Mi apartamento es el último piso de un edificio barato de tres plantas en Halsted, al norte de Belmont. Todos los años los jóvenes profesionales modernos de Lincoln Park se van mudando un poco más cerca, amenazándome con echarme más al norte con sus casas adosadas, sus bares de vinos y sus ropas de correr de diseño. De momento, Diversey, dos manzanas más al sur, se ha convertido en la línea divisoria, pero puede cambiar cualquier día.
Llegué a casa alrededor de las siete, exhausta y confusa. Por el largo camino de vuelta a casa, inmersa en el tráfico diario durante dos horas, luché con mi depresión. Cuando al fin aparqué frente a mi edificio de piedra gris, el mal humor se había despejado un poco. Empecé a preguntarme cosas acerca de algunas conductas extrañas que había advertido en el puerto.
Me serví unos buenos dos dedos de Black Label y abrí los grifos de la bañera. Al pensar en ello, me pareció muy extraño que Boom Boom hubiera llamado al capitán, concertase con él una cita para hablar de vandalismo y luego muriera. No se me había ocurrido preguntar a Bemis ni a Winstein acerca de los papeles que Boom Boom hubiera podido robar.
Sonaba como si Boom Boom hubiese estado jugando a los detectives. Puede que por eso me llamara; no por desesperación, sino para pedirme una opinión profesional. ¿Qué habría descubierto? ¿Algo que mereciese la pena que yo también encontrara? ¿Seguía yo buscando algo más importante que un simple accidente con respecto a su muerte, o habría algo que debiera saber?
Di un sorbo a mi whisky. No podía aclarar lo bastante mis sentimientos como para saberlo. Me resultaba increíble que alguien hubiese matado a Boom Boom para impedirle hablar con Bemis. Además, ¿qué pasaba con la tensión existente entre Grafalk y Bledsoe? ¿Y el que la muerte de Boom Boom siguiese tan de cerca a su llamada a Bemis? ¿Y el accidente de hoy en el muelle?
Salí de la bañera, me envolví en una toalla de baño roja y me serví otro trago de whisky. Pasaban suficientes cosas raras por el puerto como para que mereciese la pena que hiciese unas cuantas preguntas más. En cualquier caso, pensé, tragándome el whisky, ¿qué pasaba si me ponía a trabajar por mi cuenta llevando a cabo una investigación? ¿Es eso más estúpido que emborracharme o hacer cualquiera de las cosas que hace la gente cuando muere un ser querido?
Me puse unos vaqueros limpios y una camiseta y me dirigí a la cocina. Un panorama desolador: las sartenes amontonadas en el fregadero, migas sobre la mesa, un trozo viejo de papel de aluminio, queso petrificado en el horno, de un plato de pasta primavera que había hecho hacía unos días. Me puse a fregar; hay días que el desorden te afecta tanto que no puedes resistirlo.
La nevera no tenía gran cosa de interés dentro. El reloj de madera de la puerta trasera marcaba las nueve. Demasiado tarde para salir a cenar, con lo cansada que estaba, así que me decidí por una lata de sopa de guisantes y unas tostadas.
Con otro whisky en la mano vi el final de una deprimente derrota de los Cubs en Nueva York: la octava de la serie. La Nueva Tradición toma el relevo, pensé lúgubremente, y me fui a la cama.
Me desperté alrededor de las seis en otro día frío y nuboso. La primera semana de mayo, y parecía noviembre. Me puse los pantalones largos de correr e hice concienzudamente cinco millas alrededor de Belmont Harbor y vuelta. Estaba utilizando la muerte de Boom Boom como excusa para la pereza y la carrera me dejó más agotada de lo que debiera.
Bebí zumo de naranja, me duché y tomé un poco de café recién molido con un panecillo y queso. Eran las seis y media. Tenía que estar en Eudora tres horas más tarde para hablar con el personal. Mientras tanto podía acercarme a echar un vistazo a las pertenencias de Boom Boom. Había buscado algo personal en mi anterior visita, algo que pudiera indicarme su estado de ánimo. Esta vez me concentraría en algo que pudiera indicar un crimen.
Un grupito de abogados y médicos hechos un brazo de mar surgieron del número 210 de East Chestnut. Tenían los rostros poco saludables de las personas que comen y beben demasiado la mayor parte del tiempo pero se mantienen en su peso con dietas severas y sesiones de raqueta entre medias. Uno de ellos me sujetó la puerta sin fijarse realmente en mí.
Al llegar al piso de Boom Boom, me quedé una vez más mirando al lago unos minutos. El lago levantaba olitas sobre el agua verde. Un puntito rojo se movía en el horizonte: un carguero de viaje al otro extremo de los lagos. Me quedé mirando largo tiempo antes de abrazarme los hombros y encaminarme al estudio.
Me encontré un panorama tremendo. Los papeles que había dejado en ocho ordenados montones estaban tirados de cualquier manera por toda la habitación. Los cajones estaban abiertos del todo, los cuadros arrancados de la pared, las almohadas de una cama auxiliar que había en el rincón hechas pedazos y la ropa de cama toda revuelta.
El zafarrancho era tan confuso y tan violento que me sentí embargada por la mayor indignación durante unos segundos. Un cuerpo yacía encogido en la esquina más alejada del escritorio.
Caminé rápidamente entre el lío de papeles, intentando no tocar el caos en el que pudiera encontrarse alguna prueba. El hombre estaba muerto. Llevaba una pistola en la mano, una Smith & Wesson 358, pero no había podido utilizarla. Tenía el cuello roto, por lo que pude deducir sin tocar el cuerpo. No vi heridas.
Le levanté la cabeza con suavidad. El rostro me miraba impasible, el mismo rostro inexpresivo que me había mirado dos noches antes en el vestíbulo. Era el viejo negro que estaba de turno de noche. Dejé otra vez su cabeza en el suelo con cuidado y salí disparada hacia el desproporcionado cuarto de baño de Boom Boom.
Me bebí un vaso de agua del grifo de la bañera y el estómago se me serenó un poco. Al usar el teléfono junto a la gran cama para llamar a la policía, me di cuenta de que el dormitorio también había sufrido ciertos disturbios menores. El cuadro rojo y morado de la pared estaba en el suelo y las revistas tiradas. Los cajones de la pulida cómoda de nogal estaban abiertos y la ropa interior por el suelo.
Examiné el resto del apartamento. Estaba claro que alguien había estado buscando algo. Pero ¿qué?
El nombre del vigilante nocturno era Henry Kelvin. La señora Kelvin llegó con la policía a identificar el cuerpo. Una mujer sombría, digna, cuyo dolor era más impresionante a causa del dominio que ejercía sobre él.
Los polis que aparecieron insistieron en tomárselo como un asalto cualquiera. La muerte de Boom Boom había sido ampliamente difundida. Cualquier ladrón emprendedor se aprovechó sin duda de la situación; fue lamentable que Kelvin le sorprendiese in fraganti. No dejé de decirles que no había desaparecido nada de valor, pero ellos insistieron en que la muerte de Kelvin había asustado a los intrusos y les habría hecho huir. Acabé por dejarlo.
Llamé a Margolis, el capataz del silo, para explicarle que me retrasaría, quizá hasta el día siguiente. A medio día la policía terminó conmigo y se llevó el cuerpo en una camilla. Iban a sellar el apartamento hasta que acabasen de tomar huellas y de analizarlo todo.
Eché un último vistazo. O los intrusos habían encontrado lo que habían venido a buscar, o mi primo había escondido lo que buscaban en otra parte, o no había nada que encontrar y ellos huyeron asustados. Mi mente voló hacia Paige Carrington. ¿Cartas de amor? ¿Cuan cercana había estado ella a Boom Boom en realidad? Tenía que volver a hablar con ella. Puede que también con alguno de los amigos de mi primo.
La señora Kelvin estaba sentada muy rígida en el borde de uno de los mullidos sofás blancos del portal. Cuando salí del ascensor, vino hacia mí.
– Tengo que hablar con usted. -Su voz era ronca, la voz de alguien que quiere llorar y en lugar de ello se pone furiosa.
– Muy bien, tengo un despacho en el centro. ¿Le parece bien?
Miró a su alrededor, en el poco íntimo portal, a los vecinos que la miraban al salir y entrar del ascensor, y asintió. Me siguió en silencio afuera y fue detrás de mí hasta Delaware, donde había encontrado un sitio donde aparcar mi pequeño Mercury. Algún día tendré dinero para comprarme algo bueno de verdad, como un Audi Quattro, por ejemplo. Pero mientras tanto compro cosas americanas.
La señora Kelvin no dijo nada de camino al centro. Aparqué el coche en un garaje enfrente del edificio Pulteney. No se dignó echar ni una mirada al suelo de mosaico sucio ni a las paredes de mármol lleno de agujeros. Por suerte, el fatigado ascensor funcionaba. Bajó crujiendo hasta la planta baja y me evitó el sofoco de tener que pedirle que subiera andando los cuatro pisos hasta mi oficina.
Nos encaminamos hacia el extremo este del pasillo, donde mi oficina domina la avenida Wabash, del lado en el que los alquileres baratos lo son mas aún debido al ruido que hay. Un tren chirriaba al pasar cuando abrí la puerta y la conduje hasta el sillón que guardo para las visitas.
Me senté tras el escritorio, un gran mueble de madera que conseguí en una subasta de la policía. Mi escritorio está frente a la pared, así que entre mis clientes y yo no hay más que un espacio abierto. Nunca me gustó utilizar los muebles para esconderme o intimidar a nadie.
La señora Kelvin se sentó muy tiesa en el sillón, con el bolso negro recto sobre el regazo. Su pelo negro estaba muy estirado y retirado de la cara por medio de ondas severamente dominadas. No llevaba más maquillaje que un lápiz de labios naranja oscuro.
– Habló usted con mi marido el martes por la noche, ¿verdad? -dijo finalmente.
– Sí, así es. -Mantuve una voz neutra. La gente habla más si te conviertes en parte de su decorado.
Asintió para sí.
– Vino a casa y me lo contó. Su trabajo le resultaba aburridísimo, así que cualquier cosa fuera de lo corriente que pasase me la contaba -volvió a asentir-. Usted es la albacea del joven Warshawski o algo por el estilo, ¿no?
– Soy su prima y su albacea. Me llamo V. I. Warshawski.
– Mi marido no era aficionado al hockey, pero le gustaba el joven Warshawski. El caso es que volvió a casa el martes por la noche, o sea, ayer por la mañana, y me dijo que una engreída joven blanca le había dicho que tenía que vigilar el apartamento del chico. Era usted.
Volvió a asentir. Yo no dije nada.
– Pues a Henry no le hacía falta que nadie le dijese lo que tenía que hacer -dio medio sollozo enfadado y de nuevo se controló-. Pero le dijo usted especialmente que no dejase entrar a nadie en su apartamento. Así que tenía usted que saber que iba a ocurrir algo raro, ¿no?
La miré con firmeza y negué con la cabeza.
– El portero de día, Hinckley, había dejado entrar a alguien en el apartamento sin que yo lo supiese con anterioridad. Había allí cosas que cualquier fanático chiflado podía haber encontrado de valor; su palo de hockey y cosas así; y documentos legales. No quería que nadie anduviese por allí.
– ¿No sabía usted que alguien iba a asaltar el piso?
– No, señora Kelvin. Si hubiese tenido alguna sospecha de ese tipo, hubiese tomado mayores precauciones.
Apretó los labios.
– Dice usted que no tenía sospechas. Y aun así tuvo que decirle a mi marido lo que tenía que hacer.
– Yo no conocía a su marido, señora Kelvin. Nunca le había visto antes. Así que no podía saber si era la clase de persona que se toma su trabajo en serio. No trataba de decirle cuál era su deber, sino que intentaba salvaguardar los intereses de mi primo.
– Bueno, él me contó, me dijo: «No sé quién creerá esa chica, usted, que se va a meter allí. Pero no voy a quitarle la vista de encima.» Así que se hizo el héroe y le mataron.
– Lo siento -dije.
– Sentirlo no le devolverá la vida.
Después de que se hubo marchado me quedé un buen rato sentada sin hacer nada. En cierto modo tenía la sensación de haber enviado al viejo a la muerte. Me había fastidiado el martes, haciéndome sentir como si estuviese hablando con la puerta del ascensor o algo así. Pero se había tomado lo que le había dicho muy en serio: más que yo misma. Debía haber estado vigilando sin parar la puerta del piso veintidós desde su pantalla de TV y vería entrar a alguien en el piso de mi primo. Entonces habría subido tras él. El resto estaba desagradablemente claro.
Era verdad que yo no tenía razón alguna para pensar que nadie fuese a entrar en el piso de Boom Boom, y menos aún alguien tan desesperado por encontrar algo que pudiese matar por ello. Pero había ocurrido y yo me sentía responsable. Me sentía en la obligación de investigar la muerte de aquel hombre.
El contestador de Paige Carrington tomó nota de mi llamada. No dejé ningún mensaje, pero cogí la dirección del Windy City Balletworks: 5400 N. Clark. Me detuve por el camino para tomar un sandwich y una Coca.
Balletworks tenía su sede en un viejo almacén, entre un restaurante coreano y una tienda de artículos de embalaje. El almacén estaba muy deslucido por fuera, pero por dentro lo habían arreglado. Un vestíbulo vacío con una taquilla de tablillas estaba cubierto de fotos de las bailarinas del Windy City en diversos papeles. La compañía tenía varias obras de siempre, incluyendo unas cuantas de Balanchine, pero también experimentaba con sus propias coreografías. Paige estaba sobre la pared vestida de vaquera en Rodeo, de Bianca en La fiercilla domada, y en su propio papel cómico en Fantasía de la calle Clark. Yo había visto aquella función dos veces.
El auditorio estaba a la izquierda. Un cartelito que había fuera señalaba que estaba teniendo lugar un ensayo. Me deslicé dentro silenciosamente y me uní a un grupo de personas sentadas en la sala. En el escenario, alguien daba palmadas y pedía silencio.
– Empezamos otra vez desde la entrada del scherzo. Karl, tú entras un segundo después del redoble. Y tú, Paige, tienes que quedarte en la parte delantera hasta el grand jeté. A vuestros sitios, por favor.
Los bailarines vestían una abigarrada colección de ropas, con las piernas cubiertas de gruesos calentadores para prevenir los calambres. Paige llevaba una malla color bronce con calentadores a juego. Llevaba el oscuro pelo sujeto en una cola de caballo. Parecía tener dieciséis años, desde el lugar en el que me sentaba. Alguien manipulaba un aparato de música delante del escenario. La música comenzó. La pieza era muy moderna y la coreografía hacía juego con ella. Era un baile acerca de la depravación de la moderna vida urbana. Karl, entrando con lo que parecía ser el scherzo -aunque era difícil decirlo con tanto gemido y ruidos diversos-, parecía estar muriéndose de una sobredosis de heroína. Paige llegaba a escena unos segundos antes que el yonqui, le veía morir y se marchaba. No lo entendí a la primera, pero tuve que verlo seis veces antes de que la directora estuviese satisfecha.
Un poco después de las cinco, la directora dejó libre a la compañía, recordándoles que tenían ensayo al día siguiente a las diez y una representación a las ocho la noche siguiente. Me marché con el resto de los miembros del público. Seguimos a los bailarines por entre bastidores; nadie nos preguntó qué derecho teníamos a estar allí.
Guiada por el sonido de las voces, metí la cabeza en un vestuario. Una joven quitándose unas mallas de su pecoso cuerpo me preguntó qué quería. Le dije que estaba buscando a Paige.
– Oh, Paige… Está en el vestuario de los solistas, tres puertas más allá, a la izquierda.
El vestuario de los solistas estaba cerrado. Llamé y entré. Había dos mujeres dentro. Una me dijo que Paige se estaba duchando y me pidió que esperase en el vestíbulo. No había ni media pulgada libre en la habitación.
Finalmente, la propia Paige bajó al vestuario desde la ducha, envuelta en un albornoz blanco, con una gran toalla blanca enrollada alrededor de la cabeza.
– ¡Vic! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Hola, Paige. He venido a hablar contigo. Cuando te vistas. Te invito a tomar un café o una ginebra o lo que tomes a estas horas.
Los ojos color miel se abrieron un poco; no estaba acostumbrada a recibir órdenes, aunque fuesen dadas de modo tan sutil.
– No sé si tendré tiempo.
– Entonces hablaré contigo mientras te vistes.
– ¿Tan importante es?
– Es sumamente importante.
Se encogió de hombros.
– Espérame aquí. Tardaré sólo unos pocos minutos.
Los pocos minutos se convirtieron en cuarenta antes de que volviese a aparecer. Las otras dos mujeres salieron juntas, manteniendo una apasionada conversación acerca de alguien llamado Larry. Me miraron y una de ellas se interrumpió para decirme al pasar:
– Está a medio maquillar.
Paige apareció al fin con una blusa de seda color oro y una falda blanca lisa. Llevaba un par de finas cadenas doradas al cuello con diamantitos. Su maquillaje era perfecto: tonos cobrizos que parecían el delicado rubor de la madre naturaleza; y el pelo le enmarcaba la cara como un dulce paje.
– Siento haberte hecho esperar. Siempre tardo más de lo que creo, y cuanta más prisa trato de darme, más tardo.
– Sudáis de lo lindo. ¿Qué es lo que estabais ensayando esta tarde? Parecía muy terrible.
– Es uno de los inventos de Ann. Ann Bidermyer, la directora, ya sabes. Pavana para un camello. No es del mejor gusto, pero el papel es bueno. También para Karl. A ambos nos da buenas oportunidades de lucirnos. Lo estrenamos mañana. ¿Quieres venir a verlo? Les diré que te dejen una entrada en la taquilla.
– Gracias… ¿Hay algún sitio por aquí para que podamos hablar, o nos vamos más hacia el sur?
Lo pensó un momento.
– Hay un pequeño café a la vuelta de la esquina, en Victoria. Es un agujerito, pero tienen buen cappuccino.
Salimos a la fresca tarde primaveral. En el café no cabían más que seis personas en mesitas redondas y largas sillas de hierro. Vendían café tostado, un amplio surtido de tés y unos cuantos pasteles caseros. Pedí un espresso y Paige tomó té English Breakfast. Nos trajeron ambas cosas en gruesas tazas de porcelana.
– ¿Qué es lo que buscabas en el apartamento de mi primo?
Paige se irguió en su silla.
– Mis cartas, Vic. Ya te lo dije.
– No me pareces el tipo de persona que se angustia fácilmente. No te imagino tomándote todo ese trabajo por unas cartas, aunque fuesen personales… Y pensándolo bien, ¿por qué dos personas que viven en la misma ciudad se escriben?
Enrojeció debajo del colorete.
– Estábamos de tournée.
– ¿Cómo conociste a Boom Boom?
– En una fiesta. Un hombre que yo conocía estaba pensando en comprar una participación de los Halcones Negros, y Guy Odinflute invitó a algunos de los jugadores. Boom Boom fue. -Su voz era fría.
Odinflute era un potentado de la costa norte con olfato para los negocios deportivos. Era la persona ideal para reunir a compradores y vendedores en el caso de los Halcones Negros.
– ¿Cuándo fue eso?
– En Navidad, Vic, si quieres saberlo.
Había visto a Boom Boom un par de veces durante el invierno y nunca mencionó a Paige. Pero, ¿era tan raro? Yo tampoco le decía nunca cuándo estaba saliendo con alguien. Cuando se casó, a los veinticuatro años, conocí a su mujer semanas después de la boda. Aquello era algo distinto; estaba un poco avergonzado de presentarme a Connie. Cuando ella le dejó tres semanas más tarde y él recibió la anulación, se emborrachó gloriosamente conmigo, pero en realidad seguimos sin hablar de ello. Mantenía su vida privada muy privada.
– ¿Qué estás pensando, Vic? Pareces muy hostil y lo siento.
– ¿De verdad? Mataron a Henry Kelvin anoche, cuando alguien entró por la fuerza en el apartamento de Boom Boom. Se lo cargaron. Quiero saber si buscaban lo mismo que tú. Y si es así, ¿qué era?
– ¿Henry? ¿El portero de noche? Oh, cuánto lo siento, Vic. También siento haberme enfadado contigo. Si me lo hubieras dicho, en lugar de dar tantos rodeos… ¿Robaron algo? ¿Puede haber sido un robo?
– No se llevaron nada, pero desde luego destrozaron el sitio. Creo que ya había visto todo lo que Boom Boom tenía en sus archivos y no me imagino qué pudiese tener valor, a no ser como recuerdo para un coleccionista.
Sacudió la cabeza, preocupada.
– Yo tampoco puedo imaginarlo. A menos que fuese un robo. Sé que guardaba allí algunas acciones, aunque yo siempre le decía que las guardase en una caja de seguridad. Pero no le gustaba que le diesen la lata con ese tipo de cosas. ¿Desaparecieron las acciones?
– No las vi cuando estuve allí el martes. Puede que las llevase al banco. -Otra cuestión que comprobar con el abogado Simonds.
– Debían ser las cosas de más valor que había en la casa, aparte de la antigua cómoda que estaba en el comedor. ¿Por qué no intentas localizarlas? -me puso la mano en el brazo-. Ya sé que suena muy raro lo de las cartas. Pero es verdad. Te voy a enseñar una que tu primo me escribió cuando estábamos de viaje, si es que eso te convence -rebuscó en su gran bolso y abrió la cremallera de un departamento lateral. Sacó una carta, aún dentro de su sobre escrito a máquina, dirigida a ella en el Royal York Hotel de Toronto. Paige desdobló la carta. Reconocí la pequeña y primorosa letra de mi primo en seguida. Comenzaba «Hermosa Paige…». No me pareció que debiera leer el resto.
– Ya veo -dije-. Lo siento.
Los ojos color miel me miraron llenos de reproche y con un atisbo de frialdad.
– Yo también lo siento. Siento que no pudieses fiarte de lo que te había dicho.
Yo no dije nada. No dudaba que Boom Boom hubiese mandado la carta -su letra era inconfundible-, pero, ¿por qué la andaba ella paseando en el bolso, lista para enseñársela a cualquiera?
– Espero que no estés celosa de mí por haber sido la amante de Boom Boom.
Hice una mueca.
– Yo también lo espero, Paige. -Naturalmente, aquello explicaría mis sospechas. Por lo menos a Paige.
Nos marchamos poco después. Paige hacia un destino desconocido, y yo a casa. Qué día más desalentador. Kelvin muerto, el encuentro con la señora Kelvin y una nada satisfactoria reunión con Paige. Puede que estuviese una pizquita celosa. Si tenías que enamorarte, primo, ¿por qué tuvo que ser de alguien tan perfecto?
No podía imaginarme dónde habría guardado Boom Boom sus papeles más privados. No tenía caja de seguridad. Simonds, su abogado, no tenía documentos secretos. Myron Fackley, su agente, tampoco. Ni yo. Si Paige tenía razón acerca de las acciones, ¿dónde estaban? ¿En quién confiaba Boom Boom aparte de mí? Quizá en sus antiguos compañeros de equipo. Llamaría a Fackley al día siguiente y vería si podía ponerme en contacto con Pierre Bouchard, el tipo al que Boom Boom estaba más próximo.
Me llevé a mí misma a cenar al Gypsy, un restaurante agradable y tranquilo un poco más al sur, en Clark. Tras el día frustrante que había tenido, me merecía un poco de paz y tranquilidad. Ante un hígado de ternera con salsa de mostaza y media botella de Barolo, hice una lista de las cosas que debía hacer. Encontrar algo acerca del pasado de Paige Carrington. Que Fackley me diera el teléfono de Pierre Bouchard. Y volver al puerto de Chicago. Si la muerte de Henry Kelvin y la de Boom Boom tenían algo que ver, la relación estaba en algo que mi primo había descubierto allí.
Era una de esas raras ocasiones en que deseaba tener un socio, alguien que pudiera hurgar en el pasado de Paige mientras yo me disfrazaba de cargamento de trigo y me infiltraba en la Eudora.
Pagué la cuenta y me fui a casa para poder telefonear con tranquilidad. Con relativa tranquilidad. Murray Ryerson, periodista de sucesos del Herald Star, se había marchado ya. Me cogieron el recado en la sección ciudadana. También dejé mi nombre y mi número en el contestador de Fackley. No había nada más que pudiera hacer aquella noche, así que me fui a la cama. Una vida de emociones sin fin.