La cena en el Louis Retaillou's Bon Appétit fue estupenda. El restaurante ocupaba la planta baja de una vieja casa victoriana. Los de la familia, que tenían cada uno un papel en la preparación y presentación de las comidas, vivían en el piso de arriba. Era jueves, una noche tranquila con muy pocas mesas ocupadas, y Louis se acercó a hablar con Bledsoe, que era un cliente habitual. Tomé el mejor pato que había tomado en mi vida y compartimos un respetable St. Estephe.
Bledsoe resultó ser un compañero de lo más ameno. Cuando llegamos a los cócteles de champán, nos habíamos convertido en «Martin» y «Vic». Me entretuvo con historias de navegación mientras yo intentaba hurgar discretamente en su pasado. Le conté algo de mi infancia en el sur de Chicago y algunas de las aventuras que corrí con Boom Boom. El contraatacó con historias de la vida a la orilla del agua en Cleveland. Le hablé de que había sido estudiante durante los turbulentos años de Vietnam y le pregunté por su educación. Se había puesto a trabajar nada más salir del colegio. ¿Con la Grafalk Steamship? Sí, con la Grafalk Steamship, lo que le hacía recordar la primera vez que estuvo en un barco cuando se desató una gran tormenta. Y así seguimos.
Eran las diez y media cuando Bledsoe me dejó junto al Lucelia para que recogiese mi coche. El guarda dejó pasar a Bledsoe sin quitar los ojos de un aparato de televisión encaramado en un estante más alto que él.
– Menos mal que tenéis una patrulla en el barco. Cualquiera puede colársele a este tipo -comenté.
Bledsoe asintió, con su rostro cuadrado en la sombra.
– Buque -dijo ausente-. Un barco es algo que se iza a bordo de un buque.
Me acompañó al coche. Volvía al Lucelia para echar un último vistazo. El silo y el barco -buque- que estaba detrás se cernían como formas gigantes sobre el poco iluminado patio. Me estremecí ligeramente dentro de mi cazadora de cuero.
– Gracias por enseñarme ese restaurante tan bueno, Martin. Me encantó. La próxima vez te llevaré a un italiano fuera de los circuitos habituales en la parte oeste.
– Gracias, Vic, me gustaría. -Me estrechó la mano en la oscuridad y comenzó a andar hacia el barco; luego se dio la vuelta, se inclinó hacia el coche y me besó. Fue un buen beso, firme y nada mojado, y yo le presté la atención que merecía. Murmuró algo de que me llamaría cuando volviese a la ciudad y se marchó.
Saqué el Lynx marcha atrás del patio hacia la calle 130. Pocos coches andaban por allí y volví fácilmente a la 1-94. El tráfico era más intenso pero fluido: camiones remolque transportando sus cargas a setenta millas por hora bajo el manto de la oscuridad y el cansado flujo de personas que siempre están fuera haciendo recados sin nombre en la gran ciudad.
La noche era clara, como la predicción del tiempo había prometido a Bemis, pero el aire estaba muy frío para la estación. Mantuve la ventanilla del coche cerrada mientras conducía hacia el norte, pasando junto a escombreras y remolques que se apiñaban bajo la sombra de la autopista y las fábricas de acero. En la calle 103 la autopista confluía con la Dan Ryan. Estaba de vuelta en la ciudad, la carretera elevada Dan Ryan a mi izquierda y una empinada pendiente de hierba a mi derecha. Encima había pequeños bungalows y tiendas de licores. Una apacible vista urbana, pero no un lugar en el que pararse en mitad de la noche. Varios turistas confiados habían sido atacados en las cercanías de la Dan Ryan.
Me estaba acercando a la salida de la Universidad de Chicago cuando oí un ruido en el motor, como si un abrelatas gigante estuviese llevándose un trozo del bloque del motor. Pisé el freno a fondo. El coche no disminuyó su velocidad. Los frenos no respondían. Apreté de nuevo. Nada. Los frenos fallaban. Moví el volante para dirigirme hacia la salida. Lo sentí flojo entre las manos. No había dirección. No había frenos. En el retrovisor vi las luces de un camión iluminándome. Otro camión me cerraba el paso por la derecha.
Se me encogió el estómago. Pisé suavemente los frenos y sentí cierta respuesta. Poco a poco, poco a poco. Encendí los intermitentes de aviso, puse el coche en punto muerto y toqué la bocina. El Lynx se iba hacia la derecha y yo no podía detenerlo. Contuve el aliento. El camión a mi derecha se quitó de mi camino, pero el que iba detrás aceleraba y tocaba la bocina.
– ¡Maldita sea, quítate de ahí! -le grité. La aguja del velocímetro había bajado a treinta; él iba por lo menos a setenta. Yo seguía deslizándome hacia el carril de la derecha.
En el último segundo el camión que iba detrás de mí giró bruscamente a la izquierda. Oí un crujido espantoso de cristales y metal contra metal. Un coche fue dando vueltas delante de mí hasta el arcén.
Pisé el freno, pero no quedaba nada en él. No podía hacer nada. En los últimos segundos, mientras el coche que tenía delante salía volando, yo me encogí y crucé las manos sobre la cara.
Metal contra metal. Tremendas sacudidas. Cristal haciéndose trizas en la calle. Un violento golpe en el hombro, un charco de humedad caliente sobre el brazo. Luz y ruido penetraron de golpe en mi cabeza; luego, silencio.
Me estallaba la cabeza. Los ojos me dolerían terriblemente si los abría. Tenía el sarampión. Eso es lo que dijo mamá. Pronto iba a estar bien. Intenté llamarla; me salió un ruido gorgoteante y sentí su mano sobre mi muñeca, seca y fresca.
– Se está moviendo.
No era la voz de Gabriella. Claro, si estaba muerta. Y si estaba muerta, yo no podía tener ocho años y estar con el sarampión. Me hacía daño pensar.
– El volante -gemí, y me obligué a abrir los ojos.
Una mancha de figuras blancas se cernían sobre mí. Sentía la luz como puñales en los ojos. Los cerré.
– Apague las luces de la cabecera. -Era la voz de una mujer. La conocía y luché por volver a abrir los ojos.
– ¿Lotty?
Se inclinó sobre mí.
– Bueno, Liebchen. Nos has hecho pasar un mal rato pero ahora ya estás bien.
– ¿Qué ocurrió? -Apenas podía hablar; las palabras se me atragantaban.
– Te lo diré en seguida. Ahora quiero que duermas. Estás en el hospital Billings.
La Universidad de Chicago. Sentí un pinchazo en un lado y me dormí.
Cuando me desperté de nuevo, la habitación estaba vacía. El dolor de cabeza seguía allí, pero más tolerable. Intenté sentarme. Al moverme, el dolor se extendió como una oleada. Me sentí muy mal y volví a tumbarme, jadeando. Tras un intervalo, volví a abrir los ojos. Tenía el brazo izquierdo atado al techo con una polea. Lo miré soñadora. Moví los dedos de la mano derecha hasta el brazo y encontré esparadrapo grueso y una escayola. Me toqué el hombro alrededor de los extremos de la escayola y di un grito de dolor imprevisto. Tenía el hombro dislocado o roto.
¿Qué me había hecho en el hombro? Fruncí las cejas al concentrarme, haciendo que el dolor de cabeza empeorase. Pero recordé. El coche. Los frenos fallando. ¿Un sedán volcando delante de mí? Sí. No podía recordar el resto. Me debía de haber empotrado en él, sin embargo. Menos mal que llevaba el cinturón. ¿Habría sobrevivido alguien en el sedán después de aquello?
Empecé a sentirme furiosa. Necesitaba ver a la policía. Necesitaba hablar con todo el mundo. Phillips, Bledsoe, Bemis, el guarda del silo de la Tri State.
Una enfermera entró muy animada en la habitación.
– Oh, ya está despierta. Eso está muy bien. Vamos a tomarle la temperatura.
– ¡No quiero que me tomen la temperatura! ¡Quiero ver a la policía!
Me echó una sonrisa brillante y me ignoró.
– Póngaselo debajo de la lengua -apuntaba con un termómetro envuelto en plástico a mi boca.
Mi furia crecía, aumentaba por la indefensión de estar allí tendida, atada al techo, mientras me ignoraban olímpicamente.
– Puedo decirle la temperatura que tengo: sube segundo a segundo. ¿Querría tener la bondad de mandar a alguien a que, llame a la policía?
– Ahora vamos a calmarnos. No querrá usted excitarse: tiene una conmoción -me metió el termómetro en la boca a la fuerza y empezó a tomarme el pulso-. La doctora Herschel vendrá más tarde y, si cree que es prudente que empiece usted a hablar con gente, nos lo dirá.
– ¿Ha habido otros supervivientes? -le pregunté por encima del termómetro.
– La doctora Herschel le dirá lo que tiene que saber.
Cerré los ojos mientras ella anotaba solemnemente mis constantes vitales en un gráfico. La paciente sigue respirando. El corazón funciona.
– ¿Qué temperatura tengo?
Me ignoró.
Abrí los ojos.
– ¿Qué pulso tengo? -Nada-. Venga, maldita sea, es mi cuerpo. Dígame lo que pasa.
Se marchó a difundir la noticia de que la paciente estaba viva y era una desagradable. Cerré los ojos y me puse a echar humo. Mi cuerpo seguía débil. Me volví a dormir.
Cuando me desperté por tercera vez, tenía la mente más clara. Me senté en la cama, despacio y aún con dolor, y repasé mi cuerpo. Un hombro mal. Las rodillas cubiertas de gasa, sin duda completamente raspadas. Heridas en el brazo derecho. Había una mesa junto a la cama con un espejo. También un teléfono. Si me hubiese dedicado a pensar en lugar de chillar antes, me hubiese podido dar cuenta. Me miré la cara en el espejo. Un vendaje impresionante me cubría la cabeza. Heridas en el cuero cabelludo: ésa debía ser la causa del dolor de cabeza, aunque no recordaba habérmela golpeado. Los ojos estaban inyectados en sangre, pero la cara estaba intacta, gracias a Dios. Seguiría siendo hermosa a los cuarenta.
Cogí el teléfono y me lo metí debajo de la barbilla. Tuve que levantar la cama para hacerlo, pues no podía colocarme el auricular contra el hombro derecho mientras estaba acostada con el izquierdo atado al techo. Una oleada de dolor se extendió por el hombro izquierdo, pero la ignoré. Marqué el número de la oficina de Mallory. No tenía ni idea de la hora que era, pero tenía la suerte de mi parte: el teniente estaba.
– Vicky, será mejor que no me llames para tonterías. McGonnigal me ha dicho que te estás metiendo en la investigación de Kelvin. Quiero que salgas. F-U-E-R-A. Vaya mala suerte que pasase en el apartamento de Boom Boom.
Ah, Bobby. Me hacía bien oírle refunfuñar.
– Bobby, no vas a creerlo, pero estoy en el hospital.
Se hizo el silencio al otro lado mientras Mallory pensaba lo que le estaba diciendo.
– Sí. En Billings… Alguien más quería que dejara el caso, y me fastidió los frenos y el volante mientras estaba ayer en el puerto. Si es que era ayer. ¿Qué día es hoy?
Bobby ignoró la pregunta.
– Venga, Vicky. No te rías de mí. ¿Qué ocurrió?
– Por eso te llamo. Espero que tú puedas descubrirlo. Volvía a casa alrededor de las diez y media u once cuando perdí el control del volante y luego de los frenos, y acabé estrellándome contra un sedán. Creo que un camión Mack le golpeó y lo lanzó a mi carril.
– Oh, demonios, Vicki. ¿Por qué no puedes quedarte en casa a educar a una familia y mantenerte apartada de este tipo de líos? -Bobby es contrario a la idea de utilizar tacos ante mujeres y niños. Y aunque yo me niegue a hacer el papel de una mujer en casa, para él cuento como mujer.
– No puedo evitarlo, Bobby; los problemas me persiguen.
Hubo un resoplido al otro lado.
– Estoy aquí tendida con un hombro dislocado y conmoción -dije quejumbrosa-. No puedo hacer nada, ni meterme en líos ni educar a una familia; al menos de momento. Pero me gustaría saber lo que le hicieron a mi coche. ¿Puedes averiguar lo que me lanzó fuera de la Dan Ryan y asegurarte de que examinen mi coche?
Bobby respiró fuerte durante unos instantes.
– Sí, supongo que puedo hacer eso. ¿En Billings, dices? ¿Cuál es el número?
Miré el teléfono y se lo leí. Volví a preguntarle qué día era. Era viernes; las seis de la tarde.
Lotty debía haber vuelto a su clínica de la parte norte. Es la persona a la que yo llamaría en caso de emergencia y supongo que también puedo decir que es mi médico. Me pregunté si podría convencerla de que me soltase. Necesitaba marcharme.
Una enfermera de mediana edad metió la cabeza por la puerta.
– ¿Cómo vamos?
– Unos mejor que otros. ¿Sabe cuándo vuelve la doctora Herschel?
– Probablemente hacia las siete. -La enfermera entró a tomarme el pulso. Si no tienen nada mejor que hacer, se aseguran de que el corazón del paciente late aún. Sus ojos grises brillaban con una alegría sin sentido en su cara roja- Bueno, desde luego, estamos más fuertes que hace unas horas. ¿Nos duele el hombro?
La miré amargamente.
– Bueno, a mí no. A usted, no sé. -No quería que nadie me metiese codeína ni Darvon. En aquel momento me dolía lo suyo.
Cuando se marchó, utilicé el teléfono para llamar a la Pole Star y preguntar por Bledsoe. La eficiente empleada de su oficina me dijo que estaba en el Lucelia, que tenía una línea directa con la costa. Me dio el número y me dijo cómo conseguir que un operador me pusiera con ellos. Iba a ser complicado. Tendría que facturarlo al teléfono de mi oficina.
Estaba dándole al operador las instrucciones para que marcase el número y a dónde lo tenía que cargar cuando mi enfermera de mediana edad volvió.
– Bueno, no vamos a hacer nada de esto hasta que la doctora diga que podamos hacerlo.
La ignoré.
– Lo siento, señorita Warshawski; no podemos permitirle que haga nada que la excite -arrancó el teléfono de mi ofendido puño-. ¿Hola? Aquí el hospital Billings. Su interlocutor no podrá terminar su llamada por el momento.
– ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decidir por mí si puedo hablar o no por teléfono? Soy una persona, no una bolsa de ropa del hospital ahí tirada.
Me miró severamente.
– El hospital tiene ciertas reglas. Una de ellas es mantener a los pacientes con conmoción y a las víctimas de accidentes tranquilos. La doctora Herschel nos hará saber si ya está usted preparada para empezar a llamar a la gente por teléfono.
Yo estaba ciega de rabia. Empecé a salir de la cama para arrebatarle el teléfono, pero la dichosa polea me mantenía atada.
– ¡Tranquila! -grité-. ¿Quién me está sacando de quicio? ¡Usted, llevándose ese teléfono!
Ella lo desenchufó de la pared y se marchó con él. Me tumbé en la cama jadeando de cansancio y furia. Una cosa estaba clara: no podía esperar a Lotty. Cuando la respiración volvió a ser normal, me levanté de nuevo y examiné la polea. Sujetaba firmemente mi brazo. Volví a inspeccionarla con el brazo derecho, con más cuidado esta vez. La escayola era fuerte. Aunque tuviese el hombro roto, lo mantendría en su lugar sin tirar. No había razón para que no me pudiese ir a casa si iba con cuidado.
Solté los alambres con la mano derecha. El hombro izquierdo se relajó contra la cama con un espasmo de dolor tan fuerte que las lágrimas me cayeron por las mejillas. Tras muchos intentos vanos de luchar con las sábanas, conseguí volver a poner el brazo izquierdo hacia delante. Pero la indefensión se combinaba con la frustración y me sentí con ganas de abandonar la lucha. Cerré los ojos y descansé diez minutos. Un cabestrillo me solucionaría el problema. Miré a mi alrededor dudando y al final encontré un paño blanco en el estante de abajo de la mesilla de noche. Me costó muchísimo darme la vuelta y acabé roja y jadeante cuando al fin conseguí ponerme de lado, alcanzar el paño y subirlo hasta la cama.
Tras un corto descanso, me puse un pico del paño en la boca y lo pasé alrededor de mi cuello. Usando los dientes y la mano derecha conseguí hacerme un cabestrillo decente.
Me bajé de la cama tambaleándome, intentando no mover el hombro izquierdo más de lo necesario, y abrí los estrechos armarios que estaban junto a la entrada. Mi ropa estaba en el segundo. Los pantalones negros estaban rotos por las rodillas y la chaqueta tiesa por la sangre seca. Mierda. Uno de mis trajes favoritos. Saqué los pantalones con una mano, ignorando la ropa interior, y estaba tratando de pensar qué hacer con ellos cuando entró Lotty.
– Me alegra ver que te encuentras ya mejor, querida -dijo secamente.
– La enfermera dijo que no debía excitarme. Como estaba poniéndome histérica pensé que sería mucho mejor que me fuese a casa, donde puedo descansar.
La boca de Lotty se torció en una sonrisa irónica. Me cogió por el codo derecho y me guió hasta la cama.
– Vic, tienes que quedarte aquí un día o dos más. Te has dislocado el hombro. Tienes que mantenerlo inmóvil para minimizar el daño en los músculos. Es un punto de tracción. Y te golpeaste la cabeza con la puerta cuando el coche volcó. Tienes un corte feo y estuviste inconsciente durante seis horas. No voy a dejar que juegues con tu salud.
Me senté en la cama.
– Pero Lotty, tengo que hablar con mucha gente. Y el Lucelia zarpa a las siete… Lo perderé si no me pongo en contacto con él pronto.
– Me temo que ya son pasadas las siete. Te volveré a traer el teléfono y podrás llamar. Pero francamente, Vic, incluso con tu constitución, tienes que mantener ese hombro inmóvil un par de días más. Venga.
Se me llenaron los ojos de lágrimas de frustración. Me latía la cabeza. Me recosté en la cama y dejé que Lotty me desvistiera y volviera a atarme el brazo a la polea. Odiaba tener que admitirlo, pero me alegraba de volver a estar acostada.
Fue al puesto de enfermeras y volvió con el teléfono. Cuando me vio haciendo malabarismos con el auricular, lo cogió y marcó el número ella misma. Pero el Lucelia ya había zarpado.