18

El largo viaje a casa

Tras el rugido de la explosión y los gritos del barco, el aire quedó en calma; todos los demás sonidos pasaban a través de él. La gente chillaba, tanto en el Lucelia como en tierra. A lo lejos se empezaban a oír las sirenas. Cada pocos segundos, otro trozo de la cubierta se rompía y caía por el plano inclinado hacia la abertura del centro.

Me temblaban las piernas. Me solté del autodescargador y me froté los músculos de mi hombro dolorido. Bledsoe seguía de pie junto a mí con los ojos vidriosos y la cara gris. Quise decirle algo, pero no me salían las palabras. Una explosión. Alguien había hecho explotar un barco de sesenta mil toneladas. Sesenta mil toneladas. Sesenta mil toneladas. Las palabras zumbaban sin sentido en mi cerebro.

La cubierta flotaba arriba y abajo ante mí; creí que volvía a alzarme. Mis temblorosas piernas se doblaron y me desmayé. Sólo me desvanecí unos pocos segundos, pero me quedé tumbada en la cubierta hasta que se me pasó el mareo y luego me obligué a ponerme en pie. Bledsoe seguía allí junto a mí.

Vi al capitán Bemis tambaleándose a la entrada de la cabina. Red, el timonel, le seguía con las dos pulgadas de cigarro aún en la boca. Caminó pesadamente hacia babor. Le oí dando arcadas detrás de mí.

– ¡Martin! ¡Nuestro barco! ¡Nuestro barco! ¿Qué ha pasado? -Era el capitán Bemis.

– Han puesto explosivos en su casco, capitán. -Las palabras venían de lejos. Bemis me miraba de un modo extraño. Me di cuenta de que era yo la que había hablado.

Sacudió la cabeza como un muñeco de muelle; no podía dejar de sacudirla.

– No. En mi barco no. Tiene que haber sido en la esclusa.

– No puede ser -intenté ponerme a discutir con él, pero el cerebro se me ablandó. Quería dormir. Flotaban imágenes sin sentido en la niebla gris de mi mente. Los geiseres de agua alzándose sobre el barco. El agua cambiando de color cuando el Lucelia se abría paso a través de ella. Los surcos que la hélice abría en el agua cuando salíamos de Thunder Bay. Una figura oscura con traje de buceador que salía del agua.

La figura con traje de buceador. Aquello significaba algo. Me esforcé por concentrarme en ello. Esa era la persona que puso los explosivos. Lo hicieron ayer. En Thunder Bay.

Abrí la boca para soltarlo, pero me tragué las palabras. Nadie estaba en estado de asimilar semejantes noticias.

Keith Winstein se abrió paso hasta nosotros. Su rostro estaba surcado de lágrimas y barro.

– Karpansky y Bittenberg. Los dos… los dos han muerto, señor. Estaban en la orilla con los cables. Deben… deben de haberse estrellado contra el costado. -Tragó saliva y se estremeció.

– ¿Quién más? -preguntó Bemis.

– Arma. Se cayó por la borda. Se… quedó aplastada. No tuvo la menor oportunidad. Vergil se cayó a la bodega. ¡Dios mío! Se cayó en la bodega y se ahogó en el centeno -empezó a reír y llorar como un loco-. ¡Ahogado en centeno! ¡Oh, Dios! -gritó-. ¡Ahogado en centeno!

La concentración y la energía volvieron al rostro del capitán Bemis. Se enderezó y cogió a Winstein por los hombros, sacudiéndole fuerte.

– Escucha, piloto. Los que quedan siguen estando bajo tu responsabilidad. Reúnelos. Mira a ver quién necesita cuidados médicos. Llama por radio a la Guardia Costera para que manden un helicóptero.

El piloto asintió. Dejó de sollozar, dio unos cuantos suspiros más y se volvió hacia la tripulación aturdida.

– Martin también necesita ayuda -dije-. ¿Puede obligarle a sentarse? -Yo necesitaba apartarme de la multitud de cubierta. En alguna parte, fuera del alcance de mi mente, flotaba cierta información importante. Si pudiera irme, permanecer despierta, obligarme a concentrarme… Comencé a retroceder hacia la cabina.

Al ir hacia allí me crucé con el jefe de máquinas. Estaba cubierto de barro y aceite. Parecía un minero después de llevar tres semanas en el pozo. Sus ojos azules miraban con horror a través de su máscara negra.

– ¿Dónde está el capitán? -me preguntó con sequedad.

– En cubierta. ¿Cómo están las cosas abajo?

– Tenemos un hombre con una pierna rota. Es el único herido, gracias a Dios. Pero hay agua por todas partes. El motor de babor ha desaparecido… Era una bomba, ¿sabe? Cargas de profundidad. Deben de haberla puesto justo en la viga central… Activada a distancia. Pero ¿por qué?

Sacudí la cabeza, impotente, pero sus palabras sacudieron mi mente. Si fue activada por control remoto, tuvo que ser alguien que estaba en la orilla. Mirando. El hombre de pelo rojo y un par de prismáticos. Howard Mattingly, el jugador suplente de hockey, tenía el pelo así. Boom Boom le había visto en algún sitio en el que no debía estar hacía tres semanas. Y ahora estaba en el muelle mirando con unos prismáticos cuando el Lucelia saltó por los aires.

Olvidé el dolor de mi hombro izquierdo. Necesitaba encontrar a Mattingly. Inmediatamente. Antes de que se marchase. Me volví bruscamente ante Sheridan y retrocedí por la cubierta. Mi pistola. No iba a abordar a Mattingly sin mi Smith & Wesson. Fui al lugar en el que la había dejado, donde estaban Bledsoe y el capitán.

La bolsa no estaba. La busqué durante un rato, pero sabía que era inútil. Dos camisetas, un jersey, un par de vaqueros y una Smith & Wesson de trescientos dólares yacían junto con Vergil en cincuenta mil toneladas de centeno.

– Me voy -le dije al capitán-. Tengo una idea y necesito ponerla en práctica. Mejor será que mande a uno de sus cocineros a prepararle té caliente con mucho azúcar. No está bien -señalé con el dedo hacia Bledsoe. No esperé la respuesta de Bemis y me marché.

No fue difícil salir del Lucelia. Estaba en el fondo de la esclusa, con la cubierta a la altura del muelle. Colgándome de los cables del costado, salté con facilidad los dos pies que separaban la popa alzada y el lado de la esclusa. Mientras me abría paso por la estrecha banda de tierra que me separaba de la esclusa MacArthur, pasé junto a un equipo de salvamento de la Guardia Costera y del Cuerpo de Ingenieros Navales. Hombres con trajes verdes, médicos, una camilla; una solemne procesión preparada para un gran desastre. Detrás, naturalmente, llegaba un equipo de la televisión. Fueron los únicos que se fijaron en mí. Uno de ellos me metió un micrófono bajo la nariz y me preguntó si venía del barco y si sabía lo que había pasado.

Me encogí de hombros confusa y dije en italiano que no hablaba inglés. Desilusionado, el cámara siguió su camino detrás de la Guardia Costera.

La encrucijada se extendía ante mí: dos tiras de cemento bordeando un trozo de césped. El viento helado me dañaba el hombro. Quise correr pero no pude. Tenía las piernas como columnas de plomo y no querían llevarme. Llegué a las compuertas cerradas ante la esclusa MacArthur y me abrí paso a través del estrecho sendero que pasaba por encima. Debajo de mí yacían las rocas que bordean el canal que conduce al lago Hurón. Había sido una suerte que las compuertas aguantaran.

Una enorme multitud se había reunido en el muelle. Me hizo falta tiempo y. energía para abrirme paso entre la gente. Mattingly ya no estaba allí.

Antes de seguir avanzando a codazos, contemplé el Lucelia durante un minuto. Era una visión aterradora. La proa y la popa, ambas alzadas sobre la esclusa en ángulos dentados. Varios cables se habían soltado del autodescargador y colgaban absurdos sobre los restos de la cubierta. Centeno mojado surgía de las bodegas abiertas en una mancha amarilla sobre las partes visibles de las cubiertas rotas. Miré fijamente a las figuras que había a bordo y supuse que Bledsoe se habría metido dentro por fin. Un helicóptero había aterrizado junto a la proa, y de él salían hombres con camillas.

La multitud disfrutaba del espectáculo. Los desastres en directo son atracciones maravillosas cuando estás a salvo al otro lado. Mientras mirábamos, -la Guardia Costera pescó un cuerpo muerto del agua y un estremecimiento de placer recorrió el muelle. Me di la vuelta, me abrí paso escaleras abajo y crucé la calle para entrar en un pequeño café.

Pedí una taza de chocolate caliente. Como Bledsoe y la tripulación, yo también había recibido un choque y necesitaba líquido caliente y azúcar. El chocolate era lamentable, hecho con polvos y agua, pero estaba dulce y el calor se fue extendiendo gradualmente por el interior de mis dedos entumecidos.

Pedí otro y una hamburguesa con patatas fritas. No sé qué instinto me dijo que las calorías en semejantes circunstancias me sentarían bien. Apreté la taza de plástico contra mi cansada frente. Así que Mattingly ya se había ido. De vuelta a Chicago en coche, a menos que tuviese un avión privado esperándole en el pequeño aeropuerto de Sault Ste. Marie.

Me comí la hamburguesa, un mazacote negro y grasiento, de unos cuantos bocados. Lo mejor que podía hacer era llamar a Bobby Mallory y decirle que vigilase a Mattingly cuando llegase a Chicago. Después de todo, yo no podía perseguirle.

Tan pronto como me terminé las patatas fritas, me fui en busca de un teléfono público. Había uno en la parte de fuera de la cabina de observación, pero había ocho personas haciendo cola fuera para utilizarlo. Finalmente encontré otro tres manzanas más allá, frente a un hotel incendiado. Llamé al aeropuerto de Sault Ste. Marie. El único vuelo a Chicago salía dos horas más tarde. Reservé una plaza y busqué una compañía de taxis para que me mandase un coche que me llevase al aeropuerto.

Sault Ste. Marie es aún más pequeño que Thunder Bay. El aeropuerto era un hangar y una cabaña, ambos muy castigados por los elementos. Unos cuantos aviones privados, Cessnas y cosas así, se encontraban en el extremo del campo. No vi nada que pareciese un avión comercial. Tampoco veía gente. Finalmente, después de caminar por allí durante diez minutos mirando por los rincones, encontré a un hombre tumbado de espaldas bajo un avión minúsculo.

Salió a regañadientes en respuesta a mis gritos.

– Estoy buscando el avión de Chicago.

Se pasó una mano grasienta por la cara ya sucia.

– Aquí no están los aviones de Chicago. Este lugar sólo lo usan unos cuantos aviones privados.

– Pero si acabo de llamar. Hice una reserva.

Sacudió la cabeza.

– El aeropuerto comercial está a veinte millas carretera abajo. Es mejor que vaya usted allí.

Sentí un peso sobre los hombros. No sabía de dónde sacar la energía para recorrer otras veinte millas. Suspiré.

– ¿Tiene algún teléfono desde el que pueda llamar a un taxi?

Señaló con un gesto el extremo más alejado del polvoriento edificio y volvió a meterse debajo del aeroplano.

Se me ocurrió una cosa.

– ¿Martin Bledsoe guarda su avión aquí o en el otro aeropuerto?

El hombre volvió a mirarme.

– Estaba aquí. Cappy se fue en él hace unos veinte minutos.

– ¿Cappy?

– Su piloto. Un tipo llegó y dijo que Bledsoe quería que le llevase a Chicago.

Estaba demasiado cansada para sentir nada más: sorpresa, asombro o rabia. Mis emociones estaban lejos.

– ¿Un tipo con el pelo muy rojo? ¿Con una cicatriz en el lado izquierdo de la cara?

El mecánico se encogió de hombros.

– No me fijé en la cicatriz. Desde luego que tenía el pelo rojo.

Cappy le había estado esperando. Bledsoe le había telefoneado y se lo había dicho la noche anterior. Todo lo que sabía el mecánico era que le había encargado a Cappy un viaje a Chicago. El tiempo seguía siendo bueno sobre el lago Michigan. Estarían allí alrededor de las seis. Volvió a meterse bajo el aparato.

Me fui tambaleante y encontré un teléfono, un viejo cacharro negro del tipo de los que a la compañía de teléfonos le avergüenza vender hoy en día. La compañía de taxis accedió a mandarme un coche para que me llevase al otro aeropuerto a tiempo para coger el avión.

Me encogí en la acera frente al hangar mientras esperaba, demasiado cansada como para permanecer de pie, luchando contra el sueño. Me preguntaba entre sueños qué haría si el taxi no me llevaba a tiempo al otro aeropuerto.

Esperé largo tiempo. La bocina del taxi me despertó de mi ensueño y me puse de pie. Me volví a dormir por el camino. Llegamos al Aeropuerto Internacional de Chippewa County con diez minutos de margen. Otra terminal minúscula, donde un gordo amistoso me vendió el billete y nos ayudó a mí y a otros dos pasajeros a subir a bordo del avión de hélice.

Pensé que dormiría durante todo el vuelo, pero no dejé de darle vueltas a la cabeza inútilmente durante el viaje interminable. El avión se detuvo en tres pequeñas ciudades de Michigan. Soporté el viaje con la pasividad producida por tantas emociones. ¿Por qué habría hecho volar Bledsoe su propio barco? ¿Qué más haría Mattingly para él? Bledsoe me había invitado dócilmente a echar un vistazo a sus papeles financieros. Y aquello significaba que los papeles realmente importantes estaban en otra parte y los libros falsos estaban a disposición de los banqueros y los detectives. Pero había sufrido un auténtico choque cuando el Lucelia explotó. Aquella cara gris no era fingida. Bien, puede que sólo quisiera averiarlo ligeramente para poder cobrar el seguro y acabar con sus obligaciones financieras. No querría que su orgullo saltase en pedacitos por el aire, pero quizá Mattingly utilizó un explosivo equivocado. O demasiado potente. En cualquier caso, se había pasado.

¿Por qué me había ofrecido Bledsoe llevarme a Chicago si iba a llevar a Mattingly? Puede que supiera que no iba a tener que cumplir con su ofrecimiento. O, si esperaba que los daños en el Lucelia fueran leves, podía haberse marchado. Pero entonces, ¿cómo me habría explicado la presencia de Mattingly?

Daba vueltas y vueltas con aquellas especulaciones inútiles sin conseguir más que un dolor de cabeza. En el fondo sentía gran amargura. Parecía que Bledsoe, que me había hablado de manera tan encantadora la noche anterior acerca de Peter Grimes, me había engañado. Puede que pensase que yo iba a ser un testigo imparcial de su sorpresa ante el desastre. No me gustaba que hiriesen mi ego. Bueno, al menos no me había ido a la cama con él.

En O'Hare busqué a Mattingly en el listín telefónico. Vivía cerca de Logan Square. A pesar de que era tarde, exhausta, con la cabeza estallando y la ropa hecha un asco, cogí un coche y me fui derecha allí desde el aeropuerto. Eran las nueve y media cuando llamé al timbre de un coqueto bungalow en el 3600 de Pulaski.

Me abrió la puerta casi inmediatamente la joven e indefensa esposa de Mattingly, Elsie. Andaba a vueltas con los últimos momentos de su embarazo y se quedó boquiabierta cuando me vio. Me di cuenta de que debía tener un aspecto de lo más chocante.

– Hola, Elsie -dije, entrando en un pequeño vestíbulo-, soy V. I. Warshawski, la prima de Boom Boom. Nos hemos visto un par de veces en fiestas del equipo, ¿recuerdas? Necesito hablar con Howard.

– Yo… Sí, me acuerdo. Howard… Howard no está aquí.

– ¿No? ¿Estás segura de que no está arriba durmiendo en la cama o algo así?

Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas redondas e infantiles.

– No está aquí. No está. Pierre… Pierre ha llamado tres veces y la última vez le amenazó. Pero, la verdad, no sé dónde está. Creí… creí que en el Coeur d'Argent con Pierre. Pero no estaba allí y yo no sé dónde está y el niño está a punto de venir ¡y estoy tan asustada! -ahora lloraba de verdad.

La conduje hasta la sala de estar y la senté en un sofá azul brillante cubierto de plástico. Una labor de punto cuidadosamente doblada yacía sobre la mesilla de café. Evidentemente llenaba sus días solitarios y asustados haciendo ropa para el bebé. Le froté las manos y le hablé para tranquilizarla. Cuando me pareció algo más calmada, me fui hasta la cocina y le preparé un tazón de leche humeante. Mirando a mi alrededor encontré un poco de ginebra bajo el fregadero. Me serví un buen chorro con un poco de zumo de naranja y llevé las dos bebidas a la sala. Mi brazo izquierdo protestaba incluso ante aquella carga tan ligera.

– Vamos; bebe esto. Te hará sentir un poco mejor… Venga, así. ¿Cuándo viste a Howard por última vez?

Se había marchado el lunes con un pequeño neceser, diciendo que estaría de vuelta el miércoles. Ya era viernes. ¿Dónde estaba? No, no había dicho a dónde iba. ¿Le sonaba de algo Thunder Bay? Se encogió de hombros indefensa, con lágrimas bailándole en los ojos azules. ¿Sault Ste. Marie? Se limitó a sacudir la cabeza llorando en silencio, sin decir nada.

– ¿Dijo algo Howard acerca de la gente con la que iba a ir?

– No -hipó-. Y cuando le dije que tú habías preguntado, se… se puso como loco. Me… me pegó y me dijo que no le hablase de nuestros asuntos a… a nadie. Y luego hizo la maleta y dijo que mejor no me decía a dónde… a dónde iba, porque… porque yo iba a contarlo todo por ahí.

Hice una mueca, agradeciendo a Boom Boom en silencio las veces que Pierre y él le habían dado una paliza a Howard. -¿Qué me dices del dinero? ¿Tenía dinero Howard últimamente?

Se animó al oír esto. Sí, ganó mucho dinero esta primavera y le había dado doscientos dólares para comprar una cuna bonita de verdad y todo lo demás para el bebé. Estaba muy orgullosa y divagó un rato acerca de ello. Era lo único de lo que podía hablar.

Le pregunté si no tenía una madre o una hermana o alguien con quien pudiera quedarse. Se encogió indefensa de nuevo y dijo que toda su familia vivía en Oklahoma. La miré impaciente. No era el tipo de persona abandonada a la que yo quisiese adoptar. Si lo hacía una vez, se me colgaría para siempre. En lugar de eso, le dije que llamase a los bomberos si se ponía de parto de repente y no sabía qué hacer. Mandarían personal sanitario para que se ocupasen de ella.

Cuando me levantaba para irme, le pedí que me llamase si Howard aparecía.

– Y por amor de Dios, no le digas que me lo has dicho. Sólo conseguirás que te vuelva a pegar. Ve a la tienda de la esquina y utiliza su teléfono. De verdad necesito hablar con él.

Volvió sus ojos melancólicos hacia mí. Dudé que me hubiera oído. Debía estar por encima de sus posibilidades engañar a su dominante esposo, aunque sólo fuera para llamar por teléfono. Sentí una punzada de culpabilidad por dejarla allí, pero la fatiga la hizo desaparecer en cuanto llegué a la esquina de Addison y Pulaski.

Llamé un taxi que pasaba para que me llevase al otro lado de la ciudad, a casa de Lotty. Cinco millas por las calles de la ciudad es un viaje largo y me volví a dormir en el desvencijado vehículo cuando cruzábamos Milwaukee Avenue. El movimiento del taxi me hizo creer que estaba de nuevo a bordo del Lucelia. Bledsoe estaba de pie junto a mí, agarrado al autodescargador. Me miraba con fijeza con sus apremiantes ojos grises, repitiendo: «Vic: yo no iba en el avión, yo no iba en el avión.»

Me desperté sobresaltada cuando giramos por Sheffield y el taxista me preguntó el número del apartamento de Lotty. Mientras le pagaba y subía cansada hasta el segundo piso, el sueño me pareció muy real. Contenía un mensaje importante de Bledsoe, pero no conseguía adivinar en qué consistía.

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