12

Inspirado por Jimmy Figaro en la compra de una escultura para su despacho, Tony Nudelli compró también un bronce para el edificio de la piscina. Una Marilyn Monroe de tamaño natural, tal como aparecía en La tentación vive arriba, con su falda blanca congelada en todo su volumen cuando pasaba sobre la reja de ventilación del metro.

– Bonita -dijo Al-. Tiene mucha clase.

– Me alegro de que te guste -dijo Nudelli-. Me ha costado una jodida fortuna. Y algo más. Las mejoras que mandé hacer me costaron casi tanto como el bronce original.

Al frunció el ceño y miró más de cerca a Marilyn. El vestido sin espalda, los grandes pechos, la misma mirada de deleite extático en su cara de rubia alocada. Estaba exactamente igual que la recordaba de la película; hasta en el barniz rojo de las uñas de los pies. Finalmente, admitiendo su derrota, dijo:

– De acuerdo, me rindo. No veo ninguna diferencia. ¿Cuáles fueron exactamente esas mejoras que mandaste hacer?

Nudelli sonrió.

– Echa una ojeada por debajo del vestido -sugirió.

– Bromeas -dijo Al.

Pero se inclinó, miró entre las piernas de Marilyn y soltó una risotada. Las bragas blancas que llevaba en la película habían desaparecido y lo que había en su lugar tenía un aspecto tan real como si fuera una bailarina encima de una mesa meneando el conejo delante de tu cara a cambio de un billete metido debajo de su liga. Real hasta en el corte en medio del vello púbico.

Aún riéndose, Al dijo:

– Bueno, eso es lo que yo llamo un tema de conversación.

– Eso pensé yo.

– Es una preciosidad, Tony, una preciosidad.

– Estoy pensando en colocarla encima de alguna especie de mesa. En ésta no puede ser; la estatua es demasiado pesada para el cristal. Pero quiero poder mirar ese corte de vez en cuando, siempre que me apetezca.

Encendió un puro y le dio unas chupadas, observando, feliz, como Al se ponía en cuclillas para echar otra mirada, esta vez más de cerca.

– ¿Puedo tocarle el conejo?

– Adelante.

Al extendió el brazo y apoyó la palma de la mano sobre las partes privadas de Marilyn, riéndose como un niño.

– Nunca pensé que llegaría a darle al índice con Marilyn.

– Tú y Bobby Kennedy.

– Y no nos olvidemos de Jack. Feliz cumpleaños, señor Presidente -canturreó.

– Parece que le gusta, Al.

– Siempre he sabido cómo satisfacer a una mujer, ¿sabes? Es todo una cuestión de tener mano. Tío, me gusta.

– ¿Quién dice que el arte moderno no significa nada?

– No seré yo. A mí no me oirás quejarme.

Para regodeo de Tony, Al fingió olerse el índice, aspirando con cada orificio de la nariz a lo largo del nudoso y peludo dedo como si fuera el mejor cigarro del humidificador de palisandro de Tony.

– Lástima que no pudieras hacer que fuera de rascar y oler – dijo.

– Estoy en ello -Nudelli señaló con un gesto de su Cohiba hacia el asiento que tenía frente a él-. Siéntate, Al. Tenemos que hablar de negocios.

– Me lo imaginaba.

– La longitud y latitud que te dio ese Delano. Hice que los chicos de mi barco la buscaran en sus cartas de navegación. Parece que es un punto al noroeste de las Azores, sobre la plataforma del Atlántico medio. En cualquier caso, lo arreglé todo como quería Delano. Un carguero procedente de Nápoles se encontrará con vosotros en esa posición náutica. Es el Ercolano. Lleva desechos de gran volumen. Artículos sueltos como bobinas de cable, trastos viejos, vigas de acero, basura demasiado grande para meterla en contenedores. Pero también mármol italiano para los cuartos de baño de lujo y las cocinas para gourmets de Estados Unidos. Volveré a eso dentro de un minuto. El agente del Ercolano en Nápoles es una compañía llamada Agrigento. He hecho negocios con ellos antes y son fiables al ciento por ciento para nuestros propósitos. Al capitán se le ha dicho que tiene que encontrarse con una embarcación con dificultades en esa posición y que recoja a un pasajero y la carga. Esconderá el dinero en un sarcófago de mármol que va destinado a un tipo rico de Savannah que ha muerto.

– Enterado -dijo Al asintiendo.

– Además, observarás que he dicho «un pasajero». No en plural, sino en singular; refiriéndome a tí, Al -Tony dio una chupada al puro y por un momento pareció dudar de algo-. Cómo lo hagas, es cosa tuya, amigo, pero no quiero que Delano vuelva aquí con el dinero. Para no andar con rodeos, lo quiero muerto. Imagino que lo necesitarás vivo sólo hasta que lleguéis a la cita con el Ercolano. Si yo fuera tú, acabaría con él antes de subir al Ercolano y luego hundiría el yate, como él planeaba. Sólo que el cuerpo de ese hijo de puta estará todavía a bordo.

Tony hizo una pausa y estudió la cara grande y abierta de Al durante un momento. Era consciente de que Al había llegado a conocer a Delano bastante bien durante el viaje a Costa Rica. Estudió el extremo rojo y ceniza de su puro durante un momento, notando el calor en la mejilla y dijo:

– ¿Tienes algún problema al respecto?

Al negó con la cabeza.

– Ningún problema en absoluto. Delano tiene una lengua muy afilada. En el viaje de vuelta no paró de tocarme las pelotas con esto y aquello. Hubo un par de veces en que me hubiera gustado saltarle los sesos allí mismo. ¿Sabes qué le dije? Que me sorprendía que no le hubieran sacudido bien en Homestead -Al sacudió la cabeza con amargura-. Y seguro que irá a peor.

– ¿El qué?

– Lo de joderme. Como por ejemplo, con la huelga de controladores aéreos.

– No me lo recuerdes -dijo Tony-. Tuve que ir a Nueva York en tren por culpa de esos mamones. El país se está yendo a la mierda.

– Por desgracia, no hay tren hasta Europa. Parece que un montón de propietarios de barco que quieren cruzar el Atlántico esta primavera han decidido ganarle la mano a la huelga y viajar con sus barcos.

– ¿Y?

– Y Delano ha hecho la reserva en la SYT inscribiéndose él como propietario y a mí como tripulante. Va a estar dándome órdenes constantemente. Tocándome las pelotas, como si yo fuera un asalariado.

Tony se esforzó por no reírse.

– Recuerda esto, Al -dijo-. Esa lengua afilada va acompañada de un cerebro también afilado. No lo olvides, es judío, y los judíos son inteligentes. No cometas el mismo error que Willy El Tuerto. No subestimes a ese hebreo.

– Vale, vale -asintió Al, impaciente.

– Y no dejes que te haga perder los estribos. Puede que haya una razón detrás. Así que mantén el control y ofrece la otra mejilla. Hay dos cosas que tienes que recordar si empieza a tomarla contigo. Una, cuando todo esto acabe tú vas a romperle el jodido culo, y dos, vas a quedarte con su parte del dinero. Eso tendría que aligerar el peso de tu cruz. ¿Qué me dices?

– Sí, tienes razón. Gracias, Tony.

– Una cosa más. Vigila que no seas tú a quien traicionen. El Atlántico es muy grande, Al. Y la historia reciente nos enseña que muchas cosas pueden ir mal en el océano.

– A mí me lo dices -dijo Al-. Aquel chaval del que te hablé…

– Si pasa eso…

Nudelli exhaló una nube de humo y observó cómo flotaba en el aire entre los dos, como sí estudiara el alcance de la amenaza que quería comunicar al otro hombre. El humo se desplazó lentamente subiendo por la falda de bronce de Marilyn, añadiendo un toque infernal a su famosa pose. Había conocido a Marilyn de verdad; la había visto una vez, poco antes de que muriera, cuando iba con Sam Giancana. Una chica agradable. Era una vergüenza lo que le había pasado. Sólo que no había sido Sam quien había ayudado a adelantar su muerte.

– Si algo saliera mal -dijo-, puedes estar seguro de algo; yo puedo ser tan cruel como cualquiera de los cabrones de los Kennedy, incluyendo a Joe.

Nunca habían sido una familia unida. Tal como Dave lo veía, ni siquiera fueron una familia.

Era la historia habitual. Un padre que bebía; era su origen ruso. Una madre que estallaba; era su origen irlandés. Y su hermana, con un embarazo no deseado y un novio que no se casó con ella. Bueno, no puede decirse que fuera culpa de Nick. Probablemente Nick Rosen se habría casado con ella si alguien no le hubiera cortado el cuello antes.

Para cuando cumplió los veinte, Dave más o menos había terminado con ellos. Con la ocasional excepción de Lisa. No es que tampoco fuera de mucha ayuda para ella. Sólo arreglárselas para seguir viviendo él ya era bastante difícil sin tener que cargar con el peso de sus problemas. Pero por lo menos, había tratado de ayudarla. Una vez. Puede que ahora, después de cinco años, fuera el momento de intentarlo otra vez. Puede. Fue así como se encontró conduciendo hacia su deprimente casa de dos dormitorios en las afueras del bulevar Hallandale Beach unas dos semanas después de volver de C.R.

Dave salió del Miata con su bolsa de deporte Nike y subió por el camino. Llamó a la combada puerta de madera y un perro grande empezó a ladrar dentro de la casa. Esperó. Todavía no era mediodía. Una hora estúpida para ir de visita. Quizás se hubiera ido a trabajar, aunque las cortinas estaban corridas y había un desvencijado Mustang rojo aparcado enfrente. Un coche que antes había sido suyo. ¿Cómo podía haber dejado que se oxidara así?

Volvió a llamar. Esta vez, cuando el animal ladró, oyó que alguien lo maldecía. Al cabo de un par de minutos la puerta se abrió chirriando y allí, ajustándose un delgado batín, una especie de kimono, en torno a su cuerpo desnudo y demasiado gordo, estaba Lisa. Más vieja de lo que la recordaba; pero es que lo era, claro. Y más dura también; como si la vida no la hubiera tratado demasiado bien. Quizás si Nick no hubiera muerto hubiera sido diferente. Pero al diablo con todo aquello, se dijo. Era él quien había pasado los últimos cinco años entre rejas. ¿Y acaso había pensado ella en ir a verlo? ¿En hacer algo más que escribir un par de cartas llenas de faltas de ortografía? No lo había hecho.

– Dave, Dios mío -dijo, evidentemente nerviosa-. Caray. Has salido.

– Hola Lisa.

Un perro increíblemente grande llegó hasta la puerta, empujándola por detrás con un morro del tamaño de una caja de zapatos y gruñendo suavemente. Parecía un Dobermann que se alimentara de esteroides en forma de galletas de chocolate.

Ella empujó el perro hacia dentro de la casa y dijo:

– Sólo es mi hermano pequeño.

Dave no estaba seguro de si estaba hablando con el perro o con alguien de dentro de la casa. Alcanzó a ver un sombrío interior y sus agudos ojos repararon en la tele vieja, un sofá sucio y apolillado, una mesa con una botella de bourbon medio vacía y, al lado de la botella, como incongruentes recién llegados, dos billetes nuevos de 100 dólares.

– No estaba seguro de encontrarte -dijo Dave.

Ella se encogió de hombros, y siguió tratando de encontrar una sonrisa. Cuando apareció, era una sonrisa violenta.

– Bueno, pues aquí me tienes. Tendrías que haber llamado – añadió, echando una mirada por encima del hombro.

– Estaba cerca de aquí -mintió Dave-, de paso. Así que pensé que podía acercarme a verte, decirte hola y ver qué tal estabas.

– Es que en este momento es un poco inoportuno.

Dave podía adivinar lo que había interrumpido.

– ¿Un nuevo novio?

Lisa sonrió sin ganas y asintió con muy poco convencimiento.

– Sí.

– Me alegro.

– Estábamos… -Una mirada avergonzada llenó los puntos suspensivos-. Me sentiría incómoda si te dejara entrar. Mi ropa interior está tirada por todas partes.

Dave sonrió y dijo:

– La misma vieja Lisa de siempre.

Ahora ella miraba más allá de él, al vecindario.

– Eh, nada de vieja Lisa, ¿quieres? Sólo tengo cinco años más que tú.

Era verdad. Ahora se acordaba. Ella tenía su actual edad cuando lo metieron en Homestead. Dave estaba a punto de decir algo sobre eso, pero lo dejó correr. No estaba allí para reprocharle nada, sino para ayudar.

– Te he traído un regalo -dijo, dándole la bolsa. Dentro había dos paquetes, cada uno con 50.000 de los 250.000 más intereses que Jimmy Figaro le había entregado-. De hecho, hay uno también para mamá.

– Vaya, gracias Dave -dijo y, vacilante, le acarició el pelo.

Cuando lo tocó, su olfato detectó un olor dulce y empalagoso que le hizo pensar en los bebés. Estaba en sus manos, como una especie de brillo.

– Prométeme que sólo lo abrirás cuando estés sola -dijo.

– Claro, de acuerdo.

Frunció el ceño y se rió al mismo tiempo.

– ¿Qué has hecho: robar un banco o algo así?

– Todavía no.

– Oye, ¿por qué no vuelves dentro de una hora más o menos y hablamos. No soy muy buena cocinera, pero bueno, qué demonios, nunca te quejaste cuando eras un crío y tu hermana mayor te preparaba la cena.

Ahora recordaba el olor. Era aceite para bebés. Aceite para bebés Johnson's. Sumó eso a los dos billetes de cien y al anónimo novio que había allá dentro en el dormitorio, y una desagradable idea fue abriéndose camino en la imaginación de Dave.

– ¿Qué me dices, hermanito? Sería como en los viejos tiempos.

Ahora le tocaba a Dave mostrarse evasivo.

– Me gustaría, Lisa, de verdad, pero tengo un día muy apretado.

No era necesario que dijera nada. Se dijo que no tenía derecho a hacerlo. Cualquier obligación que tuviera hacia ella, la había cumplido, ¿no? Cincuenta mil dólares por cabeza era pagar un montón por muy poca educación. Ahora lo único que quería era salir lo antes posible de allí. Con una sonrisa forzada que era un reflejo del amargo rictus de la sonrisa de Lisa, Dave retrocedió hacia su coche.

– En otra ocasión, ¿eh?

– Claro, cariño, pero llama antes, ¿vale? -le respondió ella; como si él fuera un cliente cualquiera.

– Lo haré.

Se subió de un salto al descapotable y puso en marcha el motor.

– Bonito coche -dijo ella-. ¿Estás seguro de que no has robado un banco?

– Todavía no -repitió, y con un rígido saludo se alejó, tratando de no pisar el pedal del acelerador hasta el fondo para que no pareciera que, de repente, estaba desesperado por apartarse de ella.

Y al mismo tiempo se sentía avergonzado, avergonzado por lo que se sentía; sólo otro putero en la vida de su hermana, alguien que le daba dinero y luego escapaba. Su propia hermana, su propia hermana.

Kate Furey estaba enseñándole el barco a Kent Bowen. El Carrera estaba amarrado al lado de docenas de yates en el canal intercostero de Fort Lauderdale, a dos pasos de R.J.'s Landing, uno de los mejores restaurantes del puerto. Bowen ya había sugerido que podían almorzar allí, pero Kate le había dicho que aún tenían mucho que hacer si querían que aprendiera lo antes posible el vocabulario de los yates y de su equipamiento. Ya había ideado una forma de compensar su falta de conocimientos marinos, pero quería castigarlo un poco por no haberse asustado con sus mejores historias sobre borrascas y mareos. Un taxi acuático pasó por su lado con una pareja vestida de novios. Saludaron con la mano y, desde la soleada sala de la cubierta de popa donde Kate y él estaban, Bowen les devolvió el saludo.

– No ha estado escuchando ni una palabra de lo que he dicho.

– Claro que sí -dijo Bowen.

Escéptica, Kate señaló hacia los pescantes que había por encima de su cabeza.

– Bueno, veamos. ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿Quieres decir esas cosas que sujetan la barca?

Kate hizo un ruido inhumano que parecía el timbre de respuesta equivocada de los concursos de la tele.

– Incorrecto. Eso no es una barca; es un bote. ¿Y a qué está sujeto el bote?

– A una grúa, me parece.

Kate volvió a repetir el ruido.

– Pescantes. Se llaman pescantes. Mire, señor. Kent. Esto no va a funcionar a menos que se familiarice un poco con los nombres correctos de las cosas. Gracias a Dios, no tendrá que gobernar el barco, pero es probable que tenga que hablar de él con la gente de los otros barcos. Sabe, como si estuviera orgulloso de él. Y por cierto, esos zapatos que lleva, tendrán que desaparecer.

Bowen miró sus Air Nikes.

– ¿Qué hay de malo en ellos?

Kate sacudió la cabeza con firmeza y dijo:

– No es calzado adecuado para un barco, eso es lo que tienen de malo. Un auténtico marino no querría que lo vieran con esos zapatos ni muerto. Pero eso lo podemos arreglar. Podemos parar en algún sitio por Las Olas cuando vayamos al puerto. Seguro que hay una tienda para hombres o un proveedor de buques en el bulevar. Lo mejor son los Docksiders. De piel, con la suela de goma lisa. Por lo menos, puede tener el aspecto del personaje, aunque la joda con el vocabulario.

Kate cruzó una puerta cristalera y entró en el salón, donde había un sofá de piel muy cómodo, colocado a babor de la popa, frente a un televisor enorme. Un sofá más pequeño y una encimera estrecha, empotrada, con armarios de madera de arce, cubrían el lado de estribor del salón. La disposición del mobiliario impulsó a Kate a hacerle otra pregunta a Bowen. Señaló una mesa de comedor circular para seis personas que estaba situada por delante de donde estaban.

– ¿Estoy señalando a babor o a estribor?

Bowen se quedó pensativo. Impaciente, Kate empezó a chasquear los dedos.

– Babor -dijo él.

– Vamos, hay que contestar más rápido. Como si le pregunto cuál es la derecha y cuál la izquierda.

La siguió a través del salón echando una mirada de pesar en dirección al televisor de 27 pulgadas. Deseó poder agenciarse una Corona helada del refrigerador y sentarse a mirar las finales de fútbol en la televisión de su camarote. Pasando los dedos por encima de la madera de un acabado satinado dijo, con una punta de sarcasmo:

– Entonces, ¿cómo se llama esta parte del barco en ese glosario McHale's Navy tuyo?

– El comedor.

– Hablando de preguntas tontas…

Subieron por una escalera recubierta con una espesa alfombra.

– Eh, vaya cocina -observó Bowen-. Mira esto.

Kate repitió de nuevo el sonido que indicaba que había dado una respuesta equivocada.

– Es la galera -dijo.

– ¿Como lo de los esclavos? Cielos, nunca voy a aprenderme todas esas palabras -dijo Bowen suspirando.

– Bueno, es probable que no importe tanto. He pensado en una forma de justificar su ignorancia.

– ¿Ah, sí? -dijo Bowen conteniendo una pasajera irritación.

– A causa de la cobertura del seguro me vi obligada a inscribirle a usted como propietario y a mí como capitana. Muchos propietarios han decidido viajar con su barco debido a la huelga de los controladores aéreos. Parece que se va a prolongar un tiempo. Así que, en esas circunstancias, no parecerá tan extraño que venga con nosotros.

– No puedo ver cómo ayuda eso -dijo Bowen-. ¿Por qué el propietario tendría que saber menos que la tripulación?

Kate sonrió.

– Para muchos propietarios, un yate es sólo una casa flotante. Otro juguete caro. Créame, no es raro que esos tipos no sepan una puta mierda de sus barcos. -Kate estaba pasándoselo en grande-. Así que es probable que su total y completa ignorancia pase inadvertida.

– De acuerdo. -Bowen miró alrededor con aires de propietario-. ¿Sabes?, siempre he querido ser dueño de una de estas cosas.

– También me he tomado la libertad de invitar a Sam Brockman a unirse a nuestra tripulación para completar el número -añadió Kate.

– ¿Sam Brockman? -Bowen no pudo evitar mostrarse decepcionado-. ¿El de los guardacostas?

Kate observó la cara que ponía y sonrió. Guardacostas. Qué risa. Más bien guardaespaldas, por si Bowen pensaba intentar alguna cosa cuando estuvieran en alta mar.

– Bueno, piénselo. No habría parecido normal que sólo estuviera yo como tripulante -dijo Kate-. Y después de todo, es el barco de su departamento; por lo menos hasta que lo saquen a subasta. Lo recogeremos en la estación Lake Mabel, de camino hacia la terminal de carga del SYT.

Bowen se esforzó por mostrar una actitud positiva respecto a la inminente llegada de Sam Brockman a bordo.

– Estoy seguro de que es una buena idea. Especialmente, con sus conocimientos, esto, náuticos.

Pero Kate no había terminado.

– Eso significa, claro, que cuando estemos con otras personas no debemos tratarnos con demasiada confianza. Yo le llamaré señor, como de costumbre. Todo el mundo dará por supuesto que usted es sólo otro plutócrata de Miami con más dinero que sensatez. Señor.

– Eso no me causa ningún problema, Kate -Bowen ya estaba pensando en una manera de explotar su nueva posición como rico propietario de barco-. ¿Sabes una cosa?, voy a ver si encuentro los servicios.

– Baño, señor.

– ¿Cómo dices?

– A bordo, señor, se llama baño.

– Oh, el baño; bueno, pues allí es donde voy -Bowen se rió. Se le acababa de ocurrir una cosa-. Y luego me agenciaré una cerveza fría y, como cualquier plutócrata convincente con más dinero que sensatez, voy a sentarme, con los pies en alto, a mirar el partido por la tele.

– Tendríamos que continuar la visita al barco, señor -opinó Kate-. Hay todavía muchas cosas que tendría que ver. Las máquinas. El sistema de comunicaciones. Los ordenadores del barco.

Bowen sacudió la cabeza.

– Kate, lo único que quiero ver ahora mismo es como los Chiefs destrozan a los Dolphins.

Observando la cara de Kate, añadió:

– Soy de Kansas, ¿recuerdas? -Volvió a bajar las escaleras-. Hágamelo saber cuándo estemos en marcha, capitán. Estaré en mis dependencias.

Kate observó cómo se marchaba, lanzando un silencioso «capullo» a las espaldas de Bowen. Uno o dos segundos después tuvo la satisfacción de oír cómo se caía por la escalera de caracol que conectaba la cubierta inferior del buque con el salón y el comedor.

– Capullo -repitió, y subió por la escala de cámara de babor hasta la timonera, donde empezó a familiarizarse con el dinámico sistema informático de comunicaciones del Carrera. Casi se sintió decepcionada al descubrir lo fácil que sería gobernar el barco. Con su exhaustivo sistema de detección y resolución de errores, el Carrera estaba tan bien equipado que el mismo Bowen podría haberlo pilotado. Deseó que la parte de su misión en la que estaría obligada a llevar el barco pudiera durar más que los escasos minutos que tardaría en ir hasta Port Everglades.

Kate puso en marcha los motores y luego salió a cubierta para recoger las defensas laterales. Podría haberle pedido a Bowen que la ayudara, pero quería ahorrarse el inevitable chiste que eso habría traído consigo.

«Mira Kate, no tienes que preocuparte por levantar tus defensas contra mí…»

Kate contrajo los labios con desagrado.

– Eso se acabó -dijo, y empezó a tirar de una cuerda deseando que estuviera atada al cuello del cretino de Bowen.

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