permitía la presencia de mujeres en el puente de Jellicoe bajo ningún pretexto.
– Soy Rachel Dana, capitana del Jade -dijo ella.
– ¿De verdad?
Jellicoe vio la mirada de Sedeno y forzó una sonrisa.
Rachel señaló el yate más grande, cerca del puente.
Jellicoe siguió la línea de su antebrazo bien musculado y bronceado y de una larga uña pintada de rosa.
– Magnífico -concedió.
– ¿Verdad que sí? Fue construido en 1992 según la clasificación ABS A1 y AMS.
Jellicoe trató de parecer impresionado, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que significaba todo aquello.
– Normalmente navegamos con unos diez tripulantes, pero dado el carácter de este viaje, hemos reducido el número a tres.
– ¿De verdad? ¿Y, esto, cómo se sienten los hombres al tener una mujer como capitana?
– Lo ha observado, ¿eh? -Rachel sacudió la cabeza-. No hay hombres entre la tripulación del Jade. Sólo chicas. Es una tripulación formada enteramente por mujeres. Podría decirse que es un pequeño alarde del propietario. Algo así como Los Angeles de Charlie.
– Fuera de las páginas de Homero, nunca había oído algo así -dijo Jellicoe con brusquedad-. Vaya, vaya.
– Bueno, pensé que tenía que venir y presentarme. Y no pude evitar oír lo que decía hace un momento. ¿Hay algún problema?
– Jack, ¿hay algún problema? -preguntó Sedeno.
Jellicoe no dijo nada.
– Si sigues poniendo objeciones a todos esos supernumerarios, siempre puedo firmar las hojas de ruta personalmente – añadió Sedeno.
– ¿Acaso he dicho que hubiera algún problema? Me limitaba a hacer lo que cualquier capitán responsable haría en estas circunstancias. Estaba hablando de todo lo que puede ser potencialmente peligroso.
– Supernumerarios, ¿eh? -dijo Rachel-. Así es como nos llama a los pasajeros, ¿verdad?
Jellicoe se sentía a la vez irritado y atraído por la mujer de rosa. Las mujeres a bordo de un mercante siempre eran un motivo de distracción. Especialmente si eran tan atractivas como aquélla. Veía que sus oficiales ya habían reparado en el relieve de los pezones de Rachel en su polo de algodón. Por no hablar de los pechos, grandes y agresivos.
– Así es -dijo Sedeno-. Verá, no podemos llamarlos pasajeros porque eso significa que tendríamos que cumplir con un conjunto de normas de navegación totalmente diferentes. Tendríamos que hacer cosas como, por ejemplo, llevar un médico a bordo, en lugar de arreglárnoslas con el carpintero del barco -explicó y rió su propio chiste-. Así que les llamamos supernumerarios. O supernumos para abreviar. -Sonrió más ampliamente al añadir hábilmente un cumplido-. Parece que la parte de super la hemos acertado, a juzgar por su aspecto, capitana Dana.
– ¿Nos acompañará durante el viaje? -preguntó ella con frialdad.
– Me temo que no. Mis negocios en Fort Lauderdale me lo impiden. Felipe Sedeno a su servicio, señora -dijo tendiéndole una mano peluda-. Soy el agente consignatario. Y éste es el patrón del barco, el capitán Jellicoe.
– Encantada de conocerlo. Tiene usted un buque fascinante, capitán.
– ¿De verdad? -Jellicoe avanzó hasta la ventana del puente, llevando a Rachel Dana con él, y miró, melancólico, hacia abajo, a la silueta esculpida, casi sensual, del Jade-. No es más que un transbordador de coches con pretensiones. Igual que todos esos cargueros ro-ro que vienen y van en este puerto.
– ¿Ro-ro?
– Es un término de la marina mercante. Es carga que puede entrar rodando y salir rodando [Roll-on-Roll-off]. Supongo que nosotros somos más bien flo-flo, si entiende lo que quiero decir. De cualquier modo, la belleza no es nuestro punto fuerte; eso lo dejamos para nuestros clientes.
Confundiendo la torva mirada de Jellicoe con admiración por su barco, Rachel Dana le preguntó si le gustaría visitar el Jade.
– Gracias, pero tendrá que ser en otro momento -dijo él-. Tengo trabajo en cubierta -Jellicoe se volvió hacia su segundo oficial-. ¿Dónde está el primer oficial?
El segundo oficial señaló hacia fuera.
– Supervisando el embarque de la carga -dijo con un tono de «dónde quiere usted que esté».
Jellicoe volvió a ponerse la gorra.
– El puente es suyo, mister Niven. Estaré en cubierta.
– Sí, señor.
– Me temo que nos encontrará mucho menos protocolarios en el Jade -dijo Rachel.
– Oh, no lo somos tanto, ¿sabe? -dijo Jellicoe mirando, receloso, hacia sus dos oficiales, como si les desafiara a contradecirlo.
– Bueno, será mejor que yo también me vaya -anunció la capitana Dana, y siguió a Jellicoe fuera del puente y por la estrecha pasarela que se extendía a lo largo de la pared del dique que, con sus seis metros de alto, constituía el lado de estribor del Grand Duke.
Bajo la atenta mirada de un oficial de baja estatura y escaso pelo, vestido con el mismo uniforme tropical que Jellicoe, una serie de estibadores y tripulantes de los yates iban arrastrando un lujoso barco de pesca deportiva de veinticinco metros hacia la popa del Jade por medio de dos pares de cables amarrados a la proa del pesquero.
– Vigilad ese jodido raíl de proa -rugió el primer oficial con un fuerte acento cockney-. Se lo vais a meter por el culo, ¿no me oyes? -Apartó la mirada cuando el raíl se detuvo a cinco centímetros de la popa del Jade-. Pedazo de cabrón subnormal – murmuró y luego suspiró cansado, al ver acercarse a Jellicoe seguido por la capitana Dana.
El primer oficial dijo:
– No pasa nada. Todo está bajo control. No ha habido daños.
– Me alegro de oírlo -respondió Dana-. Detestaría empezar este viaje con un pleito contra su compañía por manejo negligente de la carga.
Jellicoe miró alrededor y sacudió la cabeza. La mujer confirmaba ya sus peores temores para la travesía.
El primer oficial se rió, irónico, y señaló con un sucio pulgar hacia uno de los estibadores del puerto.
– Iría mejor si algunos de esos cabrones retrasados hablaran inglés. Esta jodida ciudad se parece más a La Habana cada vez que atracamos.
– A nosotros no nos lo cuente -dijo Rachel, subiendo al techo de la cabina de popa, donde había una plataforma para tomar el sol lo suficientemente grande para seis personas-. Dígaselo a ese hijo de puta de Castro.
Cuando se hubo ido, el primer oficial frunció el ceño y dijo:
– ¿Qué le ha dado?
Jellicoe suspiró con fuerza.
– Sigue con tu trabajo, Bert -dijo-. Estaré en mi camarote.
– Qué bien viven algunos -gruñó el primer oficial, y luego miró con cara de pocos amigos al estibador que había en el puente del pesquero, con una defensa del tamaño de un sillón caída a sus pies.
– ¡Eh, tú! -le dijo chillando-, ¿vas a quedarte ahí sentado sobre esas jodidas defensas o vas a ponerlas sobre la banda como se supone que tienes que hacer?
El hombre levantó los ojos hacia Bert y dijo en español:
– No comprendo. Más despacio, por favor.
– ¿Que tú qué?
Un Dave Delano con el pecho desnudo salió rápidamente de la timonera, se deslizó por el techo hasta el puente y, mientras el estibador seguía ponderando para qué servía la defensa y qué querían decir las palabras del oficial, la cogió y la colocó sobre la banda de estribor.
Bert agitó el brazo y dijo:
– Un poco más. Vale, así está bien. Átela.
Dave se secó la frente y dijo:
– Muchas gracias.
– No hay de qué -respondió Bert-. ¡Por todos los infiernos!
– ¿Qué pasa?
– Esa barriga suya, eso es lo que pasa.
Dave se miró el estómago y dijo:
– ¿Qué le pasa a mi barriga?
– Échele una mirada -dijo Bert sonriendo-. Es como una jodida tabla de lavar. Mire la mía.
Señaló con la barbilla hacia abajo, a la enorme barriga que tiraba del cinturón de sus pantalones blancos.
– Es como llevar un miembro extra enrollado alrededor de la cintura para casos de emergencia -riendo, se palmeó con fuerza la barriga-. Ahí ha entrado un montón de cerveza. Oiga, supongo que tiene uno de esos aparatos para hacer abdominales, ¿no?
¡Qué país éste! ¡Todo el mundo preocupado por su barriga! Qué meten dentro, qué aspecto tienen. Cada vez que pongo la tele hay algún mamón tratando de venderme un estómago plano. Bueno, supongo que yo no tendré uno así nunca más. Y menos uno como el suyo, compañero, con aparato o sin él.
– No tengo ningún aparato de abdominales -dijo Dave sonriendo.
– Bueno, pues ¿cómo lo ha hecho? Quiero decir, ¿cómo ha conseguido ese estómago liso como una tabla?
– Tienes que ser capaz de aislar cada músculo cuando los ejercitas -dijo Dave.
Podía haber añadido que la mejor manera de hacerlo es aislar al hombre al mismo tiempo. Algo así como encerrarlo en prisión durante cinco años. Homestead estaba lleno de tipos con unos torsos que parecían dibujados en una escuela de anatomía.
Los dos hombres volvieron los ojos cuando una de las damas de rosa del Jade apareció en cubierta y se dirigió hacia la proa del barco. Con sus generosas caderas, tenía un aspecto aún más amazónico que su capitana. Bert sonrió con aire de depredador y dijo:
– En las mujeres no es la barriga, ¿verdad? Es el trasero lo que las preocupa. Y no es que haya nada malo en ese culo. Pero por lo que yo sé, ya existe un aparato para trabajar el trasero. Para que las mujeres tengan unos traseros más pequeños.
Cuando la amazona desapareció finalmente, Dave sacudió la cabeza y dijo:
– Pero ¿por qué querría nadie hacer una cosa así?
– Sí -dijo Bert riendo-, ¿quién iba a querer, eh?
Dave y Al observaron mientras un submarinista salía de debajo del Juarista después de asegurarse de que estaba firmemente sujeto al soporte especial soldado en el suelo del dique flotante. Amarrado fuertemente a la pared del dique y con las defensas cuidadosamente colocadas entre él y los barcos que tenía a popa y a estribor, quedaba bien ceñido por todos lados y parecía tan imposible de mover como si lo hubieran cargado en un remolque y estuviera aparcado en una cubierta firme.
– Por supuesto, has traído equipo de submarinismo -dijo Al en tono escéptico.
– Por supuesto.
Al frunció el ceño sorprendido ante la visible eficacia de Dave.
– Pues no esperes que sea yo quien baje -dijo-. Sólo me meto en el agua cuando tomo un baño en la bañera.
David olfateó el aire ruidosamente.
– No es que se note mucho -dijo.
– Qué gracioso. Supongo que sí habrás notado lo encajonados que vamos. Creía que habías dicho que tratarías de estar en la parte de atrás del buque para que pudiéramos escapar sin problemas.
– Hay que ir dónde el hombre de la tablilla te dice. Un ordenador calcula todas las posiciones según la longitud y anchura del casco. Si nos hubiéramos opuesto al ordenador, habría parecido extraño, ¿no te parece?
Al no dijo nada.
– Ya te lo he dicho -añadió Dave con calma-. Cuando estemos listos para escapar, robaremos el barco que esté más cerca de la popa del buque. Así es como se llama la parte de atrás. ¿Sabes?, si vas a fingir que eres el capitán del barco, sería buena idea que te acostumbraras a la forma en que hablamos de toda esta mierda.
– Lo que se va a acostumbrar a la mierda es tu jodida cabeza, tío listo.
– Relájate, quieres, Al. Lo único que no está bajo control aquí es tu genio. Puedes estar seguro, todo está bien.
– Mejor será. A Tony no le gustan los imprevistos. Tengo que decirle cualquier cosa que se salga de lo corriente.
Dave sacudió la cabeza.
– Olvídalo, Al. A partir de ahora la radio está muda. Como si estuviéramos en un submarino con Clark Gable, y unos japoneses estuvieran tratando de recibir la señal de sónar para dejar caer una carga de profundidad sobre nuestros culos. Si envías noticias por radio a Tony, te garantizo que hay otros dieciséis barcos aquí que las captarán en sus aparatos. Y lo mismo con el teléfono celular -Dave le lanzó una moneda de veinticinco centavos-. ¿Quieres contarle algo a Tony? Entonces te sugiero que vayas a tierra ahora, antes de que zarpemos, y que utilices un teléfono público. Porque a bordo de este barco vamos a ser como dos tumbas. ¿Lo comprendes?
Al lo miró furioso.
– Mira -añadió Dave-, lo tengo todo calculado. Lo tenemos todo bajo control. Casi lo único que puede fastidiarla es que tú la jodas con tu «a Tony no le gusta». Lo que tenemos que hacer es llevarnos bien y confiar el uno en el otro, de forma que, cuando llegue el momento de dar el golpe, trabajemos en equipo -Dave se encogió de hombros-. Y si se produce lo inesperado, tendremos que improvisar. La flexibilidad es la clave del éxito. Las cosas pueden cambiar de rumbo en cualquier momento. Por nuestro lado, tú y yo estamos cubiertos. Fuera de eso tenemos el mar, tenemos el tiempo y tenemos a los demás, todo lo cual se resume en un montón de cosas accidentales. Tenemos que valorar todo eso y estar listos, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Bueno, y ahora, ¿por qué no vamos y hacemos algo constructivo? Como darnos un paseo por ahí para familiarizarnos con la distribución de este puerto deportivo transatlántico.
– Buena idea.
– Y trata de parecer más amigable y menos como un argumento a favor de la ingeniería genética. ¿Recuerdas bien lo que tienes que contar?
– Creo que sí. Tú eres un alto personaje de las finanzas, ¿es eso?
– Eso es.
– Y un entusiasta de las carreras de coches. Por eso vamos a Montecarlo, a ver el Grand Prix que se corre allí. Y luego nos dirigiremos a Cap d'Antibes, en el sur de Francia, donde has alquilado una casa para el verano. Hay unos socios tuyos de Londres que se reunirán contigo allí. Y puede que vayamos a ver otro par de carreras en Europa, dependiendo de cómo vayan los negocios.
– Bien, ¿qué tipo de personaje de las finanzas soy? -preguntó Dave.
– Materias primas. Pero se supone que tengo que ser un poco vago sobre eso, ¿no?
– Sí. Si alguien te pregunta, dices que es algún tipo de metal, puede que cobre, y lo dejas así. No esperarán que sepas más.
Dave se dirigió hacia la pasarela y luego se volvió.
– Una cosa más. Los guardacostas y los de Aduanas subirán a bordo cuando estemos a punto de zarpar. Así que, sólo por saberlo, ¿dónde has escondido las armas?
– Ya tienen bastantes preocupaciones con lo que entra en Miami para que se les dé una puta mierda lo que sale.
– Es verdad, pero me gustaría saberlo.
– Está en el congelador de pescado, debajo de un montón de hielo. Y puedes creerme, no tendremos que improvisar para nada. En cuanto a armamento, estamos cubiertos contra toda eventualidad. Contra cualquier cosa que puedan lanzar contra nosotros.
Dave nunca le había dicho a Tony o a Al los nombres de los barcos que transportarían el dinero. Se daba por supuesto que ésa era la mejor garantía que tenía Dave frente a Tony. Incluso ahora, mientras se dirigían por el lado de estribor del buque hacia las chimeneas de popa, Al no le advirtió ninguna señal de cuáles de los barcos, ahora ya cargados y amarrados entre las altas paredes del extraordinario casco del Grand Duke, llevaban el dinero cuyo destino era Rusia y la compra de todo un banco.
– ¿Los ves? -preguntó Al-. ¿Los barcos, nuestros barcos?
– Los tres. Justo como te dije.
– ¿Sí? ¿Cuáles? ¿Dónde están?
– Cuando estemos en alta mar te lo diré, Al; no antes.
Al soltó una risa sarcástica.
– «Llevarnos bien y confiar el uno en el otro», me dice el tío. Y una mierda.
– No querrías que hiciera nada que pueda alertar a esos tíos, ¿verdad que no? Que los señalara como si fueran una atracción turística. Que dijera «Ey, mira, ésos son los barcos que vamos a limpiar».
Dave sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
– Te apuesto a que ya están bastante nerviosos. Además, son tipos duros, Al. Probablemente tienen un congelador igualito al nuestro. Que se relajen, que crean que hacen un crucero de verano. Mejor para nosotros y mejor para ellos.
Se volvieron cuando un barco blanco con una raya roja de carreras se acercó al Duke. Enarbolaba la insignia de las barras y las estrellas, a diferencia de la enseña roja británica del buque.
– ¿Aduanas?
– No -dijo Dave-. Guardacostas. Debemos estar a punto de zarpar.
Dave miró el reloj. Eran las cinco de la tarde y embarcar la peculiar carga del Duke había llevado la mayor parte del día. Un par de segundos después oyeron un anuncio por la megafonía en la inconfundible voz del primer oficial.
– Tripulación, cierren las escotillas y estiben todo el material.
Al chasqueó la lengua.
– Voy al barco a prepararme un bocadillo. ¿Quieres uno?
– No gracias. Volveré dentro de unos minutos. Yo voy a popa, a echar una mirada a nuestro medio de huida, para ver qué nos ha tocado en la lotería.
Pero Dave tenía otra misión en mente. Por necesidad había mentido a Al, para tranquilizarlo. Ya era un pelma de narices sin necesidad de alarmarlo más. Pero ahora quería asegurarse de que la última información que había recibido de Einstein Gergiev era correcta y los barcos estaban realmente a bordo del Duke. Sabía ya que ninguno de ellos estaba a estribor. Así que esperó hasta que Al se hubiera perdido de vista antes de dirigirse a babor, repitiendo continuamente para sí, como si fuera un mantra, los nombres de los tres barcos que buscaba. El corazón le dio un vuelco cuando vio el primero, luego el segundo y luego el tercero. Tal como le habían dicho. Apenas podía creerlo, pero los tres barcos que transportaban el dinero estaban alineados a lo largo de la pared de estribor del Duke. Y, al igual que el Duke, enarbolaban la enseña roja, lo que significaba que estaban matriculados en la Commonwealth británica; en algún sitio como las Bermudas, Antigua, Gibraltar o las Islas Vírgenes. Había un yate a motor de treinta metros, con timonera elevada, llamado Beagle; un crucero Burger de 20 metros, llamado Claudia Cardinale; y un Hatteras de treinta y cuatro metros, con tres cubiertas, hecho de encargo, llamado Baby Doc.
Todo tal y como le habían dicho.
Dave no acababa de creerse el nombre que le habían puesto al último barco. Incluso cuando estaba en Miami y le dijeron los nombres de los tres barcos, había pensado que Baby Doc no era un nombre para ponerle a un barco que fuera a navegar cerca de Haití. Después de los años de la dictadura de la familia Duvalier -Papa Doc y su hijo, Baby- la gente del lugar probablemente lo habría convertido en una antorcha en el muelle.
Ninguno de los tripulantes de los tres barcos parecía especialmente ruso. No es que Dave esperara que fuera así. Lo que sí parecían era muy duros; de eso no había duda. Un tipo que tomaba el sol en el techo del Beagle tenía cuerpo de luchador, mientras que otro tipo negro que estaba recogiendo una cuerda a bordo del Claudia Cardinale tenía los brazos del tamaño de las piernas de Dave. Más que nunca, Dave comprendió que el éxito de su plan dependía del elemento sorpresa y de poco más. Esperaba que en medio del Atlántico, sus adversarios estarían menos alerta de lo que parecían ahora. Incluso con la gente de Aduanas y de los guardacostas por allí, estaba casi seguro de que uno de los tipos del Baby Doc llevaba un arma debajo de la camisa. A Dave no le apetecía mucho la idea de una lucha a tiros con aquellos personajes. Nunca le habían gustado las armas de fuego. Prefería disparar con la lengua.
– A sus puestos -ordenó la voz por la megafonía.
Dave pensó que probablemente era una buena idea, antes de que alguno de los hombres se diera cuenta de que los observaba.
De vuelta al Juarista, Dave vislumbró apenas a Al a través de los cristales ahumados de la ventana de la cocina. Salió a la pasarela y se encontró casi cara a cara con una chica que estaba en el puente del barco a babor del suyo. Parecía tener unos treinta años, con un pelo moreno que le caía hasta los hombros y que parecía salido de un anuncio de champú caro, y unos ojos que hacían que el cielo pareciera tan gris como el portaviones anclado fuera de la dársena principal. Tumbada en un sofá de piel blanca en la parte trasera del puente, era el tipo de mujer que Dave había conocido muchas veces echado en la litera de su celda de Homestead, pero que sólo había visto en las revistas de papel satinado.
– Eh, hola -dijo afablemente, imaginando que sería demasiado estirada como para devolverle el saludo.
– Hola.
No dijo nada más, pero no apartó los ojos de él, como si no le disgustara lo que veía.
Dave miró rápidamente arriba y abajo del barco y luego cabeceó admirativamente. Probablemente estaba casada con algún alto ejecutivo de alguna empresa, lo bastante viejo como para ser su padre.
– Bonito barco. Y rápido también, diría yo.
– No hay obstáculos para él -respondió Kate.
– El Carrera, ¿eh? -dijo, leyendo el nombre sobre un lado del puente-. Apuesto a que tiene el coche a conjunto.
Kate sonrió.
– Nunca me han gustado mucho los Porsche -respondió-. Me parecen demasiado asépticos. Si pudiera, tendría un coche británico; un Jaguar XJS, por ejemplo. Prefiero algo un poco más lujoso a cambio de mi dinero.
– Nunca lo habría dicho.
– Su barco también parece bastante cómodo -dijo Kate-. Y apuesto a que es más rápido que el mío. Y con mucha autonomía para ir de pesca, además. ¿Por qué no sube a bordo a tomar una cerveza y me habla de su barco?
La mujer entendía de coches, entendía de barcos y era simpática. Dave estaba impresionado.
– No encuentro ninguna razón para no hacerlo -dijo.
Al subir al Carrera vio por un momento a dos hombres sentados en el salón mirando la televisión y luego siguió hasta el puente. La mujer se levantó del sofá y sonrió agradablemente.
– Kate Parmenter -dijo, utilizando su nombre de casada en lo que esperaba que fuera la última vez.
Dave le estrechó la mano mientras observaba que no había ningún anillo en la otra. Eso le gustaba. Las mujeres que se casaban con tipos ricos y más viejos se aseguraban de sacar un buen pedrusco a cambio. Así que quizás no estuviera casada.
– David Delanotov.
– ¿Cómo el de Expediente X?
– No, ése es David Duchovny.
– Bueno, de cualquier modo, encantada de conocerlo, David.
Kate se preguntó si sería parte de la tripulación. Normalmente, los tipos que poseían un barco como el Juarista eran gordos, casi calvos y con la cara roja, como el que pronto sería su ex marido, Howard. Lo más deportivo de Howard era su Rolex submarino. Pero este tipo, David, con su cuerpo duro y su sonrisa fácil parecía en demasiada buena forma como para pasar el tiempo necesario detrás de una mesa haciendo el tipo de negocio que le permite a uno conseguir el dinero suficiente para comprar un pesquero deportivo de dos o, quizás, tres millones.
– Lo mismo digo, Kate.
– ¿Es su barco?
– Sí.
– El Juarista. No es un nombre corriente. ¿Qué significa?
– Los juaristas eran revolucionarios mexicanos -explicó Dave-. Intentaron liberar a su país del emperador Maximiliano, que estaba apoyado por los franceses.
Kate se mostró avergonzada.
– Ni siquiera sabía que los franceses habían tenido algo que ver en México.
– México, Argelia, Vietnam. En todas esas causas sucias.
Kate fue a buscar un par de Coronas frías al refrigerador del puente.
– Debo decir que, por su aspecto, no parece el tipo de persona que se interese por la revolución.
– ¿Yo? -Dave se encogió de hombros-. Bueno, tengo mucha sangre rusa, pero en realidad estoy más interesado en las películas que en los comunistas. La mayor parte de lo que sé sobre los juaristas lo aprendí en Veracruz, una película con Gary Cooper y Burt Lancaster, de 1954.
– Eso es de antes de mi época.
– También de la mía. Pero sigue siendo una buena película. -Dave cogió la botella que ella le ofrecía y bebió un trago de cerveza fría-. ¿Los que están mirando la tele son su tripulación?
– Soy la capitana, no la propietaria. El propietario es uno de los que están viendo el partido de fútbol. ¿No le gustan los deportes?
– Sí, claro, pero un partido lo puedo ver en cualquier momento. Y no se sale de viaje a través del Atlántico cada día. -Dave miró hacia estribor y dijo-: Siento que estoy a punto de experimentar un cambio marino, de convertirme en alguien muy rico y suntuoso.
– ¿Es poesía? -preguntó Kate sonriendo.
Dave, que calculaba que lo de rico era por lo menos una sólida posibilidad, completó la cita y dijo:
– Es de Shakespeare: La Tempestad.
Kate levantó la botella.
– Por que nunca nos encuentren.
– ¿Hay alguna probabilidad de eso?
– Realmente, no. Al menos en esta época del año. Pero navegando por los trópicos nunca se sabe.
Se quedaron silenciosos durante un momento, como si se sintieran cómodos el uno con el otro, lo bastante como para permanecer allí, sentados, contemplando como la tripulación del Grand Duke se preparaba para salir del muelle. De vez en cuando, Kate echaba una mirada a popa, donde el Britannia, el barco de Rocky Envigado estaba ya cargado y amarrado. Empezaba a sentirse un poco más relajada. El Britannia había sido el último barco en entrar en el Duke y, durante una o dos horas, pareció como si ella y sus dos compañeros fueran a zarpar sin que estuviera a bordo el objeto de su misión.
Un remolcador hizo sonar su sirena a babor, se soltaron las amarras del muelle y Kate y Dave oyeron un retumbar sordo a estribor cuando los propulsores de proa y popa empezaron a girar. Sólo había dos cuerdas uniéndolos a tierra y al ver que se aflojaban, los hombres del muelle las soltaron del noray y las dejaron caer al agua con reflejos de arcoiris.
– ¡Maniobra completa! -gritó alguien.
Una vez comprobada la situación del barco de Rocky, Kate miró a David de reojo mientras él observaba cómo los propulsores hacían que el barco se alejara. Máxima puntuación por citar a Shakespeare. Y tenía razón, había algo rico y extraño en un viaje como aquél. Máxima puntuación también por no estar interesado en el fútbol. ¿Qué importancia tenía un partido cuando se podía contemplar la partida de América por barco? Había empezado a pensar que los hombres como David Delanotov simplemente no existían. Románticos, felices de permanecer sentados, en silencio, en lugar de tratar de usar su labia para lograr que te quitaras las bragas. Mientras observaba sus ojos, grandes y castaños, fijos en el lejano horizonte, se preguntó qué otras sorpresas le depararía el viaje y cuántas de ellas incluirían a aquel hombre tan apuesto.