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Cuentos para dormir

Al día siguiente recibí un flujo constante de visitas. Charles McCormick, sargento de la División de Tráfico, vino a informarme del accidente y a que le contara mi versión de los hechos. Le conté todo lo que recordaba. Como sospechaba, el camión que iba detrás de mí había golpeado a un coche cuando se desplazaba hacia el carril de la izquierda. El conductor del sedán se había precipitado hacia el parabrisas y había muerto. Dos pasajeros estaban en estado crítico, uno con lesiones en la espina dorsal. Mi aspecto debió dejar traslucir el horror y la culpabilidad que sentía, porque intentó tranquilizarme:

– No llevaban puestos los cinturones. No voy a decir que eso les hubiese salvado, pero puede que les hubiera ayudado. Desde luego, le salvó a usted la vida cuando su coche volcó. Hemos detenido al conductor del camión. No tiene ni un rasguño, claro. Le acusamos de conducción imprudente y homicidio involuntario.

– ¿Han revisado mi coche?

Me miró con curiosidad.

– Vaciaron el líquido de frenos. Y cortaron los cables de la dirección. Habían dejado lo suficiente como para ponerse en marcha, pero al mover el volante, los cables se rompieron del todo.

– ¿Cómo pude parar en el semáforo de la calle 130?

– Si frenaba usted con suavidad, debía quedar líquido suficiente como para poder hacerlo. Pero si pisaba el freno a fondo, no le serviría de nada… ¿Quién pudo hacer una cosa así? ¿Dónde había aparcado el coche?

Se lo dije. Sacudió la cabeza.

– Hay muchos vándalos en el puerto. Tiene suerte de haber salido viva de esto.

– Es una pobre excusa para el guarda que está en la Tri State. Debería mandar a alguien a hablar con él y comprobar si advirtió algo.

McCormick dijo que lo pensaría. Me hizo unas cuantas preguntas más y se marchó.

Alguien metió en la habitación un enorme ramo de flores primaverales. La nota decía:

Vic:

Siento muchísimo lo de tu accidente. Recupérate pronto.

Paige.

Muy amable. La esposa de Bobby Mallory mandó una planta. Murray Ryerson vino en persona trayendo un cactus. Le parecería gracioso.

– ¡Vic! Eres como los gatos. A nadie le aplasta un camión y vive para contarlo.

Murray es un chico grandote con pelo rojizo rizado. Parece una especie de Elliott Gould sueco. Su voz cálida y sus hombros de cuarenta y seis pulgadas redujeron la habitación del hospital a la mitad.

– Hola, Murray. Lees demasiados periódicos sensacionalistas. No me golpeó un camión: di con otro pobre bastardo al que alcanzó por detrás el camión.

Agarró una silla forrada de plástico, la acercó a la cama y se sentó en ella del revés.

– ¿Qué ocurrió?

– ¿Es una entrevista o una visita a un enfermo? -le pregunté, mosca.

– ¿Qué tal si me concedieses una entrevista a cambio de la historia de Paige? ¿O ya no te interesa?

Me animé considerablemente.

– ¿Qué has descubierto?

– La señorita Carrington es una chávala muy trabajadora… Perdón, una joven. Tiene una hermana mayor, pero no hermanos. Sacó un diploma del American Ballet Theater a los quince años, pero a la larga no sirvió. Vive en un apartamento en Astor Place. El padre murió. La madre vive en Park Forest South. Su familia no tiene mucho dinero que digamos. Puede que un amigo rico la ayude, o que el ballet le pague muy bien; tendrás que buscarte un detective para que lo averigüe con seguridad. En cualquier caso, lleva viviendo en el mismo sitio desde hace varios años.

Fruncí la cara.

– ¿Park Forest South? Me dijo que había crecido en Lake Bluff.

– Puede que lo hiciera. El otro es sólo el lugar en el que vive su madre… En lo que se refiere a ella y a tu primo, se habló de ellos un mes más o menos antes de que él muriera. No iban a ninguno de los lugares más conocidos, así que a Greta le costó un poco descubrirlo, pero alguien la vio con él en el Stadium en marzo. Si iban en serio, lo llevaban con mucha discreción. Hablé con alguno de los demás jugadores. Les parece que ella le perseguía; él no estaba tan implicado.

Al oír eso sentí un innoble estremecimiento de placer.

– Tu turno. -Los ojos azules de Murray brillaban divertidos. Le dije todo lo que sabía del accidente.

– ¿Quién te vació el líquido de frenos?

– La policía dice que unos vándalos del puerto.

– ¿Y qué dices tú?

– Yo digo que fue el que empujó a mi primo bajo el Bertha Krupnik -pero eso me lo dije a mí misma-. Ni idea, Murray. No me lo puedo imaginar.

– Vic, se lo creería a cualquier otro. Pero a ti no. Has sacado de quicio a alguien que te rompió la dirección. Dime: ¿quién?

Cerré los ojos.

– Puede que haya sido el teniente Mallory. Quiere que me mantenga apartada del caso Kelvin.

– Alguien del puerto.

– Soy una inválida, Murray.

– Alguien relacionado con Kelvin.

– Sin comentarios.

– Te voy a seguir de cerca, Vic. Quiero ver lo que ocurre antes de que ocurra.

– Murray, si no sales de aquí ahora mismo, voy a decir a las enfermeras que te echen. Las de este hospital son malvadas.

Se rió y me alborotó el pelo.

– Ponte bien en seguida, Vic. Te voy a echar de menos si te vas a tu novena vida… Aunque sólo sea en broma, voy a ir a hablar con tu guarda de la cara roja en la Compañía Tri State.

Abrí los ojos.

– Si descubres algo, será mejor que me lo digas.

– Léelo en el Star, Vic. -Se rió y se fue antes de que pudiese pensar en una réplica ingeniosa.

Cuando se marchó reinó la tranquilidad durante un rato. Alcé la cabecera de la cama y luché con la mesilla para colocarla de modo que pudiera escribir. Nunca me había roto un brazo antes y no me había dado cuenta de lo difícil que era hacer las cosas con una sola mano. Menos mal que hay coches automáticos, pensé, y luego recordé que no tenía coche. Llamé a mi agente de seguros para informar de la pérdida. Esperaba que mi póliza cubriese el vandalismo.

Hice unos garabatos en una hoja de papel barato del hospital: un carguero en alta mar, unos cuantos cocodrilos. Cualquiera de los del puerto podía haberme saboteado el coche. Phillips sabía que estaba allí, me había visto fuera de las oficinas de la Pole Star. Se lo podía haber dicho a Grafalk o a cualquiera de los de Grafalk, el expedidor, por ejemplo.

Añadí un tiburón con muchas filas de feroces dientes y unas mandíbulas lo bastante grandes como para tragarse al carguero. Todos los del Lucelia sabían que yo estaba allí. Aquello incluía a Bledsoe. El problema era que Bledsoe besaba muy bien. ¿Puede alguien que bese bien ser lo bastante canalla como para hacer perder el control a mi coche? Además, en el Lucelia no estaba todo el personal de máquinas en la sala. Sheridan o Winstein -incluso Bemis- podían haberse ocupado de mi coche mientras Bledsoe me llevaba a cenar.

Luego estaba Phillips. Se comportaba de modo extraño cada vez que hablaba con él. Puede que se hubiera enamorado de mí y no pudiera expresarlo, pero no me parecía. Además, Boom Boom y él habían discutido a causa de los contratos el día antes del accidente de mi primo.

Dibujé una bola redonda y añadí un mechón de pelo. Se suponía que era Phillips. Le puse el nombre por si acaso alguna de las enfermeras quería conservar el dibujo para sus nietos. La verdad es que iba a tener que hablar con todos ellos: Grafalk, Phillips, Bemis, Sheridan y Bledsoe, y pronto.

Me miré tétricamente el brazo izquierdo. No podía hacer gran cosa mientras yacía allí atada a mi polea. Pero, ¿qué pasaba con aquellos contratos de embarque de la Eudora? Alguien habría recogido mi bolsa de lona de los restos del Lynx. En aquel momento, yacía en el estante de abajo de mi mesilla.

Bajé la cama, torcí la cabeza hacia el costado para pescar la agenda en el bolso, volví a levantar la cama y miré fijamente las fechas marcadas en la primera página del libro. Yo suelo seguirles la pista a mis períodos marcando las fechas en que los tengo en el calendario del escritorio, pero eso no valía en el caso de mi primo. Sonreí por dentro, imaginando la reacción de Boom Boom si le hubiese sugerido algo parecido.

Las fechas puede que no siguiesen la pista del ciclo menstrual de Boom Boom, pero tenían que indicar algún otro hecho periódico. Las copié todas en una hoja de papel. Algunas diferían en dos días, otras en diecisiete, once, cinco; todos números primos… no, seis, tres, cuatro, de nuevo dos. Empezaban a principios de marzo y acababan en noviembre; luego volvían a empezar en abril.

Aquello significaba la estación de embarques en los Grandes Lagos. Elemental, querida Warshawski. Empezaba a finales de marzo o a principios de abril y acababa alrededor de Año Nuevo, cuando el hielo de la parte alta de los lagos se volvía demasiado espeso como para que nadie anduviese por allí rompiéndolo.

La Eudora trabajaba durante todo el año, claro, pero sólo mandaban las cargas por barco nueve meses al año. Así que la pelea con Phillips había tenido algo que ver con los contratos de embarque. Pero ¿qué?

Mi cabeza empezaba a sentirse peor; bebí un poco de agua y bajé la cama para descansar. Dormí durante un rato. Cuando me desperté, un joven estaba sentado en la silla de los visitantes mirándome con preocupación. Su rostro suave y redondo, de nariz rota y ojos castaños perrunos, me parecía vagamente familiar. Traté de recordar.

– ¡Pierre Bouchard! Me alegro de verte. Myron me dijo que estabas fuera.

Sonrió y me resultó mucho más familiar. Nunca le había visto junto a Boom Boom sin una sonrisa.

– Sí, bueno, volví ayer por la noche. Y Anna vio lo de tu accidente en el periódico -sacudió la cabeza con tristeza-. Lo siento muchísimo, Vic. Primero lo de Boom Boom y ahora esto.

Sonreí con embarazo.

– Mi hombro se curará; no te preocuparás por un simple hombro dislocado cuando tú has tenido una pierna escayolada durante semanas y te has roto la nariz tres veces…

– Cuatro -me corrigió con un guiño.

– ¿Así que Myron te dijo que quería verte?

– ¿Myron? No. ¿Cómo habría podido decírmelo si acabo de volver a Chicago? No, Vic, vine sólo por ti -cogió un paquete del suelo y me lo tendió.

Lo abrí. En su interior había una foca tallada en la esteatita que usan los esquimales. Me sentí muy emocionada y se lo dije.

– Bueno, en el hospital se cansa uno de tantas flores. Lo sé bien. Esta pequeña fue tallada por los esquimales hace dos o trescientos años. Espero que te traiga suerte.

– Gracias, Pierre. Yo también lo espero. Y espero que me ayude a recordarte para siempre.

Resplandeció.

– ¡Bueno, bueno! Pero que Anna no te oiga decir eso -se detuvo un minuto-. Vine además a darte un recado de Boom Boom. Yo había estado dos semanas en Quebeq, vine para el funeral, ¿sabes?, y volví allí otra vez. Bueno, pues cuando llegué a casa anoche tenía una carta suya esperándome. La había echado al correo el día antes de morir. -Rebuscó en el bolsillo de arriba de su chaqueta de tweed marrón, sacó la carta y me la tendió.

Boom Boom me perseguía desde la tumba con sus cartas. Todo el mundo me traía su correspondencia personal. ¿Por qué nunca me escribió a mí? Saqué la hoja blanca del sobre y leí en su letra pequeña y cuidada:

Pierre:

Anna me dice que estás jugando en el Coeur d'Argent. Rómpeles la cabeza por mí, amigo. Creo que vi el otro día a Howard en extrañas circunstancias. Intenté llamarle, pero Elsie me dijo que estaba en Quebeq contigo. Llámame cuando vuelvas y dímelo.

Boom Boom

– ¿Quién es Howard? ¿Howard Mattingly?

Pierre asintió. Mattingly era un ala suplente.

– Elsie es su mujer. Pobre chica. Si él le dice que va al Coeur d'Argent, ella le cree, aunque sólo sea para no saber dónde está de verdad.

– ¿Así que no estaba en Quebec contigo?

Sacudió la cabeza.

– Mattingly siempre está con una nueva chica. A Boom Boom nunca le interesó. Ni siquiera es buen jugador. Y es un fanfarrón, ¿sabes?

El imperdonable pecado masculino: fanfarronear acerca de tus triunfos con las chicas y sobre el hielo; sobre todo cuando en ninguna de las dos cosas eres muy brillante.

Volví a mirar la carta, dudosa. Parecía no tener nada que ver con el jaleo que estaba intentando aclarar. Pero era lo bastante importante como para que mi primo llamase y luego escribiese a Bouchard. Tenía que significar algo. Debía al menos intentar descubrir qué era lo que había estado haciendo Boom Boom los últimos días antes de morir. La carta tenía fecha del veintiséis. Él murió el veintisiete, eso significaba retroceder al menos hasta el veintitrés, cuando entró agua en las bodegas del Lucelia. ¿Podía haber estado Mattingly mezclado en aquello? Comencé a sentirme sobrepasada por la enorme cantidad de trabajo que iba a tener que hacer y miré desesperanzada mi brazo atado al techo.

– ¿Tienes alguna foto buena de Mattingly?

Bouchard se rascó la barbilla.

– Una foto publicitaria. Myron puede darme una.

– ¿Podrías conseguirme media docena de copias? Quiero ver si alguien puede identificarle en cualquier lugar raro que se me ocurra.

– Claro. En seguida -se levantó muy animado. Acción. Eso es lo que les gusta a los jugadores de hockey-. ¿Quieres que yo las enseñe mientras tú estás ahí tendida?

– Déjame pensarlo… Yo sé con quién tengo que hablar y tú quizá no puedas llegar a ellos.

Se marchó entre una nube de antiséptico. Volví a mirar el calendario de mi primo. El veintitrés había visto a Margolis. La mayoría debía haber estado en el silo. El veinticuatro, un sábado, estuvo con Paige. No anotó ninguna otra de sus citas. El lunes habló con MacKelvy, el expedidor de la Grafalk, y con dos personas más cuyos nombres no reconocí. Le enseñaría la foto de Mattingly a Margolis. Puede que mandase a Pierre a hacerlo.

Miré el reloj, abrochado tontamente a mi muñeca derecha. Las cuatro y media. Paige debía estar en el teatro. La llamé, me contestó el contestador y le dejé un mensaje.

Lotty llegó alrededor de las cinco, observando el desorden de papeles y sábanas con sus espesas cejas negras alzadas.

– Eres una paciente terrible, cariño. Me dicen que rechazas toda la medicación… No me importa que no te quieras tomar las píldoras para el dolor; eso es cosa tuya. Pero tienes que tomarte los antibióticos. No quiero infecciones secundarias en el brazo.

Ordenó el lío que había alrededor de la cama con unos cuantos movimientos eficientes. Me encanta contemplar a Lotty; ¡es tan concisa y aseada! Una enfermera que traía la bandeja de la cena frunció los labios con desaprobación. No se sienta uno en las camas, pero los médicos son sacrosantos.

Lotty miró la comida.

– Todo está hervido… Bien, no tendrás problemas digestivos -sonrió perversa.

– Pizza -gruñí-. Pasta. Vino.

Se rió.

– Todo está saliendo muy bien. Si puedes aguantar un día más te llevaré a casa el lunes. Puede que pases unos días conmigo mientras te recuperas, ¿de acuerdo?

La miré con los ojos semicerrados.

– Tengo cosas que hacer, Lotty. No voy a quedarme en la cama durante dos semanas esperando que se me cure el hombro.

– No me amenaces, Vic no soy una de esas enfermeras tontas. ¿Cuándo he tratado de impedir que hicieras tu trabajo, incluso cuando te portas como un perro de pelea?

– ¿Un perro de pelea, Lotty? ¡Un perro de pelea! ¿Qué demonios quieres decir?

– Un perro que tiene que tirarse al ring y pelear con todo el mundo, incluso con sus malditos amigos.

Me volví a acostar.

– Tienes razón, Lotty. Perdona. Es muy amable por tu parte invitarme a tu casa. Me encantará.

Me dio un ligero beso en la mejilla y desapareció durante un rato, volviendo con una pizza de cebollas y anchoas. Mi favorita.

– Nada de vino mientras estés tomando antibióticos.

Nos comimos la pizza y jugamos al gin rummy. Ganó Lotty. Se había pasado mucho tiempo durante la Segunda Guerra Mundial en los refugios antiaéreos de Londres jugando al gin rummy con la familia que la había acogido. Casi siempre me gana.

El domingo por la mañana intenté localizar a Paige pero seguía sin estar en casa. De todos modos, alrededor de las doce, apareció en persona, muy guapa, con una blusa verde fruncida y una falda guatemalteca negra y verde. Entró muy boyante en la habitación, oliendo ligeramente a primavera, y me besó en la frente.

– ¡Paige! Me alegro de verte. Muchas gracias por las flores; animan muchísimo el lugar, como ves.

– Vic, sentí mucho lo del accidente. Pero me alegro de que no estés gravemente herida. Oí en el contestador que querías ponerte en contacto conmigo. Pensé que era mejor venir en persona para ver qué tal ibas.

Le pregunté qué tal la Pavana para un camello y ella rió y me habló de la representación. Charlamos unos minutos y luego le expliqué que estaba tratando de averiguar los movimientos de mi primo los últimos días antes de morir.

Sus cejas arqueadas se unieron en un gesto de irritación momentánea.

– ¿Sigues con eso? ¿No crees que ya es tiempo de dejar descansar a los muertos?

Sonreí con toda la calma que pude, sintiéndome en desventaja, con el pelo sucio y vestida con la bata del hospital.

– Le estoy haciendo un favor a un viejo amigo de Boom Boom: Pierre Bouchard.

Sí, conocía a Pierre. Un encanto. ¿Que quería saber?

– Si has visto últimamente a Howard Mattingly.

Una expresión indefinible cruzó por su rostro.

– No sé quién es.

– Es uno de los jugadores suplentes. A Boom Boom no le gustaba, así que puede que nunca te lo presentase… ¿A dónde fuisteis el sábado pasado? ¿A algún lugar donde él hubiera podido ver a este tipo?

Se encogió de hombros y me echó una mirada desdeñosa, destinada a hacerme sentir como una profanadora de tumbas. Yo esperé.

– Te estás poniendo de lo más vulgar, Vic. Ese fue mi último día a solas con Boom Boom. Me gustaría guardarlo para mí.

– ¿No le viste el lunes por la noche?

Se puso roja.

– ¡Vic! Ya sé que eres detective, pero esto es demasiado. Tienes un interés morboso en tu primo que es muy poco sano. ¡Creo que no puedes soportar el hecho de que estuviese próximo a otra mujer que no fueras tú!

– Paige, no quiero que me cuentes qué clase de amante era Boom Boom ni que me describas ningún episodio íntimo de vuestras vidas. Sólo quiero saber lo que hicisteis el sábado y si le viste el lunes… Mira, no quiero convertir esto en un torneo. Me caes bien. No querrás que empiece a llamar a Ann Bidermyer y a tu madre y a todo el mundo que conozcas para que no te pierdan de vista. Te lo pregunto a ti.

Los ojos color miel se llenaron de lágrimas.

– Tu también me gustabas, Vic. Me recordabas a Boom Boom. Pero él nunca era agresivo, aunque fuese jugador de hockey. Fuimos a navegar el sábado. Volvimos a las cuatro para que yo pudiera ensayar. Puede que se quedase en Lake Bluff con el barco. No lo sé. El lunes por la noche fuimos a cenar a Gypsy. No volví a verle. ¿Estás satisfecha? ¿Te aclara eso algo? ¿O sigues queriendo llamar a mi madre y a todo el mundo que yo conozca?

Se dio la vuelta y se marchó. Me dolía otra vez la cabeza.

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