Cogí el Fairmont para volver al Holiday Inn, cantando A capital shipfor an ocean trip y The Barbary Pirates. Metí las cosas en la bolsa de lona y salí del hotel, dejando una nota para Roland Graham con las llaves del Ford en el mostrador. Era la una. Si el Lucelia no zarpaba hasta las cinco, me daba tiempo a tomar algo de comer.
Después de comer y encontrar un taxi que me llevara hasta el silo 67, pasaban ya de las tres y media. El sol del mediodía calentaba el aire lo suficiente como para poder quitarme el jersey y meterlo en mi bolsa de lona antes de trepar una vez más por la escalerilla que conducía a la cubierta del Lucelia.
Habían terminado de cargar. Las pesadas rampas se metieron en el silo desde arriba. Bajo la dirección del segundo de a bordo, los hombres comenzaron a manipular dos pequeñas grúas para colocar las tapas de las escotillas en las aberturas de las bodegas. Un hombre manejaba cada grúa utilizando los controles frente a un pequeño asiento a estribor. Levantaba la tapadera mientras dos marineros la sujetaban por cada lado. Eran cubiertas de acero muy grandes e inestables. Luego bajaba la tapadera mientras los otros dos la ajustaban con veinte o treinta tuercas. Los tres se desplazaban hacia la tapadera siguiente mientras un cuarto hombre les seguía con una enorme llave inglesa, apretando las tuercas.
Cuando estaba allí mirando, sentí vibrar el barco. Las máquinas se habían puesto en marcha. Pronto el aire se llenó de ruido. Un rastro de humo negro de diesel se alzó por la gigantesca chimenea. Yo no sabía el tiempo que las máquinas tenían que estar en marcha antes de que el barco se pusiese a navegar, pero advertí a un par de marineros en tierra sujetando las amarras, listos para soltarlas. Había llegado por los pelos.
Me sentí muy emocionada. Sabía que estaba perdiendo tiempo allí en la cubierta cuando debería estar en el puente enfrentándome a los que hubieran vuelto, pero estaba demasiado nerviosa y no sabía qué decir cuando estuviera arriba. Desde mi puesto de observación creí ver a una persona nadando, alejándose del muelle y acercándose al barco. Me moví tan rápido como pude por entre aquella confusión, pero no vi nada. Me quedé mirando el agua reluciente con fijeza y al final vi a una figura saliendo a la superficie a unas veinte yardas, cerca de la orilla.
Cuando me di la vuelta, Bledsoe subía al barco. Se detuvo a hablar con el segundo de a bordo y luego se dirigió al puente sin verme. Estaba a punto de seguirle cuando se me ocurrió que tal vez debiera mantenerme aparte y presentarme después de zarpar. Así pues, fui hacia la parte trasera de la cabina, donde una serie de grandes bidones de petróleo servían tanto de cubos de basura como de escudo ante los que estaban en el puente. Me senté sobre una caja de metal, apoyé la bolsa en un rollo de cuerda y me recosté para disfrutar del panorama.
Me había olvidado de la persona que vi, pero ahora le -o la- volví a ver saliendo del agua a unas cincuenta yardas de allí, al otro lado del patio del silo. Un grupo de árboles la ocultó en seguida de mi vista. Después de aquello no ocurrió nada durante unos cuarenta y cinco minutos. Luego, la sirena del Lucelia sonó dos veces y el barco se separó lentamente del muelle.
Dos grandes surcos gris verdoso se abrieron a mis pies: el despertar de las hélices gigantes. La distancia entre el barco y el muelle empezó a agrandarse rápidamente. Pero el barco no parecía moverse, más bien parecía que la costa se alejase de nosotros. Esperé diez minutos más hasta que nos alejamos una milla o dos de tierra y no hubiera nadie dispuesto a volver para dejarme en tierra.
Dejando mi bolsa junto al rollo de cuerda, caminé hasta el puente. Saqué la pistola de su funda y le quité el seguro. Por lo que yo sabía, iba a enfrentarme a uno o más asesinos. Unos cuantos miembros de la tripulación se cruzaron conmigo mientras subía. Me miraron con curiosidad, pero no cuestionaron mi derecho a estar allí. Con el corazón latiendo a toda prisa, abrí la puerta que conducía al puente.
Subí el tramo de estrechos escalones de madera. Un murmullo de voces en lo alto. La escena mostraba a unas personas muy atareadas: Winstein estudiaba unos planos sobre la mesa de trabajo. Un hombre pelirrojo y fornido con dos pulgadas de cigarro en la boca estaba al timón siguiendo las indicaciones del capitán Bemis. «Pasando la segunda isla del puerto», decía Bemis. «Pasando la segunda isla del puerto», repetía el timonel, girando el timón lentamente hacia la izquierda.
Bledsoe estaba detrás. Ni él ni el capitán advirtieron mi entrada, pero Winstein levantó la vista de los planos y me vio.
– Ahí está -dijo en voz baja.
El capitán se volvió.
– Ah, señorita Warshawski. El piloto me dijo que iba usted a aparecer por aquí.
– Técnicamente eres un polizón, Vic -Bledsoe insinuó una sonrisa-. Podríamos encerrarte en las bodegas hasta que llegásemos a Sault Ste. Marie.
Me senté ante la mesa redonda. Ahora que estaba allí, la tensión nerviosa cedió; me sentía tranquila y dominando la situación.
– No tengo más que unos conocimientos rudimentarios de las leyes marítimas. Creo que el capitán es el amo absoluto del barco; que puede juzgar los delitos cometidos bajo su jurisdicción, ¿es así?
Bemis me miró muy serio.
– Técnicamente, sí, mientras el barco esté en el mar. Si se comete algún delito a bordo, lo que haría sería retener a la persona en cuestión y entregarla a las autoridades del puerto al que arribáramos.
Se volvió a Winstein y le dijo que fuera al puente durante unos minutos. El piloto acabó de dibujar una línea sobre el plano y subió a acompañar al timonel. Íbamos por un canal salpicado de islitas: trocitos de tierra con uno o dos árboles o un arbusto flacucho pegados a ellas. El sol se reflejaba en el agua gris verdosa. Detrás de nosotros, Thunder Bay era aún visible con su fila de silos.
Bledsoe y Bemis se unieron a mí en la mesa.
– Se supone que no se debe subir a bordo sin permiso del capitán -Bemis estaba serio pero no enfadado-. No me parece usted una persona frivola y dudo que lo haya hecho frivolamente, pero sigue siendo una infracción de las leyes marítimas. No es un delito en sí, pero no creo que sea eso a lo que se refíería usted, ¿no?
– No, lo que en realidad quería saber es esto: suponga que lleva usted alguien a bordo que haya cometido un crimen mientras estaba en tierra. Lo descubre cuando está a bordo. ¿Qué hace con esa persona?
– Dependería en parte de la clase de delito que sea.
– Intento de homicidio.
Bledsoe frunció las cejas.
– Supongo que eso no será una hipótesis, Vic. ¿Crees que alguno de los de esta tripulación intentó matar a alguien? ¿Quién y por qué?
Le miré con firmeza.
– Yo debía ser la víctima. Estoy intentando descubrir si alguien de este barco no querría matarme.
Durante diez segundos no se oyó más sonido en el cuarto que el débil ruido de las máquinas. El timonel mantenía la vista al frente, pero su espalda se movía. La mandíbula de Bemis se tensó.
– Tendrá que explicarnos eso, señorita Warshawski.
– Encantada. El jueves por la noche, el señor Bledsoe me llevó a cenar. Dejé mi coche en el patio del silo. Mientras estábamos fuera, alguien me rompió la dirección y vació el líquido de frenos. Fue un milagro que cuando mi coche se estrelló en la Dan Ryan yo saliese con heridas leves. Un conductor inocente murió, sin embargo, y uno de los pasajeros está paralizado para el resto de su vida. Eso es asesinato, asalto y un montón de cosas feas más.
Bledsoe soltó una exclamación.
– ¡Dios mío, Vic! -miró a su alrededor para encontrar algo más que decir, pero hizo varios intentos en falso antes de poder decir algo coherente. Le miré fijamente. La sorpresa es un sentimiento fácil de fingir. Parecía sincero, pero…
El capitán me miró con los ojos semicerrados.
– Parece usted muy tranquila.
– ¿Sería más creíble si me tirase al suelo y chillase?
Bemis hizo un gesto de fastidio.
– Supongo que puedo llamar a Chicago por radio y comprobarlo.
Le señalé la radio.
– Por supuesto. El teniente Robert Mallory le dará todos los detalles que quiera saber.
– ¿Puedes decirnos algo más acerca de lo que pasó?
Les conté todo lo que podía recordar del accidente.
– ¿Y qué es lo que te hace pensar que alguien del Lucelia puede estar envuelto en ello?
– Hay un número limitado de personas que puede haberlo hecho -expliqué-. Pocas personas sabían que yo estaba allí. Y muy pocas podían identificar mi coche.
– ¿Cómo lo sabe? -era de nuevo el capitán-. Hay muchos gamberros en el puerto, y la verdad es que eso suena a gamberrismo.
– Capitán, no sé si ha tenido usted que ver con muchos gamberros, pero yo sí. No conozco a ningún gamberro que vaya por ahí con un soplete y una rueda de trinquete para averiar coches. Es un proceso muy largo con muchas probabilidades de que te cojan. Sobre todo en un lugar como el silo, al que es difícil acceder.
Las cejas de Bemis se arrugaron.
– ¿Cree usted que sólo porque el Lucelia estuviera allí amarrado, nosotros estamos implicados de algún modo?
– Ustedes y Clayton Phillips eran los únicos que sabían que yo estaba allí… Capitán, estoy segura de que a mi primo le empujaron por la borda el mes pasado… o bajo la borda, para ser exactos. Y sé que han matado a alguien más que tenía relación con los asuntos de mi primo. Lo que yo pienso es que el asesino tiene que ver, o bien con este barco, o bien con la Eudora. Tiene usted una gran sala de máquinas aquí. Estoy segura de que tendrá algún soplete por ahí rodando…
– ¡No! -explotó Bemis-. ¡No es posible de ninguna manera que Mike Sheridan esté envuelto en esto!
– ¿Cuánto hace que lo conoce?
– Veinte años. Al menos veinte años. Hemos navegado mucho tiempo juntos. Conozco a ese hombre mejor que… a mi mujer. A él le veo más.
– Además -terció Bledsoe-, no hay ninguna razón para que Mike, o cualquiera de nosotros, quisiéramos matarte.
Me froté la frente con cansancio.
– Ah, sí. La razón. Ese es el gran obstáculo. Si supiera lo que mi primo había descubierto, sabría quién había cometido los asesinatos. Creo que tiene que ver con esos contratos de embarque, Martin, pero tú me aseguras que son perfectamente legales. Pero, ¿y si tuviese algo que ver con el sabotaje de tus bodegas? Me dijiste que Boom Boom os había llamado por eso.
– Sí, pero, Vic, nosotros necesitamos tener este barco funcionando para ganarnos la vida. ¿Por qué íbamos a detenerlo?
– Sí, bueno, yo también pensé eso -me miré las manos y luego miré a Bledsoe-. ¿Y si alguien te estuviese chantajeando… algo como «Contaré tu secreto si no abandonas esa carga»?
El rostro de Bledsoe empalideció bajo el bronceado.
– ¡Cómo te atreves!
– ¿Cómo me atrevo a qué? ¿A sugerir una cosa semejante? ¿O a sacar tu pasado a relucir?
– Las dos cosas -dio un puñetazo en la mesa-. Si tengo un pasado así, un secreto, ¿quién te lo contó?
Bemis se volvió sorprendido hacia Bledsoe.
– Martin, ¿de qué estáis hablando? ¿Tienes una esposa loca oculta en Cleveland de la que nunca he oído hablar?
Bledsoe se recobró.
– Tendrás que preguntarle a la señorita Warshawski. Ella es la que está contando la historia.
Hasta aquel momento no estuve segura de que Grafalk me hubiera contado la verdad. Pero si no, él no habría tenido semejante reacción. Sacudí la cabeza.
– No es más que una hipótesis, capitán. Y si hay algo en el pasado de Bledsoe… bueno, lo ha guardado para sí durante mucho tiempo. No creo que en este momento le resulte muy interesante a nadie.
– ¿No lo crees? -saltó Bledsoe-. Entonces, ¿por qué iba a querer nadie chantajearme?
– Oh, yo no creo que sea muy interesante. Pero está claro que tú sí. Me lo demuestra tu reacción. Lo que me hizo preguntarme cosas fue que rompieses un vaso de vino sólo porque Grafalk hizo una broma acerca de dónde habías ido al colegio.
– Ya veo -Bledsoe soltó una corta risa-. No eres tan tonta, ¿verdad?
– Me las arreglo… De todos modos, me gustaría hacerte una pregunta en privado.
Bemis se levantó cortés.
– Tengo que ver cómo van las cosas, de todos modos… Por cierto, Martin ocupa nuestro único camarote. Le pondremos una hamaca en mi comedor.
Le di las gracias. Bledsoe me miró especulativamente. Yo me incliné hacia adelante y dije en voz baja:
– Quiero estar segura de que no mandaste a Sheridan a sabotear mi coche mientras estábamos cenando aquella noche.
En su mandíbula empezó a latir una vena.
– Créeme. Detesto tener que preguntártelo. Detesto incluso pensarlo. Pero fue una experiencia horrorosa. Destruyó mi confianza en la naturaleza humana.
Bledsoe echó hacia atrás su silla con la suficiente fuerza como para tirarla al suelo.
– ¡Pregúntaselo a él! ¡Maldita sea si sigo hablando de todo esto!
Se marchó furioso escaleras abajo y el puente retumbó con el portazo. Bemis me miró fríamente.
– Dirijo un barco, señorita Warshawski, no una comedia de enredo.
Sentí un furor repentino.
– ¿Ah, sí? ¡Han matado a mi primo y han querido matarme a mí! ¡Hasta que no esté convencida de que no fue nadie de su tripulación, esté seguro de que va a vivir metido en mi comedia de enredo y va a tener que aguantarse!
Bemis dejó el timón y se acercó a la mesa para inclinarse sobre mi cara.
– No la culpo por estar preocupada. Ha perdido a su primo. Le han hecho daño. Pero creo que está convirtiendo dos tristes accidentes en una conspiración y no quiero que trastorne usted la marcha de mi barco mientras tanto.
Me latían las sienes. Conseguí controlarme lo suficiente como para no soltar amenazas demasiado grandilocuentes.
– Muy bien -dije conteniéndome, con las cuerdas vocales tirantes-. No trastornaré la marcha de su barco. Quiero hablar con el jefe de máquinas mientras estoy a bordo, de todos modos.
Bemis señaló con la cabeza a Winstein.
– Consígale a la señorita un casco, marinero -se volvió hacia mí-. Puede interrogar al jefe. Sin embargo, no quiero que hable usted con la tripulación a menos que el piloto o yo estemos presentes. Él le dará instrucciones al segundo para estar seguro de que sea así.
– Gracias -le dije rígidamente. Mientras esperaba que Winstein me trajese el casco, me quedé mirando pensativa por la parte trasera del puente. El sol se estaba poniendo y la línea de la costa aparecía como una lejana cuña púrpura frente a él. Cerca del puerto vi unos cuantos trozos de hielo. El invierno duraba largo tiempo por aquellos parajes.
Estaba haciendo un trabajo realmente fabuloso. De momento no sabía ni una maldita cosa más de lo que sabía tres semanas antes, como no fuera el modo de llenar de cereal un carguero de los Grandes Lagos. En mi cabeza oía a mi madre decirme que no me dejase llevar por la autocompasíón. «Cualquier cosa menos eso, Victoria. Mejor romper los platos que quedarte ahí tirada sintiendo pena por ti misma.» Tenía razón. Estaba afectada por las secuelas de mi accidente. Pero eso, a ojos de Gabriela, era la razón, no la excusa. No había excusa válida para quedarse ahí sentada lamentándose.
Me rehice. El piloto estaba esperándome para acompañarme desde el puente. Bajamos por la estrecha escalera, yo muy pegada a él. Me dio un casco con su nombre escrito en la parte delantera con letras negras muy gastadas; me explicó que era el suyo de repuesto y que podría utilizarlo mientras estuviese a bordo.
– Si quiere hablar con el jefe de máquinas, ¿por qué no espera hasta la hora de cenar? El jefe come en el comedor del capitán y puede hablar allí con él. No podrán oírse con las máquinas ahora.
Le miré a regañadientes, preguntándome si no querría mantenerme apartada de Sheridan el tiempo suficiente como para que Bledsoe le contase su versión de la historia.
– ¿Dónde está el comedor del capitán? -pregunté.
Winstein me llevó. Era una habitación pequeña y formal a estribor de la cubierta principal. Colgaban cortinas de flores de los ojos de buey y una enorme foto de la botadura del Lucelia decoraba la pared delantera. El comedor de la tripulación estaba en la puerta de al lado. La misma cocina servía a los dos, pero al capitán le atendían los cocineros en su mesa, mientras que la tripulación se servía como en un autoservicio. Los cocineros servían la cena entre cinco y media y siete y media, me dijo Winstein. Podía desayunar allí entre las seis y las ocho de la mañana.
Winstein me acompañó de vuelta al puente. Esperé hasta que se perdió de vista y bajé a la sala de máquinas. Me acordaba vagamente del camino por mi visita anterior. Se pasaba por un cuarto auxiliar con una lavadora y una secadora y después se bajaba por un tramo de escaleras cubiertas de linóleo hasta llegar a la entrada de la sala de máquinas.
Winstein tenía razón sobre lo del ruido. Era ensordecedor. Me llenó cada una de las pulgadas de mi cuerpo y me hizo castañetear los dientes. Un joven con mono grasiento estaba en la cabina de control que ocultaba la entrada hacia los motores. Le rugí por encima del ruido; tras unos cuantos intentos, entendió mi pregunta y me dijo que encontraría al jefe de máquinas en el nivel dos inspeccionando los cojinetes. Aparentemente, sólo un idiota no sabría lo que eran los cojinetes. Desistiendo de recibir alguna explicación más, bajé por una escalerilla de metal hasta el nivel inferior.
Los motores ocupaban mucho sitio y tuve que andar un poco antes de encontrar a nadie. Al fin descubrí un par de figuras con casco detrás de un amasijo de tuberías y me abrí paso hasta ellos. Uno era el jefe de máquinas, Sheridan. El otro, un tipo joven que no había visto antes. No supe si alegrarme o preocuparme al no ver a Bledsoe con Sheridan. Todo estaría más claro si les hubiera visto juntos.
El jefe y el otro estaban totalmente absortos inspeccionando la válvula de una tubería que corría al nivel de los ojos frente a ellos. No se volvieron cuando me acerqué; siguieron con su trabajo.
El más joven desenroscó la parte de abajo de una tubería que salía del suelo perpendicular a la tubería superior y se unía a ella. Metió un tubo de acero en la abertura, miró su reloj y sacó de nuevo el tubo. Estaba cubierta de aceite, lo que pareció satisfacer a ambos. Encajaron de nuevo las tuberías y se limpiaron las manos en los monos sucios.
En aquel momento se dieron cuenta de que yo estaba allí, o quizá sólo se dieron cuenta de que yo no era un miembro de la tripulación. Sheridan hizo bocina con las manos para gritarme una pregunta. Yo le grité a mi vez. Era evidente que no podía mantenerse una conversación por encima del rugir de los motores. Le chillé en la oreja que hablaría con él en el cena; no estaba segura de que me hubiera oído, pero me di la vuelta y subí de nuevo a cubierta.
Una vez fuera, aspiré agradecida el aire del atardecer. Ya estábamos muy lejos de la costa y hacía frío. Recordé que mi bolsa estaba apoyada en unos rollos de cuerda detrás de la cabina y me fui a por ella para sacar el jersey gordo y ponérmelo. También saqué una boina y me tapé las orejas.
Los motores temblaban a mis pies, menos fuerte pero aún evidentes. Agua arremolinada subía la popa rítmicamente, balanceando el barco.
Buscando un poco de tranquilidad me fui a la proa. No había nadie más fuera. Mientras caminaba a lo largo del barco, casi un cuarto de milla, el ruido fue disminuyendo poco a poco. Cuando llegué a proa, el extremo delantero del barco, no oía más ruido que el del agua rompiendo contra el casco. El sol poniéndose tras nosotros dibujaba la larga sombra del puente sobre la cubierta.
No había barandilla entre la cubierta y el agua. Dos gruesos cables paralelos, separados unos dos pies uno del otro, daban la vuelta al barco fijados a postes cada seis pies más o menos. Sería de lo más fácil escurrirse entre ellos e irse al agua.
Había un banquito atornillado en la proa. Se podía uno sentar y apoyarse en un pequeño baúl de herramientas y mirar al agua. La superficie era verde negruzca, pero en el lugar en el que el barco cortaba el agua se veía un espejeo de colores que iban desde el blanco lavanda al verde azulado y del verde al negro. Como dejar caer tinta negra sobre papel húmedo y ver cómo se separaba en sus diferentes matices.
Un cambio en la luz detrás de mí me hizo tensarme. Cogí la Smith & Wesson mientras Bledsoe llegaba junto a mí.
– Sería fácil empujarte ahora y decir luego que te habías caído.
– ¿Es una amenaza o una observación? -saqué la pistola y le quité el seguro.
Pareció asombrado.
– Quita esa maldita cosa de ahí. He salido para hablar contigo.
Volví a poner el seguro y metí la pistola en su funda. No me iba a servir de mucho tan de cerca, de todos modos. La verdad es que la había traído para impresionar.
Bledsoe llevaba una chaqueta gruesa de tweed sobre un jersey de cachemir azul pálido. Tenía un aspecto marinero y confortable. Yo sentía frío en mi hombro izquierdo; me había empezado a doler mientras estaba allí sentada mirando al agua.
– Exploto en seguida -dijo de pronto-. Pero no necesitas una pistola para mantenerme a raya, demonio.
– Muy bien. -Mantuve los pies en tensión para poder saltar a un lado.
– No hagas las cosas tan jodidamente difíciles -soltó.
No me moví, pero tampoco me relajé. El luchaba consigo mismo, no sabía si marcharse ofendido o si decir algo que le rondaba por la cabeza. Ganó la segunda posibilidad.
– ¿Fue Grafalk el que te contó mi desventura juvenil?
– Sí.
Asintió para sí.
– No creo que nadie más sepa… o aún le importe. Yo tenía diecinueve años. Había crecido en los arrabales del puerto. Cuando él me llevó a la oficina de Toledo, acabé manejando muchas transacciones en efectivo. Su error fue que nunca debería haber puesto a alguien tan joven delante de tanto dinero. Yo no lo robé. Bueno, es decir, sí lo robé. Lo que quiero decir es que no estaba pensando en guardarme el botín y huir a la Argentina. Sólo quería vivir a lo grande. Me compré un coche -sonrió al recordar-. Un Packard dos plazas rojo. En aquellos días era difícil conseguirse un coche y a mí me parecía ser el más elegante del puerto.
La sonrisa desapareció de su rostro.
– El caso es que era joven y alocado y me gasté la pasta abiertamente, deseando que me cogieran. Niels fue a verme y me contrató inmediatamente después de que me soltaran de Cantonville. Nunca lo mencionó en veinte años, pero se tomó como una ofensa personal el que yo fundara la Pole Star en el 74. Y empezó a echármelo en cara: que sabía que en el fondo era un delincuente y que no me había quedado con él más que para aprender los secretos de su organización y luego marcharme.
– ¿Por qué te marchaste?
– Hacía años que quería tener mi propio negocio. Mi mujer estaba enferma, tenía la enfermedad de Hodgkin, y no teníamos hijos. Supongo que canalicé toda mi energía hacia la navegación. Además, después de que Niels se negase a construir otro barco de mil pies, yo quería tener un barco así -palmeó afectuosamente los cabos-. Es un hermoso barco. Tardaron cuatro años en construirlo. Yo tardé tres en conseguir la financiación. Pero merece la pena. Estos chismes funcionan con un tercio del coste de un viejo quinientos pies. El espacio para la carga ocupa casi la longitud total. Puedo transportar siete veces la carga de un navio de quinientos pies… El caso es que lo deseaba con locura y para conseguirlo tuve que poner en marcha mi propia compañía.
¿Con cuánta locura?, me pregunté. ¿La suficiente como para hacer una chapuza mayor de la que había hecho treinta años antes y conseguir el capital suficiente?
– ¿Cuánto cuesta construir un barco como éste?
– El Lucelia vale casi cincuenta millones.
– ¿Cómo lo financiaste?
– Hicimos un poco de todo. Sheridan y Bemis aportaron sus ahorros y yo los míos. El Fort Dearborn Trust posee la mayor parte y acabamos consiguiendo una serie de préstamos con otros diez bancos. Otras personas aportaron su propio dinero. Es una inversión enorme y quiero estar seguro de que transporta cargas todos los días entre el veintiocho de marzo y enero para que podamos pagar la deuda.
Se sentó junto a mí en el banquito y me miró, sondeándome con sus ojos grises.
– Pero no es eso lo que vine a decirte. Quiero saber por qué Niels sacó a la luz la historia de mi pasado. Ni Bemis ni Sheridan la conocen, y si se hubiese sabido hace tres años, nunca hubiera podido construir esta hermosura. Si Niels quería herirme, podía haberlo hecho entonces. Así que, ¿por qué te lo dijo ahora?
Era una buena pregunta. Miré el agua revuelta, intentando recordar mi conversación con Grafalk. Puede que quisiese ventilar parte de su amargura oculta contra Bledsoe. No podía ser un deseo de proteger a Phillips. También había sugerido historias acerca de Phillips.
– ¿Qué sabes de la relación entre Grafalk y Clayton Phillips?
– ¿Phillips? No mucho. Niels le acogió bajo su ala en la época en que yo fundé la Pole Star. Como él y yo no nos habíamos separado amistosamente que digamos, no le veía mucho. No sé cuál fue el trato. A Niels le gusta promocionar a jóvenes. Yo fui probablemente el primero y hubo muchos otros a lo largo de los años -arrugó la frente-. En general, todos eran más competentes que Phillips. No sé cómo consigue mantener la oficina en marcha.
Le miré fijamente.
– ¿Qué quieres decir?
Bledsoe se encogió de hombros.
– Es tan… tan melindroso. No, no es ésa la palabra. Tiene cerebro, pero se lía. Tiene representantes de ventas que se supone deberían manejar los contratos de embarque, pero no es capaz de dejarles a ellos que lo hagan. Siempre se inmiscuye en las negociaciones. Como no está al día de los mercados, a menudo echa a perder buenos negocios y carga a la Eudora con contratos demasiado caros. Me di cuenta cuando era expedidor de Niels, hace diez años, y lo veo ahora que llevo mi propio negocio.
Aquello no sonaba delictivo; sólo estúpido. Lo dije y Bledsoe rió.
– ¿Buscas un delito para mantener animado el negocio o qué?
– No necesito mantener animado el negocio. Tengo muchísimo que hacer en Chicago si alguna vez consigo aclarar este asunto.
Me levanté. Viajar de polizón en el Lucelia había sido una de mis ideas más estúpidas. Ninguno de ellos me diría nada y yo no sabía cómo separar la lealtad lógica hacia el barco y la lealtad mutua del ocultamiento de un delito.
– Pero lo voy a descubrir -dije en voz alta sin darme cuenta.
– Vic, no te enfades tanto. Nadie de este barco intentó matarte. Ni siquiera estoy seguro de que nadie intentara matarte en absoluto -levantó una mano cuando yo iba a decir algo-. Ya sé que sabotearon tu coche. Pero seguramente lo hicieron un par de gamberros que no te habían visto en su vida.
Sacudí la cabeza, cansada.
– Hay demasiadas coincidencias, Martin. No puedo creer que el que Boom Boom y el vigilante de su edificio murieran y casi me matasen a mí no sean más que una serie de coincidencias. No puedo creerlo. Y empiezo a preguntarme por qué tú y el capitán estáis tan empeñados en que lo crea.
Se metió las manos en el bolsillo y se puso a silbar en silencio.
– ¿Por qué no me explicas tus razonamientos? No te digo que me vayas a convencer, pero dame una oportunidad.
Tomé aire. Si era responsable, lo sabría todo de cualquier forma. Y si no lo era, no importaba que lo supiese todo. Le expliqué lo de la muerte de Boom Boom, la pelea con Phillips, el asalto al apartamento de mi primo, la muerte de Henry Kelvin.
– Tiene que haber una razón para todo ello, y la razón está en el puerto. Tiene que estar. Me dijiste que aquellas órdenes de embarco que te enseñé la semana pasada son perfectamente legales. Así que no sé dónde más mirar. Si Phillips estaba amañando deliberadamente los contratos y produciendo pérdidas a la Eudora, tiene que haber una razón. Aunque creo que Argus debería tener la mosca detrás de la oreja hace tiempo, sobre todo si lleva haciendo esto desde hace diez años -me eché la boina hacia atrás y me froté la frente-. Esperaba que estuviese en las órdenes de embarco, ya que por eso discutían Boom Boom y Phillips un día antes de que muriera.
Bledsoe me miró muy serio.
– Si de verdad quieres estar segura, tendrás que mirar las facturas. Los contratos parecen ser correctos, pero tienes que ver lo que Phillips pagó por las órdenes. ¿Qué sabes del modo en que funciona una oficina así?
Sacudí la cabeza.
– No mucho.
– Bien, el trabajo principal de Phillips consiste en actuar como controlador. Debería dejar las ventas a sus representantes, pero no lo hace. Maneja todo el cotarro financiero. También es cosa suya conocer los precios y cómo va el mercado, para que cuando tenga que pagar, pueda asegurarse con sus representantes de que están consiguiendo los mejores precios. Pero se supone que tendría que mantenerse al margen de las ventas. Él maneja el dinero.
Fruncí las cejas. El hombre que manejaba el dinero merecía una investigación más a fondo. El problema estaba en que, en este maldito caso, todo merecía una investigación más a fondo y yo no llegaba a ninguna parte. Me froté el hombro entumecido, intentando rechazar mi frustración.
Bledsoe seguía hablando; me perdí parte de lo que decía.
– ¿Desembarcas en Sault Ste. Marie? Te llevaré hasta Chicago; tengo allí mi avión y pensaba volver esta semana a la oficina.
Nos levantamos al mismo tiempo y emprendimos el camino de vuelta por la larga cubierta. El sol se había puesto y el cielo estaba cambiando de púrpura a gris negro. Encima de nosotros, las primeras estrellas aparecían: destellos de luz en la oscura cortina. Tendría que volver afuera cuando fuese completamente de noche. En la ciudad no se ven muchas estrellas.