Más de un millar de personas asistió al funeral de Boom Boom. Muchos eran niños, fans de los suburbios y de la Gold Coast. Un puñado vino del deprimido sur de Chicago, donde Boom Boom había aprendido a luchar y a patinar. Era extremo en los Halcones Negros hasta que se destrozó el tobillo izquierdo al caerse patinando tres años antes. Y antes de que apareciese Wayne Gretzky había sido el mayor ídolo del juego desde los tiempos de Bobby Hull.
Sufrió tres operaciones de tobillo, negándose a admitir que no iba a poder patinar nunca más. Sus médicos no querían haberle hecho ya la tercera operación, pero Boom Boom no se rindió a la evidencia hasta que se dio cuenta de que no encontraría a nadie que le realizara la cuarta. Después de aquello cambió varias veces de trabajo. Mucha gente estaba deseosa de ofrecerle un sueldo con tal de atraer a la clientela pero Boom Boom era el tipo de persona a la que le gustaba hacer bien las cosas, que se empleaba a fondo fuera en lo que fuese.
Acabó en la Compañía de Grano Eudora, en donde su padre había trabajado como estibador en los años treinta y cuarenta. Fue su vicepresidente regional, Clayton Phillips, el que encontró el cuerpo de Boom Boom flotando cerca del muelle el pasado martes. Phillips intentó llamarme, pues el formulario que Boom Boom había rellenado para entrar en el trabajo me señalaba como su pariente más próxima. Pero yo estaba en Peona, en un caso que me hizo permanecer tres semanas fuera de la ciudad. En el momento en que la policía me localizó, una de las numerosas hermanas de la madre de Boom Boom había identificado ya el cadáver y comenzado a organizar un funeral polaco.
El padre de Boom Boom y el mío eran hermanos, y nosotros crecimos juntos en el sur de Chicago. Ambos éramos hijos únicos y estábamos más unidos que muchos hermanos. Mi tía Marie, una buena católica polaca, había parido innumerables bebés, muriendo al duodécimo intento. Boom Boom era el cuarto, y el único que vivió más de tres días.
Creció jugando al hockey. No sé de dónde sacó la afición ni la habilidad, pero, a pesar de los temores de Marie, se pasó la mayor parte de su infancia pensando en modos de poder jugar sin que ella se enterase. Muchos de aquellos modos tenían que ver conmigo. Yo vivía seis manzanas más allá, y una visita a la prima Vic era a menudo una buena excusa para pasarse unas cuantas horas preciosas con el disco. En aquellos días, todos los niños locos por el hockey idolatraban a Boom-Boom Geoffrion. Mi primo copió fielmente sus tiros; para complacerle los demás chicos se pusieron a llamarle «Boom Boom», y el apodo permaneció. De hecho, cuando la policía de Chicago me localizó en Peoría y me preguntaron si yo era la prima de Bernard Warshawski, tardé unos instantes en darme cuenta de a quién se referían.
Ahora estaba sentada en primera fila en la iglesia de San Wenceslao con los llorosos e irreconocibles primos y tías de Boom Boom. Todos de luto, se ofendieron ante mi traje azul marino de lana. Varios se tomaron la molestia de decírmelo con fuertes susurros durante el introito.
Fijé la vista en las vidrieras Tiffany de imitación que describían con colores chillones los momentos cumbres de la vida de San Wenceslao, así como la Crucifixión y las Bodas de Cana. Quien diseñó las ventanas había mezclado perspectivas chinas con una especie de seudocubismo. Como resultado, jarras de agua surgían de las cabezas de la gente y largos brazos se estiraban amenazadores desde detrás de la cruz. Me entretuve uniendo a las personas con sus miembros y deduciendo quién estaba haciendo qué a quién durante todo el servicio, lo que me dio, espero, un aspecto de la más piadosa concentración.
Mis padres no habían sido religiosos. Mi madre, italiana, era medio judía; mi padre, polaco, procedía de una larga tradición de escépticos. Decidieron no inculcarme ningún tipo de fe, aunque mi madre siempre me preparaba oreccbi d'Aman en Purim. La violenta religiosidad de la madre de Boom Boom y los santos de escayola barata de su casa siempre me habían aterrorizado cuando era niña.
Por mí se hubiese celebrado sólo una ceremonia tranquila en una capilla no confesional, y los antiguos compañeros de equipo de Boom Boom habrían tenido la ocasión de pronunciar un pequeño discurso. Es lo que habían pedido, pero las tías se negaron. Yo no hubiese escogido desde luego aquella iglesia tan vulgar en el viejo vecindario, presidida por un cura que no conocía a mi primo, que hablaba de él con obsequiosidad hipócrita.
En cualquier caso, dejé que las tías organizasen el funeral. Mi primo me había nombrado su albacea, tarea que seguramente requeriría gran cantidad de energía. Sabía que a él no le hubiese importado dónde lo enterrasen, mientras que las escasas emociones de la vida de sus tías provenían de las bodas y los funerales. Ellas se aseguraron de que pasásemos allí unas cuantas horas en una verdadera misa mortuoria seguida de una interminable procesión hasta el cementerio del Sagrado Corazón, en el extremo sur de la ciudad.
Después del entierro, Bobby Mallory se abrió paso a través de la multitud hasta llegar a mí con su uniforme de teniente. Yo me dirigía a casa de la tía Helen, o quizá a la de la tía Sarah, para pasar una tarde comiendo albóndigas y piroshkis. Me alegré de que Bobby hubiese venido: era un viejo amigo de mi padre, del Departamento de Policía de Chicago, y la primera persona del viejo vecindario a quien yo deseaba ver de verdad.
– He sentido mucho lo de Boom Boom, Vicki. Sé lo unidos que estabais.
Bobby es a la única persona a la que permito que me llame Vicki.
– Gracias, Bobby. Ha sido triste. Me alegro de que hayas venido.
Un helado viento abrileño me revolvió el pelo y me hizo estremecer dentro del traje de lana. Me hubiera gustado haber traído el abrigo. Mallory caminó conmigo hasta las limusinas que llevarían a los cincuenta y tres miembros inmediatos de la familia. El funeral iba a llevarse seguramente unos quince mil dólares de la herencia, pero a mí no me importaba nada.
– ¿Vas a la fiesta? ¿Puedo ir contigo? No me echarán de menos entre la multitud.
Mallory accedió de buena gana y me ayudó a entrar en el asiento de atrás de la limusina de la policía que se había traído. Me presentó al conductor.
– Vicki, el oficial Cuthbert era uno de los admiradores de Boom Boom.
– Sí, señorita. Sentí mucho que Boom… perdone, que su primo dejase de jugar. Creo que habría podido batir fácilmente el récord de Gretzky.
– No se preocupe; llámele Boom Boom -dije-. A él le gustaba el nombre y todo el mundo le llamaba así… Bobby, no pude conseguir ninguna información del tipo de la compañía de grano cuando llamé. ¿Cómo murió Boom Boom?
Me miró severo.
– ¿De verdad necesitas saberlo, Vicki? Sé que piensas que eres muy fuerte, pero creo que preferirías recordar a Boom Boom sobre el hielo.
Apreté los labios; no iba a perder los nervios en el funeral de Boom Boom.
– No me estoy dejando llevar por el gusto por la sangre, Bobby. Quiero saber lo que le ocurrió a mi primo. Era un atleta; me cuesta imaginármelo resbalando y cayéndose así.
La expresión de Bobby se suavizó un poco.
– No creerás que se ahogase adrede, ¿verdad?
Moví las manos indecisa.
– Me dejó un mensaje urgente en el contestador. He estado fuera de la ciudad, ya sabes. Me pregunto si se sentiría desesperado.
Bobby sacudió la cabeza.
– Tu primo no era la clase de persona que se tira debajo de un barco. Deberías saberlo tan bien como yo.
No quería oír un sermón acerca de la cobardía del suicidio.
– ¿Es eso lo que ocurrió?
– Si la compañía de grano no te lo ha dicho, es que tendrán alguna razón. Pero no puedes aceptarlo, ¿verdad? -suspiró-. Seguramente te meterás allí de cabeza si no te lo digo. Había un barco amarrado en el malecón y Boom Boom cayó bajo la hélice cuando éste se alejaba. Le hizo papilla.
– Ya veo. -Volví la cabeza para mirar la autopista Eisenhower y las casas sin pintar que la bordeaban.
– Era un día húmedo, Vicki. Es un muelle de madera vieja… Se ponen muy escurridizos cuando llueve. Leí yo mismo el informe del forense. Creo que resbaló y se cayó. No creo que se tirase.
Asentí y le palmeé la mano. El hockey lo había sido todo en la vida de Boom Boom y no se había tomado nada bien el tener que retirarse a la fuerza. Admití con Bobby que mi primo no había sido una persona que escurriese el bulto, pero durante el último año estuvo muy apático. ¿Lo bastante apático como para caerse debajo de la hélice de un barco?
Intenté quitarme la idea de la cabeza mientras nos deteníamos frente a la esmerada casa tipo rancho de ladrillo donde vivía la tía de Boom Boom, Helen. Ella había seguido a una serie de polacos del sur de Chicago hasta Elmwood Park. Creo que debía tener un marido por alguna parte, un trabajador del acero ya retirado, pero como todos los hombres de la familia Wojcik se mantenía en segundo plano.
Cuthbert nos dejó delante de la casa y se marchó a aparcar la limusina tras una larga fila de cadillac. Bobby me acompañó hasta la puerta, pero en seguida le perdí de vista entre la multitud.
Las dos horas siguientes casi acaban con mi paciencia. Diversos parientes dijeron que era una pena que Bernard insistiera en jugar al hockey sabiendo lo mucho que lo detestaba la pobre Marie. Otros dijeron que era una pena que yo me hubiera divorciado de Dick y que no tuviese una familia que me mantuviera ocupada; no había más que ver los niños de Cheryl, de Martha y de Betty. La casa era un hervidero de niños: todos los Wojcik eran de lo más prolífico.
Era una lástima que la boda de Boom Boom no hubiese durado más que tres semanas; pero entonces, no habría jugado al hockey. ¿Por qué estaba trabajando en la Compañía Eudora, sin embargo? Tragar polvo de grano durante toda su vida era lo que había matado a su padre. De todos modos, los Warshawski nunca habían tenido mucha energía.
La pequeña casa estaba llena de humo de cigarrillos, de olor a fuerte comida polaca, de gritos de niños. Pasé de largo junto a una tía que dijo que esperaba que yo ayudase a lavar los platos, ya que no había aportado nada a los preparativos. Me había jurado a mí misma no decir nada durante la comida que no fuera «Sí», «No» y «No sé», pero se me estaba haciendo cada vez más difícil.
Luego, la abuela Wojcik, de ochenta y dos años, gorda, vestida de negro brillante, me agarró el brazo con mano policial. Me miró con legañosos ojos azules. Apestando a cebolla, me dijo:
– Las chicas están hablando de Bernard.
Las chicas eran las tías, claro.
– Dicen que tenía problemas en el silo. Dicen que se tiró al barco para que no lo arrestaran.
– ¿Quién le ha contado eso? -pregunté.
– Helen y Sarah Cheryl dice que Pete dice que saltó al agua cuando nadie miraba. Ningún Wojcik se había suicidado antes. Pero los Warshawski… esos judíos. Se lo advertí a Marie una y otra vez.
Arranqué sus dedos de mi brazo. El humo, el ruido y el olor a repollo me llenaban el cerebro. Bajé la cabeza para mirarle a los ojos, empecé a decirle algo desagradable y luego me lo pensé mejor. Me abrí paso a través del humo, tropezando con varios niños, y encontré a los hombres reunidos alrededor de una mesa llena de salchichas y sauerkraut que había en una esquina. Si sus mentes estuvieran tan repletas como sus estómagos, podrían haber salvado a América.
– ¿Quién sois vosotros para decir que Boom Boom saltó del muelle? Y en cualquier caso, ¿cómo demonios lo sabéis?
Pete, el marido de Cheryl, me miró con sus estúpidos ojos azules.
– Eh, no pierdas los papeles, Vic. Lo oí en el embarcadero.
– ¿Qué problemas tenía en el silo? La abuela Wojcik dice que le estáis contando a todo el mundo que tenía problemas allí.
Pete se cambió el vaso de cerveza de una mano a la otra.
– No son más que cosas que se dicen, Vic. No se llevaba bien con su jefe. Alguien dijo que había robado unos papeles. Yo no lo creo. Boom Boom no necesitaba robar.
Se me nublaron los ojos y sentí que me zumbaba la cabeza.
– ¡No es verdad, maldita sea! Boom Boom no hizo nada rastrero en su vida, ni cuando era pobre.
Los demás me miraron incómodos.
– Tranquilízate, Vic -dijo uno de ellos-. A todos nos caía bien Boom Boom. Pete ha dicho que él no lo creía. No te pongas así.
Tenía razón. ¿Pero qué estaba haciendo yo, montando una escena en el funeral? Sacudí la cabeza, como un perro saliendo del agua, y volví a abrirme paso hasta la sala. Pasé junto a un Sagrado Corazón de María que adornaba exquisitamente la puerta principal y salí al aire helado de la primavera.
Me desabroché la chaqueta para que el aire frío soplase a través mío y me limpiase. Quería volver a casa, pero tenía el coche en mi apartamento, en la parte norte de Chicago. Miré por la calle: como me temía, Cuthbert y Mallory ya hacía rato que habían desaparecido. Mientras miraba dudosa a mi alrededor, preguntándome si podría encontrar un taxi o caminar hasta una estación de metro con los tacones, una joven se unió a mí. Era bajita y aseada, con cabello oscuro recto justo hasta debajo de las orejas y ojos color miel. Llevaba un traje de shantung de seda gris pálido de falda y bolero con grandes botones de nácar. Su aspecto me resultó elegante, perfecto y ligeramente familiar
– Esté donde esté Boom Boom, estoy segura de que será un lugar mejor que éste -movió la cabeza, hacia la casa y me echó una sonrisa rápida y sardónica.
– Yo también.
– Eres su prima, ¿verdad? Yo soy Paige Carrington.
– Me parecía haberte reconocido. Te he visto unas cuantas veces, pero sólo en escena. -Carrington era una bailarina que había creado un espectáculo cómico para una sola actriz con el Windy City Ballet works.
Me echó la sonrisa triangular que encantaba a su público.
– Vi mucho a tu primo durante los últimos meses. Lo mantuvimos en secreto porque no queríamos que ni Herguth ni Greta lo sacasen en las columnas de cotilleos. Tu primo era noticia incluso cuando dejó de patinar.
Tenía razón. Yo no hacía más que ver el nombre de mi primo en letras de imprenta. Es gracioso conocer de cerca a alguien famoso. Lees muchas cosas acerca de él, pero la persona que sale en los papeles nunca es la que tú conoces en realidad.
– Creo que tú le importabas más a Boom Boom que ninguna otra persona -frunció las cejas, pensando en lo que había dicho. Incluso su ceño era perfecto; le daba un aspecto absorto y pensativo. Luego sonrió, un poco melancólica-. Creo que estábamos enamorados. Ahora nunca podré estar segura.
Murmuré algo tranquilizador.
– Tenía ganas de conocerte. Boom Boom hablaba de ti todo el tiempo. Te quería mucho. Siento que no nos presentase nunca.
– Sí. Hace unos meses que no le veía… ¿Vuelves a la ciudad? ¿Me puedes llevar? Tuve que salir con la procesión y tengo el coche en la parte norte.
Tiró hacia atrás del puño blanco de seda que sobresalía de la manga de su chaqueta y miró el reloj.
– Tengo que estar en un ensayo dentro de una hora. ¿Te parece bien que te deje en el centro?
– Estupendo. Me siento como el Hermano Conejo aquí en las afueras. Tengo que volver a mi refugio de las zarzas.
Se rió.
– Ya sé lo que quieres decir. Yo crecí en Lake Bluff. Pero ahora, cuando voy allí de visita, siento como si me faltara el oxígeno.
Miré hacia la casa, preguntándome si tendría que despedirme formalmente. Sin duda lo exigían los buenos modales, pero no quería llevarme un sermón de quince minutos acerca de cómo debería fregar tanto los platos como mi vida. Me encogí de hombros y seguí a Paige Carrington calle abajo.
Llevaba un Audi 5000 plateado. O en Windy City Balletworks pagaban mejor que la media de los teatros de batalla, o la conexión de Lake Bluff suministraba dinero para trajes de shantung y coches deportivos de importación.
Paige condujo con la gracia rápida y precisa que caracterizaba su forma de bailar. Como ninguna de las dos conocía la zona, hizo una serie de giros equivocados junto a hileras idénticas de casas antes de encontrar la rampa de acceso a la autopista Eisenhower.
No habló mucho durante el viaje de vuelta a la ciudad. Yo también estaba callada, pensando en mi primo y sintiéndome melancólica… y culpable. Me di cuenta de que por eso había tenido una rabieta con aquellos primos tan estúpidos y gordos. Le había fallado a Boom Boom. Sabía que estaba deprimido, pero no me había mantenido en contacto con él. ¡Si hubiese dejado mi número de Peoría en mi contestador…! ¿Estaría desesperado? Puede que pensara que el amor le iba a curar y no había sido así. O quizá fue el rumor de los muelles de que había robado ciertos papeles… Pensaría que yo podía ayudarle a combatirlo, como tantas batallas que habíamos entablado juntos. Pero yo no estaba con él.
Con su muerte, perdía a toda mi familia. Es verdad que mi madre tenía una tía en Melrose Park. Pero rara vez iba a verla, y ni ella ni su orgulloso y gordo hijo me parecían verdaderos parientes. Pero Boom Boom y yo habíamos jugado y luchado, nos habíamos protegido el uno al otro. Aunque no hubiéramos estado juntos muchas veces en los últimos diez años, siempre habíamos contado con que el otro estaría cerca para ayudar. Y yo no le había ayudado.
Cuando nos acercábamos al cruce 190/94, la lluvia comenzó a salpicar el parabrisas, interrumpiendo mis inútiles pensamientos. Me di cuenta de que Paige me miraba especulativa. Me volví hacia ella con las cejas alzadas.
– Eres la albacea de Boom Boom, ¿verdad?
Asentí. Tamborileó con los dedos en el volante.
– Boom Boom y yo nunca llegamos a la fase de intercambiarnos las llaves de nuestros pisos -me echó una sonrisa algo violenta-. Me gustaría ir a su casa a buscar algunas cosas que dejé allí.
– Claro. Pensaba ir mañana por la tarde para echar un vistazo preliminar a sus papeles. ¿Quedamos allí a las dos?
– Gracias. Eres un encanto… ¿Te importa que te llame Vic? Boom Boom hablaba tanto de ti que siento como si ya te conociera de antes.
Pasábamos bajo la oficina de correos, donde han excavado los cimientos para crear seis carriles. Paige asintió satisfecha.
– Y tú llámame Paige. -Cambió de carril, sorteó un camión de basura y giró a la izquierda por Wabash. Me dejó ante mi oficina: el edificio Pulteney en la esquina de Wabash y Monroe.
Por encima de nosotras resonó un tren.
– Adiós -grité por encima del estrépito-. Te veo mañana a las dos.