Los invitados que llegaban a bordo del Jade entraban en un atrio donde había una escultura de tamaño natural que representaba a una mujer desnuda a la que penetraban por ambos lados dos hombres bien dotados. La escultura, que era además el logo de Jade Films, estaba realizada con un considerable detalle anatómico. Junto a la escalera «orgánica» que la rodeaba, era el punto central del yate. Tras ser recibidos por Rachel Dana y su tripulación en la espectacular zona de recepción frente al atrio, a los invitados se les entregaba una copa de cristal y se les informaba de que había sesión continua de películas en la sala especial que se encontraba al final de la curvada escalera de caoba.
Tan pronto como Al vio la escultura tuvo la certeza de que era una fiesta en la que iba a disfrutar. Con su sonrisa depredadora extendiéndose por sus turbias facciones, le dijo a Dave:
– Echa una mirada a esa obra de arte. Es la leche. Cómo me gustaría que Tony pudiera verla. Es un auténtico amante del arte. Compra esculturas y todo. Le entusiasmaría tener eso en su colección.
– Suena como si Tony fuera un Solomon Guggenheim -dijo Dave-. Apuesto a que tiene norman rockwells, dalís, tretchikopfs, de todo.
– Sabe lo que le gusta, ¿te enteras?
– Cuando se trata de comprar arte, casi todo el mundo tiene el mismo problema -dijo Dave.
Otros que iban llegando a la fiesta y veían la escultura parecían estar menos seguros de pasarlo bien, entre ellos Kate y el capitán Jellicoe.
– Es de Evelyn Bywater -explicaba Rachel-. Una artista inglesa.
– ¿No querrá decir proctóloga? -dijo Kate.
– Su obra es muy conocida en toda Europa y el Extremo Oriente. Es casi una institución en Japón.
– ¿Quiere decir igual que institución mental? -dijo Kate y se alejó del lado de Jellicoe para ir a hablar con Sam Brockman.
– ¿Qué coño le pasa? -preguntó Rachel-. Se diría que nunca ha visto un cuerpo desnudo antes. Y a usted, capitán, ¿le gusta nuestra obra de arte?
– Bueno -dijo Jellicoe y tragó saliva-, yo no sé nada de arte. Se ve muy poco de eso en la Marina Mercante. Pero tengo algunos grabados muy bonitos en mi camarote. Viejas goletas, clípers, y barcos de guerra británicos. Pero nada como esto. No, en absoluto -Jellicoe frunció las cejas-. ¿Qué clase de películas hace su compañía?
– Ahora están pasando una arriba, si le interesa.
– No parece un comportamiento muy sociable marcharse arriba directamente -dijo Jellicoe, muy estirado-. Ya sabe lo que dicen, que la televisión mata el arte de la conversación y todo eso. Acabo de llegar.
Rachel lo cogió del brazo y dijo:
– Venga conmigo. Creo que le interesará. La mayoría de personas cree que nuestras películas ayudan a conversar. Como una especie de terapia, ¿sabe? No es en absoluto como la televisión. Y no habrá visto ninguna de nuestras películas en televisión. Se lo garantizo. Nuestro cine está más orientado al vídeo.
Acompañó a Jellicoe escaleras arriba a la sala de proyección bajo la envidiosa mirada de Kent Bowen.
– No pasa nada -le dijo Kate-. Sólo lo lleva a la sala de proyección, no a su dormitorio.
– ¿Están pasando películas ahí arriba? ¿Películas de Jade?
– Supuse que le interesaría.
Sam Brockman arqueó las cejas y dijo:
– ¿Qué están pasando?
Bowen soltó una risa obscena.
– No son reposiciones de La tribu de los Brady, de eso puedes estar seguro.
– Jade Films está en el mercado del porno duro -dijo Kate.
– ¿De verdad? -Brockman sonaba sinceramente sorprendido-. ¿Sabes una cosa? Nunca he visto una película porno.
Bowen dirigió la mirada a Kate, a punto de ridiculizar al teniente de guardacostas, pero se detuvo al darse cuenta de que aquello podía servirle como estrategia para escapar al desprecio de Kate.
– ¿Sabes una cosa, Sam? -dijo-. Yo tampoco. ¿Qué me dices si vamos y echamos una ojeada?
Kate lo taladró con la mirada. Mientras que no le costaba creer a Sam, le resultaba mucho más difícil tragarse la exhibición de inocencia de Bowen.
– Sí, vamos Kate -dijo Brockman-. Anímate. Puede ser formidable.
– Puede que ya haya visto alguna -sugirió Bowen.
– No lo he hecho -Kate estaba lo bastante bien informada sobre lo que pasaba en el auténtico porno duro para saber que la subscripción de Howard al canal de Playboy no entraba en la categoría de lo auténtico-. ¿Por quién me toma?
– Será una experiencia -insistió Brockman.
Kate pensó que el aspecto del pobre Sam se iba pareciendo cada vez más al de un adolescente con calentura. Las gafas se le habían empañado un poco y, a estas alturas, estaba claro que no había visto nunca una película porno y ardía en deseos de remediar aquel fallo.
– ¿Una experiencia? -gruñó Kate-. En general, la experiencia es algo que he aprendido a identificar con los errores de juicio.
Brockman levantó su copa de champaña.
– Entonces, brindemos por los errores de juicio -dijo-. Las cosas serían como en Ciudad Aburrida, Arizona, sin unos cuantos. Y, hasta ahora, ésa ha sido la historia de mi vida. «Sam Brockman -dirán- una carrera ejemplar. Sin errores. Pero, eso sí, ha sido el presidente de Bromuro, S.A.»
Kate sonrió comprensiva. Tenía una opinión muy parecida de su propia vida, con Howard Parmenter como su única aberración de importancia. La demanda de divorcio había sido lo más interesante que le había pasado en años. Eso, y preparar la operación secreta a bordo del Duke. Al ver acercarse a Dave percibió, de repente, una nueva dimensión en lo que Sam decía. La vida consistía en correr riesgos. Y no siempre riesgos calculados. Quizás incluso un riesgo como Dave. Desde luego, cometer un error era siempre algo desafortunado. Pero no tener la oportunidad de cometer errores era una catástrofe.
– De acuerdo -dijo-. ¿Por qué no?
– Así me gusta -dijo Brockman-. Sólo se vive una vez.
– Ésa es la teoría imperante -dijo Kate y señaló la escalera-. Empezad a subir; os alcanzo enseguida.
Observó cómo se iban y luego se volvió hacia Dave.
– Hola.
– Hola.
Por un momento ninguno de los dos habló. Luego Kate dijo:
– He estado pensando en lo que dijiste.
– ¿Has tomado una decisión?
– No he descartado nada.
– El mar es un buen lugar para dejar flotar las ideas -dijo-. Tiene que ver con la línea de carga en agua dulce.
Kate, con su aguda intuición, percibió que Dave parecía un poco preocupado.
– No me digas que el agua también tiene cargas fiscales.
– El agua dulce tiene una densidad menor que el agua de mar -explicó Dave-. Las cosas se hunden más en agua dulce. Hay una señal F en el disco Plimsoll del buque. La diferencia entre S y F se conoce como línea de carga en agua dulce. Tú y yo estamos más cerca de la S que de la F. Me sorprende que no lo supieras, siendo capitán de barco.
Kate encendió un cigarrillo.
– ¿Qué es esto? ¿El examen para el título de capitán de la Marina Mercante? Quizás quieras ponerme a prueba; ver si puedo instalar nuevos impulsores a oscuras, ese tipo de cosas.
Cuando vio que Dave no respondía, Kate sonrió y dijo:
– ¿No me digas que nunca has oído hablar de impulsores?
Dave parecía dispuesto a admitir su derrota.
– Es como un propulsor -dijo ella, maliciosa.
– Ah, sí, me parece que sé…
– Sólo que se escribe diferente. «Im» en vez de «pro». De hecho, ahí se acaba la similitud -Sonrió triunfante-. Si el impulsor se estropea, también se estropea la bomba de combustible y el motor Diesel; así que es importante ser capaz de sacarlos y montar uno nuevo. Incluso en alta mar, incluso de noche, incluso durante una tempestad. Puede ser algo peliagudo si no sabes cómo hacerlo.
Le echó un poco de humo a la cara y observó cómo la sonrisa se le extendía por toda la cara.
– ¿De qué hablabas con aquellos tipos?
– Acababan de convencerme para que fuera a ver en acción el porno duro.
– Ahí es donde está Al -dijo Dave-. Es un auténtico fanático. Lo ve todo.
– Justamente -dijo Kate-. En esa película seguro que se ve todo. ¿Quieres echar un vistazo?
– Claro.
Kate se sintió un poco decepcionada. Esperaba que él fuera la clase de hombre que sacude la cabeza ante la idea misma de ver porno. Pero ahí estaba, cogiéndola por el codo y acompañándola escaleras arriba, hacia la sala de proyecciones. Por lo menos, podía haber fingido que lo desaprobaba, aunque fuera durante un minuto o dos. Estaba llegando a la conclusión de que, probablemente, todos los hombres estaban interesados en aquella clase de mierda.
– No entiendo por qué no hay más tíos que se dediquen a la ginecología.
– Es más difícil relajarse cuando la afición se convierte en trabajo -dijo Dave.
– ¿Es una observación basada en la experiencia personal?
– En eso y en un montón de vanas ilusiones.
– No eres un soltero alegre; de eso doy fe, Van.
Notó su mano en la base de la espalda mientras subían las escaleras. Cuando casi estaban arriba, él se detuvo y bajó un peldaño.
– Creo que necesito ir al baño -confesó.
– Pensaba que eso sería después de ver la película.
– Entra tú. Volveré dentro de un minuto.
– ¿Un minuto? ¿En una película de éstas? Te podrías perder toda la historia.
– Mientras tenga un final feliz, no me importa.
Kate empezó a subir de nuevo.
– De finales felices es de lo que va esta mierda. Muchos finales felices. En un primer plano resbaladizo.
Dave calculó que tenía unos diez minutos antes de que Kate empezara a desconfiar. Salió del Jade por la popa, subiendo directamente al Juarista y luego al Carrera. Un minuto después de dejar a Kate en la fiesta estaba bajando por la escalera de caracol que conectaba el salón y comedor del Carrera con la cubierta de alojamientos en la zona central del barco.
La suite principal ocupaba todo el ancho del barco y consistía en una sala de estar, un gran vestidor y un amplio baño con jacuzzi. Dave supuso que ése era el camarote ocupado por Kent Bowen. Tiradas por el suelo del vestidor había algunas camisas de colores chillones que le parecía recordar haberle visto a Bowen. Y el dulce olor antiséptico de la loción Brut para después del afeitado que siempre anunciaba su presencia era inconfundible. Rápidamente, Dave abrió algunos cajones y casi enseguida encontró lo que andaba buscando: una Magnun 357 de alcance medio en una pistolera ProPak secreta y una cartera con tarjetas. Dave sacó una y la leyó rápidamente. La redonda insignia dorada grabada en relieve era fácilmente reconocible. Lo identificaba como funcionario del Ministerio de Justicia con tanta seguridad como la infor mación impresa al lado. Bent Bowen era Agente especial adjunto al mando en la central del FBI, en la Segunda Avenida de Miami.
– Joder -exclamó.
Devolvió la tarjeta a su sitio, cerró el cajón con cuidado y luego fue a la sala de al lado para registrar el camarote de Kate. Estaba más ordenado que el de Bowen. La cama estaba hecha, con cojines esparcidos por encima de la colcha de brocado de seda. La ropa estaba colgada ordenadamente en el vestidor, pero no había nada en los cajones empotrados que pudiera interesar a Dave; aparte de alguna ropa interior muy sexy.
– Sólo los hechos, señora -murmuró y, cerrando el cajón, retrocedió para salir del vestidor.
Con el talón chocó con algo duro por debajo de la colcha. Pensando que podía haber un cajón para ropa blanca bajo la cama, igual que el que él tenía en su propio camarote, Dave se arrodilló, retiró la colcha y agarró el cajón por el asa. Al abrirlo encontró todo lo que cabría esperar en un cajón de ropa blanca. Tuvo que meter el brazo hasta el fondo para tocar la forma bien conocida que medio estaba esperando. Al momento estaba mirando una Smith & Wesson Airweight 38, alojada en una bonita Vega de piel, aunque el percutor oculto de la pistola hacía que fuera perfecta para el bolso. Unido a la pistolera había una cartera con una placa del FBI y una tarjeta que identificaba a Kate, no como Kate Parmenter, sino como Kate Furey, Agente Especial. Parecía más joven en la foto y llevaba el pelo diferente. Pero era imposible confundir aquella cara inquieta.
Dave asintió con amarga satisfacción. No sabía si gritar de alegría o aullar de dolor.
– Una agente federal -musitó-. Es una jodida agente federal.
Lo que no acababa de entender era qué estaban haciendo ella, Bowen y el otro tipo, que probablemente también era un federal, en el Duke. No había forma alguna de que pudieran estar enterados de los planes de Dave. A menos que estuvieran siguiendo la pista del dinero.
– Federales de mierda.
Hurgó de nuevo en el cajón buscando algo que pudiera desvelarle algo más, pero no encontró nada. Cerró el cajón y entró en el baño. Sus ojos tomaron nota de la marca de perfume de Kate para un uso futuro, una pequeña botella de gotas para los ojos Murine, una loción para el sol y un impresionante surtido de elixir dental, seda dental, palillos y tabletas antisarro que ayudaban a explicar la sonrisa de modelo de Kate. Los cajones estaban vacíos, pero en un armario debajo del lavabo encontró una grabadora de carrete TEAC. Una clase de grabadora que no se usa precisamente para escuchar Música Acuática de Händel cuando estás en el baño. Dave sabía que estaba preparada para grabar desde algún tipo de micrófono oculto. Pero, ¿dónde lo había colocado?, ¿en qué barco?
Apretando un botón rebobinó la cinta un par de segundos. Lo menos que podía hacer era verificar que los federales no estaban interesados en él o en el dinero ruso.
La cinta empezó a sonar.
Estaba escuchando las voces de un hombre y una mujer. El hombre era americano, pero la mujer sonaba como si fuera australiana. El acento ayudaría a concretar más. Aunque en realidad no tenía importancia. Ninguno de los barcos rusos llevaba mujeres. Y estos dos no decían nada interesante. Sólo bobadas sobre esto y aquello. Dave apagó la grabadora y empezó a sonreír. Los federales estaban vigilando el barco de otro. Alguien de quien Dave no sabía nada en absoluto. Todo iba bien. Su plan a cinco años podía continuar más o menos como estaba previsto. Siempre que el submarino lo permitiera. Y el ver aquellas placas y tarjetas de identificación del FBI le había dado una idea.
Durante diez minutos Kate estuvo demasiado escandalizada para notar la ausencia de Dave. Su imaginación se había visto bruscamente trasladada a algún otro lugar, ya que ni el más mínimo aspecto de la anatomía humana escapaba la atención de la cámara: cada conducto mucoso, cada pliegue subcutáneo y cada folículo sebáceo. Pero lo que más le sorprendía no era la explícita intimidad de lo que se representaba, sino que todavía hubiera mujeres dispuestas a tener relaciones anales sin protección. ¿Pero dónde habían estado esas mujeres durante los últimos diez años, tan llenos de ansiedad por los virus? ¿Se imaginaban que sólo porque lo estaban haciendo en una película el departamento de efectos especiales las protegería?
Casi tan fascinante para Kate como lo que sucedía en la pantalla eran las caras del público. Bowen, sonriendo como un mono. Sam Brockman limpiándose las gafas cada dos por tres y emitiendo un silencioso sonido sibilante de cuando en cuando. Rachel Dana observando a Jellicoe y disfrutando con su aspecto estupefacto. Dos de los blancos del Britannia, Nicky Vallbona y Webb Garwood, riendo a carcajadas y soltando los chistes de peor gusto. Kate se preguntaba si Bowen se había dado siquiera cuenta de que estaban allí.
Había oído decir a algunos hombres -Howard entre ellos- que el porno era aburrido, pero por alguna razón nunca los había creído. El aspecto de Bowen era cualquier cosa menos aburrido. Incluso en la penumbra de la sala del Jade podía ver el ligero velo de sudor que brillaba por encima de su labio superior, sudor que secaba periódicamente con el dorso de la mano. Pero, al cabo de un rato, se dio cuenta de que ella sí que se aburría. No era tanto la ausencia de argumento lo que encontraba tedioso como la monotonía de la acción, como si lo que se ponía en escena fuera un ritual. La chica siempre se la chupaba a él antes de que él hiciera lo mismo con ella; luego, él la penetraba por la vagina como preludio a la sodomía, antes de que, finalmente, eyaculara encima de su cara como si mediante este acto final de degradación se desvelara la realidad de lo que estaba sucediendo. Para Kate este acto final del ritual ponía de relieve lo irreal del porno: ningún hombre había eyaculado nunca encima de su cara y, si eso llegara a suceder -pobre del tío que pensara que podía hacerlo impunemente- no estaría en absoluto dispuesta a tratar aquella descarga como si fuera el más exquisito Beluga.
– ¿Todavía no estás asqueada? -preguntó Dave sentándose a su lado.
– ¿Dónde has estado?
– Me entretuve. ¿Sabías que Calgary Stanford está en el barco?
– ¿El actor de cine?
– He estado hablando con él.
– ¿Qué tal es?
– Bastante corriente, la verdad.
Dave miró alrededor de la pequeña sala y vio a Al, y luego a uno de los tipos del Baby Doc. La cara de Al parecía salida de un cuadro de Goya: era grotesca. Kate estaba sacudiendo la cabeza.
– La gente no se comporta así. Ni siquiera en las películas. No van por ahí follándose unos a otros como conejos. No es viable.
Dave la miró de reojo y dijo:
– ¿Viable? Suena como si acabaras de recibir los últimos datos estadísticos, Kate -Volvió a mirar a la pantalla y luego hizo una mueca-. Sea como sea, esto no es cine. No el cine que yo voy a ver.
– ¡Eh, que se supone que soy yo quien tiene que decir eso! Vamos, salgamos de aquí antes de la próxima inyección de dinero. Mientras aún me queda apetito.
– Suena bien. Además, necesito un poco de aire. Los jadeos se empiezan a notar demasiado. Como en un vestuario en invierno. Ahora ya sé lo que es estar sentado dentro de un coche con un trozo de manguera metido en el tubo de escape. Imagino que por eso a esas películas las llaman verdes; así es como te pones.
Kate observó cómo Dave preparaba los bocadillos. Lo hacía con cuidado, con un toque de gracia, como si disfrutara cocinando y preparando comida. En ciertas cosas era el hombre nuevo. En otras, y eso la tranquilizaba, era como los antiguos. Le gustaba que no estuviera siempre hablando, como si estuviera acostumbrado a estar solo consigo mismo y no le importara. Independiente, pensó.
– Puedes estar callado si quieres, Van -dijo-. No me importa. Me gusta un poco de Dolby en mis hombres. Esa cosa que reduce el ruido, ¿sabes? Como una especie de censura electrónica. Apuesto a que eres de los que dejan que, hablando, hablando, una chica se meta ella sola en tu cama.
– Quizás -Dave volvió al sofá con una bandeja de bocadillos bien cortados.
Kate esperó hasta que él cogió uno y empezó a llevárselo a la boca.
– Llévame a la cama, Van -dijo-. Ahora mismo. Ya no soy una tía dura; de ahora en adelante, seré de lo más lenguaraz.
Dave la miró y luego volvió a mirar su bocadillo, que tenía parado a dos centímetros de la boca.
– ¿Quieres decir, ahora, ahora? -preguntó.
– Antes de que lo piense mejor y cambie de opinión.
Kate no tenía intención alguna de cambiar de opinión. Tal vez tuviera una o dos reservas sobre lo que él le había contado; se inclinaba a pensar que le había contado aquella historia para averiguar si lo que le interesaba de verdad era él o su dinero. Probablemente, ella habría hecho lo mismo. Sabía lo que era el dinero, aunque a ella no le interesara particularmente. En el caso de Howard, el dinero era la principal motivación de todo lo que hacía. El dinero lo transportaba, como si fuera un chófer que apareciera al principio de cada día con una gorra de visera y un teléfono portátil. Para Kate era simplemente el medio de conseguir un fin, y en aquel momento tenía muy poca o ninguna importancia para lo que más deseaba: irse a la cama con Dave. Pero le gustó hacerle escoger entre tomarse un bocadillo o tomarla a ella. Se inclinó hacia él y le acarició la oreja con la punta de la nariz.
– Al lugar donde te llevo -dijo-, la cocina es maravillosa, preparada con esmero, y el servicio es excelente. Así que ni se te ocurra pensar en comer nada más. Al menos si quieres volver a ser bien recibido en este restaurante.
Dave dejó el bocadillo. Tenía hambre, pero algunas cosas se hacían mejor con el estómago vacío.
– ¿Has dormido bien?
Dave se estiró en su cama extragrande y se volvió hacia ella.
– Qué extraño -dijo-. He soñado que tenía la enfermedad de Alzheimer. El único problema es que he olvidado qué ha pasado.
Kate miró el reloj.
– Ya veo, todavía con ganas de bromear a las seis de la mañana.
Dave sonrió y se dio otra vuelta para ponerse encima de ella.
– ¿Se te ocurre algo mejor que hacer?
– Podría hacerte el desayuno -ofreció Kate-. Me siento un tanto culpable por hacer que sacrificaras aquel bocadillo.
– También me había olvidado de eso. Pero eso del desayuno suena bien. Me comería un caballo entero.
– Yo ya lo he hecho -dijo Kate mientras él se deslizaba fuera de la cama.
Dave sonrió de nuevo.
– No te habrás olvidado de mi proposición, ¿verdad? -preguntó.
– ¿De qué proposición hablas, amor?
– Ya sabes, la de vivir con el famoso Fantasma, en el sur de Francia.
– Ah, sí, eso. Lo de la Pantera Rosa. No, no me he olvidado. Yo soy como un elefante. Nunca olvido un nombre ni una cara.
Dave asintió. Probablemente una buena memoria para los nombres y las caras era una exigencia para ser del FBI.
– ¿Y?
– Se trata de una especie de prueba, ¿verdad? Como los tres cofres de El mercader de Venecia. Oro, plata y plomo -Kate escudriñó la cara de Dave buscando alguna señal de que reconocía que ella había averiguado lo que se proponía-. Aquello de que no es oro todo lo que reluce.
– Entonces, ¿cuál escoges?
Kate rodó por encima de las arrugadas sábanas hacia él y se sentó a su lado.
– ¿Contigo? No lo sé. Si dijera que escojo el plomo, probablemente me dispararías -Kate agitó un dedo como disparando-. Vamos, Dave. No estoy interesada en el dinero.
Dave se estremeció.
– ¿Qué dinero?
– Tu dinero; la fortuna de la familia Delanotov.
– Ah, eso -Encendió un cigarrillo-. Quizás no lo dejé del todo claro. No hay fortuna familiar. Soy un ladrón, Kate. Robo para vivir. Como nuestro amigo Cary Grant.
– De acuerdo, si tú lo dices… -dijo Kate encogiéndose de hombros-. Bueno, pues no he descartado convertirme en Grace. Todavía no.
Y una mierda no lo ha hecho, pensó Dave, y se fue a tomar una ducha.
Kate frunció las cejas. Esa prueba suya, Dave se la estaba tomando muy en serio. ¿Es que no se daba cuenta de que ella no estaba ni remotamente interesada en su dinero? En cuanto oyó correr el agua, Kate empezó a registrar la habitación. No era que compartiera las sospechas de Kent Bowen; aquello eran simples y estúpidos celos. Pero Dave hablaba muy poco de sí mismo. Quería saber algo más que las migajas que había ido recogiendo las escasas veces que él había respondido directamente a sus preguntas. No creía ni por un momento que fuera un ladrón. ¿Cuántos ladrones conocían a Shakespeare y a Pushkin? Pero había algo que no le contaba; de eso estaba segura. Algo que necesitaba averiguar. En la academia del FBI había aprendido a reconocer cuándo alguien trataba de ocultar algo. Durante un breve periodo al inicio de su carrera había considerado la idea de incorporarse a la Unidad de Ciencias de la Conducta. Pero después de El silencio de los corderos parecía que todo el mundo quería ser Jack Crawford o Clarice Starling, y había acabado en Investigaciones Generales y Narcóticos. Ahora, estaba registrando la habitación, pero no sabía qué buscaba exactamente. El gran número de libros sólo parecía subrayar lo que ya sabía: que Dave había leído mucho. La mayoría de la ropa que había en el armario, como podía preverse, era nueva y, como era de esperar, procedía de tiendas caras. No había dinero en metálico. Y tampoco cheques de viaje ni tarjetas de crédito; ni siquiera un carnet de conducir. Y lo más exasperante, no pudo encontrar el pasaporte de Dave. La explicación estaba en el vestidor de Dave. Una caja fuerte empotrada, con combinación. Justo lo que tendría cualquier millonario que se respetara. No sigues siendo rico mucho tiempo si dejas el dinero tirado por ahí.
Kate salió del vestidor y se sentó en el borde de la cama. Si al menos hubiera hecho el curso para forzar cajas fuertes en lugar del de psicología… Distraída, fijó la mirada en la librería de Dave. Era como una lista de lectura de una escuela de verano. Muchos de los títulos eran clásicos. Tolstoi, Turgénev, Dostoievski, Nabokov. Incluso unos cuantos guiones de cine, como un saludo al modernismo. Algo de filosofía también: Wittgenstein, Kierkegaard, Gilbert Ryle y George Steiner. Pero cuanto más miraba los libros, más sentía que, pese a que parecían abarcarlo todo, faltaba algo, como cuando falta una pieza de una cubertería. Sí, eso era. Y no sólo una pieza; quizás un juego completo. Como el juego de cuchillos de pescado. Poco a poco, comprendió lo que era. No había ningún libro de economía. Ni uno. Y eso le pareció curioso. A los millonarios les interesaba el dinero, ¿o no? Especialmente si trabajaban para el Centro Financiero de Miami. Howard estaba siempre leyendo libros sobre cómo hacer dinero: Beating the Dow, One Up on Wall Street, El toque de Midas, El ejecutivo al minuto. Éste debió de comprarlo por la misma época en que estaba leyendo El amante al minuto.
Kate cogió la manoseada edición de bolsillo de Crimen y Castigo. No había vuelto a leer la novela desde que estudiaba Derecho, y entonces le pareció uno de esos libros que te cambian la vida. O como mínimo, que cambian tu forma de pensar en los criminales. Distraída, estaba volviendo la página de la portada cuando algo le llamó la atención. Allí había algo impreso, en el interior, en una brillante tinta azul.
Había un sello.
Lo miró sin creerse lo que veía, como si estuviera admirando algún raro ex libris, leyendo las palabras impresas dentro del sencillo círculo con más atención que si hubiera sido un visado en el pasaporte que había estado buscando.
Pero esto era mucho más revelador.
Musitó las palabras, como si necesitara oírlas para comprender plenamente lo que implicaban.
– Propiedad del Centro Penitenciario de Miami en Homestead.
¿Sería posible que Dave fuera realmente un ladrón? Y no sólo un ladrón, un ex presidiario, además.
Al oír que Dave acababa de ducharse, cerró el libro y lo colocó rápidamente en el estante. Luego, envolviéndose en el otro albornoz, salió del camarote y subió a la cocina. Quizás consiguiera preparar una cara relajada, amorosa y tranquila junto con algo para desayunar.
En la cocina, Kate puso el agua a hervir y empezó a freír jamón y huevos, sin dejar de pensar ni un momento en las pruebas que tenía delante de ella: la ropa nueva; los libros, más propios de un recluso autodidacta que de un millonario; la propuesta de los cinco ases al estilo Cary Grant que él le había hecho. No parecía haber más que una conclusión lógica. Dave era realmente un ladrón y además había estado preso. Comprendió que había hablado completamente en serio y que era lo que había dicho ser.
Al, atraído a la cocina por el olor del café recién hecho y de las salchichas y el jamón, la convenció de que no se trataba de una película de Cary Grant. Al era Luca Brazzi, Tony Montana y Jimmy Conway embutidos en una única arma repetidora de cañón corto; incluyendo la mira del rifle, la actitud de tipo duro y la mandíbula de metal azulado.
– ¿Qué hora es? -gruñó Al.
– Poco más de las seis -respondió Kate, simpática como una azafata de líneas aéreas contestando a un pasajero de primera clase. Uno se tropieza con todo tipo de gente en primera clase hoy día.
– ¿Las seis? Joder, ¿qué estamos haciendo: abandonando el barco o algo así? Las seis de la mañana.
– ¿Quiere desayunar algo?
Al suspiró, incómodo, y se inclinó a mirar por la ventana de la cocina para comprobar qué tiempo hacía. Husmeó con fuerza, como si estuviera inclinado sobre un par de líneas de coca, y dijo:
– No consigo decidir si es mejor comer algo para tener algo que vomitar o no comer y no vomitar nada en absoluto.
Kate sonrió con dulzura, tratando de dominar los nervios. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Y qué estaban haciendo en el buque? ¿Tendrían algo que ver con Rocky Envigado?
– Al -dijo-, ¿conoce la expresión «a la cocinera no le iría mal un abrazo»? Esta cocinera se conforma con un «sí, gracias» o un «no, gracias». El destino final de la comida que estoy cocinando, sea la taza del váter o el mar, me es absolutamente indiferente.
Al gruñó, descompuesto. Miró con indecisión el desayuno que Kate estaba cocinando. Frotándose la barriga desnuda, porque sólo iba vestido con un pantalón corto, dijo:
– Me parece que tomaré sólo unos cereales.
– ¿Tiene resaca o algo así?
– No. Tengo náuseas sólo de pensar que voy a tener náuseas por culpa del tiempo.
Al llenó un cuenco con cereales, luego añadió leche y empezó a engullir la mezcla.
– ¿El tiempo? ¿Qué pasa con el tiempo?
– A usted no le afecta, ¿eh? -comentó con la leche chorreándole por la barbilla sin afeitar-. Debe de ser otro buen marino. Como el jefe.
Kate echó una mirada hacia fuera. Entre que había estado haciendo el amor y la impresión de su descubrimiento sobre Dave, apenas se había fijado en el oleaje que agitaba el mercante. Afuera, el cielo estaba gris y amenazador y una fuerte brisa azotaba la bandera de la popa del Jade frente a ellos. Parecía que la tormenta los estaba alcanzando después de todo.
– Yo, yo no soy muy buen marinero -confesó Al-. Me mareo hasta mirando un vaso de agua salada.
– Sí que parece bastante agitado -admitió Kate.
– ¿Estás hablando de Al o del tiempo? -preguntó Dave entrando en la cocina.
Al gruñó despectivo, metió el cuenco vacío en el fregadero y estiró el brazo para coger la cafetera. Kate se apartó, incómoda, como si se tratara de un perro grande y maloliente.
Al observar su gesto de desagrado ante el torso desnudo de Al, Dave dijo:
– ¿No podrías ponerte una camisa o algo, Al? Es como tener un coco gigante dando vueltas arriba y abajo aquí dentro.
– A algunas mujeres les gustan los hombres peludos -dijo Al sorbiendo un poco de café.
– Da la casualidad de que Dian Fossey y Fay Wray no nos acompañan en este viaje -replicó Dave.
– Déjeme que le cuente algo sobre eso de los gorilas -dijo Al-. Los tipos peludos tienen más inteligencia que los que tienen menos pelos que la mierda, como usted mismo, jefe. Es un hecho. Lo decía en el Herald. Los científicos han hecho un estudio y lo han demostrado. Los tipos listos tienen pechos peludos. Un montón de médicos, un montón de profesores universitarios; no muchos abogados, ningún policía; muchos escritores. Y los tíos listos de verdad, de verdad, esos tienen también la espalda peluda.
– ¿Decía algo sobre cerebros peludos en ese estudio, Al? – preguntó Dave riendo. Miró a Kate, que le devolvió apenas la sonrisa-. Bueno eso es algo nuevo para mí. Le da un giro diferente a la historia de Sansón, supongo. No es su relación con Dios lo que ella jode cuando le corta el pelo, sino su C.I.
– Puede reírse tanto como quiera -dijo Al, marchándose de la cocina-, pero es un hecho.
Kate carraspeó nerviosa y continuó esforzándose por mantener la sonrisa, incluso cuando Dave le sonrió disculpándose. Ahora que lo veía de nuevo, sí que parecía que pudiera ser un ladrón de joyas de alto nivel. Probablemente, llevaba a Al para conducir el coche en el que huía o para disponer de sus músculos si era necesario.
Cuando Al se hubo marchado, Dave sacudió la cabeza.
– Ese Al -dijo sencillamente-, vaya tipo, ¿eh? Ya te dije que era un animal.
– Me parece que es la primera vez que os veo juntos.
– Eso es fácil de explicar -Abrazándola, Dave inspeccionó el desayuno que Al había rechazado-. Somos como Jekyll y Hyde. Mmm, tiene buen aspecto.
– ¿Y cuál de los dos es el señor Hyde?
– Él, por supuesto. ¿No te has fijado en el pelo que tiene en las manos? Ese tío es como un puto felpudo.
Kate se soltó y empezó a servirle el desayuno.
– ¿Te pasa algo? -le preguntó él-. No te arrepientes de lo de anoche, ¿verdad?
– Todo va bien -dijo ella y, ansiosa por tranquilizarlo, añadió-: ¿Sabes una cosa? Si tú fueras el señor Hyde, yo sería la señora Seek *.
– Eso suena prometedor.
Dave se preguntó si habría algo en aquella exhibición de mentiras. ¿Estaría tratando de divertirse durante una misión de vigilancia por lo demás poco interesante? ¿O había algo más? Le pareció imposible averiguarlo hasta que hubieran dado el golpe. Se sentó a la mesa y empezó a comer lo que ella le había puesto delante.
– Estoy seguro -dijo- de que preferiría compartir una conciencia dividida contigo que con Al. Piénsalo. Una asociación al 50%. Mitad y mitad.
– ¿De verdad? Pues hasta el momento no puede decirse que hayas sido muy directo conmigo.
Con la boca llena de comida, Dave enarcó las cejas.
– Lo que quiero decir -se apresuró a explicar Kate- es que no me has contado mucho sobre lo que haces. No puedo dejar mi empleo con Kent sin saber un poco más sobre ti; sobre lo que haces; sobre dónde vives.
– Ya te lo he dicho -respondió Dave-. Robo piedras. Igual que John Robie en Atrapar a un ladrón. El Gato. De hecho, no uso título ni un guante con un monograma. No tiene sentido ponérselo fácil a la policía para que me acuse de un montón de golpes en el poco probable caso de que me cojan. Naturalmente, sólo robo a los que pueden permitírselo. De hecho, pensaba que podría haber unas cuantas piedras bonitas en este barco; hasta que descubrí que es raro que los propietarios viajen con sus barcos. Eso fue antes de que los controladores aéreos conocieran el aprieto en que me hallaba y decidieran echarme una mano.
– Se ha acabado -dijo Kate-; la huelga. Lo dijeron por la radio ayer tarde.
– ¿Ah, sí? Bueno este viaje ha sido muy decepcionante, por lo menos desde un punto de vista profesional. Ni joyas ni dinero en metálico ni siquiera un pequeño picasso. Me pregunto en qué gastará el dinero la gente hoy día. En seguridad y en porno, supongo. Eso no deja mucho margen para alguien como yo, Kate – suspiró-. Espero que las cosas vayan mejor en la Costa Azul.
– ¿Hablas en serio?
– Yo siempre me tomo en serio las asociaciones, Kate. Después de anoche tendrías que saberlo. Pero, además, hay otra razón. Ya tengo un socio. Hay que tener en cuenta a Al.
Kate sintió que recuperaba parte de su aplomo.
– Sustituta de Al; me siento muy halagada -dijo-. Pero, ¿sabes?, el negocio no suena especialmente atractivo. Podrías tratar de venderme los términos del acuerdo: Qué saco yo, qué puedo hacer, esa clase de cosas.
– Ya te lo he dicho; ése no es mi estilo. Además, ya conoces las condiciones. Ayer te oí decirlas a ti misma. En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Cincuenta, cincuenta, Kate. Con todos mis bienes materiales te doto. ¿Qué me dices?
– ¿De verdad me estás pidiendo que me case contigo?
Dave se llevó un poco de jamón a la boca con el tenedor y asintió con la cabeza.
Kate sonrió.
– Pero si ni siquiera te conozco.
– Cada día se casan miles de personas que no se conocen. Lo sé. Lo he leído en los periódicos.
Kate se sentó frente a él, atónita. ¿Se mostraría tan decidido a casarse con ella si supiera que era una agente federal?
– ¿Cuándo tendrás el divorcio? -preguntó Dave.
– Dentro de un par de meses.
– Casémonos entonces.
Le divertía su azoramiento. Percibía que lo amaba tanto como él a ella. Quizás incluso quería casarse con él y, de no ser una agente especial en una misión secreta, puede que hubiera aceptado. Por otra parte, pensaba en lo bien que habían estado la noche antes; en lo cómodo que se sentía con ella ahora y en lo que le costaría dejarla. El tiempo se estaba acabando. Dentro de dieciocho horas Al y él iban a dar el golpe. Después de eso tal vez no volvería a verla. La verdad es que todo lo que había dicho lo había dicho en serio. Si para conservarla bastara simplemente con casarse con ella, lo habría hecho inmediatamente. Casi la única carta que le quedaba por jugar era que sabía que era una agente federal. Pero sólo la jugaría cuando llegara el momento de marcharse, cuando ella lo supiera más o menos todo, pero no antes.
– Te gusta ir rápido, ¿eh, Van?
– Voy al Gran Premio de Mónaco, ¿recuerdas?
– Creía que quien iba era el financiero, no John Robie.
– El Gran Premio es bueno para los gatos ladrones. Hay mucho ruido. La gente no oye mucho durante una carrera de Fórmula 1. Y Montecarlo siempre es Montecarlo. Siempre hay montones de piedras por todas partes. Es como Tiffany's con una ruleta y una bonita playa -Dave enderezó el cuchillo y el tenedor y alargó la mano a través de la mesa para enrollar un mechón del pelo de Kate en el dedo. Aunque todavía no se había duchado seguía oliendo maravillosamente-. No debería ser un gran problema para una chica de la Space Coast. La clase de chica que usa Allure.
– ¿Cómo sabes que ése es mi perfume?
– Lo reconozco. Es mi perfume favorito. Por lo menos ahora lo es.
Kate apoyó la mejilla en la mano y suspiró melancólica. Howard no era capaz de distinguir un perfume del humo de los puros. Era mala suerte conocer a un hombre que se enamoraba de ella a primera vista justo cuando ella se hacía pasar por otra persona. Un hombre que sabía poesía. Un hombre que no era un amante egoísta. Un hombre que era un ladrón y un ex presidiario. Era otra de esas pelotas con efecto que la vida tenía por costumbre lanzarte. Se puso de pie.
– Sigo necesitando un poco más de tiempo -dijo, mirando automáticamente el reloj-. Y será mejor que vuelva. Kent es bastante maniático con este tipo de cosas.
A Dave no le sorprendió esta información. Sabía por experiencia que los federales tenían todo tipo de manías.