22

Estafador nocturno

Cuando llegué a mi apartamento, me di cuenta de que iba a tener que inventarme una historia rápidamente. El sargento McGonnigal me estaba esperando en un Dodge marrón sin identificación policial. Salió cuando me vio subir los escalones de la puerta de entrada.

– Buenas noches, señorita Warshawski. ¿Le importaría acompañarme al centro? El teniente Mallory quiere hacerle unas preguntas.

– ¿Acerca de qué? -pregunté sacando las llaves y metiéndolas en la cerradura.

McGonnigal sacudió la cabeza.

– No lo sé. Sólo me dijo que la llevara.

– El teniente Mallory cree que debería vivir en Melrose Park con un marido y seis niños. Sospecho que las preguntas que quiere hacerme se refieren a lo cerca que estoy de alcanzar mi meta. Dígale que me mande un christmas.

El que fuese a ir a hablar con la policía voluntariamennte no quería decir que quisiera ir cuando ellos viniesen a buscarme.

McGonnigal convirtió su hermosa boca en una línea delgada.

– No es usted tan graciosa como cree, señorita Warshawski. Se han encontrado sus huellas en la oficina de Clayton Phillips. Si fuera usted otra persona, conseguiríamos una orden de detención y nos la llevaríamos como testigo presencial. Como el teniente Mallory fue amigo de su padre, quiere que venga usted por voluntad propia y conteste a algunas preguntas.

Iba a tener que empezar a ponerme guantes si quería convertirme en ladrón.

– Muy bien. Voy por voluntad propia -abrí la puerta del portal-. Tengo que comer algo antes. ¿Quiere subir conmigo y asegurarse de que no me trago una pastilla de cianuro?

McGonnigal puso un gesto de enfado y me dijo que esperaría en el coche. Subí corriendo los tres pisos hasta mi apartamento. La despensa seguía vacía; aún no había encontrado tiempo para ir a la tienda. Me hice un bocadillo de mantequilla de cacahuete con las dos últimas rebanadas de pan que había en la nevera y tomé café recalentado del desayuno. Mientras comía, cogí los documentos de Boom Boom y los pegué dentro de un par de viejos ejemplares de Fortune.

Me fui al cuarto de baño a lavarme los dientes y la cara. Necesitaba sentirme fresca y alerta para tener una conversación con Bobby. Bajé corriendo las escaleras hasta el coche de McGonnigal. El hombro ya no me daba más que débiles tirones. Me di cuenta sombría de que iba a poder empezar a correr de nuevo a la mañana siguiente.

McGonnigal tenía el motor en marcha. Salió con un ostentoso chirrido de goma antes de que cerrase la puerta. Me puse el cinturón.

– Tendría que ponerse el suyo si va a conducir así -le dije-. Los de los seguros y la policía son las personas que más accidentes ven, y nunca llevan el cinturón de seguridad puesto.

McGonnigal no contestó. De hecho, la conversación decayó en el camino hacia el centro. Intenté que se interesara en las oportunidades de los Cubs ahora que tenían a Lee Elia y Dallas Green. No quiso hablar de ello.

– Espero que no sea usted hincha de los Yankees, sargento. Si es así, tendrá que detenerme para que me meta en un coche con usted.

Su única respuesta fue conducir más deprisa. Mantuve un monólogo acerca de la perfidia de los Yankees hasta que llegamos a la calle 12, absteniéndome de comentar el hecho de que iba demasiado deprisa para una carretera en condiciones normales. Aparcó el coche a medio metro del bordillo y salió dando un portazo. Le seguí por la puerta trasera de la comisaría de la calle 12.

– Por cierto, sargento, ¿han encontrado a alguien relacionado con la muerte de Kelvin?

– Sigue abierto -dijo lacónicamente.

Mallory disponía de un pequeño despacho en el laberinto de la división de homicidios. La pared trasera estaba cubierta con un plano de la ciudad, con los límites de su zona subrayados con una gruesa línea negra y las zonas conflictivas marcadas en rojo. Mallory hablaba por teléfono cuando entramos. Me acerqué a mirar a mi vecindario.

Teníamos una tasa de homicidios muy alta. También había muchas violaciones. Puede que hiciera mejor marchándome a Melrose Park con seis niños.

Bobby colgó el teléfono y cogió un montón de papeles. Se puso las gafas de montura de alambre y empezó a leer unos informes.

– Ven aquí y siéntate, Vicki.

Me senté al extremo de su escritorio de metal mientras él seguía leyendo.

– Estabas en la Plymouth Steel esta mañana cuando se descubrió el cuerpo de Clayton Phillips.

Yo no dije nada y él dijo con viveza:

– Estabas allí, ¿no?

– Creí que estabas haciendo una afirmación, no una pregunta. Claro que estaba allí. Yo llamé a la policía y en ningún momento oculté quién era.

– No te hagas la lista conmigo. ¿Qué estabas haciendo allí?

– Puse el cuerpo de Phillips en la bodega el domingo por la mañana y quería ver la cara de la gente cuando apareciera en la cinta transportadora.

Bobby golpeó la superficie del escritorio con la mano abierta.

– Vicki, estás a punto de ir a la cárcel como testigo presencial -acercó el pulgar al índice para indicar una distancia muy pequeña-. Dime lo que estabas haciendo allí.

– Había ido a buscar a Martin Bledsoe. Es el dueño de la Pole Star Line.

Bobby se relajó un poco.

– ¿Por qué?

– Yo estaba a bordo del Lucelia cuando saltó por los aires la semana pasada. El barco es suyo. Alguien puso cargas de profundidad bajo su casco el viernes en Sault Ste. Marie y…

– Sí, ya sé todo eso. ¿Para qué querías ver a Bledsoe?

– Se me había caído la bolsa en el fondo del barco. Quería saber si la habían recuperado.

Mallory se puso rojo al oír esto.

– No vas a ir a molestar al dueño de una línea naviera por semejante tontería. Corta el rollo y dime la verdad.

Sacudí la cabeza con formalidad.

– Te estoy diciendo la verdad. Nadie sabía nada de ello, por eso fui a verle a él. Mi Smith & Wesson estaba en la bolsa. Me costó trescientos dólares y no podré comprarme otra.

Sabía que aquello iba a distraer la atención de Bobby. No le gusta la idea de que yo vaya por ahí con pistola. Sabe que mi padre me enseñó cómo usarla. Tony creía que la mayoría de los accidentes con armas de fuego ocurrían porque las manejaban niños que no sabían utilizarlas. Como tenía que guardar su revólver de policía en casa algunas veces, me enseño cómo limpiarlo, cargarlo y dispararlo. A pesar de todo, la idea de una mujer andando por ahí con una Smith & Wesson es contraria a cualquier noción de Bobby de lo que debe ser el comportamiento de una dama. Saltó al oír aquello, preguntándome por qué llevaba la pistola en el barco y qué estaba haciendo de cualquier modo a bordo del Lucelia.

Ese era un terreno más fácil. Le recordé mi accidente de coche.

– Vosotros os empeñasteis en decir que fueron gamberros. Yo creía que era alguien relacionado con el puerto. Fui hasta Thunder Bay para hablar con el capitán y el jefe de máquinas del Lucelia. Como podía haber sido uno de ellos el que quiso matarme, me llevé la pistola.

Hablamos de ello durante un rato. Insistí en mi convencimiento de que a Boom Boom le habían empujado bajo el Bertha Krupnik. Le dije que pensaba que Henry Kelvin, el vigilante nocturno de su edificio, había sido asesinado cuando sorprendió a unos intrusos que buscaban pruebas del asesinato de Boom Boom. Bobby seguía sin estar convencido. Por lo que a él le concernía, Boom Boom se había caído accidentalmente, yo había sido víctima de unos gamberros y Kelvin había interrumpido un asalto rutinario. En aquel punto me dominó una decisión inquebrantable de guardarme toda la información que tenía. Si iban a ser tan cabezas cuadradas, yo lo sería también.

Cuando Bobby volvió sobre lo de mis huellas en el despacho de Phillips, me fui por otro lado.

– ¿Por qué estabais tomando las huellas de la oficina de ese hombre?

– Le asesinaron, Vicki -dijo Bobby sarcásticamente-. Tomábamos huellas de su oficina y hacíamos todo lo que podíamos por averiguar si lo asesinaron allí.

– ¿Y?

Mallory dibujó un garabato en su cuaderno.

– Murió ahogado en la bodega del barco. No sabemos dónde le hicieron la herida de la cabeza. Habría muerto de eso de todas formas si no se hubiese asfixiado.

Se me revolvió el estómago. ¡Qué muerte más horrible! No me gustaba Phillips, pero no le hubiera deseado un final así. Aunque si era él el que empujó a Boom Boom…

– ¿Cuándo creen que ocurrió?

– A eso de las seis de la mañana del domingo. Unas horas más o menos. Y ahora, Vicki, quiero saber lo que estabas haciendo en la oficina de ese hombre. Y cuándo lo estabas haciendo.

– A eso de las seis de la mañana del domingo fui allí a hablar con él de la muerte de mi primo. Cuando se negó a contestar a mis preguntas, me enfurecí y le pegué en la cabeza con un objeto de bronce que tenía en el escritorio.

Bobby me echó una mirada tan furiosa que volví a sentir el estómago revuelto. Llamó a McGonnigal, que esperaba fuera.

– Toma nota de todo lo que diga. Si vuelve a hacerse la lista, enciérrala como testigo presencial. Me estoy hartando de todo esto. -Se volvió hacia mí-. ¿Cuándo estuviste allí?

Me miré las uñas de la mano derecha. Tenía que hacerme la manicura. La izquierda no estaba mucho mejor.

– El sábado por la noche.

– ¿Y qué estabas haciendo allí?

– Si hubiera ido a robar, habría sido lo bastante espabilada como para ponerme guantes. No fui a robar. Buscaba información que pudiera demostrarme que Phillips llevaba una vida delictiva.

Hablamos de ello durante un rato. Seguía pensando en Boom Boom como mi cliente, pero no pensaba decírselo a Bobby por nada del mundo. Antes me dejaba encerrar.

– No puedes llevar un cuerpo a rastras al puerto sin que nadie se dé cuenta -dije en un momento dado-. Hay un policía de guardia en la verja. ¿Le habéis preguntado los nombres de las personas que fueron al puerto el domingo por la mañana temprano?

Mallory me echó una mirada fulminante.

– Las cosas facilitas también se nos ocurren a nosotros. En este momento estamos interrogando a esas personas.

– ¿Es Niels Grafalk uno de ellos?

Bobby me miró con agudeza.

– No. Nuestro hombre no le vio. ¿Por qué?

– Sólo por curiosidad.

Bobby siguió preguntándome qué hacía en la oficina de Phillips, qué información esperaba encontrar, etc.

Al final dije:

– Bobby, tú crees que la muerte de Boom Boom fue un accidente. Yo creo que fue un asesinato. Estaba buscando algo que relacionase a la Compañía Eudora con su muerte, porque tuvo lugar en su silo después de que él hubiera discutido con Phillips.

Mallory hizo un ordenado montón con los papeles de su escritorio. Se quitó las gafas y las colocó encima. Aquélla era la señal de que el interrogatorio había acabado.

– Vicki, sé lo mucho que querías a Boom Boom. Creo que eso te hace darle demasiada importancia a su muerte. Vemos muchos casos como ése aquí, ¿sabes? Alguien pierde a su hijo, a su mujer o a su padre en un accidente terrible. No pueden creer que haya ocurrido y dicen que fue un asesinato. Les resulta más fácil enfrentarse a su muerte si ha habido una conspiración. Su ser amado era lo bastante importante como para que alguien quisiera matarlo. Lo has pasado muy mal últimamente, Vicki. Tu primo murió y tú casi te matas en un accidente. Vete a pasar unas semanas fuera, a algún sitio cálido, y túmbate al sol durante un tiempo. Necesitas darte la oportunidad de recobrarte de todo esto.

Después de aquello, naturalmente, no le dije nada de lo de los documentos de Boom Boom ni de que Mattingly volase a Chicago en el avión de Bledsoe. McGonnigal se ofreció a llevarme a casa, pero, siguiendo con mi espíritu de perversidad, le dije que podía ir yo sola. Me levanté entumecida; habíamos estado, hablando durante más de dos horas. Eran cerca de las diez cuando me subí al metro en Roosevelt Road. Llegué hasta la esquina de Clark y División y allí cogí el autobús 22, que me acercó a Belmont con Broadway. Podía caminar la última media milla hasta casa.

Estaba muy cansada. Me volvía a doler el hombro, quizá por haber estado tanto tiempo sentada en la misma postura. Caminé tan rápido como pude por Belmont hasta llegar a Halsted. Lincoln Avenue la atraviesa en diagonal allí, y en un gran triángulo que queda en la parte sur de la calle hay un descampado pedregoso. Agarré las llaves entre los dedos, acechando las sombras de los arbustos. En la puerta de mi edificio miré a mi alrededor por si veía algo fuera de lo normal. No quería ser la cuarta víctima de un asesino tan eficiente.

Tres estudiantes de DePaul comparten el apartamento del segúndo piso. Mientras subía por las escaleras, una de ellas sacó la cabeza por la puerta.

– Oh, eres tú -dijo.

Salió a la escalera seguida por sus dos compañeros, un chico y una chica. En excitado trío me contaron que alguien había intentado asaltar mi apartamento más o menos una hora antes. Un hombre había llamado a su timbre en el portero automático. Cuando le abrieron, pasó de largo ante su puerta y subió al tercer piso.

– Le dijimos que no estabas en casa -dijo una de las chicas-, pero subió de todos modos. Después de un rato oímos cómo intentaba apalancar la puerta. Así que cogimos el cuchillo del pan y subimos a por él.

– ¡Dios mío! -dije-. Podía haberos matado. ¿Por qué no llamasteis a la policía?

La que había hablado primero encogió los delgados hombros cubiertos por una camiseta de Blue Demon.

– Éramos tres contra uno. Además, ya sabes cómo es la policía. Nunca llegan a tiempo en este vecindario.

Les pregunté si podían describirme al intruso. Era delgado y parecía fuerte. Llevaba un pasamontañas, lo que les asustó más que el incidente en sí. Cuando vio que subían las escaleras, dejó caer la ganzúa, les empujó y corrió escaleras abajo hasta llegar a Halsted. No intentaron perseguirle, cosa que les agradecí; no necesitaba sus heridas sobre mi conciencia.

Me dieron la ganzúa, una cara herramienta marca Sorby. Les di las gracias profusamente y les invité a los tres a tomar la última copa en mi apartamento. Sentían curiosidad por mí y subieron encantados. Les serví Martell en las copas de cristal rojo veneciano de mi madre y contesté sus preguntas entusiastas acerca de mi vida de investigadora privada. Me parecía un precio muy pequeño a pagar por haber salvado mi apartamento, y quizá a mí, de un tardío intruso nocturno.

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