Los Halcones habían pagado mucho dinero a Boom Boom por jugar al hockey. Él se gastó buena parte en un piso de un satinado edificio de cristal en la avenida Lake Shore, al norte de la calle Chestnut. Desde que lo compró, unos cinco años antes, yo había estado allí unas cuantas veces, a menudo con un montón de amigos jugadores borrachos.
Gerald Simonds, el abogado de Boom Boom, me dio las llaves del edificio junto con las del Jaguar de mi primo. Nos pasamos la mañana repasando el testamento de Boom Boom, un documento que levantaría más ampollas entre las tías. Mi primo dejaba el grueso de sus propiedades a varias obras benéficas y a la Fundación de Pensiones de Viudas de Jugadores de Hockey. No se hablaba de tías para nada. A mí me dejaba algo de dinero con la recomendación de no gastarlo todo en Black Label. Simonds frunció las cejas con desaprobación cuando yo me reí. Me explicó que había intentado convencer a su cliente de que no incluyese aquella cláusula, pero el señor Warshawski se mantuvo inconmovible.
Eran cerca de las doce cuando acabamos. Había un par de cosas que podía haber hecho en el distrito financiero para uno de mis clientes, pero no me sentía con ánimos de trabajar. No tenía ningún caso interesante en aquel momento, sólo un par de procesos que atender. También andaba detrás de las huellas de un hombre que había desaparecido con la mitad de los bienes de una sociedad, incluido un yate de cuarenta pies. Todo aquello podía esperar. Recuperé mi coche, un Mercury Lynx verde, del aparcamiento de la sociedad Dearborn y me dirigí hacia la Gold Coast.
Como todos los lugares elegantes, el edificio en el que había vivido Boom Boom tenía un portero. Un hombrecillo blanco, gordito, de mediana edad, que cuando yo llegué ayudaba a una vieja dama a salir de un Seville. Rebusqué entre las llaves para dar con la que abría la puerta interior.
Dentro del vestíbulo, una mujer salió del ascensor con un caniche minúsculo que llevaba su mullido pelo blanco lleno de lacitos azules. Abrió la puerta de fuera y yo entré, echando al perrito una mirada conmiserativa. El perro tiró de su correa tachonada de falsos diamantes para olisquearme la pierna.
– Vamos, Fifí -dijo la mujer tirando del caniche hasta volver a ponerlo a su lado. Se supone que los perros así no deben oler cosas ni hacer nada que recuerde a sus dueños que son animales.
El vestíbulo interior no era grande. Contenía unos cuantos árboles en macetas, dos sofás de color hueso donde los residentes podían sentarse a charlar, y un tapiz muy grande. Ese tipo de tapices se ven por todas partes, al menos en esa clase de edificios: están tejidos generalmente con grandes nudos de lana pegados aquí y allá y hay unas cuantas tiras largas de lana que cuelgan del centro. Mientras esperaba el ascensor estudié aquél sin entusiasmo. Cubría el muro oeste y estaba compuesto por diferentes tonos de verde y mostaza. Me alegré de vivir en un edificio de tres pisos sin vecinos, como la dueña de Fifí, que pudiesen decidir lo que tenía que colgar del vestíbulo.
El ascensor se abrió silencioso detrás de mí. Una mujer de mi edad salió vestida para correr, seguida de dos mujeres más mayores en dirección a Saks, discutiendo sobre si comerían en Water Tower por el camino. Miré mi reloj: las doce cuarenta y cinco. ¿Cómo es que no estaban trabajando si era martes? Quizá eran, como yo, investigadores privados aprovechando un rato para ocuparse de las propiedades de un pariente. Apreté el veintidós y el ascensor me transportó rápido y en silencio.
Cada una de las plantas de aquel edificio de treinta pisos tenía cuatro viviendas. Boom Boom había pagado un cuarto de millón para conseguir uno en la esquina noreste. Tenía unos ciento cuarenta metros cuadrados: tres dormitorios, tres baños incluyendo uno con bañera a ras del suelo junto al dormitorio principal, y una magnífica vista del lago por el norte y por el este.
Abrí la puerta del 22 C y atravesé el recibidor hasta llegar al salón. Mis pies no hacían el menor ruido sobre las espesas alfombras que llegaban hasta las paredes. Las cortinas de dibujos azules estaban descorridas a los lados del muro de cristal que formaba el lado este de la habitación. La vista panorámica me atrajo: el lago y el cielo componían una gigantesca bola verde grisácea. Dejé que el espacio me absorbiera hasta que me sentí completamente en paz. Llevaba así un buen rato cuando me di cuenta de que no estaba sola en el apartamento. No estaba segura de lo que me alertó; me concentré unos minutos y oí un ligero ruido rasposo. Rozamiento de papeles.
Volví al recibidor. Éste conducía a un pasillo a la derecha al que se abrían los tres dormitorios y el baño principal. Al comedor y a la cocina se pasaba por otro pasillo más pequeño que estaba a la izquierda. El roce provenía de la derecha, del lado de los dormitorios.
Yo me había puesto un traje y tacones para ir a ver a Simonds, ropa totalmente inadecuada para enfrentarse a un intruso. Abrí con mucho cuidado la puerta principal para prepararme una vía de escape, me quité los zapatos y dejé el bolso junto a un revistero que estaba en el vestíbulo.
Volví al salón, escuché atentamente y busqué algo que pudiera servirme de arma. Un trofeo de bronce sobre la repisa de la chimenea, un tributo a Boom Boom como el mejor jugador de la Copa Stanley. Lo cogí en silencio y me dirigí cautelosa hacia el pasillo que conducía a los dormitorios.
Todas las puertas estaban abiertas. Me acerqué de puntillas a la habitación más próxima, que Boom Boom utilizaba como estudio. Apretándome contra la pared, sujetando el pesado trofeo con el brazo izquierdo, metí la cabeza lentamente por el hueco de la puerta.
De espaldas a mí, Paige Carrington estaba sentada ante el escritorio de Boom Boom, revisando unos papeles. Me sentí ridícula y furiosa a la vez. Volví al vestíbulo, dejé el trofeo sobre el revistero y me puse los zapatos. Me dirigí de nuevo al estudio.
– Has llegado pronto. ¿Cómo entraste?
Ella saltó en su silla y dejó caer los papeles que sujetaba. El color púrpura le subió al rostro desde el cuello abierto de la camisa hasta las raíces de su oscuro pelo.
– ¡Oh! No te esperaba hasta las dos.
– Yo a ti tampoco. Creí que habías dicho que no tenías llave.
– Por favor, no te enfades, Vic. Nos han puesto un ensayo de más a las dos y tenía mucho interés en encontrar las cartas. Así que convencí a Hinckley, el portero; le convencí de que subiera y me dejara entrar. -Durante un minuto me pareció ver lágrimas en sus ojos color miel, pero se pasó el dorso de la mano por ellos y sonrió con aire culpable-. Esperaba haberme marchado antes de que aparecieses. Estas cartas son de lo más personal y no resistiría que nadie, ni siquiera tú, las vieses.
Fruncí las cejas.
– ¿Has encontrado algo?
Se encogió de hombros.
– Puede que no las guardase.
Se inclinó para recoger los papeles que había dejado caer al entrar yo. Me arrodillé para ayudarla. Parecían un montón de cartas de negocios. Vi el nombre de Myron Fackley un par de veces. Había sido el agente de Boom Boom.
– No he mirado más que dos cajones y hay otros seis con papeles dentro. Lo guardaba todo, creo… Uno de los cajones está lleno de cartas de admiradores.
Miré la habitación con ojos amargos. Ocho cajones llenos de papeles. En ordenar y limpiar siempre he sacado las puntuaciones más bajas en las pruebas de aptitud.
Me senté en el escritorio y palmeé el hombro de Paige.
– Mira. Revisar todo esto va a ser aburridísimo. Voy a tener que examinar incluso lo que tú has mirado, porque necesito ver todo lo que pueda tener relación con los bienes. Así que, ¿por qué no me lo dejas a mí? Te prometo que si encuentro cartas personales a Boom Boom no las leeré. Te las meteré en un sobre.
Me miró y sonrió, pero la sonrisa tembló.
– Puede que esté siendo presuntuosa, pero si guardó todas estas cartas de chicos a los que no conocía, creo que debió guardar las que le escribí yo -miró hacia otro lado.
Le cogí el hombro un instante.
– No te preocupes, Paige. Estoy segura de que aparecerán.
Dio un suspirito elegante.
– Creo que me estoy obsesionando con ellas porque así no pienso: «Sí, se ha ido… de verdad.»
– Sí. Por eso le estoy maldiciendo yo por haber acumulado semejante cantidad de cosas. Y ni siquiera puedo devolvérselo haciendo que él sea mi albacea.
Se rió un poco.
– Me he traído una maleta. Puedo llevarme la ropa y las cosas de arreglarme que había dejado aquí y marcharme.
Se fue al dormitorio principal a recoger sus cosas. Yo me puse a rondar por allí sin ganas, tratando de sacar algo en claro de mi tarea. Paige tenía razón: Boom Boom lo guardaba todo. Cada pulgada de pared estaba cubierta de fotografías de hockey, empezando por el minúsculo equipo al que mi primo perteneció cuando estaba en segundo grado. Había fotos de grupo con los Halcones Negros, fotos de vestuario llenas de champán tras los triunfos en la Copa Stanley, fotos de Boom Boom solo realizando jugadas difíciles, fotos dedicadas de Esposito, Howe, Hull… incluso una de Boom-Boom Geoffrion con la leyenda «Al pequeño cañón».
En medio de la colección, incongruente, había una foto mía vestida con la toga recibiendo mi título de graduada en leyes de la Universidad de Chicago. El sol brillaba tras de mí y yo sonreía a la cámara. Mi primo nunca había ido a la universidad y tenía un respeto desmesurado por mi educación. Fruncí las cejas ante aquella joven y feliz V. I. Warshawski y me dirigí al dormitorio principal por si Paige necesitaba ayuda.
La maleta yacía abierta sobre la cama, con la ropa doblada cuidadosamente. Cuando entré estaba revolviendo un cajón del que sacó un jersey rojo brillante.
– ¿Vas a mirar toda esta ropa y todo lo demás? Creo que yo ya he sacado todas mis cosas, pero dime si encuentras algo más. Las tallas seis serán mías seguramente, no suyas. -Entró en el baño y la oí abrir los armarios.
El dormitorio era masculino pero acogedor. Una cama muy grande dominaba el centro de la habitación, cubierta con un edredón blanco y negro. Las cortinas hasta el suelo, de una pesada tela cruda, estaban corridas mostrando el lago. El palo de hockey de Boom Boom colgaba sobre el severo escritorio de nogal. Un cuadro morado y rojo suministraba la nota de color, y un par de alfombras repetían el mismo rojo. Había evitado los espejos que tantos solteros creen que completan los dormitorios de las personas solas.
En una mesilla de noche había unas cuantas revistas. Me senté en la cama para ver lo que leía mi primo antes de irse a dormir: Deportes Ilustrados, El Mundo del Hockey, y un periódico densamente ilustrado llamado Noticias del Cereal. Lo miré con interés. Publicado en Kansas City, estaba lleno de información acerca de cereales, el tamaño de las diversas cosechas, los precios de diferentes opciones de la lonja, las tarifas de transportes por tren y barco, los contratos adjudicados a los diferentes transportistas. Era de lo más interesante si te importaban algo los cereales.
– ¿Es algo de particular?
Estaba tan absorta que no me di cuenta de que Paige había salido del cuarto de baño para acabar de recoger sus cosas. Dudé y luego le dije:
– He estado pensando si Boom Boom no caería debajo de la hélice… deliberadamente. Esto -agité el periódico ante ella- informa de todo lo que puedas querer saber acerca de los cereales y su transporte. Parece ser que sale dos veces al mes, semanalmente durante la cosecha. Si Boom Boom estaba lo bastante unido a la Compañía de Grano Eudora como para leerse algo como esto, me siento más tranquila.
Paige me miró con atención. Cogió Noticias del Cereal y lo hojeó. Mirando las páginas, dijo:
– Sé que haber dejado el hockey le trastornó. Me imagino cómo me sentiría yo si tuviese que dejar de bailar, y eso que yo no soy tan buena bailarina como él jugador. Pero creo que su relación conmigo… le impedía sentirse demasiado deprimido. Espero que esto no te ofenda.
– En absoluto. Si es verdad, me alegro de oírlo.
Sus finas cejas dibujadas se alzaron.
– ¿Si es verdad? ¿Te importa explicármelo?
– No hay nada que explicar, Paige. No veía a Boom Boom desde enero. Por entonces seguía luchando con su melancolía. Si supiera que tú le habías ayudado a salir de las tinieblas, me alegraría… En el funeral hubo comentarios acerca de que tenía problemas en la Compañía Eudora. Creo que circula el rumor de que había robado ciertos papeles. ¿Te dijo a ti algo de esto?
Los ojos color miel se abrieron mucho.
– No. Ni una palabra. Si la gente hablaba de ello, él no debió sentirse lo bastante molesto como para mencionarlo; cenamos juntos el día antes de que muriera. En cualquier caso, yo no lo creo.
– ¿Sabes de qué quería hablar conmigo?
Pareció desconcertada.
– ¿Estaba intentando ponerse en contacto contigo?
– Me dejó un mensaje urgente en el contestador, pero no dijo lo que quería. Me pregunto si no necesitaría mi ayuda profesional porque estuviese pasando algo raro en los muelles.
Sacudió la cabeza, jugueteando con la cremallera de su bolso.
– No lo sé. Estaba perfectamente el lunes por la noche. Mira, voy a tener que irme. Siento haberte asustado antes, pero ahora tengo que irme corriendo.
Volví hacia la puerta de entrada con ella y cerré cuando salió. Me había olvidado de cerrar cuando vine la vez anterior a buscar mis zapatos. Corrí además el cerrojo. Estaría bueno que el portero volviera a dejar entrar a alguien sin decírmelo… al menos, mientras yo estuviera dentro del apartamento.
Antes de volver a enfrascarme en la deprimente tarea de ordenar los papeles de mi primo, di un rápido vistazo a mi alrededor. Al contrario que yo, él era -había sido- sumamente pulcro. Si yo llevase muerta una semana y alguien viniese a mi casa, se encontraría unas cuantas sorpresas desagradables en el fregadero y una buena capa de polvo, por no hablar del montón de ropa y papeles en el dormitorio.
La cocina de Boom Boom estaba impecable. La nevera, tan limpia por dentro como por fuera. La revisé y saqué las verduras que se estaban estropeando. Dos litros de leche se fueron fregadero abajo; supongo que nunca perdió la costumbre de bebería, incluso cuando había dejado de entrenarse. Limpio, limpio. A menudo se lo decía a Boom Boom por meterme con él. Recordar aquellas palabras hizo que el estómago se me encogiera, como si lo estuvieran succionando por debajo. Eso es lo que pasa cuando muere alguien a quien quieres. He pasado por eso con mis padres también. Hay pequeñas cosas que no dejan de recordártelos y tiene que pasar un cierto tiempo antes de que el dolor físico desaparezca de la memoria.
Volví al estudio y organicé el ataque a los cajones. De izquierda a derecha, de arriba abajo. Si tienes que hacerlo, hazlo de manera organizada para que no tengas que volver atrás y perder más tiempo. Afortunadamente, mi primo no era sólo una hormiguita guardando cosas; también era muy organizado. Los ocho cajones tenían todos archivadores primorosamente etiquetados.
El de arriba de la izquierda contenía correo de admiradores. Dado el gentío que había en el funeral, no debía haberme sorprendido de la cantidad de cartas que la gente le mandaba. Seguía recibiendo tres o cuatro a la semana, escritas con una elaborada caligrafía infantil:
Querido Boom Boom Warshawski:
Creo que eres el mejor jugador de hockey del universo. Por favor, mándame tu foto.
Tu amigo, Alan Palmerlee
P.D.: Te mando una foto mía jugando como ala del Algonquin Maple Leafs.
Al revés de cada carta estaba escrita cuidadosamente la fecha y la respuesta: «26 de marzo; enviada foto firmada», o «Llamado Myron. Pedido que concertase una cita personal». Escuelas secundarias le pedían que hablase en el discurso de graduación o en banquetes deportivos.
El siguiente cajón contenía material relativo a la aprobación de los contratos de Boom Boom. Tendría que revisarlos con Fackley y Simonds. Mi primo había hecho una serie de anuncios para la Asociación de Lecheros Americanos. Quizá aquello explicase lo de la leche: si anuncias leche, tienes que tomártela. También estaba el palo de hockey de Warshawski, un jersey de calentamiento y un seguro de patinador.
A las cinco, remoloneé por la impoluta cocina y encontré un bote de café y una cafetera eléctrica. Me hice una taza y me la llevé conmigo al estudio. A las ocho y media descubrí las provisiones de licor de Boom Boom en una cómoda china labrada, en el comedor, y me serví un Chivas. No es mi whisky preferido, pero es un sustituto adecuado para el Black Label.
Hacia las diez estaba rodeada de montones de papeles, de los cuales un montón era para Fackley, el agente. Uno para el abogado, Simonds. Unos pocos para la basura. Unas cuantas cosas que tenían valor sentimental para mí. Una o dos que podrían interesar a Paige. Unos cuantos recuerdos para el Hockey Hall of Fame en Eveleth, Minnesota, y otras cosas para los Halcones Negros.
Estaba cansada. Mi blusa de color verde oliva tenía un manchón de polvo grasiento por todo el delantero. Las medias estaban llenas de carreras. Tenía hambre. No había encontrado las cartas de Paige. Puede que me sintiese mejor después de comer algo. En cualquier caso, había examinado todos los cajones, incluyendo los del escritorio. ¿Qué es lo que en realidad esperaba encontrar?
Me puse de pie bruscamente y aparté los montones de papeles para alcanzar el teléfono. Marqué un número que conocía de memoria y sentí alivio al oír que contestaban a la tercera señal.
– Al habla la doctora Herschel.
– Lotty, soy Vic. He estado ordenando los papeles de mi primo y estoy de lo más deprimida. ¿Has cenado?
Hacía horas que había cenado, pero accedió a encontrarse conmigo en el hotel Chesterton para tomar un café mientras yo comía algo.
Me lavé un poco en el baño principal, mirando con pena hacia la bañera a ras del suelo con su mecanismo de burbujas. Alivio para el deshecho tobillo de mi primo. Me pregunté si se habría comprado el piso por la bañera. Sería muy propio de Boom Boom, escrupuloso pero no muy práctico.
De salida, me detuve para hablar con el portero, Hinckley. Hacía rato que se había marchado ya. El hombre de turno en aquel momento era más bien una especie de guardia de seguridad. Estaba sentado tras un escritorio con una pantalla de televisión encima; podía ver la calle o el garaje o mirar en cualquiera de los treinta pisos. Un hombre negro mayor y cansado, al que vi sus pequeñas arruguillas sólo cuando me acerqué a él. Me miró impasible mientras le explicaba quién era yo. Le enseñé el poder de Simonds y le dije que seguiría viniendo hasta que las cosas de mi primo estuviesen totalmente arregladas y se vendiera el piso.
No dijo nada. Ni parpadeó ni movió la cabeza; no hizo más que mirarme sin expresión con sus ojos marrones, cuyos iris estaban moteados de amarillo por la edad.
Me di cuenta de que alzaba la voz y me contuve.
– El hombre que estaba de guardia esta tarde dejó entrar a una persona al apartamento. ¿Podría usted asegurase de que no entra nadie más a menos que yo le acompañe?
Siguió mirándome sin parpadear. Me volví y le dejé allí sentado bajo el tapiz color mostaza.