Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para una investigadora privada en vaqueros ver al presidente de una de las grandes compañías de los Estados Unidos. Llegué al cuartel general de Seguros Ajax, en la parte sur del Loop, un poco después de las cinco. Había mucho tráfico hacia el centro de la ciudad. Pensaba que llegaría lo bastante tarde como para evitar la avalancha de secretarias que impiden la entrada a una oficina de ese tipo, pero había olvidado el sistema de seguridad de la Ajax.
Los guardias que estaban en el vestíbulo de mármol del rascacielos de sesenta pisos me pidieron una tarjeta de identificación como empleada. Evidentemente, no la tenía. Quisieron saber a quién iba a visitar; me darían un pase de visitante si la persona a la que quería ver aceptaba mi visita.
Cuando les dije que a Gordon Firth, se quedaron atónitos. Tenían una lista de los visitantes del presidente. Yo no estaba entre ellos, y sospechaban que pudiera ser una asesina de Aetna, contratada para eliminar a la competencia.
– Soy investigadora privada -expliqué, sacando la fotocopia de mi licencia de la cartera para enseñársela-. Estoy investigando una pérdida de cincuenta millones de dólares a la que la Ajax tuvo que hacer frente la semana pasada. Es cierto que no tengo una cita con Gordon Firth, pero es muy importante que lo vea a él o al que él haya designado para ocuparse del caso. Puede que afecte a la responsabilidad final de la Ajax.
Discutí con ellos un poco más y al final les convencí de que si la Ajax pagaba las pérdidas del casco del Lucelia porque no habían querido dejarme pasar a la oficina de Firth, recordaría sus nombres y me aseguraría de que el dinero saliese de sus bolsillos.
Aquellos argumentos no me llevaron hasta Firth -como digo, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja-, pero sí me llevaron hasta un hombre que trabajaba en el Departamento de Riesgos Especiales, que era el que se ocupaba de aquel caso. Su nombre era Jack Hogarth, y bajó al vestíbulo a buscarme.
Caminó con viveza hasta el mostrador de los guardias para encontrarse conmigo, con las mangas subidas y la corbata floja. Tenía unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, delgado, y sus inteligentes ojos negros estaban rodeados de espesas sombras.
– V. I. Warshawski, ¿verdad? -preguntó estudiando mi tarjeta-. Suba conmigo. Si tiene información acerca del Lucelia, es usted más bienvenida que una ola de calor en enero.
Tuve que correr para mantenerme junto a él hasta que llegamos al ascensor. Llegamos en seguida al piso cincuenta y tres. Tuve que bostezar un par de veces para destaponarme los oídos. Él apenas esperó a que el ascensor se abriese para salir corriendo por el pasillo, a través de unas puertas de cristal que cerraban el recinto del ascensor, y entrar a una zona color nogal y púrpura en la esquina sureste del edificio.
Había papeles extendidos por encima de un escritorio tamaño ejecutivo de nogal. Una fotografía del Lucelia partido en dos en la esclusa Poe cubría uno de los lados de la mesa y una fotografía recortada del casco de un carguero estaba clavada a la pared de madera del lado oeste.
Me detuve a mirar la fotografía, ampliada hasta una medida de tres pies por dos pies, y me estremecí al recordar el choque. Varias escotillas más saltaron después de que yo viese el barco por última vez y sus superficies abultadas estaban cubiertas por una gruesa mancha de centeno húmedo.
Mientras lo examinaba, un hombre muy alto se puso de pie y caminó hasta situarse a mi lado. No lo havía visto cuando entré en la habitación; estaba sentado en un rincón detrás de la puerta.
– Asombroso, ¿verdad? -dijo con fuerte acento inglés.
– Mucho. Fue más asombroso aún cuando ocurrió.
– Oh, estaba usted allí, ¿no es verdad?
– Sí -contesté simplemente-. Soy V. I. Warshawski, investigadora privada. ¿Y usted?
Era Roger Ferrant, de la firma inglesa Scupperfield y Plouder, los principales garantes del seguro del casco y el cargamento del Lucelia.
– Roger es probablemente el hombre que más sabe en el mundo acerca del transporte por barco en los Grandes Lagos, aunque trabaje en Londres -me dijo Hogarth. Añadió para Ferrant-: La señorita Warshawski podría saber algo acerca de nuestras responsabilidades en el caso del Lucelia.
Me senté en un sillón junto a la ventana desde donde podía ver el sol poniente pintando Buckingham Fountain de un rosa pálido dorado.
– Estoy investigando el accidente del Lucelia como parte de una investigación de un asesinato. Por el momento, tengo dos crímenes distintos: el asesinato de un joven relacionado con la Compañía de Grano Eudora, y la destrucción del Lucelia. No estoy segura de que estén conectados entre sí. Sin embargo, yo iba a bordo del Lucelia llevando a cabo mi investigación cuando reventó, y eso me ha hecho interesarme de modo personal en la explosión.
– ¿Quién es su cliente? -preguntó Hogarth.
– Es un particular; nadie que conozcan ustedes… ¿Cuánto se tarda en aclarar una reclamación como ésta?
– Años -dijeron Ferrant y Hogarth a coro.
El inglés añadió:
– Francamente, señorita Warshawski: lleva muchísimo tiempo -vaciló un poco al pronunciar mi nombre, no como Hogarth, que lo cogió a la primera.
– Bueno, ¿quién paga los gastos de Bledsoe hasta que consiga poner al Lucelia en marcha?
– Nosotros -dijo Hogarth-. Ferrant se ocupa de los daños del casco. Nosotros pagamos el cargamento destruido y la interrupción del negocio: los cargamentos que Bledsoe no puede transportar por tener el barco en el fondo de la esclusa.
– ¿Adelantan ustedes una suma para cubrir los gastos de reparación del barco?
– No -dijo Ferrant-. Pagamos las cuentas del astillero según van llegando.
– ¿Y su póliza cubre a la Pole Star aunque esté claro que alguien hiciese volar el barco, que no es que se rompiese a causa de una manipulación incorrecta?
Ferrant cruzó una pierna de cigüeña sobre la otra.
– Esa es una de las primeras preguntas que nos hicimos. Que nosotros sepamos, no fue volado como acto de guerra. Hay otras excepciones en la póliza, pero ésa es la principal… A menos que Bledsoe destruyese él mismo el barco.
– Tendría que tener para él considerables ventajas financieras hacerlo -señalé-. Si reúne el valor del casco y puede invertirlo mientras reconstruye el barco, podría interesarle, pero de otro modo no creo que sea así.
– No -dijo Hogarth impaciente-. No tiene ningún sentido cargarse un barco nuevo como el Lucelia. Si hubiera sido uno de esos viejos cacharros que resultan más caros de manejar que lo que se saca de ellos, no me extrañaría, pero no en el caso de un autodescargador de mil pies.
– Como los de Grafalk, quiere usted decir -dije, recordando el accidente del Leif Ericsson estrellándose contra el malecón el primer día que estuve en el puerto-. ¿Es más ventajoso para él cobrar el seguro que utilizar los barcos?
– No necesariamente -dijo Hogarth incómodo-. Depende de la extensión de los daños. Está usted pensando en el Leif Ericsson, ¿verdad? El tendrá que pagar los daños en el malecón. Eso le va a suponer más dinero que el coste de la reparación del casco del Ericsson.
Bledsoe me había dicho que no era responsable de los daños en la esclusa. Se lo pregunté a Hogarth. Hizo una mueca.
– Esa es otra cosa que tendrá ocupados a los abogados durante una década o dos. Si Bledsoe es responsable de los daños del barco, que dieron como resultado los daños en la esclusa, sí es responsable. Si encontramos al verdadero culpable, él sería el responsable. Eso es lo que nos gustaría poder hacer: encontrar al que hizo saltar el barco para poder proceder contra él… o ella.
Se me ocurrió una pregunta.
– Proceder… es decir, que nos pague los daños de lo que tengamos que pagarle nosotros a Bledsoe. Y si no encontramos al verdadero culpable, su pudiente Tío Sam tendrá que pagar la esclusa. De todos modos, seguramente tendrá que acabar haciéndolo. Nadie puede afrontar semejante gasto. No pueden más que procesar al culpable y meterle en la cárcel durante veinte años. Si lo encuentran. -El teléfono sonó y él contestó. La que llamaba parecía ser su esposa: le dijo apaciguador que saldría de la oficina dentro de veinte minutos y que por favor le guardase la cena.
Se volvió hacia mí con expresión agraviada.
– Creí que había venido usted porque tenía cierta información acerca del Lucelia. Y, por ahora, todo lo que hemos hecho es contestar a sus preguntas.
Me reí.
– No tengo información para ustedes todavía. Pero creo que la tendré dentro de un día o dos. Me han dado unas cuantas ideas que quiero poner antes en práctica. -Dudé y luego decidí seguir adelante y contarles lo de Mattingly. De todos modos, iba camino de la policía para contárselo-. El caso es que el tipo que probablemente hizo volar el barco fue asesinado. Si la policía descubre quién le mató, encontrarán seguramente a la persona que le pagó para hacer saltar el barco. Estoy segura de que le mataron para impedir que fuera hablando por ahí. Era una persona muy desagradable a la que le gustaba fanfarronear acerca de las cosas despreciables que hacía.
Oír la historia de Mattingly animó mucho a Hogarth y a Ferrant, aunque no sirviese de gran cosa en sus investigaciones acerca de las responsabilidades de la empresa. Se pusieron las chaquetas de sus trajes y salieron conmigo de la oficina.
– La cosa es -dijo Ferrant confidencialmente con su acento inglés- que nos alegra saber que realmente pudo haber un malhechor allí.
– Sí -dije mientras salíamos al vestíbulo desierto-, pero ¿y si descubren ustedes que trabajaba para otro de sus asegurados?
– No debe decir esas cosas -dijo Ferrant-. De verdad que no. Es la primera vez que tengo ganas de comer desde que oí lo del Lucelia el sábado pasado. No quiero que me estropee la cena con sugerencias tan espantosas.
Hogarth se marchó hacia la estación del Noroeste a coger un tren a Schaumburg. Ferrant se quedaba en el apartamento de Scupperfield y Plouder en el Edificio Hancock. Le ofrecí llevarle en mi Omega, que estaba aparcado en un garaje subterráneo cercano.
Antes de arrancar abrí el capó, miré el aceite, el líquido de frenos y el radiador. Cuando Ferrant me preguntó qué estaba haciendo, le expliqué que había tenido un accidente hacía poco y que eso me había hecho ser más cautelosa con mi coche. Todo parecía estar en orden.
Durante el corto viaje por Michigan Avenue hasta el Hancock, le pregunté si Scupperfield y Plouder habían asegurado también al Leif Ericsson. Sí; tenían asegurada a la Grafalk Line entera.
– Por eso vino Bledsoe con nosotros; nos conocía de trabajar con Grafalk.
– Ya. -Le pregunté qué opinión le merecía Bledsoe.
– Una de las mejores personas del negocio hoy en día. No es buen momento para estar metido en el negocio de los transportes de los Grandes Lagos, al menos para los transportistas estadounidenses. Su gobierno concede ventajas considerables a los barcos extranjeros antes que a los americanos. Además, las viejas firmas como Grafalk tienen ventajas legales especiales que hacen difícil a los recién llegados trabajar en este medio. Pero si alguien puede hacerlo, ése es Bledsoe. Sólo espero que el naufragio del Lucelia no acabe con la Pole Star.
Me invitó a cenar con él, pero pensé que sería mejor ir a la policía con mis noticias acerca de Mattingly. Le había contado mi historia a Bledsoe y ahora a los del seguro. Aunque no le hubiera dado a Murray Ryerson el nombre del tipo con prismáticos que había visto en el Soo, él no era tonto; rápidamente lo relacionaría con mi interés por Mattingly. Bobby Mallory no iba a mirarme con muy buenos ojos si leía la historia en el Herald Star antes de que yo se la contase.
Me sentía incómoda mientras avanzaba con el coche por la avenida Lake Shore. Mi vida se había visto amenazada hacía dos semanas. Phillips estaba muerto, tal vez a causa de la velada amenaza que le había dejado a su hijo el sábado por la noche. Puede que le entrase el pánico, que amenazase con contar lo que sabía, y le mataron. Mattingly estaba muerto, probablemente para impedir que largase en el vestuario que había volado un barco. Boom Boom estaba muerto porque sabía que Phillips estaba manipulando las facturas. ¿Por qué seguía yo aún con vida? Puede que creyesen que iba a morir más gente cuando explotase el Lucelia. Puede que hubiesen confiado en deshacerse de mí y estuviesen discurriendo algún otro accidente en ese momento. O quizá pensaban que yo no sabía nada importante.
Intenté consolarme con aquella idea durante el resto del camino hasta llegar a casa, pero la verdad es que aún sabía menos cuando sabotearon mi coche diez días antes. Mientras salía por Belmont, se me ocurrió que aquel caso estaba formado por una especie de sucesión de accidentes. Boom Boom se había caído al agua; Mattingly fue atropellado por un coche, Phillips destrozado por un autodescargador. Si me hubiese matado en el coche, como se suponía que debía haber hecho, no creo que nadie se hubiera preocupado mucho por averiguar si la dirección estaba amañada.
No había sido capaz de convencer a la policía de que podía haber una conexión entre la muerte del vigilante nocturno y la de Boom Boom. Querían ver el accidente de mi coche como un acto de vandalismo. En otras palabras, el asesino había calculado perfectamente la psicología de la situación. Ahora que estaba dispuesta a contarles todo lo que sabía acerca de Mattingly, ¿qué posibilidades tenía de que la policía lo relacionase con Kelvin y Boom Boom? No muchas.
Me sentí tentada a guardarme la historia para mí. Pero la policía tiene una buena maquinaria para abrirse paso a través de un gran número de testigos. Si hacían caso de mis informaciones podrían descubrir mucho más deprisa que yo quién recogió a Mattingly en Meigs el viernes.
Mientras aparcaba el coche, escogiendo cuidadosamente un lugar delante de un restaurante para que los posibles atacantes tuviesen que hacer frente al mayor número posible de testigos, decidí guardarme para mí la historia de Mattingly y sus prismáticos. Sólo diría que había vuelto en el avión de Bledsoe.