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– Bueno Jimmy, ¿qué crees? ¿Me puedo fiar de que Delano tenga la jodida boca cerrada?

Figaro levantó los ojos de su ensalada de cangrejo y miró a las grandes gafas de sol de color azul que llevaba el hombre que tenía enfrente. Toni Nudelli tenía unos cincuenta años y una cara con las mismas arrugas que su traje de lino beige. Estaban almorzando en el Club de Campo Normandy Shores, tan sólo unos minutos al norte de Bal Harbor. Por las ventanas en forma de arco estilo Mizner del restaurante se podía alcanzar a ver la mansión de seis millones de dólares de Cher, al otro lado de la Isla de La Gorce.

– Seguro que te puedes fiar. La ha tenido cerrada durante los últimos cinco años, ¿no? ¿Por qué diablos tendría que chivarse ahora?

– Porque ahora no puedo vigilarlo, por eso. Cuando tenía su asqueroso culo en la cárcel, sabía que podía llegar hasta él. La gente que yo conocía allí dentro podía joderlo bien. Ahora que está fuera, puede hacer lo que le dé la gana sin mirar por encima del hombro y eso no me gusta. Se me atraganta.

– Vamos Tony. Los federales podían haberle ofrecido protección si hubiera querido largar. Un cambio radical de vida.

– Eso es como la menopausia. Es lo mismo que si tu jodida vida se hubiera acabado, ya no vale nada. Si no, pregúntaselo a mi mujer, no he jodido con ella desde hace años. Mira Jimmy, la mayoría de tíos con sangre en las venas aguantarían los cinco años y cogerían el dinero.

Nudelli escogió un palillo de un recipiente de plata y empezó a hurgarse en las muelas de arriba en busca de algo que se le había quedado adherido.

– ¿Lo del dinero cómo fue? ¿Le pagaste? ¿Estaba contento?

– Me parece que sí.

– ¿Te parece que sí?

Nudelli resopló, inspeccionó el trozo de comida que había sacado con el palillo durante un momento y luego se lo comió. Sacudiendo la cabeza con aire cansado añadió:

– Jimmy, Jimmy, si quiero saber lo que piensa la gente, leo el jodido Herald. Lo que quiero de ti y de tu contrato de seis cifras, más gastos, más extras, es algo más que una sonrisa de buen chico y tu jodida impresión. Quiero la ley de la Física como la describió Isaac Newton. Si tenemos x, nos da y. ¿Me captas?

– Estoy seguro -dijo Figaro.

– ¿Juegas al póquer, Jimmy?

– No soy muy aficionado a las cartas, Tony.

– No me sorprende. Dices que estás seguro de algo, pero te encoges de hombros como si llevaras el peso de unas cuantas dudas encima de las hombreras de ese traje tuyo tan caro. Cuando uno está seguro tiene un aspecto más positivo, Jimmy. ¿Qué tal asentir con la cabeza un par de veces? ¿Y sonreír otro tanto? Joder, el hombre del tiempo parece más seguro de lo que dice que tú.

– Tony, si no te importa que lo diga, me parece que estás siendo un poco paranoico. Créeme, Dave es un tío legal. Mientras estuvo en Homestead aprovechó el tiempo al máximo. Se hizo con una educación, un título y una actitud mental positiva. Lo único que quiere es vivir.

– ¿Haciendo qué, exactamente?

– ¿Exactamente? No lo sé. Ni él tampoco. Lo que quiere ahora es tomárselo con calma, gastar algo de dinero…

– ¿Le pagaste?

– Ya te lo he dicho. En efectivo. Con intereses. Le pregunté qué iba a hacer con el dinero y le ofrecí asesoría financiera. Dijo que gracias, pero no.

Nudelli se quedó pensativo mientras sopesaba lo que Figaro le estaba diciendo. Vació de un trago su copa de vino y luego pasó la uña por el borde de cristal.

– ¿Cuáles fueron sus palabras exactamente cuando dijo eso?

– ¿Cómo que exactamente? ¿Exactamente? Pues exactamente no lo sé.

– Jimmy, eres un jodido abogado. Exacto es tu segundo apellido y la marca de nacimiento que tienes en el culo.

– Dijo que no era gran cosa. Que no era precisamente una cantidad que te permitiera empezar una nueva vida.

– Bueno, eso seguro que no suena a alguien que está contento con su beso de despedida.

– Lo estoy citando fuera de contexto, ¿sabes?

– Como si quieres sacar la cita del Familiar Quotations, de Bartlett. Lo que me describes es alguien al que acaban de dar una coca-cola de diez dólares.

– Tony, si hubieras estado allí, habrías visto que el tipo estaba contento, créeme.

El camarero apareció para volver a llenarles los vasos con el Chardonnay californiano que le gustaba a Tony Nudelli. Sabía un poco demasiado a roble para el paladar más refinado de Figaro. Era como beber pulimento líquido para muebles.

– Puede que no trasportado al cielo en un rayo, como el profeta Elias -añadió Figaro-, pero estaba contento, sí.

– ¿Está todo bien, señores? -preguntó el camarero adulador.

– Todo bien, sí, gracias.

– Elías -burbujeó el camarero-. Es un nombre muy bonito, Elias. ¿Por qué mis padres no me pondrían un nombre así, en lugar de John?

Tony Nudelli se echó atrás en la silla de golpe y miró al camarero, con una mueca de irritación que dejó al descubierto sus dientes amarillentos y, ahora, bien escarbados.

– Porque tu cara blanca y redonda llena de mierda les recordó una jodida taza de váter, mamón. * Y si tú y tu sensiblera naturaleza me volvéis a interrumpir, haré que la gente pueda llamarte Vincent, porque sólo te quedará una jodida oreja para meterla en los asuntos de los demás. ¿Lo entiendes? Ahora lárgate antes de que chambrees el jodido vino con esa mano pajillera y caliente tuya.

El camarero se retiró a toda prisa.

– Me parece que será mejor que no pida postre -dijo Figaro riéndose.

A una parte de él le gustaba que Toni Nudelli usara aquel lenguaje rudo. Mientras no fuera a él a quien le tocara recibirlo. Le daba un escalofrío de placer sentir, aunque fuera de forma indirecta, el poder que ejercía Nudelli.

– ¿Estás de broma? Aquí tienen el mejor pastel de nueces de pecán.

– Pensaba que a lo mejor querría tratar de vengarse de alguna forma convincentemente comestible pero repugnante.

– Hay quien ha acabado muerto por mucho menos de eso.

– Él no lo sabe.

– Tienes razón, Jimmy. Ese maricón de mierda podría meter de matute cualquier cosa dentro de un pastel de nueces.

Con un fuerte chasquido de los dedos, Nudelli llamó al maître a la mesa.

– ¿Todo bien, señor Nudelli?

– Louis, querríamos dos trozos de pastel de nueces. Y querría que nos los sirvieras tú mismo. ¿De acuerdo?

– Sí, señor. Enseguida. Será un placer.

El maître desapareció en dirección a la cocina.

– Jimmy, deja que te pregunte una cosa.

– Claro, Tony. -Soltó una risita cuando vio al acobardado camarero-. Soy todo oídos.

Nudelli echó una furiosa mirada hacia el mismo sitio.

– Marica de mierda. ¿Qué coño pasa con los camareros de este país? No es bastante darles una propina. Quieren que les jures sobre la Biblia que no los desprecias por lo que hacen para ganarse un dólar.

– No me hables de los camareros. El otro día pedí un bistec en Delano. Y cuando el camarero lo trae me dice que las verduras sólo tardarán unos minutos. Y le digo: «¿Qué pasa? ¿Es que se supone que tengo que comer a plazos?».

Figaro se rió de su propia anécdota y más aún cuando vio que Nudelli la había encontrado divertida. Sólo que deseó haber pensado en sustituir el nombre por el de otro restaurante. Era uno de los más elegantes de South Beach, el preferido de Madonna y Stallone, pero el nombre no contribuyó precisamente a que Nudelli se olvidara de lo que más le obsesionaba en aquel momento, es decir, de Dave Delano.

– ¿Qué es lo que me querías preguntar, Tony? Antes de que empezáramos con los camareros de mierda.

– Sólo una cosa. ¿Qué dice la Ley de Prescripción sobre el asesinato?

– No hay Ley de Prescripción para eso.

– Pues de eso se trata justamente. Supón que Delano se decide a hablar con los federales.

– Tranquilo, Tony. Delano no es un chivato.

– Espera, Jimmy, espera hasta que termine como un buen abogado. Supón que lo hace, por la razón que sea. Pongamos por caso que piensa que yo soy responsable del tiempo que ha pasado en prisión. Después de todo, la cárcel hace cosas raras con los hombres. Los vuelve maricas. Los vuelve vengativos. Quizás quiera quedarse con mi cuarto de millón y con mi libertad de paso. Quiero decir, ¿qué se lo impide? Contéstame a eso, ¿quieres?

– Es probable que piense que yo soy más responsable que nadie -dijo Figaro, encogiéndose de hombros-. Después de todo, fui yo quien lo representó ante el jurado. Pero no va a hacerlo, Tony.

– No, no, no estamos haciendo predicciones ahora. Estamos abordando una situación hipotética, ¿entiendes? Como si fuéramos dos filósofos en una sauna romana. ¿Qué datos concretos tenemos para decir que Dave Delano nunca va a decidirse a delatarme? Espera, espera. Tengo una idea; supongamos que comete un delito. Y lo arrestan. Le va a caer una buena, pero puede que no quiera volver a la cárcel. ¿Y quién podría criticarlo después de haber pasado cinco años en la trena? No seré yo, seguro. Pero puede que, sabiendo esto, a los federales se les ocurra meterle el miedo en el cuerpo para que les cuente lo que les tendría que haber contado antes. Su culo a cambio del mío.

Nudelli dio una fuerte palmada en la mesa, como si matara una mosca, justo cuando llegaba el maître con los dos trozos de pastel.

– ¿Qué va a impedírselo, eh, Jimmy?

– Aquí tiene, señor Nudelli. Pastel de nueces.

– Gracias, Louis.

– De nada, señor. Que aproveche.

– Bueno, si lo planteas tan fríamente, Tony…

– Así de fríamente lo planteo, metido en un vaso helado con hielo dentro. ¿Qué va a impedírselo, eh?

Figaro pinchó un trozo de pastel con el tenedor, pero lo dejó en el plato un momento.

– Nada. Sólo que, quizás, te tenga más miedo a ti que a los polis.

Nudelli alzó las manos, grandes y peludas, en un gesto que a Figaro le recordó al Papa saludando, benévolo, a los fieles desde el balcón de San Pedro el día de Navidad. Pero el abogado veía que no había nada benévolo en la dirección que llevaba la conversación.

– ¿Lo ves? Quizás. Ya estamos otra vez con las dudas. Has puesto el dedo justo en la llaga, Jimmy. Quizás. Ahora ponte en mi lugar. Tengo una familia que cuidar, un negocio que dirigir, gente cuyo sustento depende de mí.

Suspiró exasperado y se metió un trozo de pastel en la boca.

– ¿Sabes cuál es el problema? El idioma. La corrupción del jodido idioma. Las palabras ya no significan lo mismo que antes, por culpa de toda esa mierda de minorías que se nos ha metido en casa -porque ya no podemos decir esto y no podemos decir eso otro- y por todos esos políticos que utilizan el idioma para no decir nada de nada. Te daré un ejemplo, Jimmy. Un tipo le dice a una chica: «¿Me dejarás follar contigo?» Bueno, si ella dice: «Quizás», sabes que hay una posibilidad real. Pero si le dijeras a un político: «¿Construirá más escuelas y más hospitales si llega al poder con nuestros votos?» y él dice: «Quizás», entonces sabes sin ninguna duda que no va a hacerlo. Para él, quizás es igual a nunca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Figaro no estaba seguro de entenderlo. Había veces en que pensaba que Tony Nudelli era uno de los clientes más listos que tenía, y otras en que creía que era más tonto que la televisión diurna. Esa larga disertación lo había dejado en la duda de qué había querido demostrar Nudelli. Pero de cualquier modo, cabeceó y dijo:

– Sí, claro.

Decidió tratar de desviar la conversación de la idea que, mucho se temía, Nudelli seguía teniendo en su suspicaz cabeza.

– ¿Quieres que hable con Delano, Tony? ¿Que le recalque que es absolutamente necesario que siga con la boca cerrada? Va a pasar por el despacho mañana para hablar de algunas cosas. Puedo dejárselo claro entonces, si quieres.

– Willy Barizon -dijo Nudelli, sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa con él?

– Es medio hermano de Tommy Rizzoli. El tipo que sacaste del negocio del hielo.

Figaro sonrió incómodo.

– Tony, le aconsejé que vendiera el negocio para evitar una condena de cárcel, eso es todo.

– Es lo mismo. Como sea, voy a hacer que Willy vaya a hablar con Delano.

– ¿Para darle una paliza?

Nudelli pareció dolido.

– Tendrías que comer un poco de pastel. Es el mejor que hay.

Figaro se llevó el tenedor a la boca. Tenía que admitir que era bueno.

– Odio oír a mi abogado diciendo una cosa así -dijo Nudelli con frialdad-. Pero no, no voy a hacer que le den una paliza. Sólo quiero que le recuerden, de un modo contundente, que todavía tiene que temerme.

Se lamió los labios y luego se secó la boca con la servilleta.

– Me parece que me gustaría tomar algo dulce con el postre. Una copa de moscatel, tal vez. ¿Te gusta el moscatel?

Figaro negó con la cabeza.

– ¿Y ahora dónde se ha metido ese mamón? -gruñó, buscando al camarero con la mirada.

Fijó los ojos en Figaro de nuevo.

– Además, quiero saber algo más de esos nuevos amigos suyos antes de zurrarlo. Me han dicho que en Homestead compartía celda con un iván. Y que ese iván tiene importantes relaciones en Nueva York. No me gustaría darle una paliza a Delano y encontrarme con esos cabrones rusos encima. Les gusta matar a la gente. Creo que les gusta más matar que hacer dinero. Lo llevan en la sangre, supongo. Matar lo han hecho siempre, durante toda su historia. Hacer dinero no, nunca.

– El compañero de celda se llamaba Einstein Gergiev -informó Figaro-. Lo llamaban Einstein porque había sido físico y experto en informática antes de liarse con las mafias en Rusia, y luego aquí, en Florida.

– Un hijo de puta listo, ¿eh?

– Tenía montado algún tinglado con eso de las dos ciudades gemelas.

– ¿Qué dos ciudades?

– Las dos San Petersburgo.

– La del Golfo de México la conozco, pero ¿dónde está la otra?

– En Rusia, al norte de Rusia.

– No lo sabía.

– Fue todo un fraude, según me han dicho. Le costó a la ciudad de San Petersburgo, la de Florida, varios millones de dólares.

– ¿De veras?

– De cualquier modo, a Gergiev lo soltaron hace seis meses y lo deportaron a Rusia. Pero no sabía que tuviera amigos en Nueva York.

– Todos esos rusos, los rojos, se encuentran allí. Playa Brighton. Tendrías que verlo. El hogar de los jodidos rusos lejos de su hogar. Little Odesa, lo llaman. Los contactos los tienen allí o en Israel, en Tel Aviv. La mitad de los judíos que se fueron de Rusia están relacionados. Para empezar, así es como consiguieron el dinero para largarse -Nudelli se encogió de hombros-. Tengo un primo en Tampa. A lo mejor él puede averiguar algo de ese Einstein rojo. ¿Dónde está Delano?

– Dijo que iba a alojarse en el Sheraton de Bal Harbor.

– Es un buen hotel de la playa. Con clase. Puedes olvidarte del Fontainebleau.

Nudelli se enderezó en la silla. Había encontrado al camarero.

– ¡Eh, tú, Elias! Ven aquí.

Al ver a Toni Nudelli, el camarero retrocedió hacia la puerta del restaurante como un quarterback buscando a uno de sus receptores. Un segundo después había salido por la puerta y corría a través del patio de estilo Mediterráneo, en dirección a Biscayne Bay.

– Joder -dijo Nudelli echándose a reír-. ¿Qué coño he dicho?

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