23

La casa de luto

Me desperté temprano a la mañana siguiente. Mi posible intruso me convenció de que no tenía mucho tiempo antes de que otro accidente acabase conmigo. Seguía enfadada con Bobby: no quise denunciar el incidente. Después de todo, la policía se lo iba a tomar como un asalto cualquiera. Resolvería los crímenes yo misma; después se arrepentirían de no haberme escuchado.

Me sentía decididamente poco heroica mientras corría despacio hasta Belmont Harbor y vuelta. Sólo hice dos millas en lugar de las cinco habituales, y aun así acabé sudando y con el hombro izquierdo doliéndome de nuevo. Me di una larga ducha y me froté un poco de linimento en los músculos doloridos.

Revisé el Omega con cuidado extremo. Todo parecía funcionar bien, nadie me había atado un cartucho de dinamita al cable de la batería. Incluso después de haberme tomado un tiempo para hacer ejercicios y desayunar como es debido, a las nueve ya estaba en ruta. Iba silbando Aprés un réve de Fauré para mis adentros mientras me metía por el Loop. La primera parada fue en el Registro de la Propiedad del Ayuntamiento. Encontré un lugar vacío con parquímetro en la calle Madison y metí un cuarto de dólar. Media hora sería suficiente para lo que quería hacer.

La oficina del Registro de la Propiedad es donde se registran las propiedades de los edificios de Chicago. Quizá de todo Cook County. Al igual que otras oficinas municipales, ésta estaba llena de funcionarios. Henry Ford podría estudiar las oficinas municipales y aprender lo que es de verdad la división del trabajo. Una persona me dio un formulario para que lo rellenase. Lo rellené, copiando la dirección de Paige Carrington en la calle Astor de la agenda de Boom Boom. El formulario relleno pasó a un segundo funcionario que le puso un sello con fecha y se lo dio a un grueso hombre negro sentado tras una ventanilla. Él a su vez destinó el formulario a uno de los numerosos empleados, cuya función consistía en localizar el nombre de los libros y llevárselos a los contribuyentes que estaban esperando.

Me quedé tras un arañado mostrador de madera junto con otros buscadores de propiedades, esperando que el empleado me trajera el importante volumen.

El hombre al que acabó correspondiendo mi encargo resultó ser sorprendentemente servicial. Los funcionarios municipales suelen estar empeñados en ganar un concurso que consiste en ver quién fastidia más al público. Me encontró la sección en el grueso libro y me explicó cómo leerla.

Paige ocupaba un piso en un edificio de apartamentos reconvertido, un viejo edificio de cinco plantas construido en 1923. Las notas indicaban que había habido algún tipo de vivienda en aquel lugar al menos desde 1854. El Harris Bank poseyó el edificio hasta 1978, cuando se convirtió en edificio de apartamentos. Jay Feldspar, un conocido promotor de Chicago, lo adquirió entonces y lo rehabilitó. El piso de Paige, el número 2, lo tenía arrendado el Fort Dearbom Trust. Número 1123785-G.

Cada vez más curioso o Paige poseía y disfrutaba del lugar como parte de un arriendo, o alguien era dueño de él y se lo dejaba a ella. Miré el reloj. Ya llevaba allí cuarenta minutos; daba igual que me quedara un poco más y me arriesgase a que me pusieran una multa. Anoté el número del depósito en un trozo de papel, me lo metí en el bolso, di las gracias al empleado por su ayuda y salí a buscar un teléfono. Había ido a la universidad con una mujer que ahora era abogado en el Fort Dearbom. Ella y yo nunca habíamos sido amigas; nuestras aspiraciones eran demasiado diferentes. Tampoco fuimos nunca enemigas, de todos modos. Pensé que podía llamarla y recordarle los viejos tiempos.

Me llevó cierto tiempo convencerla. Los documentos de arriendo eran confidenciales, y podían expulsarla del colegio de abogados, hasta despedirla del banco. Finalmente la convencí de que conseguiría que el Herald Star fuese y sobornase a todo el cuerpo de oficinas si no me encontraba el nombre de la persona que estaba tras el arriendo.

– La verdad es que no has cambiado nada, Vic. Recuerdo cómo tiranizabas a todo el mundo durante los debates del último año de carrera.

Me reí.

– No lo dije como un cumplido -dijo enfadada, pero accedió a llamarme a casa por la noche con la información.

Mientras desperdiciaba monedas y aumentaba el riesgo de que me pusieran una multa, llamé a mi contestador. Habían llamado Murray Ryerson y Pierre Bouchard.

Llamé primero a Murray.

– Vic, si hubieses vividio hace doscientos años, te habrían quemado en la hoguera.

– ¿De qué estás hablando?

– De las botas deportivas Arroyo. Mattingly las llevaba puestas cuando murió, y estamos prácticamente seguros de que coinciden con la huella que la policía encontró en casa de Boom Boom. Sacamos la historia en primera página en la próxima edición. ¿Tienes más datos?

– No, esperaba que tuvieses algo para mí.

Bouchard quería contarme que había estado averiguando cosas de Mattingly con los compañeros de equipo. No creía que Howard supiese bucear. Oh, y Elsie había tenido un niño de nueve libras hacía dos días. Le iba a llamar Howard, igual que aquella serpiente despreciable. Los miembros del equipo estaban haciendo una colecta para ella, pues Howard había muerto sin pensión y su seguro de vida era muy pequeño. ¿No querría aportar algo en nombre de Boom Boom? Pierre sabía que a mi primo le hubiera gustado participar.

Desde luego, le dije, y le di las gracias por sus servicios.

– ¿Has hecho algún progreso? -preguntó.

– Bueno, Mattingly ha muerto. Han matado el domingo al tipo que creo que empujó a Boom Boom al agua. Otras cuantas semanas así y creo que la única persona que quedará viva será el asesino. Supongo que eso es progreso.

Se rió.

– Sé que lo lograrás. Boom Boom me contó muchas veces lo lista que eras. Pero si necesitas trabajo de fuerza, dímelo. Soy bueno luchando.

Lo admití de buen grado. Le había visto muchas veces abriéndole la cabeza a la gente sobre el hielo con entusiasmo.

Volví corriendo a mi coche, pero era demasiado tarde. Una guardia me estaba poniente una multa. La metí en el bolso y me abrí camino poco a poco a través del Loop hasta la calle Ontario, la entrada más cercana a la autopista Kennedy.

El tiempo había mejorado al fin un poco. Bajo un claro cielo azul, los árboles que bordeaban la autopista alzaban tímidas hojas verde pálido hacia el sol. La hierba estaba mucho más oscura que hacía una semana. Comencé a cantar canciones de amor isabelinas. Se adecuaban mejor al clima y a los pájaros que gorjeaban que la melancolía de Fauré. Salí de la Kennedy hacia Edens, pasé los tristemente limpios bungalows de la parte noroeste, donde la gente hace equilibrios con su sueldo, subí por los parques industriales que bordean los suburbios de clase media de Lincolnwood y Skokie, y me metí por la autopista Tri State y los enrarecidos dominios norteños de los muy ricos.

– «Los dulces amantes aman la primavera» -canté, girando por la carretera 137. Me dirigí a Green Bay Road, metiéndome por el desvío hacia Harbor Road sin equivocarme ni una sola vez. Seguí hasta pasar delante de la residencia de los Phillips y aparqué el Omega en la calle, en la esquina de abajo, lejos de la casa. Llevaba mi traje de pantalón azul marino de Evan Picone, una cosa intermedia entre la comodidad y la necesidad de parecer respetable en una casa de luto.

Caminé rápidamente por el césped hasta la casa de los Phillips con mis mocasines de tacón bajo y las piernas un poco doloridas a causa de la carrera de la mañana.

Una vez en el camino de entrada a la casa, dejé de cantar. Hubiese sido indecoroso. Había tres coches aparcados detrás del Oldsmobile 88 azul. El Alfa verde de Phillips. ¿Así que no había ido él mismo al puerto el domingo por la mañana? ¿O habrían devuelto el coche? Tenía que preguntarlo. Un Monte Carlo rojo, de unos dos años y no tan bien cuidado como requería el vecindario. Y un Audi 5000 plateado. Al ver el Audi, se me quitó cualquier deseo de cantar que hubiera tenido antes.

Una adolescente pálida con vaqueros de Calvin Klein y camiseta de Izod me abrió la puerta. Tenía el cabello oscuro corto y rizado de permanente en toda la cabeza. Me echó una mirada poco amistosa.

– ¿Qué? -dijo antipática.

– Me llamo V. I. Warshawski. He venido a ver a tu madre.

– Bueno, no esperes que pronuncie ese nombre -se dio la vuelta, agarrando aún el pomo de la puerta-. Madre -chilló-. Aquí hay una señora que quiere verte. Me voy a dar una vuelta en bici.

– Terri, no puedes hacer eso -la voz de Jeannine llegó flotando desde la parte de atrás.

Terri prestó toda su atención a su madre. Se puso las manos en las caderas y gritó por el vestíbulo:

– Has dejado que Paul se marchase en el barco. Si él puede llevarse el barco, ¿por qué yo no puedo ir a dar una estúpida vuelta en bici? No voy a pasarme el día aquí sentada hablando contigo y con la abuela.

– Encantador -comenté-. ¿Lo has leído en Cosmopolitan o lo aprendiste viendo Dallas?

Volvió su rostro iracundo hacia mí.

– ¿Quién te ha preguntado a ti? Está por ahí atrás -lanzó el brazo hacia la parte de atrás del vestíbulo y se marchó dando un portazo.

Una mujer mayor de pelo cuidadosamente teñido entró en el vestíbulo.

– Oh, vaya. ¿Se ha ido Terri? ¿Es usted amiga de Jeannine? Está sentada en el cuarto de atrás. Qué amable por su parte venir a verla.

La piel alrededor de su boca había perdido la tersura, pero los claros ojos me recordaron a los de su hija. Llevaba un vestido beige de manga larga, de buen gusto pero no del nivel de precio de la ropa de su hija.

La seguí a través de la sala azul pálido y entré en el cuarto de estar de la parte de atrás en el que había entrevistado a Jeannine la vez anterior.

– Jeannine, querida, alguien ha venido a visitarte.

Jeannine estaba sentada en uno de los sillones de orejas junto a la ventana desde la que se veía el lago Michigan. Su rostro estaba cuidadosamente maquillado y era difícil saber lo que sentía por la muerte de su esposo.

Al otro lado de la habitación, acurrucada sobre sus pies en un sillón, estaba Paige Carrington. Puso de golpe su taza de té en una mesilla de cristal a su izquierda. Era la primera cosa que le veía hacer sin elegancia.

– Me pareció reconocer tu Audi ahí fuera -le dije.

– ¡Víc! -su voz salió sibilante-. No me lo puedo creer. ¿Me estás siguiendo a todas partes?

Al mismo tiempo, Jeannine dijo:

– No, tendrá que irse. No voy a contestar ninguna pregunta ahora. Mi… mi esposo murió ayer.

Paige se volvió hacia ella.

– ¿También ha estado contigo?

– Si. Vino aquí la semana pasada a hacerme un montón de preguntas acerca de mi vida como esposa de un ejecutivo. ¿De qué hablaba contigo?

– De mi vida privada. -Los ojos color miel de Paige se movieron hacia mí con cautela.

– No te he seguido hasta aquí, Paige. Vine a ver a la señora Phillips. Pero puedo empezar por ti. Me muero de curiosidad por saber quién está pagando los plazos mensuales de Astor Place. Son setecientos u ochocientos dólares al mes, sin la hipoteca.

El rostro de Paige se volvió blanco bajo el maquillaje tostado. Sus ojos se oscurecieron de emoción.

– Supongo que lo dirás en broma, Vic. Si sigues molestándome, llamaré a la policía.

– No te estoy molestando en absoluto. Como dije, vine a ver a la señora Phillips… Necesito hablar con usted, señora Phillips. En privado.

– ¿Para qué? -Jeannine estaba desconcertada-. Ya contesté a todas sus preguntas la semana pasada. Y la verdad, ahora no tengo ganas de hablar con nadie.

– Muy bien, querida -dijo su madre. Se volvió hacia mí-. ¿Por qué no se marcha? Mi hija está deshecha. La muerte de su marido ha sido un gran golpe.

– Me lo imagino -dije educadamente-. Espero que hubiera pagado su seguro de vida.

Jeannine tragó aire. Paige dijo:

– ¡Qué observación de más mal gusto, incluso viniendo de ti!

La ignoré.

– Señora Phillips, me temo que la semana pasada hablé con usted bajo un aspecto supuesto. No pertenezco a una compañía de encuestas. Soy detective e intentaba averiguar si su marido había podido tratar de asesinarme dos semanas antes.

Su apretada mandíbula se soltó de repente por la sorpresa.

– Mis investigaciones me han demostrado que su marido tenía sustanciales fuentes de ingresos aparte de su salario. Me gustaría hablar en privado con usted acerca de esto. A menos que quiera usted que su madre y la señorita Carrington lo oigan.

En aquel momento perdió la compostura.

– Él me prometió que nadie lo sabría nunca -las lágrimas dibujaron dos surcos en el maquillaje de sus mejillas. Su madre llegó corriendo con una caja de pañuelos de papel, diciéndole de modo algo confuso que aprovechase y se desahogara llorando.

Yo seguía de pie.

– Creo que es mejor que sigamos esta conversación a solas. ¿Podemos ir a alguna otra habitación, señora Phillips?

– ¿De qué está usted hablando? Clayton tenía un buen sueldo en la Compañía Eudora. Cuando le hicieron directivo hace cinco años, él y Jeannine compraron esta casa.

– Está bien, mamá -Jeannine palmeó la mano de su madre-. Creo que será mejor que hable con esta mujer. -Se volvió hacia Paige y dijo con odio repentino-: Supongo que ya lo sabes todo.

Paige nos obsequió con su sonrisa triangular.

– Sé algo -levantó sus esbeltos hombros-. Pero ¿quién soy yo para tirar la primera piedra? -recogió un jersey que estaba en la mesa, junto a ella-. Mejor será que hables con Vic, Jeannine. Si no lo haces, asaltará la casa para revisar tus libros -se acercó a la silla de Jeannine y dio un beso al aire, cerca de su mejilla-. Vuelvo a la ciudad. Te veré en el funeral mañana por la tarde, a menos que quieras que venga antes.

– No, querida, no hace falta -dijo la madre de Jeannine-. Nos las arreglamos perfectamente. -Salió al vestíbulo detrás de la elegante joven.

Me quedé mirándolas confundida. Al principio había pensado que Paige podía haber conocido a Jeannine en alguna reunión de la Compañía Eudora, cuando salía con Boom Boom. Pero aquel último comentario me sonaba como si su relación fuera mucho más estrecha.

– ¿De qué conoce a Paige? -pregunté.

Jeannine volvió su rostro surcado por las lágrimas hacia mí por primera vez desde que mencioné las facturas.

– ¿Que de qué la conozco? ¡Es mi hermana! ¿Por qué no iba a conocerla?

– ¡Su hermana! -parecíamos un par de loros chiflados-. Ya entiendo. Hermanas. -La verdad es que no entendía nada. Me senté-. ¿Fue usted la que la llevó a la fiesta en que conoció a mi primo?

Pareció sorprendida.

– ¿De qué fiesta habla?

– No sé quién la dio. Probablemente, Guy Odinflute. Vive cerca de aquí, ¿no es verdad? Niels Grafalk estaba interesado en comprar unas acciones de los Halcones Negros. Mi primo fue con algunos de los otros jugadores. Paige estaba allí y conoció a mi primo. Quiero saber quién la llevó.

Jeannine disimuló una sonrisa astuta.

Aquella fiesta. No, nosotros no fuimos.

– ¿Pero estaban invitados?

– Puede que el señor Odinflute nos lo dijera… Nos invitaron a muchas fiestas estas Navidades. Si quiere saber con quién fue Paige, creo que debería preguntárselo a ella.

La miré fijamente; lo sabía, pero no me lo iba a decir. Me concentré en el asunto del dinero.

– Hábleme de las facturas, Jeannine.

– No sé de qué está hablando.

– Desde luego que sí. Acaba de decir que él le prometió que nadie se enteraría. Les llamé para hablar de ello el sábado por la noche. Contestó su hijo Paul. ¿Qué es lo que su marido hizo a continuación?

Soltó unas cuantas lágrimas más, pero al final resultó que no lo sabía. Habían vuelto tarde. Paul dejé el mensaje junto al teléfono de la cocina. Cuando Clayton lo vio, se fue a su estudio y cerró la puerta. Hizo una llamada telefónica y se marchó unos minutos más tarde. No, en el Alfa no. ¿Le había recogido alguien? No lo sabía. Estaba muy alterado y le había dicho que le dejase en paz. Era sobre la una y media de la madrugada del domingo cuando se marchó. Fue la última vez que le había visto.

– Hábleme ahora de las facturas, Jeannine. Las estaba abultando, ¿verdad?

Ella no contestó.

– La gente le hacía ofertas para los cargamentos de la Eudora y él anotaba las órdenes a un precio y las facturaba a otro. ¿No es eso?

Se puso a llorar de nuevo.

– No lo sé, no lo sé.

– No sabe cómo lo hacía, pero sabe que lo hacía, ¿verdad?

– No se lo preguntaba, mientras pudiese pagar las cuentas -sollozaba cada vez más fuerte.

Yo estaba empezando a perder la paciencia.

– ¿Sabe cuál era el sueldo de su marido?

– Claro que sabía lo que ganaba Clayton -sus lágrimas se detuvieron el tiempo suficiente como para que se me quedase mirando.

– Claro que lo sabía. Y sabía que noventa y dos mil dólares, aunque esté bien, comparado con lo que tenían las otras chicas de Park Forest South High, o de donde demonios fuese, no era bastante para pagar el barco. Y esta casa. Y la ropa de firma. Y el colegio. Y los coches caros. Y las camisetas de Izod que lleva la pequeña Terri. Las mensualidades del Club Náutico. Por cierto, sólo por curiosidad, ¿cuánto vale el Club Náutico al año? Yo diría que unos veinticinco mil.

– ¡Usted no entiende nada! -se enderezó y me miró con ojos orgullosos y airados-. No sabe lo que es tener que aguantar que todas las demás chicas tengan todo lo que quieren y que una tenga que seguir con la ropa del año pasado.

Eso me sonó fatal.

– Tiene razón; no lo sé. En mi colegio la mayoría de las chicas teníamos un par de vestidos cuando empezábamos y aún los llevábamos al graduarnos. Park Forest South es un poco más fino que el sur de Chicago… pero no mucho.

– ¡Park Forest South! Mi madre se mudó allí más tarde. Nosotras crecimos aquí, en Lake Bluff. Teníamos caballos. Mi padre tenía un barco. Vivíamos cerca de aquí. Luego él lo perdió todo. Todo. Yo estaba en primero de la universidad. Paige sólo tenía ocho años. Ella es demasiado joven para acordarse de la humillación. El modo en que la gente nos miraba en la escuela. Mamá vendió la plata. Sus propias joyas. Pero no sirvió de nada. Mi padre se suicidó disparándose un tiro y nos mudamos. Mi madre no podía soportar la piedad que la gente como la vieja señora Grafalk nos dispensaba en el club de campo. Y yo tuve que ir a Roosevelt en lugar de ir a Northwestern.

– Así que decidió usted venirse a vivir aquí, costara lo que costase. ¿Y su marido? ¿También es un exiliado de Lake Bluff que volvió?

– Clayton vino de Toledo. La Compañía Eudora le trajo aquí cuando tenía veinticinco años. Alquiló un apartamento en Park Forest y allí nos conocimos.

– Y usted pensó que tenía posibilidades, que podía abrirse camino para usted. ¿Cuándo descubrió que eso no iba a ocurrir?

– Cuando nació Terri. Seguíamos viviendo en aquella casa cochambrosa de tres dormitorios -estaba chillando-. Terri y Ann tenían que compartir una habitación. Yo me compraba toda la ropa en Wieboldt. ¡No podía soportarlo! No podía soportarlo más. Y además estaba Paige. No tenía más que dieciocho años, pero ya sabía… ya sabía…

– ¿Qué sabía, Jeannine?

Recuperó en parte su control.

– Sabía cómo conseguir que la ayudasen otros -dijo tranquilamente.

– Ya. Y no quería que Paige la vistiera. Así que presionó usted a su marido para que trajese más dinero a casa. Él sabía que nunca iba a tener bastante si se limitaba a manejarse con su sueldo. Así que decidió sacarse alguna cosa antes de que llegase a los libros de la Eudora. ¿Manipuló algo más que las facturas?

– No, fueron sólo las facturas. Podía sacar… unos cien mil dólares extra al año con ellas. No… no lo hacía con todas las órdenes de compra, sólo con el diez por ciento más o menos. Y pagaba impuestos sobre ello.

– ¿Impuestos? -repetí incrédula.

– Sí. No queríamos… no queríamos correr los riesgos de una auditoría. Lo llamábamos comisiones. Los de Hacienda no saben cómo es este trabajo. No sabían si podía cobrar comisiones o no.

– Y entonces mi primo lo descubrió. Estaba revisando los papeles para ver lo que tenía que hacer un director regional en una oficina así, y acabó comparando algunas facturas con las órdenes de venta originales.

– Fue terrible -suspiró-. Le amenazó con contárselo a David Argus. Aquello habría significado el fin de… de la carrera de Clayton. Le hubieran echado. Habríamos tenido que vender la casa. Habría sido…

– Ahórremelo -dije, bruscamente. Me latía la sien izquierda-. Había que escoger entre el Club Náutico y la vida de mi primo.

Ella no dijo nada. La agarré por los hombros y la sacudí.

– ¡Contésteme, maldita sea! Decidieron que mi primo tenía que morir para que usted pudiese seguir llevando sus vestidos de Massandrea. ¿Es eso lo que ocurrió? ¿Es eso?

De rabia la había levantado del sillón y la estaba sacudiendo. La señora Carrington entró corriendo en el salón.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó detrás de mí. Yo estaba aún gritándole a Jeannine. La señora Carrington me agarró por el brazo-. Creo que será mejor que se vaya. Mi hija no puede soportar más disgustos. Si no se marcha, llamaré a la policía.

De algún modo su voz rasposa penetró en mí.

– Tiene usted razón. Lo siento, señora Carrington. Me temo que me he dejado llevar por mi trabajo. -Me volví hacia Jeannine-. Sólo una pregunta más antes de que la deje con su luto. ¿Cuál era el papel de Paige en todo esto?

– ¿Paige? -susurró, frotándose los hombros por donde yo la había agarrado. Sonrió del modo astuto en que lo había hecho antes-. Oh, se suponía que Paige debía averiguar lo que Boom Boom sabía. Pero será mejor que hable con ella. Ella no ha desvelado mis secretos y yo no voy a desvelar los suyos.

– Muy bien -dijo la señora Carrington-. Vosotras, chicas, debéis ser leales la una con la otra. Después de todo, es todo lo que tenéis.

– Aparte de un barco y un apartamento en Astor Place -dije.

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