La Interestatal 94, de vuelta a la ciudad, iba muy tranquila a aquella hora del día. Llegué a mi oficina alrededor de la una y media y puse el contestador automático. Murray me había llamado. Le volví a llamar inmediatamente.
– ¿Qué pasa, Vic? ¿Has sabido algo de la muerte de Kelvin que me pueda interesar?
– Nada de nada. Pero espero que seas cortés con una dama y pongas a tu gente de ecos sociales a hacerme una averiguación.
– Vic, cada vez que quieres una cosa de ese tipo, siempre es una tapadera para una historia importante que no nos cuentas hasta que ha pasado.
– ¡Murray! ¡Qué cosas dices! ¿Y qué pasó con Anita McGraw? ¿Y con Edward Purcell? ¿Y con John Cotton? ¿No eran buenas historias?
– Sí, lo eran. Pero me hiciste andar en círculos al principio. ¿Sabes algo jugoso de Kelvin?
– Bueno, puede que en cierto modo sí. Quiero saber cosas del pasado de Paige Carrington.
– ¿Quién es?
– Una bailarina que andaba con mi primo antes de que muriera. Estaba buscando unas cartas de amor en su piso el otro día. Entonces mataron a Kelvin. El que lo hizo revisó el piso a conciencia. Me puso nerviosa. Me gustaría saber algo acerca de su pasado y me preguntaba también si alguien de tu gente de cotilleos, Greta Simón, por ejemplo, no se habría olido la relación entre ella y Boom Boom.
– Oh, sí. Boom Boom Warshawski era tu primo. Tenía que haberlo adivinado. Sois los dos únicos Warshawski de los que oído hablar.
Sentí saber que había muerto: le admiraba mucho… No habrá nada raro en su muerte, ¿no?
– No que yo sepa, Murray. Parece que resbaló en unas tablas mojadas y cayó bajo la hélice de un carguero.
– Jesús, qué horror! Es difícil imaginar que a alguien tan ágil como Boom Boom le ocurriese algo así… Mira, como antiguo admirador suyo, te ayudaré encantado. Pero te cobro si se descubre algo. Paige Carrington… ¿Cómo se llama su padre?
– No lo sé. Dijo algo acerca de haber crecido en Lake Bluff.
– Vale, Vic. Te llamo dentro de dos o tres días.
Desenvolví el pulcro paquete de Janet y saqué los papeles. Tres grandes carpetas de acordeón marcadas «Junio», «Julio» y «Agosto» estaban llenas de cientos de copias de hojas de ordenador. Antes de revisarlas bajé a Johnnie's Steak Joynt, donde me tomé una Fresca y un sandwich griego. Hojeando el Herald Star vi una noticia acerca del velatorio de Kelvin. Era hoy, empezaba a las cuatro, en una capilla funeraria de la parte sur. Debería ir.
De vuelta a mi oficina limpié el escritorio a base de ponerlo todo en el cajón de abajo, y extendí las carpetas ante mí. Eran informes de ordenador, todos colocados en un cierto orden. Cada uno mostraba la fecha de una transacción, un lugar de origen, un destino, un transportista, el volumen, peso, tipo, costo por peso y fecha de llegada. Reflejaban los envíos de cereal de la Compañía Eudora durante un período de tres meses. No eran documentos legales sino registros de transacciones legales. Cada registro tenía el título de «Formulario de Verificación de Contrato».
Me rasqué la cabeza pero empecé a leer. Algunos indicaban más de un transportista, muchos tres o cuatro. Por ejemplo, encontré Thunder Bay a Santa Catalina el 15 de junio vía GSL, cancelado, vía PSL, cancelado, y finalmente realizado por un tercer transportista con otra cotización. Tenía que haberme traído la lista de mi primo de las líneas marítimas de los Grandes Lagos. Fruncí las cejas. PSL debía ser la compañía de Bledsoe, la Pole Star. GSL era quizá la Grafalk Steamship. Pero había docenas de iniciales. Necesitaba un guía.
Miré la agenda de Boom Boom y saqué los formularios que coincidían con las fechas marcadas en el verano anterior. Había catorce de aquellos días. Como los formularios estaban por orden de fechas, fue fácil encontrar las que quería, aunque a menudo había más de un registro para cada fecha. Había treinta y dos registros juntos. Veintiuno eran envíos con contratos múltiples, ocho de los cuales acababan con GSL. De los otros once, cinco eran de GSL. ¿Qué significaba aquello? Si GSL era la compañía de Grafalk, la Eudora hacía muchos negocios con ellos. Pero Grafalk me había dicho que era la mayor compañía de los lagos, así que no era de extrañar. PSL había perdido siete envíos a favor de GSL pero había conseguido dos en agosto. Sus tarifas de agosto eran más bajas que las de junio; puede que aquélla fuera la razón.
Miré mi reloj. Eran casi las tres. Si iba a ir al velatorio de Kelvin, tendría que pasar por casa a ponerme un vestido. Reuní todas las carpetas y las llevé a una agencia que hay en el quinto piso de mi edificio, donde hacen servicios de secretariado para personas como yo que trabajan solas. Les pedí que me hiciesen una copia de cada uno de los formularios y los volviesen a archivar en orden de fecha. El hombre que estaba tras el mostrador pareció encantado, pero en la trastienda alguien gruñó.
Conduje hasta casa y me cambié rápidamente. Me puse el traje azul marino que me había puesto en el funeral de Boom Boom. Tardé muy poco en llegar al sur. No eran más que las cuatro y media cuando llegué a la capilla funeraria. Un bungalow de ladrillo oscuro entre la 71 y Damen, con un césped impecable en una pulgada de terreno, había sido convertido en capilla funeraria. Una parcela vacía junto al lado sur estaba repleta de coches. Encontré un lugar para el Lynx en la 71 y entré en la capilla. Era la única persona blanca que había allí.
El cuerpo de Kelvin estaba extendido en un ataúd abierto rodeado de lirios de cera y velas. Hice la parada obligatoria para mirar. Yacía vestido con su mejor traje; su rostro reposaba con el mismo aspecto inexpresivo con el que me había topado el martes por la noche.
Me volví para dar mis condolencias a la familia. La señora Kelvin estaba muy digna, envuelta en un vestido de lana negra y rodeada de sus hijos. Estreché la mano de una mujer de mi edad con traje negro y collar de perlas, de dos hombres más jóvenes y de la señora Kelvin.
– Gracias por haber venido, señorita Warshawski -dijo la viuda con su voz profunda-. Estos son mis hijos y mis nietos. -Me dijo sus nombres y yo les dije lo mucho que lo sentía.
La pequeña habitación estaba llena de amigos y parientes, mujeres de gran busto estrujando sus pañuelos, hombres con traje oscuro y niños insólitamente callados. Se acercaron un poco más a la familia en duelo mientras yo estaba con ellos: protección contra la mujer blanca que condujo a Kelvin a la muerte.
– Ayer le hablé de un modo desconsiderado -dijo la señora Kelvin-. Creía que usted debía saber algo de lo que iba a pasar en el apartamento.
Hubo un ligero murmullo de asentimiento en el grupo que estaba detrás de mí.
– Aún creo que usted debía saber algo de lo que iba a pasar. Pero culpar a la gente no devolverá la vida a mi esposo -sonrió apenas-. Era un hombre muy terco. Podía haber pedido ayuda si se dio cuenta de que alguien estaba entrando en el piso. Debía haber pedido ayuda, haber llamado a la policía -de nuevo el murmullo de asentimiento de la gente que estaba a su alrededor-. Pero una vez que supo que alguien estaba atracando, quiso solucionarlo todo él solo. Y eso no es culpa de usted.
– ¿Tiene la policía alguna pista? -pregunté.
La joven de negro sonrió amargamente. Hija o nuera; no lo recordaba.
– No van a hacer nada. Tienen las fotos, la película de la cámara oculta que estaba mirando papá, pero los asesinos llevaban las manos y las caras cubiertas. Así que la policía dice que si nadie puede reconocerlos, no hay nada que hacer.
La señora Kelvin habló tristemente:
– No dejamos de decirles que allí pasaba algo; que usted lo sabía. Pero no van a hacer nada. Se lo toman como un asesinato más de un negro y no van a mover un dedo.
Miré hacia el grupo. La gente me miraba fijamente. No con hostilidad; más bien como si fuera un bicho raro, quizá un íbice.
– Ya sabe que mi primo murió la semana pasada, señora Kelvin. Cayó desde un muelle bajo la hélice de un carguero. No hubo testigos. Estoy intentando averiguar si se cayó o fue empujado. Si lo descubro, y descubro quién lo hizo, serán con toda probabilidad los mismos que mataron al señor Kelvin. Ya sé que atrapar al asesino es magro consuelo en medio de su gran dolor, pero es lo mejor que puedo ofrecer, tanto para usted como para mí.
– La niñita blanca triunfará allí donde la policía ha fallado -la persona que estaba detrás de mí hablaba suavemente pero en alta voz y unos cuantos se rieron.
– iAmelia! -la señora Kelvin fue muy rotunda-. No es necesario ser grosera. Ella no quiere más que ser amable.
Miré a mi alrededor fríamente.
– Soy detective y he conseguido muy buenos resultados -me volví de nuevo hacia la señora Kelvin-: Le haré saber lo que voy descubriendo.
Le estreché la mano y me marché, dirigiéndome hacia la Dan Ryan y el Loop. Ya eran las cinco pasadas y el tráfico apenas se movía. Catorce carriles y todos parachoques con parachoques entre altos muros de cemento. El humo de los camiones se mezclaba con el aire quieto y húmedo. Cerré las ventanillas y conseguí quitarme la chaqueta. A la orilla del lago hacía mucho frío, pero en la hondonada de la autopista el aire era sofocante.
Avancé pulgada a pulgada hasta el centro y me salí de la autopista en Roosevelt Road. Las oficinas centrales de la policía están entre State y Roosevelt, buen sitio, muy cerca de la delincuencia. Quería ver si alguien me daba información sobre Kelvin.
Mi padre había sido sargento, y trabajaba sobre todo fuera del distrito veinticinco, en la parte sur. El edificio de ladrillo de la calle 12 me trajo una punzada de nostalgia. Allí seguía el mismo linóleo, los mismos muros cenicientos con pintura amarilla descascarillada. Unos pocos hombres agobiados y gordos tras los escritorios atendían a todo el mundo, desde los conductores que pagaban una fianza por su carnet hasta mujeres que intentaban ver a hombres detenidos por asalto. Esperé mi turno en la cola.
El oficial de turno con el que al fin hablé llamó por un micrófono:
– Sargento McGonnigal, aquí una señora que quiere verle referente al caso Kelvin.
McGonnigal salió unos minutos más tarde, grande, musculoso, vistiendo una camisa blanca arrugada y pantalones marrones. Nos habíamos conocido un par de años antes, cuando él estaba en la parte sur, y me reconoció inmediatamente.
– ¡Señorita Warshawski! Me alegro de verla. -Me condujo por los pasillos de linóleo hasta una diminuta habitación que compartía con otros tres hombres.
– Encantada de verle, sargento. ¿Cuándo le destinaron al centro?
– Hace seis o siete meses. Me asignaron el caso Kelvin anoche.
Le expliqué que el asesinato había tenido lugar en el apartamento de mi primo y que quería saber cuándo podría volver y ordenar sus papeles. McGonnigal expresó las condolencias habituales por la muerte de Boom Boom. Era admirador suyo, etc., y dijo que casi habían acabado de revisar el apartamento.
– ¿Ha encontrado algo? Creo que en las filmaciones aparecen dos hombres entrando. ¿Hay huellas?
Hizo una mueca.
– Eran demasiado listos para eso. Encontramos la huella de un zapato en los papeles. Uno de ellos lleva botas de montaña Arroyo del número doce. Pero eso no nos dice gran cosa.
– ¿De qué murió Kelvin? No le dispararon, ¿verdad?
Sacudió la cabeza.
– Alguien le dio un golpe fortísimo en la mandíbula y le rompió el cuello. Puede que sólo quisieran dejarle inconsciente. ¡Dios! ¡Vaya puño! No coincide con ninguno de nuestros fichados.
– ¿Cree que es un vulgar atraco?
– ¿Qué otra cosa podría ser, señorita Warshawski?
– No se llevaron nada de valor. Boom Boom tenía un estéreo, algunos gemelos de fantasía y otras cosas, y todo seguía allí.
– Bueno, suponga que Kelvin sorprendió a los chicos. Luego se dieron cuenta de que le habían matado en lugar de dejarle sin sentido, como pretendían. Así que se pusieron nerviosos y se marcharon. No sabían si iba a venir alguien más a buscar al tipo si él no bajaba en un cierto tiempo.
Entendía lo que quería decir. Puede que estuviese haciendo una montaña de un grano de arena. Puede que estuviese trastornada por la muerte de mi primo y quisiera convertirla en algo más que un accidente.
– No estará usted pensando en meterse en esto, ¿verdad?
– Estoy metida, sargento: ocurrió en el apartamento de mi primo.
– Al teniente no le va a gustar si se entera de que está usted revolviendo el caso. Ya lo sabe.
Lo sabía. El teniente era Bobby Mallory, y a él no le gustaba que me metiese en el trabajo de la policía, sobre todo en los casos de asesinato.
Sonreí.
– Si me encuentro con cualquier cosa rebuscando entre los papeles de mi primo, no creo que le moleste mucho.
– Dénos al menos la oportunidad de hacer nuestro trabajo, señorita Warshaswki.
– Hablé con la familia de Kelvin esta tarde. Ellos no están muy seguros de que ustedes se estén molestando demasiado.
Dio una palmada sobre su escritorio. Los otros tres hombres de la habitación hicieron como que seguían trabajando.
– ¿Por qué demonios fue usted a hablar con ellos? Uno de los hijos vino por aquí a meterse conmigo. Hacemos lo que podemos. ¡Pero, por Dios, no tenemos ni una maldita cosa para empezar más que dos fotos que nadie puede identificar y una bota de la talla doce!
Sacó de mala manera una carpeta de un montón de papeles de encima de su escritorio, cogió una fotografía y me la tendió. Yo la cogí. Era una foto fija de la película de TV, con los dos hombres entrando en casa de Boom Boom. Dos hombres, uno con vaqueros y el otro con pantalones de trabajo. Ambos llevaban cazadoras de cuero y pasamontañas sobre la cara. McGonnigal me tendió otras dos fotos fijas. En una se les veía saliendo del ascensor, de espaldas. Otra les mostraba caminando por el pasillo, encogidos para disimular su altura. Se les veían muy bien las manos: llevaban guantes de cirujano.
Devolví las fotos a McGonnigal.
– Buena suerte, sargento. Se lo haré saber si me encuentro con algo… ¿Cuándo puedo recuperar las llaves de la casa?
Dijo que el viernes por la mañana y me advirtió que fuese muy, muy prudente. La policía siempre me está diciendo lo mismo.