Los Braves dieron una paliza a los Cubs. Sólo Keith Moreland, golpeando con un porcentaje del 35 por 100, hizo algo que mereciese la pena, mandando la pelota a las manos de un niño muy animado de unos nueve años sentado delante de mí. De todos modos, el día era soleado, aunque frío, la multitud entusiasta y Murray y yo disfrutamos de unos cuantos perritos calientes. Dejé que él bebiese la cerveza; a mí no me gusta.
Mike Silchuck me había hecho una docena de fotos ante la taquilla. Por desgracia, todas mis cicatrices estaban en lugares que no quería airear en pleno Addison, así que tuvieron que contentarse con un aspecto de noble valentía. Murray me hizo preguntas sin parar durante los tres primeros innings, y se pasó el cuarto hablando por teléfono contándole la exclusiva al Herald Star.
En medio del sexto, mientras los Braves hacían cinco carreras, le pregunté a Murray por Mattingly.
– Es un rufiancillo, Vic. ¿Qué quieres saber de él?
– ¿Quién le mató?
Como Mallory, supuso inmediatamente que Mattingly o su esposa-madre-hermanos eran mis clientes. Le conté lo mismo que le había contado a Bobby.
– Además, aunque creo que Boom Boom le odiaba, sentía lástima por la pequeña Elsie. Sé que solía pasarle unos cuantos dólares para estirar su economía doméstica, mientras que Mattingly le escatimaba el dinero porque lo necesitaba para sus deudas de juego.
– ¿Por qué seguía con él? -preguntó Murray irritado.
– Oh, Murray, espabila. ¿Por qué cualquiera sigue con cualquiera? Es una niña, un bebé. No debía tener ni dieciocho años cuando se casó con él, y toda su familia está en Oklahoma… Bueno, no nos metamos en la psicología del matrimonio. Dime sólo si hay pistas en su asesinato.
Sacudió la cabeza.
– Llevaba tres o cuatro días fuera de la ciudad. Elsie no sabe a dónde había ido ni cómo llegó hasta allí, y la policía no ha encontrado a nadie que pueda ayudar. Han interrogado a todo el equipo de hockey, claro, pero, que yo sepa, todos sienten del mismo modo que tu primo.
Así que la conexión con Bledsoe seguía oculta. O al menos, la conexión con su avión.
– ¿Llevaba por casualidad unas botas Arroyo talla doce?
Murray me miró de un modo extraño.
– ¿La huella que había en el apartamento de Boom Boom? No lo sé, pero lo averiguaré.
Me concentré en el partido. A mi héroe, Bill Buckner, le eliminaron. Así es la vida. Me imaginaba lo que sentía.
Después del partido, Murray me acompañó paseando hasta casa para tomar algo más sólido que un perrito caliente. Rebusqué en mi vacía despensa y aparecí con atún, tallarines congelados y aceitunas. Nos bebimos una botella de Barolo y dejamos a un lado la delincuencia durante unas cuantas horas, en las que descubrí la cantidad de ejercicio que mi hombro dislocado era capaz de hacer.
Murray y yo hemos sido rivales en las escenas del crimen, amigos y amantes ocasionales desde hace varios años. Pero, no sé por qué, nuestra relación no acaba de desarrollarse. Puede que nuestra rivalidad en la investigación criminal se meta por medio siempre.
Alrededor de medianoche, el Star le llamó a través de su busca personas y se marchó a ocuparse de un tiroteo de la Mafia en River Forest. Los buscapersonas son uno de los inventos más inútiles del siglo veinte. ¿Qué diferencia hay en que tu oficina te encuentre ahora o una hora más tarde? ¿Por qué no concederte un descanso?
Se lo pregunté a Murray mientras se estiraba la camiseta sobre los rizos cobrizos de su pecho.
– Si no supieran dónde encontrarme, el Sun Times o el Trib me pisarían la información -murmuró a través de la tela.
– Sí -gruñí, tumbándome en la cama-. Los americanos temen que si se desconectan de sus juguetes electrónicos durante cinco minutos van a perdérselo… todo. La vida. Imagina que no hubiera televisión, ni teléfonos, ni buscapersonas, ni ordenadores durante tres minutos. Te morirías. Serías como una ballena varada en la playa.
Me estaba lanzando en una apasionada crítica contra los aparatos de los que dependemos y Murray me tiró una almohada a la cara.
– Hablas demasiado, Vic.
– Eso es lo que le pasó a la chica de Buscando a Mr. Goodbar -me tambaleé desnuda detrás de él hasta el vestíbulo para correr los cerrojos cuando se fuera-. Se lleva al chico a casa y él la ahoga con su propia almohada… Espero que escribas la crónica definitiva sobre la Mafia en Chicago y consigas echarlos de la ciudad.
Cuando Murray se marchó, no pude volver a dormir. Nos habíamos acostado temprano, alrededor de las siete y media, y habíamos dormido un par de horas. En aquel momento sentía los cabos sueltos dándome vueltas en la cabeza como tiras de tallarines. No sabía dónde encontrar a Bledsoe. Era demasiado tarde para llamar a casa de los Phillips de nuevo. Demasiado tarde para llamar a Grafalk y averiguar si había ido solo a aquella fiesta de Navidad. Ya me había colado en las oficinas de la Eudora. Incluso había limpiado mi apartamento. A menos que quisiera ponerme a lavar platos por segunda vez en veinticuatro horas, no tenía nada que hacer más que ir y venir.
Alrededor de la una y media las paredes empezaron a caérseme encima. Me vestí y cogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte de mi armario. Salí a Halsted, desierta a aquellas horas de la mañana, excepto por unos cuantos borrachos. Entré en el Omega y me dirigí a Lake Shore Drive. Fui hacia el sur durante unas cuantas millas, atravesé el Loop y me metí por Meigs Field, el pequeño aeropuerto de Chicago que está a la orilla del lago.
Las luces azules de aterrizaje no iluminaban nada en la densa oscuridad. Parecían como puntos sin sentido, no parecían formar parte de una organización humana. Tras la pequeña pista de aterrizaje se veía el lago “Michigan, una presencia oscura”. Ni siquiera un buscapersonas me unía al resto del mundo.
Crucé la pista y paseé por las rocas llenas de algas hasta llegar al borde del agua, temblando ante la amenaza innombrable del agua negra. El agua que batía a mis pies parecía atraerme hacia ella. Todas las cosas oscuras que uno teme son fascinantes. No pienses en ahogarte, en Boom Boom jadeando y luchando por respirar. Piensa en el descanso infinito, sin responsabilidades, sin necesidad de control. Sólo el descanso perfecto.
El rugido de un motor me devolvió a la realidad. Un avión biplaza estaba aterrizando. Parecía una criatura viviente, con sus luces destellando alegres y las alas batiendo al descender, como un insecto ruidoso posándose para descansar un poco.
Volví por encima de las rocas hasta la pequeña terminal. No había nadie en la sala de espera. Volví a salir y seguí a los dos hombres que acababan de llegar hasta una oficina. Allí, un joven delgado con pelo color paja y nariz muy puntiaguada se puso a ver con ellos sus hojas de vuelo. Hablaban de cierto viento que les había cogido cerca de Galena y los tres se enzarzaron en animada discusión acerca de lo que podía haberlo provocado. Aquello continuó durante unos diez minutos más, mientras yo vagaba por la habitación mirando diversas fotografías aéreas de la ciudad y el campo circundante.
Por fin, el joven delgado se separó a regañadientes del mapa meteorológico y me preguntó si podía servirme en algo.
La lancé mi sonrisa más zalamera: Lauren Bacall intentando convencer a Sam Spade de que le hiciera el trabajo sucio.
– Vine en el avión del señor Bledsoe el viernes pasado por la noche y creo que he perdido allí un pendiente -saqué el diamante de mi madre del bolsillo de la cazadora-. Es como éste. Debió salirse el cierre.
El joven frunció las cejas.
– ¿Cuándo llegó usted?
– El viernes. Creo que fue alrededor de las cinco.
– ¿Qué avión tiene Bledsoe?
Me encogí de hombros, femenina e indefensa.
– No sé. Tiene seis plazas, creo. Es nuevo -añadí para colaborar-. La pintura es nueva y brillante…
El joven cambió una mirada masculina de entendimiento con los otros dos. Las mujeres son tan estúpidas… Sacó un diario de vuelo de un cuaderno y pasó el dedo por las notas.
– Bledsoe. Ah, sí. Un Piper Cub. Llegó el viernes a las cinco y veinte. Sólo iba un pasajero. El piloto no dijo nada de una mujer.
– Bueno, le pedí que no lo hiciera. No quería que nadie supiese que iba en el aparato. Pero ahora que he perdido el pendiente… No sé qué haré… ¿Va a venir Cappy esta mañana? ¿Podría pedirle que me lo busque?
– Sólo viene cuando Bledsoe necesita volar.
– Bueno, ¿y no tiene su número de teléfono?
Después de un rato de carraspeos y vacilaciones, durante los cuales los otros dos estuvieron haciéndose guiños a escondidas, el joven me dio el número de Cappy. Le di las gracias efusivamente y me marché. El fin justifica los medios.
De vuelta a casa me acordé de los recuerdos que me había llevado del apartamento de Boom Boom y los saqué del maletero. Mi brazo izquierdo seguía curándose a pesar de que no hacía más que abusar de él, y el peso no me produjo más que unos tirones de poca monta. Con todo metido bajo el brazo derecho, abrí la cerradura del portal con la izquierda. El tótem de Nueva Guinea empezó a tambalearse. Luché por impedir que cayera y las fotos se estrellaron contra el suelo. Juré entre dientes, lo puse todo en el suelo, abrí la puerta con las dos manos, la empujé de una patada y metí las cosas como es debido dentro del edificio.
Había conseguido salvar el tótem, pero los cristales de las fotos estaban rotos. Los puse sobre la mesita de café y separé los marcos, tirando los cristales a una papelera.
Mi foto con la toga estaba muy ajustada al marco. Boom Boom debía de haber puesto muchas hojas de cartón dentro para que la parte de atrás estuviese bien encajada.
«No tenías que haberme comprado un marco tan barato, Boom Boom», murmuré para mí. Finalmente me fui a la cocina a por un par de guantes del horno. Con ellos puestos, conseguí sacar el marco de la parte de atrás, lanzando vidrios por todos lados. Entre la foto y la parte de atrás había un fajo de papeles blancos muy doblados. Por eso la foto estaba tan apretada.
Desdoblé el fajo. Resultaron ser dos papeles. Uno era una factura de la Grafalk-Steamship Line a la Compañía de Grano Eudora. Condiciones: diez días, dos por ciento, treinta días, neto, sesenta días, dieciocho por ciento de interés. Reflejaba cargas por barco, fecha de embarque y fecha de llegada. La segunda hoja, escrita por la meticulosa mano de Boom Boom, era una nota de seis fechas en las que la Pole Star había perdido embarques a favor de la Grafalk.
Boom Boom también había anotado las ofertas. En cuatro casos, la Pole Star era el postor más bajo. Me puse a buscar por todo el apartamento la bolsa con las copias de los contratos y luego me acordé de que las había dejado en casa de Lotty. Ni siquiera a Lotty podía levantarla a las tres de la mañana para recoger unos papeles.
Me serví un buen whisky y me quedé junto a la ventana de la sala para bebérmelo. Miraba el tráfico nocturno que pasaba por Halsted. Boom Boom había intentado llamarme para contarme lo que había descubierto. Al no localizarme, metió los papeles detrás de mi fotografía. No para que yo los encontrase, sino para ocultarlos de otros. Pensó que los recuperaría y podría dármelos; por eso no me había dejado ningún mensaje. Un espasmo de dolor me contrajo el pecho. Echaba muchísimo de menos a Boom Boom. Quería llorar, pero no me salían las lágrimas.
Por fin me alejé de la ventana y me fui a la cama. No dormí mucho, y cuando dormí lo hice atormentada por sueños en los que Boom Boom estiraba sus brazos en un lago frío y negro mientras yo estaba allí sin poder hacer nada. A las siete abandoné todo intento de descansar y me di un baño. Esperé hasta las ocho y llamé al piloto de Bledsoe, Cappy. Lo cogió su esposa, que fue a avisarle al patio de atrás, donde estaba plantando petunias.
– ¿Señor Cappy? -dije.
– Capstone. La gente me llama Cappy.
– Ya… Señor Capstone, me llamo Warshawski. Soy detective y estoy investigando la muerte de Howard Mattingly.
– No he oído nunca hablar de él.
– ¿No era él el pasajero que llevó desde Sault Ste. Marie el viernes por la noche?
– No. No era ése.
– ¿No tenía el pelo rojo brillante? ¿Y una cicatriz a la izquierda de la cara? ¿Muy robusto?
Dijo que parecía ser la misma persona.
– Bien, creemos que viajaba bajo nombre supuesto. Apareció muerto la noche pasada. Lo que estoy intentando averiguar es a dónde fue cuando se marchó del aeropuerto.
– Ni idea. Sólo sé que le esperaba un coche en Meigs. Se metió dentro y se largó. Yo estaba rellenando el diario de vuelo y ni me fijé.
No había visto al conductor. No, no podía decir qué marca de coche era. Era grande, no una limusina, pero podía haber sido un Cadillac o un Oldsmobile.
– ¿Cómo es que trajo a ese hombre de vuelta a casa? Creí que iba usted a llevar al señor Bledsoe, pero se marchó antes de que el Lucelia entrase en la esclusa.
– Sí, bueno, es que el señor Bledsoe me llamó y me dijo que no iba a volar conmigo. Me dijo que llevase al tipo ése. Dijo que se llamaba Oleson y eso es lo que puse en el diario de vuelo.
– ¿Cuándo le llamó Bledsoe? Estuvo a bordo del barco durante todo el viernes.
Le había llamado el jueves por la tarde. No, Cappy no podía asegurar que fuese Bledsoe. De hecho, el propio Bledsoe le había llamado para hacerle la misma pregunta. Pero él no aceptaba órdenes de nadie más que del dueño del avión, así que, ¿qué otro podía haber sido?
La lógica de tal argumento se me escapaba. Le pregunté para quién más volaba, pero se picó y dijo que la lista de sus clientes era confidencial.
Al colgar, lentamente, me volví a preguntar si no sería hora de darle mi información acerca de Mattingly a Bobby Mallory. La policía podría poner su maquinaria investigadora en movimiento y preguntar a todo el mundo que hubiera estado en Meigs Field el viernes por la noche hasta que encontrase a alguien que identificara el coche. Miré los documentos de Boom Boom que estaban en la mesa junto al teléfono. La respuesta a todo aquel jaleo se encontraba en aquellos papeles. Me daba veinticuatro horas más, y luego iba a ver a Bobby.
Intenté llamar a la Pole Star. La línea estaba ocupada. Llamé a la Eudora. La recepcionista me dijo que el señor Phillips no había llegado aún. ¿Le esperaban? Que ella supiese, sí. Llamé a su casa de Lake Bluff. La señora Phillips me dijo secamente que su esposo se había marchado a trabajar. ¿Así que había ido a casa la noche anterior? Me colgó otra vez.
Me hice un café y una tostada y me vestí para la acción: zapatillas de correr, vaqueros, una camiseta de algodón gris y chaqueta vaquera. Echaba de menos ni Smith & Wesson, que estaría en algún lugar del fondo de la esclusa Poe. Quizá cuando sacasen el Lucelia pudiesen buscar mi pistola entre el fangoso centeno y devolvérmela.
Antes de marcharme sonó el timbre de abajo. Apreté el botón de apertura del portal y bajé a ver quién era. Resultó ser una persona que entregaba citaciones -un estudiante-, me entregó una para que fuese al Tribunal de Investigaciones de Sault Ste. Marie el lunes siguiente. El joven pareció muy aliviado al ver que lo aceptaba con tanta calma, limitándome a metérmelo en el bolso. Yo entrego muchas citaciones y los receptores suelen oscilar entre la irritación y la violencia.
Me paré en la esquina para comprarle a Lotty un ramo de lirios y crisantemos, y me acerqué a su apartamento en el Omega. Como mi bolsa estaba también enterrada con cincuenta mil toneladas de centeno en Sault Ste. Marie, metí mis cosas en una bolsa de la compra. Puse las flores en la mesa de la cocina con una nota:
Querida Lotty:
Gracias por cuidarme. Estoy en el buen camino. Te traeré las llaves esta noche o mañana por la mañana.
Vic
Tenía que quedarme las llaves para poder cerrar el apartamento al marcharme.
Me senté en la mesa de su cocina con mi montón de contratos y me puse a revisarlos hasta que encontré el que correspondía a la factura que tenía en la mano. Se refería a tres millones de medidas de semillas de soja que iban de Chicago a Buffalo el 24 de julio de 1981. El precio del contrato era de 0,33 dólares la medida. En la factura se pagaba a 0,35 dólares. Dos centavos por medida en tres millones hacían sesenta mil dólares.
Grafalk había sido la oferta más baja en aquel envío. Otro había ofrecido 0,335 y un tercero 0,34. Grafalk se llevó la mercancía por su oferta de 0,33 y la cobró a 0,35 dólares.
La lista de Boom Boom de los contratos perdidos por la Pole Star se reveló aún más asombrosa. En los formularios que me había dado Janet, Grafalk era el más barato. Pero las notas de Boom Boom mostraban a la Pole Star como la oferta más baja. O Phillips se había equivocado con los contratos, o las facturas a las que hacía referencia Boom Boom estaban mal.
Ya era hora de ir a pedir explicaciones a aquellos payasos. Estaba cansada de que se escurriesen cada vez que les pedía información. Metí de nuevo todos los papeles en la bolsa de tela y me fui al puerto.
Eran cerca de las doce cuando salí de la 194 por la calle 130. La amable recepcionista de la Eudora hablaba por teléfono y me saludó con la cabeza al reconocerme cuando pasé junto a ella y entré en la zona de despachos. Los representantes de ventas estaban colgando sus teléfonos, ajustándose las corbatas y preparándose para salir a comer. Delante de la oficina de Phillips se encontraba Lois, con su cardado lleno de laca bien en su sitio. Tenía el teléfono sujeto bajo la barbilla y hacía como que miraba unos papeles. Estaba hablando del modo intenso y susurrante en el que hablan las personas que pretenden aparentar que no están haciendo una llamada personal.
Levantó los ojos un momento hacia mí cuando me acercaba, pero no interrumpió su conversación.
– ¿Dónde está Phillips? -le pregunté.
Murmuró algo al teléfono y puso la mano sobre el auricular.
– ¿Tiene cita?
Le sonreí.
– ¿Está hoy aquí? No parece estar en casa.
– Me temo que ha tenido que salir de la oficina para unos asuntos. ¿Quiere concertar una cita?
– No, gracias -dije-. Volveré. -Di la vuelta alrededor de ella y miré en el despacho de Phillips. No había señales de que nadie hubiese estado allí después del sábado por la noche: ni maletín, ni chaqueta, ni cigarros a medio fumar. No creí que estuviera fuera mirando hacia la ventana desde el aparcamiento, pero me acerqué a ella a mirar por detrás de las cortinas.
Mi asalto a la oficina de su jefe atrajo a Lois chillando a la guarida. Yo volví a sonreírle.
– Perdone por interrumpir su conservación. Dígale a su madre que no volverá a ocurrir. ¿O era su hermana?
Se puso roja y volvió precipitadamente a su escritorio. Yo me marché encantada conmigo misma.
Me dirigí a la zona principal del puerto. Grafalk no estaba, no venía al puerto todos los días, me dijo la recepcionista. Estuve dudando si ir a hablar con Percy Mackelvy, el expedidor, pero decidí que era mejor hablar directamente con Crafalk.
Fui andando hasta la pequeña oficina de la Pole Star. La directora de la oficina estaba agobiada, pero trataba de mantener la calma. Mientras hablaba con ella, recibió una llamada del Sun de Toronto para preguntarle por el accidente del Lucelia, y otra de KLWN Radio de Lawrence, Kansas.
– Llevo así toda la mañana. Me gustaría desconectar el teléfono, pero hemos de mantenernos en contacto con nuestros abogados y tenemos otros barcos trabajando. No queremos dejar escapar ningún encargo.
– Creí que el Lucelia era el único barco que poseían ustedes.
– Es el único grande -me explicó-. Pero alquilamos otros. De hecho Martin se ha hartado tanto de los periódicos que se ha ido a la Plymouth Iron and Steel a ver cómo descargan el Gertrude Ruttan. Es un autodescargador de setecientos pies. Se lo alquilamos a la Triage, que es una gran compañía naviera. Como la Fruehauf en camiones. Ellos no suelen hacer transportes, sino que alquilan los barcos.
Le pedí la dirección de la Plymouth y ella me la dio amablemente. Estaba a unas diez millas más allá por la orilla del lago, hacia el este. Era una joven muy colaborada: incluso me dio un pase para que pudiera entrar en la Plymouth.
Estábamos en pleno mayo y el aire seguía siendo bastante frío. Me preguntaba si no iríamos hacia una nueva glaciación. No son los inviernos fríos los que las provocan, sino los veranos frescos en los que la nieve no se derrite. Me abroché la chaqueta hasta la barbilla y avancé con las ventanillas subidas hasta llegar allí.
Mientras me iba metiendo en los territorios del acero, el aire azul se fue oscureciendo y volviéndose rojinegro. Me sentía como si cada movimiento que me acercaba a las fábricas me llevase hacia atrás en el tiempo, a las sucias calles del sur de Chicago en las que crecí. Las mujeres de las calles tenían el mismo aspecto cansado y triste mientras metían prisa a sus niños. Una tienda de ultramarinos en una esquina me recordó el lugar, entre la calle 91 y la Comercial, en el que solía comprarme un bollo de camino a la escuela, y detuve el coche para comprarme alguna cosa en vez de parar a comer. Casi esperaba que el viejo señor Kowolsky saliese de detrás del mostrador, pero, en su lugar, un enérgico joven mexicano me pesó una manzana y envolvió con cuidado un envase de yogur de arándanos.
Me explicó detalladamente cómo llegar a la entrada de la fábrica, mirándome con entusiasmo imparcial mientras lo hacía. Me sentí ligeramente animada por su abierta admiración y me dirigí hacia la planta de acero comiéndome el yogur con la mano izquierda mientras conducía con la derecha.
Eran las dos en punto. En la planta estaban cambiando los turnos, con lo que el mío era el único coche que pasaba junto a la garita del guardia por la puerta principal. Un hombre de aspecto bovino revisó el pase que me habían dado en la Pole Star.
– ¿Sabe cómo encontrar al Gertrude!
Sacudí la cabeza.
– Gire por la curva a la izquierda. Pasará junto a los hornos de carbón y un montón de escoria. Desde allí ya verá el barco.
Seguí sus instrucciones, pasando junto a un largo edificio en el interior del cual bailaban unas llamas, visibles a través de unas puertas correderas abiertas para dejar entrar el aire fresco. La escoria formaba una montaña a mi izquierda. Copos de ceniza llegaron volando hasta el parabrisas del Omega. Mirando a través de él hacia la carretera llena de baches que estaba ante mí, continué junto a los hornos hasta que vi al Gertrude surgiendo ante mí.
Grandes colinas de carbón enmarcaban la orilla del lago. El Gertrude se disponía a verter su carga sobre una de ellas. Hombres con mono y casco habían amarrado el barco. Cuando salí del coche y me abrí camino por el agujereado patio, les vi dirigir los eslabones giratorios del descargador automático para colocarlo encima de uno de los montones de carbón más pequeños.
Bledsoe estaba en tierra hablando con un hombre que llevaba un mono gris sucio. No hablaban cuando llegué hasta ellos, sólo miraban la actividad que se desarrollaba sobre sus cabezas.
Bledsoe había perdido peso en los tres días que llevaba sin verle. Se le notaba mucho; debía de haber perdido diez libras. Su chaqueta de tweed le colgaba sobre los hombros en lugar de apretarle como si estuviera conteniendo su monumental energía.
– Martin -dije-. Me alegro de verte.
Sonrió con genuino placer.
– ¡Vic! ¿Qué te trae por aquí?
Se lo expliqué y él me presentó al hombre que estaba con él, el capataz de turno. Mientras hablábamos, se empezó a oír un gran tumulto y el carbón comenzó a caer por la cinta transportadora hasta el montón que estaba debajo.
– El autodescargador es una máquina estupenda. Tendrías que verla en acción.-Fue hasta su coche y sacó otro casco del maletero para mí. Nos subimos por una escalerilla hasta la popa del barco, lejos del autodescargador, y me llevó a ver el carbón que salía de una gran cinta en forma de ocho desde las bodegas.
El carbón salía bastante deprisa, en grandes pedazos. Se tardaba unas ocho horas en descargar las bodegas con un autodescargador, en comparación con los dos días que se tardaba haciéndolo manualmente.
Era evidente que Bledsoe estaba tenso. Andaba por allí, hablando a ratos con la tripulación, cruzando y descruzando los dedos. No podía estarse quieto. En cierto momento, me vio cómo le miraba y dijo:
– No estaré tranquilo hasta que esta carga esté completamente descargada. A partir de ahora, cada vez que mueva una carga, no podré dormir hasta que sepa que el barco ha salido con ella y la ha llevado a puerto a salvo.
– ¿Qué es lo que pasó con el Lucelia?
Hizo una mueca.
– La Guardia Costera, el Cuerpo de Ingenieros y el FBI han organizado una investigación a gran escala. El problema es que hasta que no lo saquen de la esclusa no podrán saber siquiera el tipo de explosivo que se utilizó.
– ¿Cuánto tiempo tardarán?
– Sus buenos diez meses. La esclusa tiene que estar cerrada durante todo el verano y les llevará la mayor parte del año que viene el reparar las compuertas.
– ¿Podrás salvar el barco?
– Oh, sí, creo que sí. Mike ha estado allí con los chicos del astillero Costain, la gente que lo construyó. Lo van a sacar por secciones, mandarlo a Toledo y volverlo a montar. Tendría que estar de nuevo en funcionamiento el verano que viene.
– ¿Quién pagará las reparaciones de la esclusa?
– No lo sé. Pero yo no soy responsable de esa maldita explosión. La Armada tendrá que decidirlo. A menos que el Tribunal de Investigaciones determine que yo tengo responsabilidades. Pero la verdad es que no hay manera humana de que lo hagan.
Hablábamos casi a gritos para podernos oír por encima del jaleo de las cintas transportadoras. Parte de la vieja energía estaba de vuelta en Bledsoe. Empezaba a especular con su posición legal, golpeando con el puño derecho su palma izquierda, cuando oímos un silbido penetrante.
El ruido se detuvo bruscamente. La cinta transportadora se paró y con ella el alboroto que armaba. Una figura autoritaria se movió hacia la abertura de la bodega y preguntó cuál era la causa de que la cinta se hubiera detenido.
– Probablemente será una sobrecarga en una de las cintas laterales -murmuró Bledsoe, con aspecto muy preocupado.
Oímos un ruido ahogado proveniente de la bodega y un hombre joven, con el rostro sucio y un mono azul manchado, subió corriendo por la escalerilla hasta la cubierta. Tenía la cara verdosa por debajo del polvo de carbón y casi no le dio tiempo de llegar a la borda para vomitar.
– ¿Qué pasa? -gritó el hombre autoritario.
Hubo más gritos en la bodega. Echando una mirada a Bledsoe, comencé a bajar por la escalerilla por la que acababa de subir el joven mecánico. Bledsoe me siguió de cerca.
Bajé de un salto los tres últimos peldaños y aterricé en el suelo de acero de abajo. Seis o siete figuras con casco se amontonaban sobre la cinta en forma de ocho en el lugar en que se unía a las cintas laterales que la alimentaban desde la bodega. Corrí hasta ellos y les empujé a un lado, con Bledsoe mirando por encima de mi hombro.
Clayton Phillips me estaba mirando. Su cuerpo estaba cubierto de carbón. Los pálidos ojos marrones estaban abiertos y la mandíbula apretada. Tenía sangre seca en las pecosas mejillas. Aparté a los hombres y me incliné para ver su cabeza más de cerca. El carbón había llenado casi por completo un agujero grande que tenía en la parte izquierda. Se mezclaba con la sangre coagulada en un repugnante grumo rojinegro.
– Es Phillips -dijo Bledsoe con voz estrangulada.
– Sí. Mejor será que llamemos a la policía. Tú y yo tenemos que hablar de algunas cosas, Martin. -Me volví hacia el grupo de hombres-. ¿Quién es el encargado aquí?
Un hombre de mediana edad con mejillas colgantes dijo que él era el jefe.
– Asegúrese de que nadie toca el cuerpo ni ninguna otra cosa. Vamos a traer aquí a la policía.
Bledsoe me siguió obedientemente escalerilla arriba hasta que llegamos a la cubierta y salimos del barco.
– Ha habido un accidente ahí abajo -le dije al capataz de la Plymouth-. Vamos a buscar a la policía. No seguirán descargando carbón durante un rato. -El capataz nos llevó hasta una pequeña oficina que estaba junto a un largo hangar. Usé el teléfono para llamar a la policía del estado de Indiana.
Bledsoe entró conmigo en el Omega. Salimos del lugar en silencio. Conduje hasta la carretera interestatal y seguí avanzando las pocas millas que quedaban hasta el parque Indiana Dunes. En un día de semana por la tarde, a principios de la primavera, el lugar estaba casi desierto. Trepamos por la arena hasta la playa. Las únicas personas que allí había eran un hombre con barba y una mujer de aspecto deportivo con un sabueso de pelo dorado. El perro nadaba por las aguas espumosas detrás de un gran palo.
– Tienes muchas cosas que explicar, Martin.
Me miró furioso.
– ¡Tú me debes un montón de explicaciones! ¿Cómo se metió Phillips en ese barco? ¿Quién hizo saltar al Lucelia? ¿Y cómo es que siempre apareces tan rápidamente cada vez que un desastre está a punto de ocurrirle a la Pole Star?
– ¿Cómo es que Mattingly volvió a Chicago en tu avión?
– ¿Quién demonios es Mattingly?
Respiré profundamente.
– ¿No lo sabes? ¿De verdad?
Negó con la cabeza.
– Entonces, ¿a quién mandaste de vuelta a Chicago en tu avión?
– No mandé a nadie -hizo un gesto de exasperación-. Llamé a Cappy tan pronto como llegué a la ciudad y le pregunté lo mismo. Insiste en que le llamé desde Thunder Bay y le dije que se trajese a ese extraño tipo. Dijo que su nombre era Oleson. Era obvio que alguien me estaba suplantando. Pero ¿quién y por qué? Y como está bien claro que tú sí sabes quién es, haz el favor de decírmelo.
Miré hacia el agua azul verdosa.
– Howard Mattingly era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. Le mataron el sábado por la mañana. Le atropello un coche y le dejaron morir en un parque del noroeste de Chicago. Estaba en el Soo el viernes. Coincide con la descripción del tipo que Cappy se trajo a Chicago. Fue el que hizo detonar las cargas del Lucelia. Le vi hacerlo.
Bledsoe se volvió hacia mí y me agarró el brazo en un gesto de furia espontánea.
– ¡Maldita sea! Si le viste hacerlo, ¿cómo es que no le dijiste nada a nadie? Me he estado rompiendo la cabeza hablando con el FBI y el Cuerpo de Ingenieros durante dos días y tú… tú estabas ahí sentada con toda la información.
Me solté y le dije fríamente:
– Sólo me di cuenta de lo que Mattingly estaba haciendo después. No le reconocí inmediatamente. Cuando nos acercábamos al fondo de la esclusa, levantó lo que parecía un enorme par de prismáticos. Tenían que ser los controles de un detonador. Lo vi todo claro después de que el Lucelia saltase por los aires… Te acordarás de que estabas en estado de shock. No te encontrabas como para escuchar a nadie. Pensé que sería mejor marcharme y ver si podía seguirle.
– ¿Pero después?, ¿por qué no hablaste con la policía después?
– Ah. Eso fue porque, cuando llegué al aeropuerto de Sault Ste. Marie, descubrí que Mattingly había vuelto a Chicago en tu avión, aparentemente por orden tuya. Eso me molestó de verdad. Me hizo sentirme ridicula; pensaba que me había equivocado al juzgarte. Quería hablar antes contigo y luego decírselo a la policía.
El perro se acercó dando saltos a nosotros, salpicando agua de su pelo dorado. Era una perra vieja. Olisqueó a Martin con su hocico blanco. La mujer la llamó y la perra volvió a marcharse saltando.
– ¿Y ahora? -preguntó.
– Y ahora me gustaría saber cómo llegó Clayton Phillips al autodescargador del barco que tú tienes alquilado.
Dio una patada en el suelo a mi lado.
– Dímelo tú, Vic. Tú eres la gran detective. Tú eres la que apareces siempre cuando está a punto de cometerse un crimen en mi flota… A menos que hayas decidido que un hombre con mi pasado es capaz de cualquier cosa… capaz de destruir sus propios sueños, capaz de asesinar.
Ignoré su último comentario.
– Phillips había desaparecido ayer por la mañana. ¿Dónde estabas ayer por la mañana?
Sus ojos eran oscuros puntos de rabia en medio de su rostro.
– ¿Cómo te atreves? -chilló.
– Martin, escúchame. La policía va a preguntártelo y tú tendrás que responder.
Apretó los labios y luchó consigo mismo. Al final decidió dominarse.
– Estuve encerrado con mi representante de la Lloyds en el Soo hasta ayer por la noche. Gordon Firth, el presidente de Ajax, voló con él en el avión de la Ajax, y luego me trajeron a Chicago alrededor de las diez de la noche de ayer.
– ¿Dónde estaba el Gertrude Ruttan?
– Amarrado en el puerto. Entró el sábado por la tarde y tuvo que estar amarrado todo el fin de semana hasta que pudiéramos descargarlo. Alguna maldita norma sindical.
Así que cualquiera podía haberse metido en el puerto, haber hecho el agujero en la cabeza de Phillips y haberlo metido en las bodegas. Había caído en la carga y había aparecido con el resto de ella cuando salía por la cinta transportadora. Muy limpio.
– ¿Quién sabía que el Gertrucle Ruttan iba a estar allí todo el fin de semana?
Se encogió de hombros.
– Cualquiera que sepa algo de las entradas y salidas de los barcos en el puerto.
– Eso elimina a mucha gente -dije sarcásticamente-. Igual que el que manipuló mi coche, el que mató a Boom Boom. Me imaginaba que era Phillips el que lo había hecho, pero ahora también está muerto. Así que sólo quedan las personas que estaban por allí en aquel momento. Grafalk. Bemis. Sheridan. Tú.
– Yo estuve ayer en el Soo durante todo el día.
– Sí, pero podías haber contratado a alguien.
– Igual que Niels -señaló-. No estarás trabajando para él, ¿no, Vic? ¿Te contrató para que acabaras conmigo?
Negué con la cabeza.
– ¿Para quién trabajas entonces, Warshawski?
– Para mi primo.
– ¿Boom Boom? Está muerto.
– Ya lo sé. Por eso trabajo para él. Boom Boom y yo teníamos un pacto. Cuidábamos el uno del otro. Alguien le empujó debajo del Bertha Krupnik. Me dejó pruebas de la razón por la que pudieron haberlo hecho, y las encontré anoche. Parte de esas pruebas te implican a ti, Martin. Quiero saber por qué dejas a Grafalk tantos de tus contratos con la Eudora.
Sacudió la cabeza.
– Ya vi esos contratos. No hay nada raro en ellos.
– No había nada malo en ellos, excepto que tú dejabas que Grafalk se llevara muchas de las órdenes cuando tú eras el más barato. Ahora vas a decirme por qué o tendré que ir a la Pole Star e interrogar a tu personal, revisar tus libros y repetir todo el aburrido proceso.
Suspiró.
– Yo no maté a tu primo, Warshawski. Si alguien lo hizo, ése fue Grafalk. ¿Por qué no te concentras en él y descubres por qué voló mi barco y te olvidas de esos contratos?
– Martin, tú no eres tonto. Piénsalo. Parece como si tú y Grafalk estuvieseis compinchados en esas órdenes de embarco. Mattingly vuelve a Chicago en tu avión y el cuerpo de Phillips aparece en tu barco. Si yo fuera poli, no iría a buscar más lejos. Si es que tuviera toda esa información.
Hizo un gesto de dolor con el brazo derecho. Frustración.
– Muy bien. Es verdad -gritó-. Dejé que Niels se llevara alguna de mis órdenes. ¿Vas a mandarme a la cárcel por eso?
Yo no dije nada.
Después de una breve pausa siguió, más calmado:
– Estaba intentando conseguir financiación para el Lucelia. Niels necesitaba órdenes desesperadamente. La caída del acero afectaba a todo el mundo, pero a Grafalk más, a causa de esos barcos tan pequeños que tiene. Me dijo que contaría la historia de mi dichoso pasado por toda la comunidad financiera si no le proporcionaba alguna de mis órdenes.
– ¿Podría eso haberte hecho daño?
Sonrió irónicamente.
– No quise averiguarlo. Intentaba hacer frente a cincuenta millones de dólares. No veía al Fort Dearborn Trust dándome un céntimo más si se enteraba de que había cumplido dos años por estafa.
– Ya veo. ¿Y entonces?
– Oh, tan pronto como el Lucelia fue botado, le dije a Niels que lo hiciera público y se fuese al infierno. Mientras esté ganando mi propio dinero, a nadie le van a importar un bledo mis hazañas. Cuando necesitas dinero, te hacen firmar una garantía antes de dártelo. Cuando lo consigues, ya no les importa de dónde lo sacas. Pero Niels estaba furioso.
– Pero es un gran salto el pasar de forzarte a darle unas cuantas órdenes a volarte el barco, de todos modos.
Insistió con cabezonería que a ningún otro podría importarle. Hablamos de ello durante otra media hora aún, pero él no cedió. Le dije finalmente que investigaría también a Niels.
El sabueso de pelo dorado ya se había marchado con su gente cuando nos pusimos de pie y trepamos de nuevo por las dunas arenosas hasta el aparcamiento. Unos cuantos niños nos miraron sin curiosidad, esperando que los mayores se marcharan antes de lanzarse a realizar sus imprudentes hazañas.
Llevé a Bledsoe de vuelta a la fábrica de acero, atestada ahora de policías de Chicago e Indiana. El turno de las cuatro estaba llegando y le dejé junto a las verjas. Los polis podrían querer hablar conmigo más tarde como testigo presencial, pero tendrían que encontrarme antes. Tenía otras cosas que hacer.