13

Jerez en el Valhala

El lunes por la mañana Lotty me quitó la escayola, dijo que había bajado la inflamación y que la curación iba bien, y me liberó del vendaje. Salimos en dirección norte hacia su pulcro apartamento.

Lotty conduce su Datsun verde de manera muy imprudente, segura de que los demás coches se apartarán de su camino. Una abolladura en la aleta derecha y un largo arañazo en la puerta testimonian el éxito de sus planteamientos. Abrí los ojos en Addison: un error, pues tuve tiempo de verla dar un viraje frente a un autobús CTA para girar a la derecha hacia Sheffield.

– Lotty, si vas a conducir así, consíguete un camión. El tipo responsable de que yo lleve el brazo en cabestrillo anda por ahí sin un arañazo.

Lotty paró el motor y saltó del coche.

– La firmeza es necesaria, Vic. Firmeza, o los demás te echarán de la calle.

Era inútil; me encogí de hombros de forma asimétrica.

Habíamos parado en mi apartamento para recoger algo de ropa y una botella de Black Label. Lotty no tiene whisky en casa. También cogí mi Smith & Wesson de una caja fuerte que está dentro del armario del dormitorio. Alguien había intentado hacerme trocitos en la Dan Ryan. No me apetecía andar por la calle desprotegida.

Lotty se fue a la clínica cercana en la que trabaja. Yo me instalé en la sala con el teléfono. Iba a hablar con todo el mundo que pudiera haber tenido la oportunidad de hacerme una faena. La rabia había ido desapareciendo a medida que la herida de la cabeza se me curaba, pero mi determinación había crecido.

La amable joven administradora de la oficina de la Pole Star se puso al tercer timbrazo. Las noticias que me dio no eran alentadoras. El Lucelia Wieser había, descargado en Buffalo y se dirigía a Erie a recoger carbón para Detroit. Después estaba contratado en los lagos del norte durante cierto tiempo. No esperaban que volviese a Chicago hasta mediados de junio. Podían ayudarme a conseguir una conversación por radio si era urgente. No me veía haciendo las preguntas que tenía que hacer por radio. Tenía que hablar con el personal de la Pole Star frente a frente.

Atascada así, llamé a la oficina de la Eudora y pregunté por Janet. Se puso al teléfono y me dijo que sentía mucho lo de mi accidente y se alegraba de que estuviese mejor. Le pregunté si sabía dónde vivía Phillips; puede que hiciese una visita sorpresa a su esposa para averiguar a qué hora había vuelto a casa su marido la noche de mi accidente.

Janet no lo sabía. Era por algún sitio del norte. Si era importante, podía preguntar y averiguarlo. Era importante, le dije, y le di el número de Lotty.

Mientras esperaba, conseguí el número de Howard Mattingly a través de Myron Fackley. Boom Boom le dijo a Pierre que había visto a Mattingly en un lugar extraño. Me apostaba a que Mattingly andaba merodeando por Lake Bluff cuando Boom Boom salió a navegar con Paige el sábado antes de morir. Quería saberlo.

Mattingly no estaba en casa, pero sí su esposa Elsie la ansiosa. Le recordé que nos habíamos visto en varios partidos de hockey. Ah, sí, suspiró, me recordaba.

– Boom Boom me dijo que había visto a tu marido navegando el veinticuatro. ¿Fuiste con él?

No había ido con Howard aquel día. Estaba embarazada y se cansaba en seguida. No sabía si habría ido a navegar o no; desde luego, él no había dicho nada. Sí, le diría a Howard que me llamase. Colgó sin preguntarme para qué quería saberlo.

Lotty vino a casa a la hora de la comida. Yo puse unas sardinas sobre tostadas con pepino y tomate y Lotty hizo una jarra del fuerte café vienes que le permite sobrevivir. Si yo bebiera tanto café como ella, andaría dando saltos hasta el techo. Me tomé un zumo de naranja y medio sandwich. La cabeza seguía molestándome y no tenía mucho apetito.

Janet llamó desde la Eudora después de comer. Había birlado los archivos de personal cuando todo el mundo estaba comiendo y había conseguido la dirección de Phillips: Harbor Road, en Lake Bluff. Le di las gracias distraída. Parecían pasar muchas cosas en Lake Bluff. Grafalk. Paige había crecido allí. Phillips vivía allí. Y Paige y Boom Boom habían estado navegando allí el veinticuatro de abril. Me di cuenta de que Janet había colgado y yo seguía agarrada al auricular.

Colgué y me fui a la habitación de invitados para vestirme para una excursión a los alrededores de la zona norte. Era la segunda semana de mayo y el aire seguía fresco. Mi padre solía decir que en Chicago hay dos estaciones: el invierno y agosto. Seguía siendo invierno.

Me puse la chaqueta Chanel azul con una camisa blanca y pantalones blancos de lana. El efecto era elegante y profesional. Lotty me había hecho un cabestrillo de tela para no tener que hacer esfuerzos con el hombro. Me lo pondría en el coche y me lo quitaría al llegar a la casa de Phillips.

La habitación de invitados de Lotty le sirve también de estudio, y rebusqué en el escritorio para encontrar papel y bolígrafos. Encontré también un maletín de cuero. Puse dentro la Smith & Wesson, junto al material de escribir. Lista para cualquier cosa.

Mientras me hacían efectivo el cheque por los daños, la Compañía de Seguros Ajax me suministró un Chevette con el volante más duro que había visto en mi vida. Pensé en utilizar el Jaguar de Boom Boom, pero andar luchando con la palanca de cambios con una sola mano me pareció imposible. Estaba intentando que la Ajax me cambiase el Chevette por algo más manejable. Mientras tanto, me sería difícil andar por ahí.

Subir por Edens hasta Lake Bluff me costó lo suyo. Cada giro del volante me oprimía el hombro aún no curado y me ponía tensos los músculos del cuello, débiles también a causa del accidente. Para cuando salía de la autopista de peaje Tri State hacia la carretera 137, me dolía toda la espalda y tenía los sobacos de mi profesional blusa blanca empapados.

A las dos y media de un día de diario, Lake Bluff estaba muy tranquilo. Al sur la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, en el lago Michigan, la ciudad es un pequeño reducto de riqueza. También hay pequeñas parcelas y casas de ocho habitaciones, pero predominan las mansiones impresionantes. Un débil sol primaveral brillaba sobre los céspedes nacientes y los árboles, que lucían sus primeros atisbos verde pálido.

Giré hacia el sur por Green Bay Road y fui dando vueltas y vueltas hasta que encontré Harbor Road. Como me imaginé, dominaba el lago. Pasé junto a una enorme residencia de ladrillo rojo en un gran terreno, quizá diez acres, con pistas de tenis visibles por entre los arbustos florecientes. En verano estarían completamente ocultas por el follaje. Tres parcelas más adelante, llegué a la casa de los Phillips.

La suya no era una casa impresionante, pero el lugar era muy hermoso. Mientras metía el Chevette por el camino de entrada pude ver el lago Michigan extendiéndose tras la casa. Era un edificio de dos plantas, cubierto por esas ásperas tablillas que la gente cree que imitan a la paja. Pintada de blanco, con un ribete plateado alrededor de las ventanas, parecía tener unas diez habitaciones: un lugar muy grande para mantenerlo sin ayuda si ella (o él) no trabajaba fuera de casa.

Un gran Olds 88 azul marino, nuevo, se encontraba fuera del garaje de tres plazas. Al parecer, la señora estaba en casa.

Llamé al timbre de la puerta principal. Después de esperar un poco, la puerta se abrió. Una mujer de cuarenta y pocos, pelo oscuro cortado en un sitio caro para que le cayera alrededor de las orejas, apareció allí con un sencillo vestido camisero; de Massandrea, creo. Sus buenos doscientos cincuenta dólares en Charles A. Stevens. Aunque fuese lunes por la tarde y estuviera en casa, su maquillaje era perfecto, listo para recibir a cualquier visitante inesperado. Gotas de diamantes caían de una filigrana de oro sujeta a sus orejas.

Me miró fríamente.

– ¿Sí?

– Buenas tardes, señora Phillips. Soy Ellen Edwards, de Investigaciones Tristate. Estamos haciendo una encuesta entre las esposas de los ejecutivos importantes y quisiera hablar con usted. ¿Dispondría de unos minutos esta tarde, o podemos concertar una cita para un momento más conveniente?

Me miró sin pestañear durante unos segundos.

– ¿Quién la envía?

– Tri State. Oh, ¿quiere decir que cómo conseguimos su nombre? Pues revisando las mayores compañías de la zona de Chicago, o divisiones de las grandes compañías, como la Eudora, y seleccionando los nombres de sus directivos.

– ¿Lo van a publicar en alguna parte?

– No utilizaremos su nombre, señora Phillips. Estamos entrevistando a unas quinientas mujeres y no haremos más que un perfil medio.

Se lo pensó y decidió finalmente, a regañadientes, que hablaría conmigo. Me hizo pasar dentro de la casa, a una habitación trasera con una hermosa vista del lago Michigan. Por la ventana vi a un joven musculoso y bronceado luchando con un barquito atado a un embarcadero a unas veinte yardas de la orilla.

Nos sentamos en butacas de orejas cubiertas con escenas bordadas en naranja, azul y verde. La señora Phillips encendió un Kent. No me ofreció uno a mí. No es que fume, pero habría sido de buena educación.

– ¿Navega usted, señora Phillips?

– No, nunca me preocupé por aprender. Ese es mi hijo Paul. Acaba de volver a casa de Claremont para pasar el verano.

– ¿Tiene más hijos?

Tenían dos hijas, ambas en la escuela superior. ¿Cuáles eran sus aficiones? El bordado, naturalmente -las feas fundas de las butacas eran un ejemplo de sus obras-, y el tenis. Adoraba el tenis. Ahora que pertenecía al Club Náutico Marítimo podía jugar durante todo el año con buenos profesionales.

¿Hacía mucho que vivía en Lake Bluff? Cinco años. Antes vivían en Park Forest South. Mucho más cerca del puerto, claro, pero Lake Bluff era un lugar maravilloso para vivir. Muy buen sitio para las niñas, y para ella, claro.

Le dije las cosas que nos interesaba saber acerca de las ventajas y desventajas de ser una esposa de ejecutivo. Así pues, entre las ventajas se incluía el estilo de vida, ¿verdad? A menos que ella, o él, tuviesen medios independientes para mantenerlo…

Soltó una risita tímida.

– No, no somos como… como algunas de las familias que viven por aquí. Clayton gana cada penique que gastamos. No es que algunas de las personas de por aquí no estén descubriendo ahora lo que es tener que luchar un poco. -Parecía querer extenderse en el tema, pero se lo pensó mejor.

– La mayoría de las mujeres con las que hablamos piensan que los horarios de sus maridos son una de las mayores desventajas. Significan tener que educar solas a sus familias y pasar solas mucho tiempo. Me imagino que un ejecutivo como su marido tiene que trabajar muchas horas; además, hay un buen trecho de aquí al puerto.

La autopista Tri State podía ser un paseo, pero él tenía que recorrerla con tráfico hasta el Loop de ida y desde el Loop de vuelta. Puede que tardase noventa minutos.

– ¿A qué hora suele llegar a casa?

– Depende, pero generalmente hacia las siete.

Paul había izado las velas y estaba desatando el bote. Parecía muy grande para una sola persona, pero la señora Phillips no se preocupaba. Ni siquiera miró cuando el bote se metió en el lago. Puede que tuviese total confianza en la habilidad de su hijo para manejar el bote. Puede que no le importase lo que hacía.

Le dije que tomásemos un día cualquiera de sus vidas y lo repasásemos; por ejemplo, el jueves pasado. ¿A qué hora se había levantado, qué habían desayunado, qué había hecho ella? ¿A qué hora volvió su marido del trabajo? Oí los tediosos detalles de una vida sin objetivos, las horas pasadas en el club de tenis, en el salón de belleza, en el centro comercial Edens Plaza, antes de conseguir la información que había venido a buscar. Aquella noche, Clayton no había llegado a casa hasta después de las nueve. Lo recordaba porque había preparado un asado y al final ella y las niñas se lo comieron sin esperarle. No recordaba si parecía preocupado o cansado ni si llevaba la ropa cubierta de grasa.

– ¿Cubierta de grasa? -repitió con asombro-. ¿Qué puede importarle a su empresa de investigación una cuestión como esa?

Había olvidado quién se suponía que era yo durante un minuto.

– Me preguntaba si lava usted misma la ropa o si la manda fuera, o si tiene una doncella que lo haga.

– La mandamos fuera. No podemos permitirnos una doncella -sonrió amargamente-. El año que viene, quizá.

– Bien, muchas gracias por su tiempo, señora Phillips. Le enviaremos una copia del informe cuando lo completemos. Esperamos tenerlo acabado a finales del verano.

Me condujo de vuelta hacia la puerta. Los muebles eran caros pero no muy atractivos. Alguien con más dinero que gusto los escogió; ella o Phillips o los dos a la vez. Mientras me despedía, pregunté distraídamente quién vivía en la gran casa de ladrillo calle arriba, la de las pistas de tenis.

Una expresión mezcla de temor y envidia le cruzó el bien maquillado rostro.

– Es de los Grafalk. Tendría que hablar usted con ella. Su marido posee una de las mayores compañías de la ciudad: barcos. Tienen doncellas y un chófer.

– ¿Les ve mucho?

– Oh, bueno, ellos viven su vida y nosotros la nuestra. Nos avalaron para que entrásemos en el Club Náutico, y Niels se lleva a Paul y a Clayton a navegar con él algunas veces. Pero ella es muy distante. Si uno no pertenece a la Sociedad Sinfónica, no vale nada a sus ojos. -Parecía pensar que había dicho demasiado, pues cambió rápidamente de tema y se despidió.

Saqué el Chevette marcha atrás a Harbor Road y pasé delante de la casa de los Grafalk. Así que allí vivía el vikingo. Buen sitio. Detuve el coche y me quedé mirándolo, medio tentada de parar y contarle mi rollo a la señora Grafalk. Mientras estaba allí sentada, un Bentley asomó el morro por la verja y salió a la carretera. Una mujer delgada de mediana edad con pelo negro canoso iba al volante. No me miró al salir; puede que estuviese acostumbrada a los mirones. O quizá no fuese la dueña sino una simple visitante, una cofrade de la Sociedad Sinfónica.

Harbor Road giraba hacia el oeste hacia Sheridan unas cien yardas más allá de la propiedad de los Grafalk. El Bentley desapareció por la esquina a gran velocidad. Puse el Chevette en marcha y estaba a punto de seguirle cuando un coche deportivo azul entró por la curva. A cincuenta más o menos, el conductor giró a la izquierda por mi lado. Frené bruscamente y evité una colisión por pulgadas. El coche, un Ferrari, se metió entre las columnas de ladrillo que bordeaban el camino, deteniéndose con un gran chirrido al lado de la carretera.

Niels Grafalk se acercó al Chevette antes de que yo tuviese tiempo de desaparecer. No podía engañarle con una historia cualquiera acerca de sondeos de opinión. Llevaba una chaqueta de tweed marrón y una camisa blanca de cuello abierto, y su cara brillaba de ira.

– ¿Qué demonios se cree que está haciendo? -explotó ante el Chevette.

– Me gustaría hacerle la misma pregunta. ¿Alguna vez pone el intermitente antes de torcer?

– ¿Pero qué está haciendo delante de mi casa? -La ira le dificultaba la visión y no se dio cuenta de quién era yo al principio; ahora, el reconocimiento se mezclaba con la ira-. Oh, es usted, la dama detective. ¿Qué está haciendo? ¿Tratar de descubrirnos a mi esposa o a mí en actitudes indiscretas?

– Sólo estaba admirando el panorama. No sabía que necesitaba un seguro de vida para venir a los barrios del norte.

Intenté dirigirme una vez más a Harbor Road, pero él metió una mano por la ventanilla abierta y me agarró el brazo izquierdo. Éste estaba pegado al hombro dislocado y la presión me provocó un estremecimiento de dolor por el brazo y el hombro. Detuve el coche de nuevo.

– Bueno, no se dedica usted a divorcios, ¿verdad? -sus oscuros ojos azules estaban llenos de emoción: ira, nerviosismo, era difícil de decir.

Alcé los dedos para frotarme el hombro, pero los dejé caer. Que no supiese que me había hecho daño. Salí del coche, casi en contra de mi voluntad, arrastrada por la fuerza de su energía. Eso es lo que se llama tener una personalidad magnética.

– Se ha cruzado usted con su esposa.

– Ya lo sé; la vi en la carretera. Ahora quiero saber por qué está espiando en mis propiedades.

– Palabra de honor, señor Grafalk, no estaba espiando. Si así fuera no estaría aquí, delante de su puerta. Me habría ocultado y usted nunca habría sabido que yo estaba aquí.

La niebla se disipó un poco en los ojos azules y rió.

– ¿Qué está haciendo aquí entonces?

– No hacía más que pasar. Alguien me dijo que vivía usted aquí y yo estaba echando un vistazo. Vaya sitio.

– No encontró a Clayton en casa, ¿verdad?

– ¿Clayton? Oh, Clayton Phillips. No, supongo que tendría que estar trabajando un lunes por la tarde, ¿verdad? -No serviría de nada negar que había ido a casa de los Phillips. Aunque había usado un nombre falso, Grafalk podría averiguarlo fácilmente.

– Habló con Jeannine, entonces. ¿Qué le pareció?

– ¿Le va a ofrecer trabajo?

– ¿Qué? -pareció desconcertado y luego secretamente divertido-. ¿Qué le parece una copa? ¿O los detectives no beben cuando están de servicio?

Miré el reloj. Eran casi las cuatro y media.

– Déjeme quitar el Chevette de en medio de los peligros de Lake Bluff. No es mío y no me gustaría que le pasase algo.

A Grafalk se le había pasado la furia, o al menos la había enterrado bajo la civilizada urbanidad que había desplegado en el puerto la semana anterior. Se apoyó sobre una de las columnas de ladrillo mientras yo luchaba con el rígido volante y metía el coche en el arcén de hierba. En el interior de la verja, él me rodeó con el brazo para guiarme por el camino. Yo me solté suavemente.

La casa, hecha del mismo ladrillo que las columnas, se encontraba a unas doscientas yardas de la carretera. Los árboles la bordeaban por los lados, por lo que no se podía saber su verdadero tamaño hasta que te acercabas.

El césped estaba casi completamente verde. Una semana más y tendrían que darle la primera siega de la temporada. A los árboles les estaban saliendo las hojas. Tulipanes y narcisos ponían una nota de color en las esquinas de la casa. Los pájaros gorjeaban con el apremio de la primavera. Hacían sus nidos en una de las propiedades más caras de todo Chicago, pero seguro que no se sentían superiores a los gorriones de mi vecindario. Felicité a Grafalk por la casa.

– Mi padre la construyó allá por los años veinte. Es un poco barroca para los gustos de hoy, pero a mi esposa le gusta, así que no he hecho cambios.

Entramos por una puerta lateral hacia la parte de atrás y llegamos a un porche cubierto de cristal que dominaba el lago Michigan. El césped bajaba en una pronunciada pendiente hasta una playa de arena en la que había una pequeña cabaña y dos parasoles. Una balsa estaba anclada a unas treinta yardas de la orilla, pero no vi ningún barco.

– ¿No tiene aquí su barco?

Grafalk soltó su risita de hombre rico. No compartía la indiferencia social de sus pájaros.

– Aquí las playas tienen muy poca pendiente. No se puede tener nada de más de cuatro pies junto a la orilla.

– ¿Hay pues un puerto deportivo en Lake Bluff?

– El puerto público más cercano está en Waukegan. Pero está muy contaminado. No, el comandante de la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, el contraalmirante Jergensen, es un amigo personal. Amarro allí mi barco.

Aquello estaba muy a mano. La Escuela de Adiestramiento de los Grandes Lagos estaba en el extremo norte de Lake Bluff. ¿Dónde amarraría su barco Grafalk cuando Jergensen se jubilase? Los problemas a los que se enfrentan los muy ricos son bastante diferentes de los suyos y los míos.

Me senté en una tumbona de bambú. Grafalk abrió una ventana. Se puso a manipular con hielo y unos vasos en un bar empotrado en los paneles de teca de la habitación. Me decidí por jerez. Mike Hammer es el único detective que conozco que puede pensar y moverse mientras está bebiendo whisky. Al menos moverse. Puede que el secreto de Mike sea que nunca trata de pensar.

Aún de espaldas a mí, Grafalk habló:

– Si no estaba espiándome, tiene que haber estado espiando a Clayton. ¿Qué ha descubierto?

Coloqué los pies sobre el cojín de flores rojas cosido al bambú.

– Vamos a ver. Quiere saber qué opino de Jeannine y qué he descubierto de Clayton. Si me dedicara a divorcios, sospecharía que usted se acuesta con Jeannine y me preguntaría lo que sabe Phillips acerca de ello. Pero no me pega que sea usted de los que se preocupan de lo que piensen algunos hombres por el hecho de que esté usted retozando con su esposa.

Grafalk echó hacia atrás su cabeza blanqueada por el sol y soltó una risotada. Me trajo una copa alargada llena de un líquido pajizo. Di un sorbo. El jerez era tan suave como el oro líquido. Debería haber pedido un whisky. El whisky de un millonario debía ser algo único.

Grafalk se sentó frente a mí en un sillón tapizado de chintz.

– Creo que estoy siendo muy sutil, señorita Warshawski. Sé que ha estado haciendo preguntas por el puerto. Cuando la encontré aquí, pensé que habría descubierto algo acerca de Phillips. Transportamos mucho cereal para la Eudora. Me gustaría saber si hay algo en sus oficinas de Chicago que nosotros debiéramos saber.

Di otro sorbo al jerez y puse el vaso en una mesa de azulejos a mi derecha. El suelo estaba cubierto de azulejos italianos pintados a mano en rojos, verdes y amarillos brillantes, y la mesa hacía juego.

– Si hay problemas en la Compañía Eudora que usted deba saber, pregúntele a David Argus. Mi mayor preocupación se refiere a quién intentó matarme el jueves por la noche.

– ¿Matarla? -las espesas cejas de Grafalk se arquearon-. No me parece usted de tipo histérico, pero ésa es una acusación muy seria.

– Alguien me averió los frenos y el volante el pasado jueves. Fue una suerte que no me empotrase en un camión en la Dan Ryan.

Grafalk se acabó lo que fuera que estaba bebiendo. Parecía un martini. Un hombre de negocios al viejo estilo; nada de Perrier o vino blanco.

– ¿Tiene usted alguna razón para pensar que pudiera haberlo hecho Clayton?

– Bueno, desde luego, tuvo la oportunidad. Pero motivos… no. No más que usted, o Martin Bledsoe, o Mike Sheridan.

Grafalk se detuvo camino al bar y me miró.

– ¿También sospecha de ellos? ¿Está segura de que la… eh… avería se produjo en el puerto? ¿No podrían haber sido unos gamberros?

Tragué un poco más de jerez.

– Sí, sí, es posible, aunque yo no lo creo. Es verdad que cualquiera puede vaciar el líquido de los frenos con un poco de habilidad. Pero, ¿qué gamberros andan por ahí con una llave de trinquete y un soplete sólo por si encuentran un coche al que mutilar? Es mucho más probable que pinchen neumáticos, roben tapacubos o rompan las ventanillas. O las tres cosas.

Grafalk trajo la botella de jerez y me llenó el vaso. Intenté hacer como que bebía aquello a diario y no conseguí leer la etiqueta. Nunca podría permitirme aquel jerez; de todas formas, ¿qué podía importarme el nombre entonces?

Volvió a sentarse con un martini nuevo y me miró intensamente. Algo le daba vueltas en la cabeza.

– ¿Qué es lo que sabe acerca de Martin Bledsoe?

Yo me puse rígida.

– Le he visto unas cuantas veces. ¿Por qué?

– ¿No le contó nada sobre su pasado cuando salieron el jueves a cenar?

Puse el caro vaso sobre la mesa de azulejos con un golpe seco.

– ¿Quién espía a quién, señor Grafalk?

Volvió a reír.

– El puerto es una comunidad pequeña, señorita Warshawski, y los rumores acerca de los armadores circulan muy deprisa. Martin no le había pedido a ninguna mujer que saliese con él a cenar desde que murió su mujer, hace seis años. Todo el mundo hablaba de ello. Y de su accidente. Sabía que estaba usted en el hospital pero no que habían saboteado su coche.

– El Herald Star me sacó en la portada. Una foto de mi pobre Lynx sin morro y demás… Los rumores acerca del pasado de Bledsoe deben estar bien enterrados. Nadie me sugirió nada que pudiese parecer turbio, como usted insinúa.

– Está bien enterrado. Nunca le hablé a nadie de ello, incluso cuando Martin me dejó y me puse lo bastante furioso como para querer herirle de verdad. Pero si se ha cometido un delito, si se ha atentado contra su vida, usted debe saberlo.

Yo no dije nada. Fuera, la casa proyectaba una sombra cada vez más larga sobre la playa.

– Martin creció en Cleveland. Bledsoe es el nombre de soltera de su madre. Nunca supo quién era su padre. Pudo haber sido cualquiera de los muchos marineros borrachos que rondan por el puerto de Cleveland.

– Eso no es un crimen, señor Grafalk. Ni culpa suya.

– Es cierto. No lo digo más que por darle una idea de lo que fue su hogar. Se marchó cuando tenía quince años, mintió acerca de su edad y se enroló para trabajar en los Grandes Lagos. En aquellos días no se necesitaba el aprendizaje que hace falta hoy, y por supuesto había muchos más embarques. No había que rondar por los locales de los sindicatos esperando a que te llamasen para trabajar. Cualquier tipo fuerte que pudiese tirar de una cuerda y levantar doscientas libras valía. Y Martin era fuerte para su edad -hizo una pausa para dar un trago a su bebida-. Bien, pues era un buen chico y llamó la atención de uno de mis marineros. Un hombre al que le gustaba ayudar a los jóvenes a su cargo, no aplastarles. Cuando tenía diecinueve años, Martin fue a parar a nuestras oficinas de Toledo. Era evidente que tenía demasiado cerebro como para no hacer algo más que trabajos de fuerza que cualquier polaco estúpido podría hacer.

– Ya veo -murmuré-. Quizá pueda encontrarme algo en uno de sus barcos si el trabajo de detective me falla.

Se me quedó mirando durante un momento.

– Oh, Warshawski. Claro. No me enseñe los dientes; no merece la pena. El puerto está lleno de polacos fuertes como bueyes pero sin cerebro.

Pensé en los primos de Boom Boom y no quise discutir.

– En fin, para hacer corta una historia larga, Martin se estaba desenvolviendo en un medio que podía comprender intelectualmente pero no socialmente. Nunca tuvo una educación formal y no había aprendido el sentido de la ética ni de la moralidad. Manejaba mucho dinero y se quedó con una parte. Perdí una discusión con mi padre para que no lo denunciase. Yo le había descubierto, le había empujado… no tenía más que treinta años por aquella época. Quería darle una segunda oportunidad. Papá se negó y Martin pasó dos años en la prisión de Cantonville. Mi padre murió un mes después de que lo soltaran y le contraté de nuevo inmediatamente. Nunca volvió a hacer nada delictivo que yo supiera. Pero si hay problemas entre la Pole Star y la Eudora, o dentro de la Eudora, que estén relacionados con dinero, debe usted conocer los antecedentes de Martin. Cuento con su discreción. No quiero que Argus ni Clayton sepan nada de eso si resulta que no pasa nada.

Me acabé el jerez.

– Así que a eso se refería usted el otro día en la comida. Bledsoe se educó en la cárcel y usted le insinuaba que podía contárselo a la gente si quería.

– No creí que usted lo entendiera.

– Incluso un polaco cabeza hueca es capaz de entenderlo… La semana pasada estaba usted amenazándole; y hoy le protege… o algo así. ¿Qué es todo esto?

Un asomo de ira cruzó el rostro de Grafalk y desapareció rápidamente.

– Martin y yo tenemos… un acuerdo tácito. No se mete con mi flota y yo no le hablo a la gente de su turbio pasado. Se estaba burlando de la Grafalk Line. Yo le devolvía la burla.

– ¿Qué cree usted que está pasando en la Eudora?

– ¿Qué quiere decir?

– Ha sacado usted un par de conclusiones basadas en mis investigaciones por el puerto. Cree usted que debe de haber allí algún problema financiero. Está lo bastante preocupado como para revelar una verdad bien escondida acerca de Bledsoe. Ni siquiera los oficiales de sus barcos la conocen, y si la conocen son lo bastante leales como para no traicionarle. Debe usted pensar que pasa algo grave de verdad.

Grafalk sacudió la cabeza y sonrió de manera condescendiente.

– Ahora es usted la que saca conclusiones, señorita Warshawski. Todo el mundo sabe que ha estado investigando la muerte de su primo. Y saben que Phillips y usted han tenido unas palabras. No se pueden guardar secretos en una comunidad cerrada como ésa. Si pasa algo en la Eudora, tiene que tener algo que ver con el dinero. Ninguna otra cosa importante puede estar sucediendo allí -revolvió la aceituna en su vaso-. No es asunto mío; pero periódicamente me pregunto de dónde saca Clayton Phillips el dinero.

Le miré con fijeza.

– Argus le paga bien. Lo heredó. Lo heredó su mujer. ¿Hay alguna razón para que ninguna de estas posibilidades sea la correcta?

Se encogió de hombros.

– Soy un hombre muy rico, señorita Warshawski. Crecí con un montón de dinero y estoy acostumbrado a vivir con él. Hay mucha gente sin dinero que se encuentra perfectamente a gusto con él y alrededor de él. Martin es uno de ellos, y el almirante Jergensen otro. Pero Clayton y Jeannine no. Si lo heredaron, fue un suceso inesperado que les llegó tarde.

– Sigue siendo una posibilidad. No tienen por qué ser de su clase para permitirse la casa y todo lo demás. Quizá una abuela gruñona lo fue acumulando para poder privar a los demás del mayor placer posible. Esto ocurre al menos tan a menudo como la malversación.

– ¿Malversación?

– Eso es lo que sugiere usted, ¿verdad?

– Yo no estoy sugiriendo nada. Sólo pregunto.

– Bueno, les apadrinó usted para que entrasen en el Club Náutico. Eso es algo imposible para los nuevos ricos, por lo que he leído. No es bastante ganar un cuarto de millón al año para entrar en ese lugar. Tiene que tener uno antepasados entre los Palmer y los McCormick. Pero usted consiguió que entrasen. Tiene que saber usted algo de ellos.

– Eso fue cosa de mi mujer. A veces se mete en extrañas caridades. Jeannine fue una que más tarde lamentó.

Sonó un teléfono en un algún lugar de la casa, seguido de cerca por un zumbido en un aparato que no había advertido antes, colocado en una alacena junto al bar. Grafalk contestó.

– ¿Sí? Sí, cogeré la llamada… ¿Me perdona un momento, señorita Warshawski?

Me levanté educadamente y me fui hacia el vestíbulo, yendo en dirección opuesta al lugar por donde entramos. Caminé hasta llegar a un comedor en el que una gruesa dama de mediana edad con blusa blanca y falda azul estaba poniendo una mesa para diez. Colocaba cuatro tenedores y tres cucharas en cada lugar. Yo estaba impresionada. Imagínate, tener setenta tenedores y cucharas a juego. También había un par de cuchillos por persona.

– Apuesto a que aún tienen más.

– ¿Me habla a mí, señorita?

– No, estaba hablando sola. ¿Recuerda a qué hora llegó el señor Grafalk a casa el jueves por la noche?

Levantó la mirada al oír esto.

– Si no se siente bien, señorita, hay un tocador en el vestíbulo, a su izquierda.

Me pregunté si sería el jerez. Puede que Grafalk hubiese echado algo dentro, o quizá era demasiado fino para mi paladar embrutecido por el scotch.

– Me siento muy bien, gracias. Sólo quería saber si el jueves el señor Grafalk llegó tarde a casa.

– Me temo que no puedo decírselo. -Volvió a ocuparse de la plata. Me estaba preguntando si podría obligarla a hablar pegándole con el brazo sano, pero me pareció que no iba a merecer la pena. Grafalk llegó por detrás.

– Oh, aquí está. ¿Todo va bien, Karen?

– Sí, señor. La señora Grafalk dejó dicho que volvería hacia las siete.

– Me temo que voy a tener que pedirle que se marche ahora, señorita Warshawski. Esperamos a unos invitados y tengo que hacer un par de cosas antes de que lleguen.

Me condujo hasta la puerta y se quedó mirando hasta que salí por entre las columnas de ladrillo y entré en el Chevette. Eran las seis. No es que estuviese borracha, ni siquiera ligeramente ebria. Sólo lo bastante animada como para olvidarme de mi hombro dolorido, no como para perder mi consumado dominio del manejo de aquel rígido volante.

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