– Volviste bastante tarde anoche, ¿no Kate?
– Kent -protestó Kate-, habla igual que mi padre. Además, me sorprende que se diera cuenta después de la cantidad de alcohol que despachó ayer.
Estaban en la cocina, Bowen sentado detrás de la dinette en forma de L y Kate detrás del mostrador empotrado de imitación a granito, vertiendo agua hirviendo en el café. Abajo, desde la escalera de babor, les llegaba la voz de Sam Brockman cantando en la ducha.
– Bueno lo que sucedió fue que entre el partido de la televisión y el lujo de este barco, y el inicio del viaje y tu encantadora compañía, Kate, y porque realmente no había mucho más que hacer ayer, salvo relajarse, supongo que bebí un poco más de lo que debía. Pero con seguridad observarías que no afectaba mi capacidad para el trabajo.
– No, ciertamente no lo observé -admitió-. Mayormente, trato de no observarte ni a ti ni a tus capacidades -añadió entre dientes.
– ¿Cómo dices?
Kate sacudió la cabeza.
– ¿Qué problema hay con mi horario, señor?
– Sólo me preguntaba qué te había retenido hasta tan tarde.
Kate no vio ninguna razón para negar dónde había estado. En realidad, era muy poco lo que había pasado. A menos que contara un pequeño viaje antes, de enamorarse, quizás, locamente. No había pasado nada en el dormitorio.
– El tipo del barco de al lado me invitó a tomar algo -dijo; encogiéndose de hombros-. Eso es todo. Prepara unos Margaritas bastante buenos.
– Eso me interesa. El Margarita es mi cocktail favorito. ¿Y no será por casualidad el mismo tipo que vino a tomar algo aquí ayer tarde?
– El mismo.
Bowen se puso pensativo.
– ¿Hay algo malo en eso? -preguntó Kate.
– Sin duda es un tipo apuesto -observó Kent.
Bowen empezó a sonreírle de una forma que encontraba ofensiva. Como si fuera su amante, viejo y rico, y estuviera celoso o algo así.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Quiere decir que, sin duda, es un tipo apuesto -dijo él con fingida inocencia.
Kate puso una taza de café frente a él en la mesa y luego volvió detrás del mostrador, para evitar la tentación de tirarle el café hirviente por encima. Miró cómo tomaba un sorbo y casi deseó que el café estuviera envenenado, como la mente de Bowen. Como mínimo le habría gustado coger su estúpido sombrero Tilley por el ala y tirar de él hacia abajo con fuerza, hasta taparle los ojos y las orejas, sólo para ver si eso cambiaba en algo su manera de comportarse.
– Ya que él y yo vamos a ser vecinos, supongo que más vale que me digas cómo se llama.
Kate bebió un poco de café y miró hacia fuera por el parabrisas que iba de pared a pared, abstraída. Aunque aún no eran las diez, ya hacía calor. El Trópico de Cáncer estaba sólo a unas cien millas al sur. Segura de su tipo, quería ponerse un bikini, pensando en Dave; pero la idea de llevar algo más revelador que un hábito de monja con Bowen por allí le resultaba repulsiva. Esperaba poder tumbarse en el solarium que había en el techo de la cabina de popa y tomar el sol mientras escuchaba el micrófono oculto que uno de los estibadores había colocado en el Britannia durante los trabajos de carga. El problema era que un único aparato no resultaba suficiente y Kate iba a tener que instalar otro ella misma. Seguía sin decidir cómo vestirse.
Bowen siguió sonriendo durante el obstinado silencio de Kate.
– Tendrá un nombre, ¿no? Ese capitán del Juarista.
– Se llama David Delanotov y no es el capitán; es el propietario -dijo Kate rápidamente.
Casi en el acto se arrepintió de su presteza. Decirle algo a Bowen era igual que decirle demasiado, porque era obvio que estaba celoso.
– El propietario, ¿eh? Igual que yo.
Bowen dejó que la sonrisa diera paso a su irritante risita.
– Tendría que haberlo sabido -dijo-. Tan pronto como lo vi me di cuenta de que teníamos algo en común. -Bebió otro sorbo de café-. Los iguales se reconocen. Ya sabes cómo van estas. Y también entiendes de barcos. Así que dime, Kate, ¿cuánto crees que puede costar un barco como el Juarista?
Kate dudaba entre dejarlo en su impotente ignorancia o decírselo para que se sintiera insignificante. Finalmente, no pudo resistir la tentación de restregarle la evidente riqueza de Dave por la cara.
– No sé; quizás unos tres millones de dólares.
– Tres millones de verdes. Joder, debe de estar forrado.
– No es ni mucho menos el barco más grande que hay aquí, Kent. El de Rocky tiene seis o siete metros más que el de David.
– ¿David? -dijo Bowen sonriendo-. ¿Sabes cuánto me costaría reunir todo ese dinero? Puede que cincuenta años.
– No me lo diga a mí. Dígaselo a su representante en el Congreso.
– Y si eso se lo gasta en un maldito barco, ¿puedes imaginar la clase de casa en la que debe vivir?
Kate descubrió que podía imaginar todo tipo de cosas relacionadas con David Delanotov y que la mayoría de ellas exigían que ella estuviera desnuda.
– ¿Qué es usted? ¿Un agente inmobiliario?
– Mira, no te gastas más en el barco que en la casa. Es lógico pensar que la casa de ese tío tiene que valer tres o cuatro veces más que su barco. Tiene que estar entre los siete u ocho millones de dólares. Imagínatelo. Por todos los santos.
Kate suspiró y contempló la taza de café.
– ¿Cómo se gana la vida? Un tipo tan joven. ¿Roba bancos? ¿Trafica con cocaína?
– Ya veo que no tiene problemas de imaginación. Por lo que yo sé trabaja en el Centro Financiero del bulevar Biscayne. Materias primas o algo así.
– Eso es igual que robar un banco, o mejor. Esos tíos son más difíciles de pescar cuando se meten en algo. Fraude, tráfico interno, esa clase de mierda.
– Pero, ¿usted qué es? ¿De la Comisión de Valores y Cambios? Kent, no tiene ni la más remota idea de lo que habla. Ni siquiera conoce a ese tío.
– Conozco a los de su clase -insistió Bowen-. Quizás mejor de lo que crees; quizás mejor que tú.
Exasperada, Kate tiró el resto del café por el fregadero.
– No nos codeamos con multimillonarios cada día, Kate. Es natural que sintamos curiosidad por ese tipo de personas, que nos deslumhren ellos y su riqueza.
– ¿Es una observación personal? ¿Qué quiere decir?
– Sólo quiero que tengas cuidado, eso es todo. Tenemos un trabajo que hacer aquí. No dejes que nada te distraiga. No dejes que nadie te haga perder la cabeza. Ese tipo, por ejemplo.
– ¿Sabe que le pasa? Todo esto tiene que ver con otra cosa -dijo Kate-. Y es que le incomoda personalmente que yo hable con otros hombres. Creo que está celoso.
– ¿Yo, celoso? Eso es ridículo.
– A mí no me lo parece.
– Lo único que quiero es que no te hagan daño. No quiero que lo jodas todo, ni en tu vida ni en la operación.
Kate sonrió implacable.
– Y supongo que la forma en que se comportaba anoche con la capitana del Jade no entra por alguna razón en la categoría de estúpido, ¿verdad?
– Mira, Kate, yo soy un poco mayor que…
– Por lo menos en eso podemos estar de acuerdo. Será mejor que no tiente su suerte y se salga de su papel, ¿de acuerdo?
– Yo sé cuál es mi papel.
– ¿No querrá decir rollo? Porque por la historia que le contó a Rachel Dana parecía que fuera el dueño de Kansas.
– Eh, oye, espera un momento…
– No, espere usted un maldito momento. Está tratando de hacer que me sienta culpable. De ponerme la zancadilla; bien, pues puede ahorrarse el esfuerzo. No me siento culpable ante nadie. Y, señor, no me sermonee sobre cómo tengo que concentrarme en el trabajo. Concentrarme en el trabajo me ha costado un marido. ¿Se ha roto alguna vez su matrimonio debido al trabajo? Hay momentos de depresión. Y una de las cosas que te ayuda a superarlos es la idea de que tu trabajo significa algo. Que es importante. Que se nota. Así que no me venga con sermones sobre mi trabajo. Eso se lo puede dejar al abogado que le lleva el divorcio a mi marido. Señor.
Kate salió rápidamente de la cocina y al cabo de uno o dos minutos Bowen la vio caminar por la pasalera alta del buque y detenerse para hablar con el propietario del Juarista. Bowen se acabó el café y luego fue al puente. Se sentó en uno de los asientos del piloto, puso en marcha el scrambler digital y cogió el auricular de la radio.
– Aquí pavo en el heno llamando a pavo en la paja. Aquí pavo en el heno llamando a pavo en la paja. ¿Me recibe? Corto.
Siguió una corta pausa llena del ruido de la estática y luego Bowen oyó la voz del telegrafista de guardia en el Galveston.
– Pavo en el heno, aquí pavo en la paja, le recibo. ¿Todo en orden?
– Pavo en el heno, todo en orden. Quiero que transmita un mensaje a la central del FBI en Washington. Que la división de archivos compruebe a David Delanotov: de, e, ele, a, ene, o, te, o, uve. Y también otras variantes de ese nombre. La ortografía nunca fue mi fuerte. Además, que comprueben también un barco llamado el Juarista: jota, u, a, erre, i, ese, te, a. Con matrícula de San Diego, California. Quiero saber absolutamente todo lo que haya. Ah, una cosa más. Toda esta información sólo deberá ser comunicada a petición específica mía. Soy el agente Kent Bowen. No debe ser revelada a menos que la pida personalmente. ¿Lo ha entendido? Corto.
– Pavo en el heno, aquí pavo en la paja. Entendido. Corto.
– Aquí pavo en el heno, corto y cierro.
Bowen desconectó la radio y se recostó en el asiento de fina piel. Le impresionaba bastante que Kate supiera cómo manejar todas aquellas pantallas de ordenador. Varias veces había observado cómo realizaba varias secuencias críticas -por lo menos, así es como él las llamaba- y seguía sin tener ni idea de lo que había hecho. Puede que ella supiera mucho de barcos, pero él sabía de investigación y de cosas legales. Ser inquisitivo, averiguar cosas de la gente, saber exactamente con quién tratabas; todo eso te ayudaba a jugar con ventaja. Bowen estaba convencido de que, generalmente, los ricos tenían algo que esconder. Como decía el viejo proverbio: «Toda gran fortuna empezó con un delito». Sería interesante descubrir cuál era el secreto de David Delanotov, y averiguar cómo reaccionaba Kate cuando se enterara de ello.
– El barco que hay a popa, el que vamos a robar para escapar, se llama Britannia -le dijo Dave a Al.
Estaban sentados en la cama doble del camarote de Al. Sin ventanas ni ojos de buey, era el lugar más seguro del Juarista. Y como Al no se había molestado en cambiar las sábanas desde Costa Rica, era también el más maloliente.
– No es tan rápido como éste, pero a primera vista, yo diría que puede llegar a veinticinco nudos, sin problemas. Tiene doble propulsor a popa, así que no habrá ninguna dificultad para maniobrar y sacarlo al mar. La energía tampoco será un problema. Los he estado observando y tienen más paneles solares que una jodida estación espacial y el capitán -que por cierto es clavado a Gilbert Roland- mantiene los motores en marcha. Lo único que me queda por averiguar es cuánto combustible lleva a bordo.
Al frunció el ceño.
– ¿Quién coño es Gilbert Roland?
– Hizo de mexicano en muchas películas -Dave sacudió la cabeza al ver que Al no sabía de qué le hablaba-. No importa.
– ¿Y qué pasa con el dinero?
– ¿Qué pasa con él?
– Lo que quiero decir, hijo de puta, es que no sabes cuánto combustible hay en ese otro barco; así que puede que tampoco tengas ni puta idea de cuánto dinero hay.
– Eso es un non sequitur total -dijo Dave-. A esa conclusión tocacojones tuya no se puede llegar a partir de las premisas dadas. Créeme. Está ahí.
– Si fueras Jesucristo y me juraras por los agujeros de tus manos y la herida de tu costado que el dinero estaba allí, yo seguiría preguntándote cómo estás tan seguro.
– Hombre de poca fe. Olvídate del dinero. El dinero está donde se supone que está. Lo cual es más de lo que puedo decir de tu actitud. ¿Por qué no puedes parecerte más a aquellos discípulos, Al? Que no veían pero creían. Estate tranquilo respecto al jodido dinero -Dave sacudió la cabeza, cansado de las dudas de Al-. ¿Has encontrado algún sitio para encerrar a todo el mundo? -preguntó, cambiando de tema.
– Creo que sí -respondió Al, con hosquedad-. Fui hasta la zona de alojamiento y parece que el mejor sitio está en la cubierta inferior. Hay un taller y una especie de almacén al lado de la sala de máquinas. Aparte de algunas herramientas y otras mierdas, está más o menos vacío. Además, tiene una buena puerta de acero sólido y con cerrojo por fuera. Si dejáramos las herramientas, podrían romper la puerta a martillazos en unas horas. Y para entonces nosotros ya hará tiempo que nos habremos largado, ¿no?
– Se nos habrá llevado el viento.
Al se inclinó y tiró de una bolsa de béisbol para acercársela; todavía estaba húmeda y olía mal después de varios días en el congelador de pescado.
– Tú y yo, Escarlata, es hora de que conozcamos a nuestros socios en el delito. Todos ellos son veteranos en combate. Y empezaremos el baile con la metralleta de nueve milímetros M5, de Heckler & Koch. No pesa más que un recién nacido y hace tanto ruido como él. Dispara treinta balas con un alcance efectivo de unos cien metros.
Le pasó el arma a Dave y le mostró cómo expulsar el cargador.
– Va en un estuche de tubo de goma, del tipo SEAL, por si tienes que darte un baño con ella. Equipada con miras de láser sumergibles, la batería de nueve voltios dura treinta horas de uso continuo. Tendrías que ser Stevie Wonder para no dar en el blanco con esta mamaíta. Precisión garantizada o te devuelven el dinero.
Al metió la mano en la bolsa y sacó una pistola.
– La siguiente en el baile es la Heckler & Koch cuarenta y cinco, el arma de operaciones del ACP Special. Por si no te hubieras dado cuenta, tengo una fuerte lealtad de marca. Siempre como la misma marca de cereales y siempre uso la misma marca de armas. Las dos cosas más importantes del día son empezar bien -eso significa un buen desayuno- y tener una buena arma. Ya hay bastante incertidumbre en el mundo sin que tengas que confiar en alguna nueva mierda que nunca has utilizado antes.
– Es una Weltanschauung bastante buena -dijo Dave.
Al continuó, sin hacerle caso.
– Y con esta pistola, créeme, tienes el mundo en tus manos. Es la Big John de las pistolas. Silenciador desmontable porque vamos a trabajar de noche y no queremos despertar a todo el mundo antes de estar dispuestos. Dispositivo láser de disparo al blanco, igual que antes. De hecho, el mismo que utilizaron los cazas F-14 en la Tormenta del Desierto. Se podría alcanzar Bagdad con esta artillería. Dispara ocho tiros. Blanco garantizado. Pero tiene un retroceso fuerte, o sea que usaremos estos guantes de levantador de pesas. No porque queramos tener el aspecto de un par de maricones de sado-maso, sino porque nos permitirán mantener una sujeción firme.
La última arma en salir de la bolsa era una escopeta.
– Y la última pero en absoluto la menos importante es nuestra escopeta del calibre 12 y acción de bombeo. Una Mossberg, modelo 835. Recortada a 45 centímetros, los mismos que mi polla.
He sacado el cargador y cambiado el punto de mira. Tiene un aspecto bastante maligno, ¿verdad? -Al soltó una risita-. Bueno, seguro que te deja bien barrido el jodido vestíbulo. Sólo tienes que disparar está preciosidad una vez y se han acabado tus problemas. Cuando estemos fuera y en los barcos te recomiendo que te limites a la metralleta y la pistola. Para tratar con la tripulación, la escopeta será de lo más persuasivo -Al quitó el seguro y apretó el gatillo con la recámara vacía-. Por algo la llaman arma antidisturbios. Y con estas tres, tendremos la leche de oportunidades.
»Pero, por si tenemos que vérnoslas con alguien a nuestra altura, llevaremos un Kevlar. Probado en los campos de maniobras de Aberdeen por el Edgewood Arsenal del gobierno de Estados Unidos, este blindaje corporal detendrá la ACP y la nueve milímetros, pero quizás no la doce si la disparan cerca. Esto es lo que tienes que llevar puesto cuando asistas a la próxima reunión de tu sección local de los davidianos. La verdad duele, pero no si vistes como Kevin Costner.
Al lado del torso blanco doblado del chaleco, Al colocó un walkie-talkie.
Y, por supuesto -dijo-, nuestros instrumentos de comunicación, por si el amor trata de apartarnos al uno del otro * -Al hizo un gesto señalando las armas y el equipo, que ahora estaban extendidos por la cama como si fueran regalos de Navidad-. A riesgo de sonar como el sargento Gunny Highway, familiarízate con toda esta mierda. Conócela bien; puede salvarte la vida. Y más importante todavía, puedes salvar la mía. Ah, sí; una cosa más: lo que yo llamo el factor Alias Smith and Jones.
– Con Pete Duel y Ben Murphy -dijo Dave asintiendo con la cabeza.
– Dicen que con todos los trenes y bancos que robaron nunca dispararon contra nadie. Y una mierda. Nadie entrega toda una jodida nómina sin que alguien reciba un disparo. Recuérdalo. Alguien se pone en tu camino y tienes que apiolar al mamón, o sea que es mejor hacerlo, si no quieres que se te carguen a ti. ¿Quieres ser popular entre todo el mundo menos en los ferrocarriles y los bancos? Entonces, lo mejor es que te dediques a actuar en el teatro en lugar de a robar. Si quieres dar un golpe como éste, entonces es mejor que estés listo para repartir jodido plomo. Y un montón. ¿Lo entiendes? Es la supervivencia de los mejores. ¿Capisce?
Dave sonrió en respuesta.
– Toda esa testosterona, Al -dijo-. Tendrías que oírte. Igual que un bullterrier. ¿La supervivencia de los mejores? Esa era la teoría de Charles Darwin. Era una forma de explicar la selección natural, la evolución y toda esa mierda. Cuando él hablaba de supervivencia de los mejores no se refería a que los que estaban dispuestos a ser los peores hijos de puta sobrevivirían. Los mejores no es igual a los más malos, Al. No significa nada salvo lo que dice: los que es más probable que sobrevivan. El hecho es que el viejo Darwin pensaba que estar predispuesto a cooperar podía servir para adaptarse y, por eso, la especie en cuestión sería seleccionada.
»Tal y como yo lo veo Al, eso es lo que buscamos. Un poco de cooperación. Movemos nuestras armas y hacemos algo de ruido, claro. Pero hagámoslo con inteligencia. De una forma sociable. Puede que sea necesario algo de agresividad, claro. Puede que nos aporte ciertos beneficios; pero también tiene sus costes. La mayoría de animales tienen incorporados códigos ante los conflictos, códigos que fijan límites a la violencia que se infligen unos a otros. Una gran parte de todo el alarde es sólo un farol. Exhibiciones amenazadoras y cosas así. Al oírte, Al, parece como si de verdad quisieras matar a alguien. Y lo que tienes que entender es que si utilizamos nuestro cerebro, es probable que no tengamos que utilizar nuestras armas. Tu ejemplo de Alias Smith and Jones es un completo error, tío. Lo importante no era que fueran demasiado gallinas o demasiado estúpidos para matar a alguien, sino que planeaban sus asaltos con suficiente reflexión y estilo, que mantenían la sangre fría para no verse en la necesidad de disparar contra nadie.
– ¿Y tú te crees eso? -Al se rió con desprecio.
– Al, es tu ejemplo, no el mío. La cuestión es un tanto académica, debido a que, para empezar, no era verdad.
– Claro que era verdad -insistió Al-. Era historia. Lo decía justo al principio del espectáculo. «Hannibal Hayes y Kid Curry, los dos forajidos más buscados de la historia del Oeste.» Claro que era verdad. La única parte que no era verdad era cuando decía que no mataron a nadie. Sólo lo hicieron para asegurarse el público familiar.
– Al, fue un relato ficticio, basado muy vagamente en dos personajes históricos -Dave se controló para no decir nada más. ¿Qué sabía él? ¿A él qué le iba? ¿Qué coño importaba? Estaba discutiendo con alguien cuya idea de un argumento eficaz era una pistola más grande que la del otro tío.
– ¿Sabes cuál es tu problema? -dijo Al-. Lees demasiado. Cada vez que abres la boca, son las ideas de otro tipo las que salen. Como si fueras el muñeco de un ventrílocuo o algo así -Levantó la 45 automática vacía, apuntó a la imagen de Dave en el gran espejo de detrás de la cama y apretó el gatillo de forma inofensiva-. Te lo he dicho antes y te lo diré otra vez: no entiendo cómo te las arreglaste todo aquel tiempo.
– Hiciera lo que hiciera, Al -respondió Dave-, lo hice por ti y por tu jefe. Procura recordarlo de vez en cuando.
Al guiñó los ojos de una forma desagradable.
– No creas, lo tengo siempre presente.
Dave se llevó el equipo a su camarote, lo guardó en el cajón de debajo de la cama y luego se tumbó.
Los cinco años que había estado encerrado en Homestead no tenían importancia para Al, pero Dave sabía que no olvidaría nunca aquella experiencia, por años que viviera. Pensó en aquel tiempo, pensó en el hombre que Tony Nudelli había matado a tiros y en las ramificaciones que se habían derivado de todo ello. Para Dave y para su jodida familia. De ninguna manera Naked Tony iba a salirse con la suya como si nada. Pronto tendría que pagarlo.
Pero, sobre todo, pensó en Kate y en lo que había pasado la noche antes. No dejaba de pensar en ella, de una forma que no habría creído posible después de tratarla sólo un día. Lo primero que había hecho aquella mañana había sido pensar en ella. Son las chicas que se te resisten las que más quieres besar. No recordaba haberse sentido así desde hacía años y le parecía inconcebible que al cabo de cuatro o cinco días pudiera alejarse de allí y no volver a verla nunca más. Lo que lo hacía más extraño era la certidumbre de que ella sentía lo mismo que él. Con la única diferencia de que ella no esperaba que él resultara ser un ladrón que se iba a largar con millones de dólares en dinero de la droga. No podía ni plantearse no llevar a cabo el golpe. Incluso si se sintiera tentado, había que pensar en Al. Pero quizás hubiera una tercera posibilidad. ¿Cuánto ganaría el capitán de un pequeño yate? ¿Treinta, cuarenta mil dólares al año? ¿Qué era eso al lado de dinero de verdad? Por la forma en que hablaba, se diría que, por lo menos, estaría dispuesta a considerar su proposición. Si había una cosa que le gustaba a Dave era una chica atractiva y con ingenio. Por supuesto, el momento sería crítico. No podía decirle lo que iba a hacer antes de haberlo hecho. ¿Y si estaba en contra y descubría el pastel? No, no estaba seguro de cómo, pero tendría que sondearla y asegurarse de ella de alguna otra forma y por adelantado. Tendría que idear una situación o una postura ficticia a fin de ponerla a prueba.
Al cabo de un rato Dave subió a cubierta y miró hacia el Carrera. Había señales de que alguien había estado tomando el sol en el techo, pero no había ni rastro de Kate. Al estaba arriba, en el Duke, hablando con la capitana del Jade y sonriendo con aire depredador. Al ver a Dave, le gritó:
– Eh, jefe, acaban de invitarnos a una fiesta.
– Estupendo -dijo Dave, subiendo hasta ponerse a su lado-. Muchas gracias, capitana Dana.
– A las ocho. Todo el mundo está invitado -dijo ella-. Y, por favor, llámame Rachel. Con tantos capitanes este barco está empezando a parecer que la dotación de cargos en la parte superior del escalafón es excesiva.
Dave vio cómo la mirada de Al se desviaba con disimulo a los pechos de Rachel. Los pensamientos de Al eran un libro abierto para Dave; no había duda de que estaban ocupados con Rachel Dana y su dotación superior.
– Dana -dijo Dave-. Es un buen nombre para ser capitán de un barco de Estados Unidos. ¿Hay alguna relación?
– De hecho, sí. Fue un antepasado mío, lejano -confirmó Rachel.
– ¿Quién? -dijo Al mordiéndose el labio.
– Un escritor famoso -dijo Dave, azuzándolo-, R.H. Dana.
Al puso los ojos en blanco y estaba a punto de hacer un comentario despreciativo sobre los libros cuando, de repente, cayó en la cuenta de que se suponía que Dave era su jefe y que aquel Dana era un escritor emparentado con Rachel…
– Escribió uno de los mejores libros sobre el mar de todos los tiempos -dijo Dave-. Two Years before the Mast. Pero no te interesaría, Al; como no te gusta mucho leer.
– ¿Quién lo ha dicho?
– Tengo un ejemplar en mi camarote, si quieres puedo dejártelo -dijo Rachel.
– Me encantaría leerlo -insistió Al.
– Quizás cuando hayas acabado de leerlo, puedes comentarle a Rachel lo que piensas -dijo Dave-. Darle tu opinión crítica.
– Ya, claro. ¿Por qué no?
– Bueno, pues vayamos a buscarlo -dijo Rachel sonriendo amablemente, invitando a Al a subir al Jade.
El mismo día, un poco más tarde, Dave fue hasta el lado de babor del buque para echar una ojeada a sus tres objetivos.
En el techo del Baby Doc, uno de los tripulantes, con más tatuajes que un Ángel del Infierno maorí, había sacado la protección de la antena de Tracvision y estaba sujetando un cable a la pantalla de satélite.
– Buenas tardes -dijo Dave.
– Eso me han dicho -respondió el tipo, sin siquiera volver la cabeza.
– ¿Tiene algún problema? ¿Puedo ayudarle?
El hombre se dio la vuelta lentamente con una expresión de «quién mierda eres tú para darme consejos» en su cara petulante de tipo duro. Al cabo de un momento dejó de morderse el interior del labio y dijo:
– No nos llega la señal de la tele.
Dave sonrió para sí, decidiendo que aquel tipo no tenía mucha experiencia de barcos.
– Demasiado lejos -dijo.
– ¿Del satélite? -el hombre sonaba incrédulo.
– No, joder -dijo Dave-. De la costa. Eso sólo funciona hasta el límite de las 200 millas. Más allá, es sólo ruido blanco y espacio, la última frontera.
– ¿Habla en serio?
– En serio. Por lo menos, hasta que lleguemos a Europa. Pero la tele allí es una mierda, así que no se haga muchas ilusiones.
– La leche -dijo el hombre-, ¿qué vamos a hacer?
– ¿No tenéis VCR?
– Sí, pero no cintas.
– Eso no es problema -Dave señaló hacia la proa del Duke-. ¿Ve aquel barco grande allí delante? El de cincuenta metros. Es el Jade. Es propiedad de Jade Films. Tienen un montón de vídeos para prestar. Bueno, si le gusta lo porno.
– ¿Le gustan los espaguetis a Sinatra?
– Entonces están de suerte. Tienen una colección de vídeos como una Triple X, en Times Square.
Dave se limitaba a repetir lo que le había dicho Al, con los ojos saliéndosele de las órbitas, después de recoger el ejemplar de Rachel de Two Years before the Mast.
– Por cierto, que dan una fiesta esta noche, a las ocho. Todos estamos invitados. Me extraña que no se hayan enterado.
– Oh, es que no hemos sido muy sociables hasta ahora. Antes pasó una chavala, pero estábamos todos todavía en la cama. Tomamos unas cuantas copas anoche -Sonrió como arrepentido-. Más de unas cuantas. Ey, ¿quiere tomar algo? -dijo mostrándose algo más amigable.
– Claro, ¿por qué no?
– Suba a bordo, amigo. Suba a bordo del Baby Doc.
Esto era mejor de lo que Dave podía haber esperado. Saltó al barco, al lado del tipo de los tatuajes, y lo siguió por la cubierta.
– Baby Doc -dijo-. ¿Qué era, el yate de la familia Duvalier o algo así?
– En absoluto. El propietario tiene una especie de clínica de fertilidad en Ginebra. Gana dinero a espuertas con las mujeres que no pueden tener hijos. Y con otras cosas de ginecología. No creo que haya oído hablar nunca de la familia Duvalier ni de los Tonton Macoutes. En realidad no creo que supiera siquiera que Haití existía. No hasta que empezó navegar por el Caribe -El hombre se rió y le dio una Bud fría a Dave-. Claro que allí lo descubrió muy rápido. Está pensando en reacondicionar el barco en Europa. Y le cambiará el nombre al mismo tiempo, creo. Si tiene algo de sentido común. Imbécil de mierda.
Dave sonrió y echó una ojeada al destartalado interior, preguntándose cuánto dinero podía haber escondido dentro de los gastados muebles de piel. Dos sofás grandes y dos sillones a juego. El resto de la sala tenía un aspecto apropiadamente clínico. Como la sala de descanso de los personajes de Urgencias. Habían inventado una buena historia y no había duda de que habían escogido el barco adecuado. El hombre, que le dijo a Dave que se llamaba Keach, no había exagerado. El Baby Doc necesitaba una puesta a punto completa. Y sacar los aditamientos interiores no iba a representar un gran gasto.
Dave cogió la cerveza y se dejó caer en el sofá, esperando notar una cierta incomodidad en su trasero o en la cara de Keach. El sofá se notaba bastante firme. Quizás demasiado firme, pensándolo bien. Más como una silla de oficina que como un cómodo sofá. Las costuras de la vieja piel se veían demasiado inmaculadas, como si fueran nuevas. Como si alguien hubiera cosido algo por la parte de dentro de la piel. Dinero. Entretanto la cara de Keach, con sus ojos hinchados -como si hubiera encajado unos cuantos puñetazos en su tiempo- y su lúgubre boca, permanecía inexpresiva.
Dave reconoció la mirada. Era esa mirada fija, penetrante, blindada, que llegabas a tener cuando estabas en el trullo. La clase de mirada que decía «no me toques las pelotas o haré que te cagues a hostias». Así que Keach era un ex preso, como él mismo. Dave se preguntó si el tipo se olería que él también lo era.
– Vamos -dijo Keach con calma-. Salgamos afuera. Me puede enseñar cuál es su barco.
Dave se quedó en el Baby Doc otros quince minutos y conoció a otro de los tripulantes, un negro con aspecto de matón y un corte de pelo a lo Keith Haring y con una cosa tan granítica que parecía que lo habían hecho en la Isla de Pascua. Al ver su propio reflejo en los cristales de las gafas de sol del negro, Dave pensó que él parecía un tipo de aspecto bastante corriente. Para nada la clase de tío que guarda una pistola para cualquier posible eventualidad debajo de la cama. Parecía la clase de tío que Kate podría dejar entrar en su vida.
Conseguir que aquellos tíos del Baby Doc los dejaran entrar parecía bastante más difícil.
De vuelta al Juarista, Dave encontró bloqueado el paso por la estrecha pasarela por una figura solitaria que tenía la mirada fija en el mar. Mientras se disculpaba, pasando con dificultad por su lado, se dio cuenta de que la cara le era conocida.
– Eh -dijo-, ¿no es usted Calgary Stanford, el actor de cine?
– Sí, soy yo.
El tono de Stanford era triste, casi como si ser Calgary Stanford fuera algo demasiado difícil de soportar. O puede que fuera el papel que se decía que estaba preparando. Calgary Stanford era el actor que había presenciado la ejecución de Benford Halls el mismo día en que soltaron a Dave de Homestead. Dave conocía bien los relatos publicados en Premiere, sobre el metódico trabajo de preparación que algunos actores hacían para meterse en el personaje. En general pensaba que estaba bien que tuvieran que hacer algo de trabajo, quizás incluso soportar algunas dificultades, a cambio del dinero que les pagaban. Pero pensaba que asistir a la ejecución de alguien era pasarse de los límites y se preguntaba si no habría, antes de que acabara el viaje, alguna manera de saldar cuentas con el actor por cuenta del hombre ejecutado.
– The Cruel Sea, ¿eh? -dijo Dave y cuando Stanford lo miró, perplejo, le explicó que era un libro.
– Me parece que he visto la película. Británica, ¿verdad?
Dave asintió, preguntándose si los únicos que todavía leían libros eran los tipos que estaban en prisión.
– En realidad pensaba que debía de estar alerta a causa del huracán.
– ¿Qué huracán?
– ¿No lo sabe? Dicen que se acerca uno por el Oeste.
Era verdad. Lo habían dicho por radio justo después de mediodía. Estaba muy por detrás de ellos, pero Dave quería asustar un poco al actor.
– Jesucristo.
– A decir verdad, no -dijo Dave-. Se llama Louisa. Pero Jesús podría ser un buen nombre para un huracán, bien pensado. Huracán Jesús, o huracán Mierda Divina o huracán Sagrada Madre de Dios. He conocido a unas cuantas zorras en mi tiempo, buenas para gastar tu dinero y descargar adrenalina, pero ninguna de ellas podía destrozar un lugar como lo hace una verdadera tempestad. O como lo hace un grupo de rock. Huracán Led Zeppelin. Ése es un nombre mejor para un huracán. O huracán Keith Moon. Apuesto a que ese huracán sí que podría hacer daño de verdad. No sólo la tele o el Rolls Royce acabarían en la piscina, sino todo el jodido hotel.
– ¿Han dicho de qué nivel es este Louisa? -preguntó Stanford.
– Tres, creo -Dave husmeó el aire. El aliento del actor olía claramente a marihuana. El tío iba un poco colocado. Probablemente había salido a cubierta para aclararse la cabeza.
– Ése no es el nivel máximo -dijo el actor con su deje gangoso de Los Ángeles-. Pero también es peligroso. ¿Sabía que en un día un huracán puede liberar tanta energía como 500.000 bombas atómicas?
– ¿A qué tipo de bomba se refiere? -preguntó Dave-: ¿La de Hiroshima o una más grande?
Calgary Stanford lo pensó un momento, parpadeó con fuerza y luego dijo:
– No lo sé. Pero sea como sea, es un montón de muertos -Y rompió a reír.
– Parece saber mucho -observó Dave-. De los huracanes, quiero decir.
– Hice una película una vez. Pura mierda. No valía la pena verla. Pero es la clase de información que vas recogiendo cuando te metes en un papel -Se calló y volvió a mirar el mar-. Nunca he estado en un auténtico huracán. Suena a desmadre -Y rompió a reír otra vez.
– Yo sí -dijo Dave-. Era bastante aterrador.
– ¿Dónde fue?
Había sido cuando estaba en Homestead. Incluso detrás de varios metros de hormigón reforzado, Dave había creído que se iba a derrumbar el edificio. Por desgracia, no había sido así. Pero los reclusos tardaron días en limpiar los destrozos.
– Miami -dijo.
– Este de ahora, ¿dónde está?
– Sobre Cuba. Y se dirige hacia el noroeste. Puede que se extinga antes de alcanzarnos. O puede que el barco lo deje atrás.
Stanford resopló y dijo:
– Bueno, si fuera mi barco, habría una posibilidad -Señaló hacia un yate a motor de líneas aerodinámicas que estaba justo delante del Britannia-. Es ése de ahí. El Comanche. Un depredador de construcción británica. Tres motores de 846 K. Eso significa cuarenta nudos. Pero tiene ocho más de reserva.
– Tiene un aspecto estupendo -admitió Dave.
– Pero este buque… este buque no podría dejar atrás ni a Orson Welles.
– No estaba mal lo que corría en El Tercer Hombre -replicó Dave-; por todas aquellas alcantarillas de Viena.
Stanford parpadeó y bufó de nuevo.
– No lo suficiente, me parece recordar. Además, por lo que he leído sobre la película, a Welles no le gustaba meterse en aquellas cloacas y la mayoría de escenas las hizo un doble.
Al observar la decepción que empañó la cara de Dave, Stanford añadió:
– Es un negocio muy falso, ése del cine. Nada es nunca lo que parece. Y nadie es nunca quien se supone que es.
Dave desechó sus ilusiones rotas y dijo:
– Entonces, en eso, me parece que el cine es como la vida misma.