Intenté localizar de nuevo a Murray la mañana siguiente a mi aventura. Me estaba levantando muy temprano últimamente: el periodista estrella no había llegado a trabajar aún. Dejé otro recado y me vestí: pantalones de lino azul marino, una camisa blanca y chaqueta Chanel azul marino. Un pañuelo púrpura y mocasines azul marino completaban el conjunto. Fuerte pero elegante, la imagen que quería dar para pasarme por la compañía Eudora. Eché una camiseta grande y las zapatillas de correr a la parte de atrás del coche para ponérmelas en el silo, No quería echar a perder mi ropa allí.
Margolis me estaba esperando. Mientras los hombres dejaban su turno para hacer la pausa de media mañana, hablé con ellos en plan informal en el patio. La mayoría se mostraron muy cooperadores: el ver a un detective, aunque fuera una mujer detective, rompía la monotonía de la jornada. Ninguno de ellos había visto nada referente a la muerte de mi primo, sin embargo. Uno de ellos me sugirió que hablase con los hombres del Lucelia. Otro dijo que debería hablar con Phillips.
– ¿Andaba por aquí? No lo recuerdo -dijo un tipo bajo con enormes antebrazos.
– Sí. Estaba aquí. Vino con Warshawski y le dijo a Dubcek que se pusiese las orejeras.
Discutieron el asunto y finalmente se pusieron de acuerdo en que el que había hablado tenía razón.
– Estaba muy cerca de Warshawski. No sé si le echaría de menos ahí fuera en el muelle. Creo que estaba dentro con Margolis.
Pregunté acerca de los papeles que Boom Boom podía haber robado. Estuvieron reticentes, pero al final les saqué la información de que Phillips y Boom Boom habían tenido una discusión horrorosa sobre unos papeles. ¿Que Phillips había acusado a mi primo de robar?, pregunté. No, dijo alguien, era más bien al revés. Warshawski había acusado a Phillips. En realidad ninguno de ellos había oído la discusión. No era más que un rumor.
Ese parecía ser el asunto. Volví a comprobarlo con Margolis. Phillips había estado con él en lo que debió ser el momento crítico. Cuando el Bertha Krupnik salió, él preguntó impaciente por Warshawski y salió al muelle para encontrárselo flotando en el agua. Izaron a Boom Boom en seguida y le suministraron los primeros auxilios, pero llevaba muerto unos veinte minutos o más.
– ¿Sabe algo de lo del agua en las bodegas del Lucelia?
Margolis se encongió de hombros.
– Creo que encontraron al tipo que lo hizo. Estaba amarrado aquí esperando la carga cuando ocurrió. Quitaron las escotillas y comenzaron a echar el grano dentro de la bodega central cuando alguien vio que allí había agua. Así que tuvieron que retirarlo y limpiarlo. Bastante jaleo; ya habían metido unas setecientas toneladas.
– ¿Mi primo no le habló de ello?
Margolis sacudió la cabeza.
– La verdad es que no hablábamos mucho. Me preguntaba cosas sobre la carga y charlábamos acerca de las posibilidades de los Halcones, pero eso era todo.
No dejaba de mirar al silo y me di cuenta de que le estaba apartando de su trabajo. No se me ocurría nadie más a quien preguntar. Le di las gracias por su interés y me dirigí a las oficinas centrales de la Eudora.
La recepcionista me recordaba vagamente de la otra vez y me sonrió. Le recordé quién era y le dije que había venido a revisar los papeles de mi primo para ver si había quedado algo personal entre ellos.
Me habló entre llamada y llamada de teléfono.
– Vaya, por supuesto. El señor Warshawski nos gustaba mucho a todos. Fue terrible lo que le ocurrió. Le diré a su secretaria que venga y se los traiga… Espero que no quiera usted ver al señor Phillips, porque no está en su oficina en este momento… Janet, la prima del señor Warshawski está aquí. Quiere echar un vistazo a sus papeles. ¿Vienes a buscarla?… Buenos días, Compañía Eudora. Un momento, por favor… Buenos días, Compañía Eudora… ¿Quiere sentarse, señorita Warshawski? Janet viene en seguida. -Volvió a sus llamadas pendientes y yo me puse a hojear el Wall Street Journal que estaba en una mesita en la sala de espera.
Janet resultó ser una mujer unos veinte años mayor que yo. Era silenciosa y llevaba un sencillo vestido camisero y zapatos de lona. No llevaba maquillaje ni medias; en el puerto la gente no se viste tanto como en el Loop. Me dijo que había asistido al funeral y que sentía no haber hablado conmigo entonces, pero que ya sabía lo que pasaba en los funerales: ya tiene uno bastante con los parientes como para tener que aguantar a un montón de extraños molestándote.
Me llevó a la oficina de Boom Boom, un cubículo en realidad, cuyas paredes eran de cristal desde media altura. Al igual que la oficina del expedidor de la Grafalk, MacKelvy, tenía planos de los lagos cubriendo las paredes. Pero al revés que la de MacKelvy, aquello estaba impecable.
Hojeé unos cuantos informes que estaban sobre su escritorio.
– ¿Puede decirme lo que estaba haciendo Boom Boom?
Estaba en la puerta. Le indiqué con un gesto una de las sillas forradas de plástico. Tras un minuto de duda, se volvió hacia una mujer que estaba en el espacio abierto detrás de nosotras.
– ¿Puedes coger mis llamadas, Effie?
Se sentó.
– El señor Argus le trajo aquí sólo por simpatía personal al principio. Pero después de unos meses todo el mundo se dio cuenta de que su primo era majo de verdad. Así que el señor Argus mandó al señor Phillips que lo entrenase. La idea era que se hiciese cargo de una de las oficinas regionales dentro de un año más o menos; Toledo probablemente, donde el viejo señor Cagney está a punto de retirarse.
Las secretarias siempre saben lo que pasa en una oficina.
– ¿Sabía Phillips que iban a promocionar a Boom Boom? ¿Qué pensaba de ello?
Me miró pensativa.
– No se parece usted mucho a su primo, si se me permite decírselo.
– No. Nuestros padres eran hermanos, pero Boom Boom y yo salimos a nuestras madres.
– Pero sí se parece alrededor de los ojos… Es difícil decir lo que opina el señor Phillips acerca de cualquier cosa. Pero yo diría que se alegraba de quitarse de encima a su primo en poco tiempo.
– ¿Se peleaban?
– Oh, no. Al menos no como para que nadie se enterase. Pero su primo era una persona impaciente en muchos sentidos. Puede que el ser jugador de hockey le hiciese ser más rápido que el señor Phillips. Él se piensa más las cosas.
Dudó y a mí se me encogió el estómago: iba a decirme algo importante, si no fuera porque pensaba que podía ser indiscreta. Intenté que mis ojos se pareciesen a los de Boom Boom.
– El caso es que el señor Phillips no quería que tuviese mucho que ver con los contratos de transporte. Cada vicepresidente regional posee en cierto modo sus propios contratos y el señor Phillips parecía pensar que si el señor Warshawski se relacionaba demasiado con los clientes, podía llevarse a algunos a Toledo con él.
– ¿Así que discutieron acerca de los contratos? ¿O quizá de los clientes?
– Si le digo esto, no me gustaría tener problemas con el señor Phillips.
Le prometí que su secreto estaría a salvo.
– Verá: Lois, la secretaria del señor Phillips, no quiere que nadie toque los archivos de los contratos -miró por encima de su hombro, como si Lois pudiese estar allí escuchando-. La verdad es que es una tontería, pues todos los vendedores tienen que utilizarlos. Tenemos que estar entrando y saliendo todo el día con ellos. Pero ella actúa como si fuesen… diamantes o algo así. Así que si los coges, se supone que hay que dejar una nota encima de su escritorio diciendo los que has cogido y cuándo los vas a devolver.
La secretaria del jefe tiene mucho poder en la oficina y a menudo lo practica con pequeñas tiranías de ese tipo. Murmuré algo para darle ánimos.
– El señor Warshawski pensaba que ese tipo de reglas eran una estupidez. Así que las ignoraba sin más. Lois no podía aguantarle porque él no le hacía ni caso.
Sonrió brevemente, una sonrisa tierna y divertida, no rencorosa. Boom Boom debía de haber animado bastante aquel lugar. Los ganadores de la Copa Stanley no prestan una atención demasiado escrupulosa a las reglas. El estilo mezquino de Lois debía haberle chocado como si fuese un castigo pasado de moda.
– El caso es que una semana antes de morir, el señor Warshawski sacó los contratos de varios meses, creo que todos los del verano, y se los llevó a casa. Si Lois lo descubre, voy a tener problemas, porque él se ha ido y yo era su secretaria y alguien tiene que llevarse las culpas.
– No se preocupe; yo no le voy a decir a nadie que me lo dijo. ¿Qué hizo con ellos?
– Yo no lo sé. Pero sé que se llevó un par de ellos para verlos con el señor Phillips el lunes por la noche.
– ¿Se pelearon?
Se encogió de hombros indefensa.
– No lo sé. Todos nos estábamos marchando ya cuando él entró. Incluso Lois. Aunque no es que lo fuese a decir si lo supiera.
Me rasqué la cabeza. Ése debía ser el origen de los rumores de que Boom Boom había robado unos papeles y se peleó con Phillips. Puede que mi primo pensase que Phillips estuviese atrayéndose a los clientes del viejo señor Cagney en Toledo. O que Phillips no le estuviese diciendo todo lo que tenía que saber. Me preguntaba si sería capaz de comprender un contrato de transporte si lo tuviese delante.
– ¿Hay alguna posibilidad de que vea las carpetas que mi primo se llevó con él a casa?
Quiso saber por qué. Miré su rostro amable, de mediana edad. Había tenido afecto a Boom Boom, su joven jefe.
– No estoy satisfecha con lo que me han contado sobre la muerte de mi primo. Era un atleta, ¿sabe usted?, a pesar de su tobillo enfermo. Haría falta algo más que un embarcadero resbaladizo para mandarle de cabeza al lago. Si se hubiese peleado con Phillips a causa de algo importante, pudo haberse puesto lo bastante furioso como para descuidarse. Tenía bastante genio, pero no podía pelearse con Phillips con los puños o los palos de hockey, como podía hacer con los Islanders.
Frunció los labios, pensando.
– No creo que estuviera furioso la mañana que murió. Vino aquí antes de ir al silo, ¿sabe?, y yo diría que estaba… excitado. Me recordaba a mi niño cuando acaba de hacer una proeza en su bicicleta vieja.
– La otra cuestión que me planteo es si no le empujaría alguien.
Tragó saliva una o dos veces al oír esto. ¿Por qué iba nadie a empujar a una persona tan agradable como el joven Warshawski? Yo no lo sabía, le dije, pero era posible que aquellas carpetas pudiesen darme algún tipo de pista. Le expliqué que era investigadora privada de profesión. Aquello pareció satisfacerla: me prometió conseguírmelas mientras Lois estaba comiendo.
Le pregunté si había alguien más en la oficina con quien Boom Boom pudiera haberse peleado. O, si no era así, alguien a quien estuviese muy cercano.
– La gente con la que más trabajaba era con los representantes. Ellos hacen todo el trabajo de compra y venta. Y naturalmente, con el señor Quinchley, que maneja la Cámara de Comercio en su ordenador.
Me dio los nombres de las personas con mayores probabilidades y volvió a su escritorio. Yo salí afuera a ver si podía encontrar a Brimford o a Ashton, dos de los representantes con los que Boom Boom solía trabajar. Ambos estaban al teléfono, así que deambulé un poco, recibiendo miradas disimuladas. Había una media docena de mecanógrafas ocupándose de la correspondencia, las facturas, los contratos, los albaranes y sabe Dios qué más. A lo largo de las ventanas había unos cuantos cubículos similares al de Boom Boom. Uno de ellos albergaba a un hombre sentado ante una terminal de ordenador: Quinchley, muy ocupado con la Cámara de Comercio.
La oficina de Phillips estaba en la esquina más alejada. Su secretaria, una mujer más o menos de mi edad, con un gran cardado que no había visto desde que estaba en séptimo grado, interrogaba a Janet. ¿Qué quiere saber la prima ésa de Warshawski? Sonreí para mis adentros.
Ashton colgó el teléfono. Le detuve cuando se disponía a marcar de nuevo y le pregunté si le importaría hablar conmigo unos minutos. Era un hombre pesado de cuarenta y tantos años; me siguió de buena gana hasta el cubículo de Boom Boom. Le expliqué de nuevo quién era yo y que estaba intentando averiguar algo más acerca del trabajo de Boom Boom y de si estaba en líos con alguien en la organización.
Ashton era amistoso, pero no quería comprometerse. Al menos, no con una mujer desconocida. Coincidió con Janet al describir el trabajo de mi primo. Le gustaba Boom Boom; había animado bastante el lugar, y además era un buen tipo. No se aprovechaba de sus relaciones con Argus. Pero acerca de si se había peleado con alguien… no lo creía así, aunque tendría que preguntárselo a Phillips. ¿Que qué tal se llevaban Boom Boom y Phillips? De nuevo tendría que preguntárselo a Phillips, y de ahí no le sacaba.
Cuando terminamos, el otro tipo, Brimford, ya se había ido. Me encogí de hombros. No creí que hablar con él me fuese a servir de nada. Al examinar los ordenados cajones de Boom Boom, percibí rápidamente que podía tener una docena de documentos peligrosos relacionados con la industria de la navegación y yo no me habría dado cuenta. Tenía listas de granjeros que proveían a la Compañía Eudora, listas de los transportistas de los Grandes Lagos, listas de transportistas por ferrocarril y sus intermediarios, albaranes de embarque, informes de cargamentos, informes meteorológicos, copias antiguas de Noticias del Cereal… Eché una mirada en tres cajones con carpetas perfectamente etiquetadas. Estaban todas organizadas por temas pero ninguno significaba nada para mí, excepto que Boom Boom se había metido de cabeza en un negocio muy complicado.
Cerré los cajones y revolví la parte superior del escritorio, donde encontré cuadernos llenos de la pulcra escritura de Boom Boom. Al verla, sentí de repente deseos de llorar. Notitas que se había escrito a sí mismo para recordarse lo que había aprendido o lo que tenía que hacer. Boom Boom lo planeaba todo con mucho cuidado. Puede que aquello le diera la energía necesaria para ser tan salvaje sobre el hielo: sabía que tenía la mejor parte de su vida detrás de él.
La agenda de su escritorio estaba llena de citas. Copié los nombres que había escrito. Vi el nombre de Paige el sábado y otra vez el lunes por la noche. Para el martes 27 de abril había escrito el nombre de John Bemis y el de Argus con una interrogación. ¿Querría hablar con Bemis en el Lucelia y después -dependiendo de lo que se dijera- llamar a Argus? Aquello era interesante.
Hojeando las páginas, me di cuenta de que se había dedicado a rodear con un círculo ciertas fechas. Me enderecé en la silla y me puse a mirar la agenda página por página. Nada en enero, febrero ni marzo, pero en abril tres fechas señaladas: el veintitrés, el dieciséis y el quince. Volví a la primera página, donde se veía un calendario de 1981 y otro de 1983, además del de 1982, en un solo vistazo. Había marcado veintitrés días en 1981 y tres en 1982. En 1981 había empezado con el 28 de marzo y acabado con el 13 de noviembre. Me metí la agenda en el bolso y miré a mi alrededor por toda la oficina.
Ya había mirado más o menos todo lo que había allí -menos cada hoja de papel una por una- cuando Janet reapareció.
– Ha venido el señor Phillips y quiere verla. -Hizo una pausa-. Le dejaré aquí las carpetas antes de que se vaya… No le dirá nada a él, ¿verdad?
La tranquilicé y me fui hasta el despacho del rincón. Era un despacho de verdad: el corazón del castillo, guardado por un celador de hielo. Lois alzó brevemente la cabeza de su máquina. La eficiencia personificada.
– Le está esperando. Entre.
Phillips estaba al teléfono cuando entré. Cubrió el auricular el tiempo suficiente para decirme que me sentara y siguió con su conversación. Su despacho contrastaba con el mobiliario utilitario del resto del edificio. No es que estuviese recargado, pero los muebles eran de buena calidad, de madera de verdad, quizá nogal, no conglomerado cubierto de plástico. Una gruesa moqueta gris cubría el suelo y un reloj antiguo adornaba la pared frente al escritorio. Unas pesadas cortinas cubrían piadosamente la vista del aparcamiento.
El propio Phillips estaba muy guapo, aunque una pizca rígido y pesado, con un traje de lana azul pálido. Una camisa azul más oscuro con sus iniciales en el bolsillo conjuntaba con el traje y su pelo rubio a la perfección. Debía ganar una pasta: la forma en que se vestía, el Alfa -un coche de catorce mil dólares, y nuevo además-, el reloj antiguo.
Phillips se libró de la llamada de teléfono. Sonrió tenso y dijo:
– Me ha sorprendido un poco verla por aquí esta mañana. Creí que habíamos respondido a sus preguntas el otro día.
– Me temo que no. Mis preguntas son como las cabezas de Hidra; cuantas más corta usted, más tengo que preguntar yo.
– Bueno, esto… he oído que anda usted por ahí molestando a la gente. Chicas como Janet tienen un trabajo que hacer. Si tiene usted preguntas, ¿quiere hacer el favor de hacérmelas a mí? Me gustaría que lo hiciera, así no tendrá que interrumpir el trabajo de los demás.
Me pareció que se estaba pasando. Aquello no pegaba con su aspecto perfecto ni con su voz profunda y tirante.
– Vale. ¿Por qué estaba mi primo discutiendo con usted los contratos del verano pasado?
Una ola de rubor le barrió la cara y cedió de repente, dejando una fila de pecas destacando sobre sus pómulos. No las había advertido antes.
– ¿Los contratos? ¡No discutimos!
Crucé las piernas.
– Boom Boom lo anotó en su agenda -mentí-. Era muy meticuloso, ¿sabe? Tomaba nota de todo lo que hacía.
– Puede que los discutiera conmigo en algún momento. No me acuerdo de todo lo que hablamos. Estábamos mucho tiempo juntos. Yo le estaba entrenando, ya sabe.
– Puede que recuerde lo que discutió con usted la noche antes de que muriese, si eran los contratos. Tengo entendido que se quedó hasta tarde para verle a usted -no dijo nada-. Fue el lunes por la noche, si lo ha olvidado. El 26 de abril.
– No he olvidado cuándo murió su primo. Pero la única razón por la que nos quedamos hasta más tarde fue para revisar unas cuestiones de rutina que no habíamos tenido tiempo de ver durante el día. En mi posición, estoy muy ocupado a menudo. Lois intenta ayudarme a mantener mi calendario al día, pero no siempre es posible. Así que Warshawski y yo nos quedábamos hasta tarde para resolver cuestiones que no podíamos solucionar antes.
– Ya veo. -Le prometí a Janet que no la metería en líos, así que no podía decirle que tenía un testigo que había visto a Boom Boom con las carpetas. Era la única persona que podía habérmelo dicho; Lois se lo imaginaría inmediatamente.
Phillips parecía más relajado. Se metió un dedo cauteloso por el cuello de la camisa y aflojó un poco su corbata.
– ¿Algo más?
– ¿Sus representantes de ventas van a comisión?
– Desde luego. Es el mejor modo de mantenerlos activos.
– ¿Y usted?
– Bueno, los directivos no tienen acceso a las ventas directas, así que no sería un sistema muy justo.
– Pero el sueldo es bueno.
Me miró perplejo: los americanos bien educados no hablan de sus sueldos.
– Bueno, tiene usted un buen coche, buena ropa, un buen reloj… No hacía más que preguntármelo.
– ¡Y a usted qué le importa! Si no tiene nada más que decirme, tengo mucho trabajo y necesito ponerme a ello.
Me levanté.
– Me llevaré las cosas personales de mi primo conmigo.
Empezó a marcar un número de teléfono.
– No dejó nada, así que espero que no se lleve usted nada.
– ¿Ya revisó usted su escritorio, Phillips? ¿O lo hizo la eficiente Lois?
Dejó de marcar y volvió a ponerse muy rojo. No dijo nada durante un segundo, revolviendo los claros ojos marrones hacia todos los rincones de la habitación. Luego dijo, pretendiendo ser muy natural:
– Claro que revisamos sus papeles. No sabíamos si tenía entre manos algo muy importante de lo que hubiese que hacerse cargo.
– Ya veo.
Volví al cubículo de Boom Boom. No había nadie en el piso. Un reloj blanco y negro sobre la entrada marcaba las doce y media. Debían estar todos comiendo. Janet había dejado un paquete muy pulcro sobre el escritorio con mi nombre escrito o, más bien, como había olvidado mi nombre, ponía: «La prima del señor Warshawski». Debajo había escrito: «Por favor (muy subrayado), devuélvalo lo antes posible.» Lo agarré y me encaminé a la puerta. Phillips no intentó detenerme.