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En los muelles

Los silos de la Compañía de Grano Eudora se encuentran en el laberinto que configura el puerto de Chicago. El puerto se extiende durante seis millas a lo largo del río Calumet, que se retuerce hacia el sur y el oeste desde su desembocadura junto a la calle 95. Cada silo o planta a lo largo del río tiene su propia carretera de acceso, y ninguna de ellas está debidamente señalizada.

Recorrí las veinte millas desde mi apartamento de la zona norte hasta la calle 130 en poco tiempo, llegando a la salida hacia las ocho. Después me perdí intentando abrirme camino más allá del río Calumet, de unas cuantas plantas de acero y de una planta de montaje de la Ford. Eran las nueve y media cuando encontré la oficina regional de Eudora.

Los cuarteles generales de la región estaban en un edificio moderno, de un solo piso, junto a un silo gigantesco en el río. El silo dominaba el edificio desde atrás, dos secciones de tubos imponentes, cada una conteniendo quizá una centena de cilindros de diez pisos de alto. Las secciones estaban divididas por una grada en la que podía amarrarse un barco. A la derecha, unos raíles corrían a meterse en un almacén. En aquel momento había allí unos cuantos vagones tolva y un grupito de hombres con casco, colocaban uno en una grúa. Me quedé mirando, fascinada: el vagón desapareció dentro del silo. A la izquierda vi el extremo de un barco asomando: por lo visto, alguien estaba metiendo una carga de grano.

El edificio tenía un moderno vestíbulo con amplias ventanas abiertas hacia el río. Cuadros de cosechas -segadoras barriendo cientos de acres de trigo dorado, versiones más pequeñas del elefantiásico silo de afuera, trenes cargando su dorada provisión, barcos descargando- cubrían las paredes. Eché un rápido vistazo a mi alrededor y me acerqué a una recepcionista que se encontraba tras un mostrador de mármol colocado en el centro de la habitación. Era joven y colaboradora. Tras un humorístico intercambio con su secretaria, localizó al vicepresidente local, Clayton Phillips. Éste salió a mi encuentro al recibidor.

Phillips era un hombre sólido, de unos cuarenta y pocos años, con pelo pajizo y pálidos ojos marrones. Me desagradó inmediatamente, quizá porque olvidó darme el pésame por Boom Boom, incluso aunque me presenté como su pariente más próxima.

Phillips se puso nervioso ante la idea de que yo fuese haciendo preguntas por el silo. Pero no conseguía decirme que no, sin embargo, yo no le ayudé. Tenía la irritante costumbre de dirigir los ojos hacia toda la habitación cuando yo le hacía una pregunta, en lugar de mirarme a mí. Yo me preguntaba si encontraría inspiración en las fotografías que rodeaban la chimenea.

– No necesito robarle más tiempo, señor Phillips -le dije al fin-. Puedo manejarme sola por el silo y hacer las preguntas que quiero.

– Iré con usted, eh… eh… -miró mi tarjeta, frunciendo el ceño.

– Señorita Warshawski -le dije, servicial.

– Señorita Warshawski. Al capataz no le gustaría que apareciese usted sin ser presentada. -Su voz era profunda pero tirante, la voz de un hombre tenso hablando con las cuerdas vocales en lugar de con los conductos nasales.

Pete Margolis, el capataz del silo, no pareció alegrarse al vernos. Sin embargo, me di cuenta en seguida de que su incomodidad era más bien debida a Phillips que a mí. Phillips me presentó simplemente como «una joven interesada en el silo». Cuando le dije a Margolis mi nombre y le conté que era prima de Boom Boom, sus modales cambiaron bruscamente. Se limpió una sucia manaza en el costado de su mono y me estrechó la mano, me dijo lo que había sentido el accidente de mi primo, lo mucho que le apreciaba y lo que la compañía le echaría de menos. Rebuscó entre un montón de papeles en su minúscula oficina y sacó un casco para mí.

Prestando muy poca atención a Phillips, me llevó a hacer un largo y detallado recorrido, mostrándome el lugar en que los vagones tolva entraban a volcar su carga y cómo manejar la grúa automática que los subía hasta el corazón del silo. Phillips se arrastraba detrás, haciendo comentarios sin importancia. Tenía su propio casco con el nombre escrito claramente encima, pero su veraniego traje gris de seda estaba totalmente fuera de lugar en la sucia planta.

Margolis nos condujo por un largo tramo de escaleras que llevaban al interior del silo, quizá hasta una altura de tres pisos. Abrió una puerta de incendios en el extremo y el ruido retumbó en mis tímpanos.

El polvo lo cubría todo. Revoloteaba por el aire, posándose en capas sobre las altas vigas de acero, creando una película chirriante sobre el suelo de metal. Sentí rápidamente los dedos de los pies grasientos dentro de los gruesos calcetines de algodón. Las zapatillas de correr patinaban sobre el suelo polvoriento. Bajo el pesado casco, que me quedaba mal, el pelo se me estaba poniendo mate y pegajoso.

Nos quedamos en una pasarela mirando hacia abajo, al suelo de cemento del silo. Sólo una estrecha barandilla a la altura de la cintura me separaba de una desagradable caída sobre las cintas transportadoras de allá abajo. Si me caía, tendrían que cambiar el cartel colocado en la puerta de entrada: 9.640 horas de trabajo sin un accidente.

Pete Margolis estaba a mi derecha. Me agarraba el brazo y gesticulaba con la mano libre. Yo asentía. Se inclinó sobre mi oreja derecha.

– Por aquí entra -vociferó-. Traen los furgones hasta aquí y los vuelcan. Luego todo pasa a las cintas transportadoras.

Asentí. Una serie de cintas eran las responsables de la mayor parte del ruido estremecedor, pero la grúa que levantaba los furgones a noventa pies de alto como si fueran juguetes contribuía también lo suyo al estrépito. Las cintas transportaban el grano de las torres donde los furgones lo volcaban en rampas que lo vertían en las bodegas de los barcos amarrados fuera. Gran cantidad de polvo de grano se escapaba en el proceso. La mayoría de los hombres del piso de abajo llevaban máscaras, pero muy pocos parecían llevar algún tipo de protección para los oídos.

– ¿Trigo? -chillé en la oreja de Margolis.

– Cebada. Unas treinta y cinco medidas la tonelada.

Le gritó algo a Phillips y salimos afuera, a un estrecho pasillo que bordeaba el agua. Di un respingo al sentir el frío aire de abril y dejé que mis oídos se acostumbrasen al relativo silencio.

A nuestro lado se encontraba un viejo barco sucio atado al muelle con una serie de cables. Sobresalía por encima de su línea de flotación normal, donde la pintura negra del casco daba paso bruscamente a un descascarillado color verdoso. En el muelle, varios hombres con casco y monos sucios guiaban tres enormes rampas de grano con cuerdas, llenando las bodegas a través de unas doce o catorce aberturas en el muelle. Junto a cada abertura yacía su tapadera; «escotillas», me dijo Phillips. Una masa de cuerdas enrolladas descansaba junto al extremo trasero, nuestro extremo, donde se encontraba la cabina. Me sentí ligeramente mareada. Yo he crecido en la zona sur de Chicago, donde las fábricas de acero salpican el lago, así que he visto montones de cargueros de los Grandes Lagos de cerca, pero siempre tengo el mismo sentimiento: el estómago encogido y escalofríos por la columna. Algo que tiene que ver con el casco abriéndose paso invisible por las negras aguas.

Un viento helado soplaba alrededor del lago. El agua estaba allí demasiado resguardada para formar olas, pero el polvo de grano volaba hasta nosotros mezclado con envoltorios de cigarrillos y bolsas de patatas fritas. Tosí y volví la cabeza hacia otro lado.

– Su primo se encontraba en la popa -seguí la dirección que señalaba el dedo de Phillips-. Incluso aunque alguien se hubiese asomado, no habría podido verle desde aquí.

Yo lo intenté, pero la esquina del silo interrumpía la visión más allá de la cabina del barco.

– ¿Y qué pasa con toda la gente de cubierta? Y hay un par de personas ahí, en tierra.

Phillips se tragó una sonrisa de superioridad.

– El O. R. Daley está en este momento amarrado y cargando. Cuando un barco está desamarrando, toda la gente del silo se ha ido ya y cada uno de los que trabajan en el barco tiene su tarea que realizar. No prestarían mucha atención a un tipo que estuviese en el muelle.

– Alguien tiene que haberle visto -dije obstinada-. ¿Qué le parece, señor Margolis? ¿Le importa que hable con los hombres del silo?

Margolis se encogió de hombros.

– Todo el mundo apreciaba a su primo, señorita Warshawski. Si hubiesen visto algo, ya lo habrían dicho… Pero si usted cree que puede serle de alguna utilidad, a mí no me importa. Hacen una pausa para comer en dos turnos que empieza dentro de veinticinco minutos.

Paseé la mirada por el muelle.

– Quizá pudiera indicarme exactamente el lugar desde el que cayó mi primo.

– No lo sabemos en realidad -contestó Phillips, con su profunda voz intentando esconder la impaciencia-. Pero si le va a hacer sentirse mejor… Pete, quizá pueda usted llevar a la señorita Warshawski abajo.

Margolis miró hacia el silo, dudó y luego aceptó de mala gana.

– Este no es el barco que estaba aquí, ¿verdad?

– No, claro que no -dijo Phillips.

– ¿Sabe cuál era?

– No hay modo de saberlo -dijo Phillips, en el mismo momento en que Margolis decía:

El Bertha Krupnik.

– Bueno, puede que tenga razón -Phillips lanzó una sonrisa tensa-. Olvidaba que Pete conocía los detalles diarios de aquella operación al dedillo.

– Ya. Tenía que haber sido el Lucelia Wieser. Tuvo aquel accidente… agua en las bodegas, o algo así; y mandaron tres bañeras viejas para llevarse su carga. El Bertha Krupnik fue el último. El piloto es un viejo amigo mío. Vaya disgusto se llevó cuando se enteró de lo de Boom Boom… su primo, quiero decir. Es un aficionado al hockey.

– ¿Dónde está ahora el Bertha Krupnik?

Margolis sacudió la cabeza.

– Es imposible saberlo. Es uno de los de Grafalk. Puede preguntarles a ellos. El expedidor se lo podrá decir -dudó un momento-. Puede que quiera hablar con los del Lucelia. Estaba amarrado allí -señaló más allá del viejo barco amarrado a nuestros pies hacia otro muelle que estaba a unas doscientas yardas-. Lo quitaron de en medio mientras le limpiaban las bodegas. Fue ayer o anteayer -sacudió la cabeza-. Pero no creo que nadie pueda decirle nada. Ya sabe cómo es la gente. Si hubiesen visto caer a su primo, lo hubieran dicho en seguida.

A menos que se sintiesen culpables por no haber hecho nada.

– ¿Dónde están las oficinas de Grafalk?

– ¿De verdad quiere ir allí, señorita Warshawski? -preguntó Phillips-. No es la clase de lugar al que pueda usted ir sin credenciales o alguna justificación.

– Tengo una credencial. -Rebusqué en la cartera mi licencia de investigador privado-. He hecho un montón de preguntas a un montón de gente gracias a esto.

Su expresión pétrea no cambió, pero se puso rojo hasta las raíces de su pálido pelo rubio.

– Creo que debería ir con usted y presentarle a la persona adecuada.

– ¿Quiere acompañarla también al Lucelia, Phillips? -preguntó Margolis.

– No especialmente. Ya voy retrasado. Tendré que volver a su oficina, Pete, y llamar a Rodríguez desde allí.

– Mire, señor Phillips -interrumpí-, puedo cuidarme sola. No necesito que modifique usted sus planes de trabajo para pasearme.

Me aseguró que no era ningún problema, que de verdad quería hacerlo si yo creía que sería de alguna utilidad. Se me ocurrió que podía preocuparle que yo encontrase a algún testigo de que la Compañía Eudora había sido negligente. En cualquier caso, podía facilitar mi entrada en Grafalk, así que no me importó que se viniese.

Mientras él volvía al silo para telefonear, Margolis me condujo por una estrecha escalera de hierro hasta el muelle de abajo. De cerca, el barco parecía aún más sucio. Pesados cables se tendían desde la cubierta y lo amarraban a los grandes pivotes que emergían del cemento. Al igual que el barco, los cables eran viejos, gastados y nada limpios. Mientras Margolis me conducía junto a la parte trasera del O. R. Daley, me di cuenta de lo levantada que estaba la pintura por debajo de la línea de flotación. El nombre «O. R. Daley. Grafalk Steamship Line. Chicago» aparecía pintado con letras descascarilladas blancas cerca de la popa.

– Su primo debía estar aquí. -El cemento acababa, sustituido por tablones descoloridos de madera-. El día estaba muy húmedo. Teníamos que dejar de cargar cada varias horas, cubrir las escotillas y esperar a que dejase de llover. Un trabajo pesado. En cualquier caso, la madera así, vieja de verdad, ya sabe, se pone muy resbaladiza cuando se moja. Si Boom Boom, quiero decir su primo, se inclinó hacia delante para ver algo, puede haberse escurrido y caído. Tenía la pierna enferma.

– Pero, ¿qué podía haber querido mirar?

– Cualquier cosa. Era un tipo muy inquisitivo. Muy interesado por todo y en todo lo que se refería a barcos y al negocio. Entre usted y yo, le ponía a Phillips los nervios un poco de punta -escupió, experto, al agua-. Pero, por lo que he oído, Argus le consiguió el trabajo y a Phillips no le gustaba tener que soportarlo.

David Argus era presidente de la Compañía Eudora. Había volado desde Eudora, Kansas, para asistir al funeral de Boom Boom y había hecho un donativo de mil dólares a un hogar infantil en nombre de Boom Boom. No asistió al festejo posfunerario -vaya suerte- pero me había estrechado la mano brevemente tras la ceremonia; un hombre bajo, macizo, de unos sesenta años, que exhalaba una personalidad de alto horno. Si había sido el protector de mi primo, Boom Boom estaba bien protegido en la organización. Pero no creía que Boom Boom hubiese abusado de aquella relación y así lo dije.

– No, nada de ese estilo. Pero a Phillips no le gustaba tener por allí a un jovencito al que tener que cuidar. No, Boom Boom trabajaba de verdad, no pedía favores especiales, como podía haber hecho, siendo una estrella y todo eso. Yo diría que los chicos le apreciaban de verdad.

– Alguien me ha dicho que se habló mucho por aquí acerca de mi primo. Que podía haberse suicidado. -Miré fijamente al capataz.

Hizo una mueca de sorpresa.

– No que yo sepa. Yo no he oído nada. Puede usted hablar con los muchachos. Pero ya le digo, yo no he oído nada.

Phillips caminaba hacia nosotros sacudiéndose el polvo de las manos.

– ¿Se va con él? ¿Quiere volver más tarde a hablar con los muchachos?

Quedamos a las diez a la mañana siguiente, hora de descanso de la mañana. Margolis dijo que les preguntaría antes, pero pensaba de verdad que si alguien hubiera sabido algo, lo habría dicho en seguida.

– Un accidente siempre trae consigo muchas habladurías. Y siendo Warshawski, como era, una celebridad y tal, si alguien hubiera sabido algo, lo habría largado en seguida: No creo que encuentre nada.

Phillips llegó junto a nosotros.

– ¿Está lista? He hablado con el expedidor de Grafalk. Se resiste a informarle de dónde está el Bertha Krupnik, pero hablará con usted si yo la llevo. -Miró tímidamente su reloj.

Le estreché la mano a Margolis, le dije que le vería a la mañana siguiente y seguí a Phillips a lo largo del embarcadero y por detrás del silo. Nos abrimos paso a través del deteriorado patio, pasando por encima de listones de metal oxidados hasta donde estaba el Alfa verde de Phillips, esbelto y fuera de lugar entre un viejo Impala y una roñosa camioneta. Puso con cuidado el casco en el asiento trasero y montó un numerito arrancando el coche, dándole marcha atrás entre los baches y acercándose a la entrada del patio. Una vez hubimos girado por la calle 130, y mientras nos movíamos entre el tráfico, dije:

– Está claro que le molesta a usted tener que pasearme por el puerto. A mí no me importa abordar a las personas sin acompañante; ya lo hice con usted esta mañana. ¿Por qué cree que tiene que venir conmigo?

Me lanzó una mirada rápida. Me di cuenta de que sus manos se agarraban al volante tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. No dijo nada durante unos minutos, y yo creí que iba a ignorarme. Finalmente dijo, con su voz profunda y tensa:

– ¿Quién le pidió que viniera al puerto?

– Nadie; vine por mi cuenta. Boom Boom Warshawski era mi primo y me siento en la obligación de averiguar las circunstancias que rodearon su muerte.

– Argus vino al funeral. ¿Le sugirió él que había algo extraño?

– ¿Qué intenta decirme, Phillips? ¿Hay alguna razón para pensar que la muerte de mi primo no fuera un accidente?

– No, no -repitió rápidamente. Sonrió y de pronto pareció más humano-. Vino aquí el jueves, Argus, me refiero, y nos echó una perorata acerca de la seguridad en el silo. Se tomaba un interés personal por su primo y le afectó mucho su muerte. Sólo me preguntaba si no le habría pedido a usted que investigara esto como parte de sus funciones profesionales, más que como prima de Warshawski.

– Ya veo… Bueno, pues el señor Argus no me contrató. Me temo que me he contratado yo misma. -Pensé en explicarle mis preocupaciones, pero la experiencia como detective me hacía ser cautelosa. La regla número uno nosecuantos u otra: no contar nunca nada a nadie a menos que consigas algo mejor a cambio. Puede que un día escriba el Manual del detective neófito.

Íbamos pasando junto a los silos, a lo largo del río Calumet y ante la entrada del puerto principal. Grandes barcos surgían por todas partes, asomando las chimeneas negras por entre grises columnas de silos de cemento y grano. Unos arbolitos luchaban por vivir en retazos de tierra entre vías de tren, montones de escoria y terraplenes agujereados. Pasamos junto a una fábrica de acero cerrada, un macizo conjunto de edificios rojo ladrillo y vías de tren empalmadas. La gran verja estaba cerrada con candado: la recesión había causado su impacto y la planta estaba cerrada.

La oficina central del puerto de Chicago fue totalmente reconstruida unos años antes. Con los nuevos edificios, los modernos muelles y una carretera bien pavimentada, el lugar tenía un aspecto moderno y eficaz. Phillips se detuvo ante la garita de un guardia, donde un policía comprobó su documentación y le dejó pasar. El Alfa ronroneó sobre el suave asfalto y nos detuvimos en un hueco con el cartel de COMPAÑÍA DE GRANO EUDORA. Cerramos las puertas y seguí a Phillips hacia una fila de edificios modernos.

Allí todo estaba construido a escala gigante. Una serie de grúas dominaba los embarcaderos. Dientes gigantes se cernían sobre un gran navío y alzaban fácilmente la parte de atrás de un camión remolque de cincuenta toneladas y lo colocaban en un vagón. Unos diez barcos estaban amarrados allí, en el recinto principal, enarbolando las banderas de muchos países.

Todos los edificios del puerto están construidos del mismo ladrillo y son de dos pisos. Las oficinas de la Grafalk Steamship Line ocupan uno de los bloques más grandes a medio camino del muelle. Una recepcionista agradable de mediana edad reconoció a Phillips al verle y nos mandó a la parte trasera a ver a Percy MacKelvy, el expedidor.

Se notaba que Phillips era un visitante frecuente. Saludando a varias personas por su nombre, me condujo por un estrecho pasillo que cruzaba un par de habitaciones pequeñas. Encontramos al expedidor en una oficina repleta de papeles. Los gráficos cubrían las paredes y montones de papeles impedían ver el escritorio, tres sillas y buena parte del suelo. MacKelvy era un hombre malhumorado de cuarenta y tantos años, con una camisa blanca que llevaba tiempo arrugada. Cuando entré, estaba hablando por teléfono. Se sacó un cigarro de la boca el tiempo suficiente para decir hola.

Gruñía al teléfono, movía una chincheta roja por un mapa del lago que estaba a su derecha, tecleaba una pregunta al ordenador que tenía junto al teléfono y volvía a gruñir. Finalmente dijo:

– Seis ochenta y tres la tonelada. Tómalo o déjalo… Recogerlo el cuatro, seis ochenta y dos… No lo puedo bajar más… ¿No hay trato? Quizá la próxima vez. -Colgó, añadió unos cuantos números al ordenador y agarró un segundo teléfono que había empezado a sonar-. Esto es un zoo -me dijo, soltándose más la corbata-. Mackelvy… Sí, sí. -Le miré mientras practicaba una secuencia similar con el mapa, la chincheta y el ordenador.

Cuando colgó, dijo:

– Hola, Clayton. ¿Esta es la señora que dijiste?

– Hola -dije-. Soy V. I. Warshawski. Mi primo Bernard Warshawski murió el martes pasado al caer bajo la hélice del Bertha Krupnik.

El teléfono sonaba de nuevo…

– ¿Sí? MacKelvy al habla. Sí, espere un segundo… ¿Cree usted que el Bertha tuvo la culpa de algo?

– No. Tengo ciertas preocupaciones personales como albacea de mi primo. Me gustaría saber si alguien vio el accidente. Phillips dice que usted puede decirme cuándo esperan que llegue el Bertha, ya sea aquí o a algún puerto al que yo pueda ir a hablar con la tripulación.

– Hola, Duff -hablaba al teléfono-. ¿Azufre de Buffalo? Tres ochenta y ocho la tonelada, recogida el seis, entrega en Chicago el ocho. Eso. -Colgó-. ¿Cuál es el tema, Clayton? ¿Quiere demandarnos?

Phillips estaba tan alejado del escritorio como le era posible en la atestada habitación. Se hallaba muy tieso, como para sentirse tanto física como psicológicamente remoto. Se encogió de hombros.

– David ha mostrado cierto interés.

– ¿Qué pasa con Niels?

– No lo he hablado con él.

Puse las manos en la masa de papeles y me incliné sobre el escritorio mientras el teléfono sonaba de nuevo.

– Aquí MacKelvy… Qué hay, Gumboldt, espera un momento, ¿quieres?

– Señor MacKelvy, no soy una viuda histérica intentando sacar provecho financiero de la fuente más fácil. Estoy intentando encontrar a alguien que pueda haber visto a mi primo en los últimos minutos de su vida. Estamos hablando de un muelle abierto a las diez de la mañana. No puedo creer que no hubiera alma viviente para verle. Quiero hablar con la tripulación del Bertha para asegurarme.

– ¿Sí, Gum? Si… sí… ¿En Toledo el dieciséis? ¿Qué tal el diecisiete? No puedo hacer nada, tío. ¿La noche del dieciséis? ¿Y a las dos o las tres de la mañana?… Vale, tío, otra vez será -sacudió la cabeza preocupado-. El negocio está podrido. La caída del acero nos mata y también los barcos de mil pies. Gracias a Dios que Eudora sigue trabajando con nosotros.

Las constantes interrupciones me estaban poniendo los nervios de punta.

– Estoy segura que puedo encontrar al Bertha Krupnik, señor MacKelvy. Soy investigadora privada y estoy acostumbrada a encontrar cosas. Un barco en activo en los Grandes Lagos no puede ser tan difícil de localizar. No hago más que pedirle que me facilite las cosas.

MacKelvy se encogió de hombros.

– Tendré que hablar con Niels. Vuelve aquí a comer, señorita… ¿cómo ha dicho?… y lo comprobaré con él entonces. Vuelva por aquí hacia las dos. ¿Vale, Clayton?

El teléfono volvió a sonar.

– ¿Quién es Niels? -pregunté a Phillips cuando salíamos de la oficina.

– Niels Grafalk. Es el propietario de Grafalk Steamship.

– ¿Quiere llevarme de vuelta a su oficina? Podré coger allí mi coche y dejarle a usted con sus reuniones.

Sus ojos pálidos se dirigían a todos los lados del vestíbulo, como si estuviera buscando a alguien o intentase conseguir ayuda de alguna parte.

– Eh… claro.

Estábamos en la oficina de la entrada y Phillips decía adiós a la recepcionista, cuando oímos un ruido tremendo. Sentí un estremecimiento a través del cemento del suelo y luego el ruido de cristales rotos y metal chimando. La recepcionista saltó de su silla, sobresaltada.

– ¿Qué ha sido eso?

Un par de personas que venían del interior del edificio entraron en la recepción.

– ¿Un terremoto?

– Suena como un choque de coches.

– ¿Ha afectado al edificio?

– ¿Se está cayendo el edificio?

Fui a la puerta de entrada. ¿Un choque de automóviles? Puede ser, pero debía ser un coche enorme. ¿Puede que fuera uno de esos trailers que estaban cargando?

En el exterior se estaba reuniendo un gran gentío. Una sirena en la distancia se oía cada vez más alta. Y en el extremo norte del embarcadero se veía un carguero con el morro encajado en el costado del muelle. Grandes trozos de cemento se habían partido ante él como un separador metálico de la carretera ante un coche a toda velocidad. Fragmentos de cristal roto caían de los costados del barco mientras yo me acercaba con la multitud a mirar. Una elevada grúa que estaba en el extremo del muelle giró y cayó lentamente, plegándose sobre sí misma como un cisne moribundo.

Dos coches de policía, con las luces azules centelleando, frenaron chirriando tan cerca del desastre como les fue posible. Salté a un lado para evitar a una ambulancia que aullaba tras de mí. La multitud que tenía delante se abrió para dejarla pasar. Yo la seguí rápidamente y me acerqué a la catástrofe.

Una grúa y un par de carretillas elevadoras habían estado esperando junto al malecón. Las tres estaban completamente aplastadas por el carguero. La policía ayudó al conductor de la ambulancia a sacar al conductor de una de las carretillas entre el amasijo de hierros. Una visión desagradable. La multitud -estibadores, conductores, tripulación- miraba ávidamente.

Me volví y encontré a un hombre con un mono blanco sucio que me observaba. Tenía la cara quemada por el sol de un rojo amarronado oscuro y los ojos de un brillante azul profundo.

– ¿Qué ocurrió? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– El barco arremetió contra el malecón. Me imagino que lo debían estar dirigiendo desde la sala de máquinas y alguien lo puso todo a proa en lugar de todo a popa.

– Perdone, soy una extraña aquí. ¿Me lo traduce?

– ¿Sabe algo de cómo se conduce un barco?

Sacudí la cabeza.

– Oh. Bueno, es difícil de explicar sin mostrarle los controles. Pero básicamente tiene usted dos palancas, una para cada dirección. Si está usted fuera, en el mar, utiliza el timón para dirigir. Pero si está junto al muelle, usa las palancas. Poniendo una todo a proa y la otra todo a popa, o sea, hacia atrás, irá usted hacia la derecha o hacia la izquierda, depende de cuál mueva y hacia dónde. Poner las dos todo a popa es como meter la marcha atrás en un coche. Disminuye la velocidad del barco y le acerca suavemente hasta el muelle. Parece como si algún pobre bastardo hubiera puesto la palanca en todo a proa en lugar de todo a popa.

– Ya veo. Parece mentira que una tontería así pueda causar un desastre semejante.

– Bueno, si usted fuese conduciendo su coche hacia el muelle, suponiendo que pudiese ir por el agua, se aplastaría y las paredes de cemento se reirían de usted. Pero su coche… ¿cuál tiene?, ¿pesa una tonelada y tiene un centenar de caballos? Este chisme tiene doce mil caballos y pesa unas diez mil toneladas. Hicieron el equivalente a pisarle el acelerador y este es el resultado.

Alguien había colocado una escalerilla en la parte delantera del barco. Un par de miembros de la tripulación, bastante conmocionados, bajaron hasta el muelle. Sentí una mano en el hombro y me volví de un salto. Un hombre alto con la cara quemada por el sol y una magnífica mata de pelo blanco me empujó y pasó a mi lado.

– Perdón. Abran paso, por favor.

La policía, que mantenía a todo el mundo alejado de las carretillas elevadoras y la escalera, dejó pasar al hombre de pelo blanco sin hacer preguntas.

– ¿Quién es ése? -pregunté a mi recién conocido informador-. Parece un vikingo.

– Es un vikingo. Es Niels Grafalk. Es el dueño de ese triste montón de chatarra… ¡Pobre diablo!

Niels Grafalk. No pensé que el momento no era el más oportuno para trepar por la escalerilla detrás de él en busca del Bertha Krupnik. A menos que…

– ¿Es ése el Bertha KrupniÜ

– No -me contestó mi amigo-. Es el Leif Ericsson. ¿Tiene un interés especial por el Berthcü

– Sí, intento averiguar dónde está. No consigo que MacKelvy, ¿lo conoce?, me suelte la información sin el consentimiento de Grafalk. Usted no lo sabrá, ¿verdad?

Cuando mi amigo quiso saber la razón, sentí el impulso de callarme y marcharme a casa. No se me ocurría nada más estúpido que mi obsesión por Boom Boom y su accidente. Era obvio que, a juzgar por el gentío que se estaba reuniendo allí, el desastre había traído un montón de gente al escenario de la catástrofe. Margolis tenía razón: si los hombres del silo hubiesen sabido algo acerca de la muerte de Boom Boom, habrían hablado de ello. Debía ser ya hora de volver a Chicago a entregar unas cuantas citaciones a sus reticentes receptores.

Mi compañero observó mis dudas.

– Mire, es hora de comer. ¿Por qué no me deja invitarla a la Salle de la Mer? Es el club privado para los funcionarios y propietarios de por aquí. Sólo tengo que quitarme este mono y coger la chaqueta.

Miré mis vaqueros y las zapatillas de correr.

– No voy muy bien vestida para un club privado.

Me aseguró que no les importaba cómo iban vestidas las mujeres; sólo los hombres tenían que observar reglas de vestuario en el moderno restaurante. Me dejó contemplando la debacle del muelle durante unos minutos mientras iba a cambiarse. Me preguntaba vagamente qué le habría ocurrido a Phillips, cuando le vi intentando abrirse camino entre la multitud hasta llegar al Leif Ericsson. Algo en sus modales dubitativos me irritaba profundamente.

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