Lotty me recibió con un suspiro de alivio muy poco usual en ella.
– ¡Dios mío, Vic, eres tú! ¡Has vuelto! -Me abrazó con fuerza.
– Lotty, pero ¿qué ocurre? ¿Creías que no me ibas a volver a ver?
Me apartó con el brazo, me miró de arriba abajo, me volvió a besar y luego puso una cara más de Lotty.
– El barco en el que estabas, Vic. Lo vi en las noticias. La explosión y todo lo demás. Cuatro muertos, dijeron, uno de ellos una mujer, pero no daban nombres hasta que las familias estuvieran enteradas. Estaba asustada, querida, asustada de que fueras la única mujer a bordo. En aquel momento se dio cuenta de mi lamentable estado. Me empujó al cuarto de baño y me sentó en un agua humeante en su anticuada bañera de porcelana. Se sonó la nariz y salió a poner un pollo a hervir; luego volvió con dos vasos de mi whisky. Lotty bebe muy rara vez; debía estar francamente trastornada.
Se encaramó en un taburete de tres patas mientras yo ponía a remojo mi hombro dolorido y le contaba mis aventuras.
– No puedo creer que Bledsoe contratase a Mattingly -concluí-. No creo que me equivoque tanto al juzgar a las personas. Bledsoe y su capitán me pusieron furiosa. Pero me gustan. -Continué contándole las ideas que me habían atormentado durante mi viaje de cuatro horas desde el Soo-. Creo que tendré que dejar a un lado mis prejuicios e ir a echar un vistazo a las pólizas de seguros de la Pole Star y al estado de sus finanzas en general.
– Consúltalo con la almohada -me aconsejó Lotty-. Tienes muchos caminos que recorrer. Por la mañana uno de ellos te parecerá el más adecuado. Puede que Phillips. Después de todo, es el que tiene mayor relación con Boom Boom.
Envuelta en un largo albornoz de felpa, me senté con ella en la cocina a comer el pollo, sintiendo el bienestar asentándose en los lugares más gastados de mi mente. Después de cenar, Lotty me frotó con Myonex los brazos y la espalda. Me dio un relajante muscular y me sumí en un sueño profundo, con olores de menta.
El teléfono me sacó de las profundidades unas diez horas más tarde. Lotty entró y me tocó el brazo con suavidad. Abrí los ojos soñolientos.
– Es para ti, querida. Janet nosequé. Era la secretaria de Boom Boom.
Sacudí la cabeza aturdida y me senté para coger el teléfono en la habitación de invitados.
La voz familiar de Janet me despertó completamente. Estaba trastornada.
– Señorita Warshawski, me han echado. El señor Phillips me ha dicho que era porque ya no tenían trabajo para mí, ahora que ya no está el señor Warshawski. Pero creo que ha sido por haber mirado en los archivos. No creo que me hubieran echado si no lo hubiese hecho. Quiero decir que antes siempre había bastante trabajo…
Corté el flujo repetitivo de palabras.
– ¿Cuándo ha sido?
– Anoche. Anoche me quedé después del trabajo para ver si podía encontrar la nómina del señor Phillips, ya sabe, como usted me pidió. Lo estuve pensando y pensé que, la verdad, si el señor Warshawski fue asesinado como dijo usted y que si eso iba a servir de algo, tendría que encontrarla. Pero vino Lois a ver lo que estaba haciendo. Creo que estaba dispuesta a espiarme si me quedaba a la hora de comer o después del trabajo, y entonces llamó al señor Phillips. Bueno, todavía no estaba en casa, claro. Pero siguió llamándole y a eso de las diez él me llamó y me dijo que no me necesitaban más y que me mandaría dos semanas de salario. Y, la verdad, no me parece justo.
– No, no lo es -admití con calor-. ¿Qué le dijo usted que estaba haciendo?
– ¿A quién?
– A Lois -le dije con paciencia-. Cuando entró y le preguntó lo que estaba haciendo usted, ¿qué le dijo?
– ¡Oh! Le dije que había escrito una carta personal y no podía encontrarla, así que estaba mirando a ver si la había tirado.
Me pareció que había reaccionado muy rápido y así se lo dije.
Se rió un poco, encantada con el cumplido, pero añadió desanimada:
– No me creyó, porque no había ninguna razón para que estuviera en la papelera del señor Phillips.
– Bueno, Janet, no sé qué decirle. Hizo usted lo que pudo. Siento muchísimo que haya perdido su empleo para nada, pero…
– No fue para nada -interrumpió-. Encontré la copia de su nómina, como usted me dijo.
– ¡Oh! -me quedé mirando el auricular incrédula. Por una vez, algo en aquella investigación disparatada había funcionado de la manera que yo quería-. ¿Y a cuánto asciende?
– Cobra tres mil quinientos cuarenta y seis dólares y quince centavos cada dos semanas.
Intenté multiplicar mentalmente, pero aún estaba demasiado aturdida.
– Lo calculé anoche con la calculadora. Eso supone noventa y dos mil dólares al año -hizo una pausa, pensativa-. Es mucho dinero. Yo no ganaba más que siete mil doscientos. Y ahora, ni eso.
– Mire, Janet. ¿Querría usted trabajar en el centro? Puedo conseguirle algunas entrevistas: en la Compañía de Seguros Ajax y en un par de sitios más.
Me dijo que lo pensaría, pero preferiría encontrar algo en su vecindario. Si aquello no funcionaba, me llamaría para que le concertase una entrevista. Le di las gracias profusamente y colgué.
Me tumbé en la cama y me puse a pensar. Noventa y dos mil dólares eran mucho dinero. Para mí o para Janet. Pero, ¿para Phillips? Digamos que tuviese pocas deducciones y un buen asesor. Pero aun así, no podría llevarse más de sesenta mil más o menos a casa. Los impuestos sobre su propiedad debían ser unos tres mil. Una hipoteca, puede que otros mil quinientos. La cuota del Club Náutico y las clases de tenis, veinticinco mil. La enseñanza, etc., en Claremont. El barco. El Alfa. La comida. Los vestidos de Massandrea para Jeannine. Puede que los comprase en una tienda de segunda mano, o se los diese la señora Grafalk. De todos modos, necesitaría unos cien mil para cubrir todos los gastos.
Después de desayunar, caminé la milla que separa el apartamento de Lotty del mío en Halsted. Estaba perdiendo la forma de tanto andar tumbada por ahí, pero no estaba segura de poder correr todavía, y sabía que no podría levantar mis pesas de diez libras.
El buzón estaba rebosante. Recibo el Wall Street Journal todos los días. Cinco números se amontonaban con las cartas y un paquetito en el suelo. Lo cogí todo con los dos brazos y subí los tres pisos hasta mi apartamento.
– Nada como el hogar -murmuré para mí, mirando con ojos amargados el polvo, las revistas tiradas por la sala y la cama, que llevaba ya más de dos semanas sin hacer. Dejé el correo a un lado y me lancé a uno de mis raros ataques de limpieza hogareña, pasando la aspiradora, limpiando el polvo y colgando la ropa. Como me había cargado un traje, un par de vaqueros, un jersey y una blusa desde que me marché de casa, había menos que recoger.
Resplandeciente de virtud, me senté con una taza de café para mirar el correo. La mayoría eran facturas, que tiré sin abrir. ¿Para qué mirarlas si lo único que iba a conseguir era deprimirme? Un sobre contenía un cheque de tres mil quinientos dólares de la Ajax para comprarme un nuevo coche. Agradecí al servicio postal de los Estados Unidos sus cuidados. Me habían dejado el cheque en el suelo del vestíbulo, para que cualquier drogadicto de Halsted se lo encontrara. También, metidas en una cajita, estaban las llaves del apartamento de Boom Boom con una nota del sargento McGonnigal diciendo que la policía había acabado su investigación y que podía utilizarlo cuando quisiera.
Me serví más café y pensé en lo que tendría que hacer. El primero en la lista era Mattingly. Llamé a Pierre Bouchard y le pregunté dónde podría encontrar a Mattingly si estaba en la ciudad pero no en casa.
Chasqueó la lengua.
– No sé decirte, Vic. Siempre he evitado a ese hombre. Pero preguntaré por ahí y veré qué puedo averiguar.
Le dije que Elsie estaba a punto de dar a luz y volvió a chasquear la lengua.
– ¡Ese hombre! ¡Menudo tipejo!
– Por cierto, Pierre, ¿sabes si Howard sabe bucear?
– ¿Bucear? -repitió-. No, Vic, ya te digo que no le conozco bien. No conozco sus costumbres personales. Pero preguntaré… Ah, no cuelgues. Tengo el nombre ése para ti.
– ¿Qué nombre?
– ¿No llamaste a Anna antes de marcharte? Querías saber el nombre del hombre que conocimos en Navidad, cuando Boom Boom conoció a Paige Carrington.
– Ah, sí. -Me había olvidado completamente. El hombre que estaba interesado en comprar unas acciones de los Halcones Negros, el hombre para el que Odinflute había organizado aquella fiesta.
– Se llama Niels Grafalk. Myron dice que decidió no comprar al final.
– Ya -dije débilmente. No dije nada más y, después de un momento, Bouchard dijo:
– ¿Vic? ¿Vic? ¿Sigues ahí?
– ¿Qué? Ah, sí, Pierre… Avísame si sabes algo de Mattingly.
Aunque distraída, me fui con mi cheque a Humboldt Olds, donde compré un Omega, un modelo rojo de 1981 con cincuenta mil millas y dirección y frenos hidráulicos. Tuve que firmar un contrato de financiación de ochocientos dólares, pero no me resultaría imposible de pagar. No tenía más que alquilar el apartamento de Boom Boom por una buena cantidad en cuanto todo el lío estuviese aclarado. Si es que se aclaraba alguna vez.
Así que Niels Grafalk estuvo interesado en los Halcones Negros. Y Paige había ido a la misma fiesta. ¿Y a quién conocía ella? ¿Quién la había llevado? Era una coincidencia interesante. Me preguntaba si me lo diría si la llamaba.
Conduje en un estado de semiinconsciencia y llegué al apartamento de Boom Boom a las tres y media, aparcando el Olds frente a una señal de PROHIBIDO APARCAR entre Chestnut y Séneca. Después de dos semanas de abandono, incluyendo un robo y una investigación policial, el lugar tenía un aspecto mucho peor que el que tenía el mío aquella mañana. El polvo gris de los detectores de huellas cubría todos los papeles. La tiza blanca marcaba aún el contorno del cuerpo de Henry Kelvin junto al escritorio.
Me serví un vaso de Chivas. Estaba lista si iba a hacer dos limpiezas en un mismo día. En lugar de ello, hice un intento de reordenar los papeles por categorías. Contrataría a un equipo de limpieza y un pasante para hacer el resto del trabajo. Francamente, estaba harta de aquel lugar.
Di una vuelta al apartamento para recoger cosas que me interesaran: el primer y el último palo de hockey de Boom Boom, un tótem de Nueva Guinea del salón y varias fotos suyas en diversas posturas de hockey que cogí de la habitación de invitados. Una vez más, mi foto vestida de toga en la escuela de leyes me sonrió tontamente desde la pared. La cogí y la añadí al montón que llevaba bajo el brazo.
Una vez que el pasante repartiera los papeles entre las personas a las que pertenecían y los de la limpieza hubiesen eliminado el polvo grasiento, pondría el apartamento y el resto de sus posesiones a la venta. Con un poco de suerte, nunca tendría que volver a visitar aquel lugar. Metí las cosas en el maletero y me marché. No me habían puesto una multa. Puede que mi suerte hubiese empezado a cambiar.
Próxima parada: las oficinas de la Eudora. Me moría de ganas de hablar con Bledsoe y preguntarle por qué Mattingly se había ido de Sault Ste. Marie en su aeroplano, pero seguía pensando que las finanzas de Phillips merecían toda mi atención de momento.
La última hora de la tarde del sábado era un curioso momento para visitar el puerto de Chicago. No había gran actividad en los silos. Los grandes barcos parecían gigantes dormidos, preparados para entrar en frenética actividad si los despertaban. Metí el Omega en el aparcamiento de la oficina regional de la Eudora y me encontré andando de puntillas por el asfalto hasta llegar a una puerta lateral.
Había una campanilla en el muro con un cartelito que decía: «PARA DEJAR MERCANCÍA, LLAMEN». Llamé varias veces y esperé cinco minutos. No vino nadie. Si había vigilante nocturno, no estaba por allí. Saqué del bolsillo de atrás un juego de ganzúas de ladrón y me dispuse a abrir la puerta metódicamente.
Diez minutos más tarde, me encontraba dentro del despacho de Phillips. Él o la eficiente Lois se cuidaban de que los archivos quedaran cerrados con llave. Con un suspiro de resignación, volví a sacar mis ganzúas y abrí los cajones de aquella habitación y los tres del escritorio de Lois que estaba fuera. Llamé a Lotty, le dije que no iría a cenar y me puse a trabajar. Si lo hubiera pensado antes, me habría llevado unos sandwiches y un termo de café.
Phillips guardaba un curioso montón de porquerías en el cajón de arriba de su escritorio. Tres clases diferentes de antiácidos; agendas de hacía seis años, la mayoría sin usar; gotas para la nariz; un viejo par de chanclos; dos calculadoras rotas y extraños trozos de papel. Los cogí, los alisé con cuidado y los leí. La mayoría eran mensajes telefónicos que había arrugado y echado al cajón. Un par de Grafalk, uno de Argus. Los otros eran nombres que no reconocí, pero los anoté por si avanzaba tanto que necesitara comprobarlos.
Los libros estaban en un archivador de nogal junto a la ventana. Los saqué con prontitud. Eran papeles de ordenador, impresos una vez al mes, verificados con las sumas del año y comparados con los años anteriores. Después de llevar un rato mirando, encontré el informe A36000059-G, los pagos a los transportistas. Todo lo que necesitaba era mi lista de contratos y podría comparar las fechas y ver si el: total coincidía.
Al menos eso pensé. Fui a ver en los cajones de Lois y encontré los originales de los contratos que Janet me había fotocopiado. Me los llevé al despacho de Phillips para compararlos con el informe A36000059-G. Entonces me di cuenta de que los libros estaban archivados por número de factura, no por fecha de contrato. Al principio pensé que podría comparar los totales de los pedidos de compra individuales del libro; saqué las de la Pole Star como ejemplo.
Desgraciadamente, los transportistas al parecer metían más de un servicio en cada factura. Los totales de las facturas eran mucho mayores que las transacciones individuales y el número total de facturas pagadas mucho menor, y me pareció que aquélla era la única explicación.
Sumé y resté, comparando los números de todas las maneras que se me ocurrieron, pero me vi forzada a reconocer que no era capaz de sacar ninguna conclusión sin tener las facturas parciales. Y no las encontraba por ninguna parte. Ni una. Revisé todos los demás cajones de Phillips y los de Lois y finalmente los archivadores. No encontré ni una sola factura allí.
Antes de dar por terminada la velada, miré en la sección de nóminas de las carpetas. Allí estaba en primer lugar el sueldo de Phillips, tal como Janet me había dicho. Si hubiese sabido que iba a meterme en aquel lugar, nunca le hubiera pedido que mirase en la papelera y se arriesgara a que la echasen.
Me golpeé ligeramente los dientes con un lápiz. Si Phillips estaba sacando dinero extra de la Eudora, no era por medio de su nómina. Además, los libros se imprimían en los ordenadores de la Eudora, en Kansas. Si estaba manipulando las cuentas tenía que ser más sutil.
Me encogí de hombros y miré el reloj. Eran pasadas las nueve. Estaba cansada. Muy hambrienta. Y me dolía el hombro. Me merecía una buena cena, un largo baño y un sueño profundo, pero aún me quedaba un recado por hacer en la agenda del día.
De vuelta en mi apartamento, eché un poco de pasta congelada en una olla con tomates y albahaca y abrí el grifo del baño. Enchufé el teléfono en el cuarto de baño y llamé a la casa de Phillips en Lake Bluff. No estaba, pero su hijo preguntó amablemente si quería dejar algún mensaje.
Saqué la pierna derecha del agua y me froté con la esponja llena de jabón mientras me lo pensaba.
– Soy V. I. Warshawski -dije, deletreándoselo-. Dígale que los auditores del señor Argus querrán saber dónde están las facturas que faltan.
El chico me repitió el mensaje, dudoso.
– Eso es.
Le di mi número y el de Lotty y colgué.
La pasta hervía con un ruido agradable y me la llevé conmigo al dormitorio mientras me vestía: pantalones de terciopelo negro con una blusa de cuello alto y una torera ajustada de terciopelo roja y negra. Tacones y grandes pendientes. Lista para una velada en el teatro. O para el final de una velada en el teatro. Por algún extraño milagro, no me eché tomate en la blusa blanca. Desde luego, me estaba cambiando la suerte.
Llegué a Windy City Balletworks a las diez y media en punto. Una aburrida joven en mallas y falda envolvente me dijo que la obra acabaría dentro de diez minutos. Me dio un programa y me dejó entrar sin pagar.
El pequeño teatro estaba a rebosar y no me molesté en encontrar un sitio en la penumbra. Me apoyé contra la pared de atrás, quitándome los zapatos y quedándome en medias junto a las salidas. Se estaba representando un vigoroso pas de deux de un ballet clásico. Paige no era la bailarina. Fuera quien fuese, parecía técnicamente buena, pero le faltaba la chispa que Paige ponía en sus actuaciones. Toda la compañía apareció en el escenario en un complicado final y se acabó el espectáculo.
Cuando se encendieron las luces, miré parpadeando el programa para asegurarme de que Paige bailaba aquel día. Sí, Pavana para un camello se había representado justo antes del segundo acto de Giselle que acababa de ver.
Volví al vestíbulo y seguí a un pequeño grupo de personas hacia la puerta que llevaba directamente a los vestuarios. En lugar de abordar a Paige en su vestuario compartido, me senté fuera a esperarla en una silla plegable. Los bailarines empezaron a salir en grupos de dos o de tres, sin dignarse echarme ni una mirada. Había ido provista de una novela, recordando los cuarenta y cinco minutos de la vez anterior, y pasé las páginas, levantando la vista en vano cada vez que la puerta se abría.
Pasaron cincuenta minutos. En el momento en que me convencía de que se habría ido al acabar la Pavana, salió. Como siempre, su exquisito aspecto me hizo sentir un poco deprimida. Aquella noche llevaba un abrigo de piel plateado, posiblemente zorro, que le hacía parecerse a Geraldine Chaplin en Doctor Zhivago.
– Hola, Paige. Me temo que llegué demasiado tarde para ver la Pavana. Puede que la vea mañana en la sesión de tarde.
Se dio un ligero susto y luego sonrió con cautela.
– Hola, Vic. ¿Qué preguntas impertinentes has venido a hacerme? Espero que sean pocas, porque llego tarde a una cita para cenar.
– ¿Tratando de ahogar tus penas?
Me lanzó una mirada indignada.
– La vida sigue, Vic. Tendrías que aprenderlo.
– Así es, Paige. Siento tener que hacerte volver a un pasado que estás tratando de olvidar, pero me gustaría saber quién te llevó a la fiesta de Guy Odinflute.
– ¿Quién… qué?
– ¿Recuerdas la fiesta de Navidad en la que conociste a Boom Boom? Niels Grafalk quería conocer a algunos jugadores de hockey para decidir si invertía en los Halcones Negros, y Odinflute le organizó una fiesta. ¿O has decidido borrar eso de tu mente junto con todo el pasado reciente?
Sus ojos se pusieron repentinamente oscuros y enrojeció. Sin una palabra, levantó la mano para abofetearme. Le cogí la muñeca y con suavidad le bajé la mano hasta el costado.
– No me pegues, Paige. He aprendido a pelear en la calle y no me gustaría perder la paciencia y hacerte daño… ¿Quién te llevó a la fiesta de Odinflute?
– ¡A ti qué te importa! Y ahora, ¿quieres hacer el favor de largarte del teatro antes de que llame al guarda y le diga que me estás molestando? Y, por favor, no vuelvas nunca. Me pondría enferma que estuvieses contemplándome mientras bailo.
Se marchó andando con airoso furor por el vestíbulo y salió. La seguí a tiempo de verla meterse en un sedán oscuro. Conducía un hombre, pero no pude verle la cara en la débil luz.
No me sentía de humor para tener compañía, ni siquiera la de Lotty. La llamé desde mi apartamento para decirle que no se preocupase. Normalmente no lo hacía, pero sabía que se había preocupado mucho cuando la destrucción del Lucelia.
Por la mañana bajé a la esquina a comprar el Herald Star del domingo y unos croissants. Mientras caía el café en mi cafetera de porcelana, intenté localizar a Mattingly. Nadie contestó. Me preguntaba si Elsie habría ido ya al hospital. Llamé a Phillips, pero tampoco contestaron. Eran casi las once. Puede que tuvieran que hacer una aparición ritual en la iglesia presbiteriana de Lake Bluff.
Apoyé el periódico contra la cafetera y me senté a leerlo. Una vez le dije a Murray que la única razón por la que compraba el Herald Star era porque tenía más historietas que todos los demás periódicos de la ciudad. También es el que mejor informa de los delitos. Pero siempre leo antes las historietas.
Iba por la segunda taza cuando me encontré una noticia sobre Mattingly. Casi no me doy cuenta. El titular de una página interior decía: Víctima de un atropello en Kosciuszko Park, pero me fijé en su nombre y leí la noticia entera:
«El cuerpo de un hombre identificado como Howard Mattingly fue encontrado la noche pasada en Kosciuszko Park. Víctor Golun, de veintitrés años, con domicilio en North Central Avenue, corría por el parque a las diez de la pasada noche, cuando se encontró el cuerpo de Mattingly escondido detrás de un árbol en uno de los senderos para corredores. Mattingly, de treinta y tres años, era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. La policía dice que lo atropello un coche y que le trasladaron al parque a que muriera. Estiman que llevaba muerto unas veinte horas cuando Golun lo encontró. Mattingly deja esposa, Elsie, de veinte años, dos hermanos y madre.»
Hice cálculos mentales. Había muerto hacia las dos de la mañana del sábado como muy tarde, atropellado seguramente la noche del viernes, quizá nada más volver de Sault Ste. Marie. Sabía que tendría que llamar a Bobby Mallory y decirle que reconstruyese los movimientos de Mattingly desde que salió del avión de Bledsoe la noche del viernes. Pero antes quería hablar yo con Bledsoe y averiguar por qué Mattingly había volado de vuelta a casa en su avión.
El teléfono de la casa de Bledsoe no aparecía en ninguno de los listines telefónicos urbanos ni suburbanos de Chicago. Por probar, llamé a la Pole Star, pero naturalmente no había nadie en domingo.
Llamé a Bobby Mallory para saber si había algo nuevo acerca de la muerte de Henry Kelvin.
– Recogí las llaves y fui allí. El lugar estaba hecho un asco. ¿Habéis detenido ya a alguien?
– ¿Te tienen en nómina o qué? Esa familia no hace más que darnos la lata todo el día. No solucionamos antes los crímenes porque nos estén fastidiando continuamente.
Depende de quién esté fastidiando, pensé. Pero me guardé el comentario. Quería información, no oír a Bobby gritándome. Así que solté un chasquido comprensivo.
– He leído sobre el caso de atropello de Kosciuszko Park. Ese Mattingly jugaba con Boom Boom en los Halcones Negros. Espero que los Halcones tengan más gente. El equipo parece estar desintegrándose.
– Ya sabes que no me gusta que me llames y te pongas a charlar conmigo de crímenes, Vicki. Y espero que no lo hagas sólo por fastidiarme. Así que tienes que tener un interés especial en el caso, ¿no?
– No, no es eso -dije rápidamente-. Pero conozco a su mujer. Es muy frágil, no es más que una niña, la verdad, y no creo que pueda encajar muy bien este golpe. Va a tener su primer hijo de un momento a otro.
– Sí, lo ha tenido esta mañana. Entre tú y yo, ha tenido suerte de librarse de ese tipejo. Era un pequeño sobornador, tenía la mano metida en el bolsillo de todo el mundo. También jugaba. Si hubiese sido arbitro, habría andado amañando partidos.
– ¿Crees que alguno de sus acreedores se cansaría de esperar y fue a por él?
– No creo nada que te interese. Ya te lo he dicho mil veces. Deja de meter las narices en la delincuencia. Sólo vas a conseguir hacerte daño. Déjaselo…
– …a la policía. Les pagan para eso -acabé a coro con él-. Me lo has dicho más bien un millón de veces, Bobby. Gracias. Dale recuerdos a Eileen -añadí cuando me colgaba.
Luego llamé a Murray Ryerson. No estaba en el Star pero le encontré en casa, saliendo a rastras de la cama.
– ¿V. I. qué? -gruñó-. No son más que las once de la mañana.
– Arriba, arriba. Quiero hablar contigo.
– Vic, sabes cuánto tiempo llevo esperando oírte decir esas palabras. Mi madre siempre me dice: «Murray, no hace más que utilizarte.No quiere más que sacarte información.» Pero en el fondo, yo sigo teniendo esperanzas de que un día mi ardiente pasión sea mutua.
– Murray, tu ardiente pasión, aparte de la cerveza, es una buena historia. A mí me pasa igual. ¿Por qué no vienes y vamos a ver a los pobres Cubs pasándolo fatal con el máximo ganador y yo te doy la exclusiva del naufragio del Lucelia?
– ¿Qué sabes de eso? -me preguntó con viveza.
– Estaba allí, fui testigo presencial. Vi cómo ocurría todo. Puede que viera incluso al hombre, o a la mujer, que puso las cargas de profundidad.
– Dios mío, Vic, no me lo creo. No me creo que caigas del cielo y me cuentes eso. ¿Quién era? ¿Dónde lo viste? ¿Estaba en la esclusa? ¿Va en serio?
– Desde luego -le dije virtuosamente-. ¿Quedamos?
– Déjame llevar a Mike Silchuck con la cámara para que te haga una foto. Ahora vamos a empezar por el principio. ¿Por qué estabas en el Lucelia?
– ¿Vas a venir conmigo al partido o no?
– Oh, está bien. Pero no me va a resultar muy alegre ver cómo Atlanta masacra a nuestros honestos chicos de azul.
Acordamos vernos en las gradas a las doce cuarenta y cinco. Justo antes de colgar, dijo:
– ¿Qué quieres de mí, Vic? ¿Por qué esta puesta en escena tan elaborada?
– Te veo en el partido, Murray -me reí, y colgué.
Antes de marcharme volví a intentar hablar con Phillips. Contestó Jeannine.
– Hola, señora Phillips. Soy V. I. Warshawski. Soy socia de su marido. ¿Puedo hablar con él, por favor?
No estaba en casa. No sabía cuándo iba a volver. Me pareció que mentía. Bajo su altivez se la oía asustada. Intenté sondearla un poco, pero no conseguí nada. Al final le pregunté a qué hora se había marchado. Me colgó.