12

El castigo más terrible de la ley es siempre lo que pasa en la imaginación de alguien; la perspectiva de la propia muerte, ejecutada por sentencia judicial, alimenta ideas del tipo más ingeniosamente masoquista. Someter a un hombre a un juicio en que se juega la vida es llenarle la cabeza de pensamientos más crueles que cualquier castigo que pueda inventarse. Y, como es natural, la idea de cómo debe de ser caer varios metros a través de una trampilla, para verte detenido bruscamente por una cuerda atada alrededor del cuello, afecta a cualquiera. Es difícil dormir, se pierde el apetito y no es raro que el corazón empiece a sufrir bajo la tensión de lo que la propia mente le impone. Incluso para la inteligencia más mediocre y carente de imaginación, solo se necesita girar la cabeza de un lado a otro del cuello y oír el crujido de las vértebras para sentir en el fondo del estómago el espantoso horror del ahorcamiento.

Así que no me sorprendió ver que Becker se había convertido en una versión más delgada y descolorida de sí mismo. Nos reunimos en un locutorio pequeño y sin apenas muebles de la prisión de Rossauer Lände. Cuando entró en la sala, me estrechó la mano en silencio antes de dirigirse al guardián que se había apostado al lado de la puerta.

– Eh, Pepi -dijo Becker jovialmente-, ¿te importa? -Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de cigarrillos que lanzó a través de la sala. El vigilante llamado Pepi los cogió al vuelo y miró la marca-. Fumátelos fuera, ¿vale?

– De acuerdo -dijo Pepi, y se marchó.

Becker asintió, agradecido, cuando los tres nos sentamos en torno a la mesa atornillada a la pared de azulejos amarillos.

– No se preocupe -le dijo a Liebl-. Aquí todos los guardias están en el ajo. Mucho mejor que en el Stiftskaserne, puede estar seguro. No había forma de untar a ninguno de aquellos jodidos yanquis. No hay nada que esos cabronesquieran que no puedan conseguirlo ellos mismos.

– A mí me lo cuentas -dije, y saqué mis propios cigarrillos. Liebl los rechazó con un gesto cuando se los ofrecí-. Estos son de tu amigo Poroshin -expliqué mientras Becker sacaba uno del paquete.

– Todo un personaje, ¿verdad?

– Tu mujer cree que es tu jefe.

Becker encendió los dos cigarrillos y soltó una nube de humo por encima de mi hombro.

– ¿Has hablado con ella? -dijo, pero no parecía sorprendido.

– Aparte de los cinco mil, ella es la única razón de que esté aquí -dije-. Con ella en contra tuya, decidí que probablemente necesitabas toda la ayuda que pudieras conseguir. En lo que a ella respecta, ya estás colgando.

– Tanto me odia, ¿eh?

– Como a una llaga abierta.

– Bueno, supongo que tiene derecho. -Suspiró y sacudió la cabeza. Luego dio una larga y nerviosa calada al cigarrillo que apenas dejó papel encima del tabaco. Durante un segundo me miró fijamente con los ojos inyectados en sangre, parpadeando a través del humo. Al cabo de unos segundos, tosió y sonrió al mismo tiempo-. Adelante, pregunta.

– De acuerdo. ¿Mataste al capitán Linden?

– Pongo a Dios por testigo de que no. -Soltó una carcajada-. ¿Puedo irme ahora, señor?- Dio otra calada desesperada al cigarrillo-. Me crees, ¿verdad, Bernie?

– Creo que si estuvieras mintiendo, tendrías una historia mejor. Te reconozco la suficiente sensatez. Pero, como le decía a tu novia…

– ¿Has visto a Traudl? Bien. Es estupenda, ¿verdad?

– Sí, lo es. Solo Dios sabe qué habrá visto en ti.

– Disfruta de mi conversación de sobremesa, claro. Por eso no le gusta que esté encerrado aquí. Echa en falta nuestras agradables charlas sobre Wittgenstein, al lado del fuego. -La sonrisa se le borró del rostro cuando tendió la mano y me cogió del brazo-. Mira, tienes que sacarme de aquí, Bernie. Los cinco mil eran solo para que entraras en eljuego. Demuestra que soy inocente y triplicaré esa suma.

– Los dos sabemos que no va a ser fácil.

Becker me entendió mal.

– El dinero no es problema; tengo mucho. Hay un coche aparcado en un garaje de Hernals con treinta mil dólares en el maletero. Es tuyo si me sacas de aquí.

Liebl hizo un gesto de desagrado mientras su cliente continuaba demostrando su evidente falta de visión para los negocios.

– Realmente, Herr Becker, en tanto que abogado suyo tengo que protestar. Esta no es la manera de…

– Cierre la boca -dijo Becker rabioso-. Cuando quiera su opinión, se la pediré.

Liebl se encogió de hombros diplomáticamente y se recostó en la silla.

– Mira, hablaremos de una prima extra cuando estés fuera. El dinero es estupendo. Ya me has pagado bien. No hablaba de dinero. No, lo que querría ahora son unas cuantas ideas. Así que, ¿por qué no empiezas por hablarme de Herr König? Dónde lo conociste, qué aspecto tiene, y si crees que le gusta el café con leche, ¿vale?

Becker asintió y apagó el cigarrillo, pisándolo contra el suelo. Cerró y abrió las manos y empezó a chascar los nudillos, incómodo. Probablemente había repasado la historia demasiadas veces para sentirse cómodo repitiéndola.

– De acuerdo. Bien, veamos. Conocí a Helmut König en el Koralle. Es un club nocturno en el Bezirk 9. En la Porzellangasse. Se me acercó y se presentó. Dijo que había oído hablar de mí y que quería invitarme a tomar algo. Yo acepté. Hablamos de las cosas corrientes: de la guerra, de que él había estado en Rusia, de que yo estaba en la Kripo antes de las SS; igual que tú, en realidad. Solo que tú te fuiste, ¿no, Bernie?

– No te vayas por las ramas.

– Dijo que unos amigos le habían hablado de mí. No dijo qué amigos. Había un negocio que quería ofrecerme: una entrega regular al otro lado de la Frontera Verde. Dinero en metálico, sin hacer preguntas. Era fácil. Lo único quetenía que hacer era recoger un paquete pequeño en una oficina aquí, en Viena, y llevarlo a otra oficina en Berlín. Pero solo cuando yo tuviera que ir, con un camión cargado de cigarrillos o algo por el estilo. Si me hubieran cogido, probablemente ni se hubieran fijado en el paquete de König. Al principio pensé que eran medicamentos, pero luego abrí uno y vi que eran documentos; archivos del partido, del ejército, de las SS, todo eso. No entendía por qué valía tanto dinero.

– ¿Siempre eran solo documentos?

Asintió.

– El capitán Linden trabajaba para el Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín -expliqué-. Era un cazanazis, Esos documentos, ¿recuerdas algún nombre?

– Bernie, eran sabandijas, morralla. Cabos y encargados de pagar los sueldos en el ejército. Cualquier cazanazis los habría tirado a la basura. Esos tipos van detrás de los peces gordos, gente como Bormann y Eichmann, no de jodidos funcionarillos.

– Sin embargo, esos documentos eran importantes para Linden. Quienquiera que le matara, también hizo que mataran a un par de detectives aficionados que él conocía. Dos judíos que habían sobrevivido a los campos y que querían saldar algunas cuentas. Los encontré muertos hace unos días. Llevaban algún tiempo así. Puede que los documentos fueran para ellos. O sea, que me ayudaría si procuraras recordar algunos de los nombres.

– Claro, lo que tú digas, Bernie. Trataré de encontrar un hueco en mi ocupadísima agenda.

– Hazlo. Ahora, háblame de König. ¿Qué aspecto tenía?

– Veamos: alrededor de los cuarenta años, diría yo. Robusto, moreno, con un bigote espeso, pesaría unos noventa kilos, con un metro noventa de estatura; llevaba un traje de tweed de buena calidad, fumaba puros y siempre lo acompañaba un perro… un terrier pequeño. Con toda seguridad era austríaco. A veces aparecía con una chica. Su nombre era Lotte. No sé el apellido, pero trabajaba en el Club Casanova. Una lagarta atractiva, rubia. No recuerdonada más.

– Has dicho que hablasteis de la guerra. ¿Te contó cuántas medallas había ganado?

– Sí, sí que lo hizo.

– ¿No crees que tendrías que decírmelo?

– No creí que tuviera importancia.

– Yo decidiré qué tiene importancia. Venga, Becker, suéltalo.

Fijó la mirada en la pared y después se encogió de hombros.

– Por lo que recuerdo, dijo que se había unido al partido nazi austríaco cuando todavía era ilegal, en 1931. Más tarde lo arrestaron por pegar carteles. Así que se escapó a Alemania y entró en la policía bávara en Munich. Se unió a las SS en 1933 y se quedó allí hasta el final de la guerra.

– ¿Rango?

– No lo dijo.

– ¿Mencionó algo acerca de dónde había servido y qué hacía?

Becker negó con la cabeza.

– No puede decirse que tuvierais una conversación muy interesante vosotros dos. ¿De qué hablabais, del precio del pan? Bueno. ¿Y qué hay del segundo hombre, el que fue a tu casa con König y te pidió que buscaras a Linden?

Becker se presionó las sienes.

– He tratado de recordar su nombre, pero no me viene a la cabeza -dijo-. Tenía la clase de un oficial de alto rango. Ya sabes, muy tieso y correcto. Puede que un aristócrata. También de unos cuarenta, alto, delgado, bien afeitado, con poco pelo. Llevaba una chaqueta Schiller y una corbata de algún club… -Meneó la cabeza-. No sé mucho de corbatas de clubes. Puede que fuera del Herrenklub, no lo sé.

– Y el hombre que viste salir del estudio donde mataron a Linden, ¿qué aspecto tenía?

– Estaba demasiado lejos para verlo bien, solo sé que era bajo y muy fornido. Llevaba chaqueta y sombrero oscuros y tenía prisa.

– Apuesto a que sí -dije-. La empresa de publicidad, la Reklaue and Werbe Zentrale. Está en la Mariahilferstrasse, ¿no?

– Estaba -dijo Becker, sombrío-. Cerró poco después de que me detuvieran.

– Háblame de ella de todos modos. ¿Era siempre a König a quien veías allí?

– No. Por lo general, era un tipo llamado Abs, Max Abs. Un tipo con aire académico, perilla, gafas pequeñas, ya sabes. -Becker cogió otro de mis cigarrillos-. Había una cosa que quería decirte. Una de las veces que estuve allí, oí cómo Abs hablaba por teléfono con alguien llamado Pichler, un cantero. Puede que tuviera un funeral. Pensaba que quizá podrías encontrar a Pichler y averiguar algo de Abs cuando mañana vayas al funeral de Linden.

– A las doce -dijo Liebl.

– Pensaba que podría valer la pena que echaras un vistazo, Bernie -explicó Becker.

– Tú mandas, eres el cliente -dije.

– Para ver si aparece alguno de los amigos de Linden. Y luego para buscar a Pilcher. La mayoría de los canteros están a lo largo de los muros del Cementerio Central, así que no tendría que resultar muy difícil encontrarlo. A lo mejor puedes descubrir si Max Abs dejó una dirección cuando encargó la lápida.

No me gustaba mucho que Becker me organizara el trabajo de la mañana de aquella manera, pero me pareció más fácil seguirle la corriente. Un hombre que se enfrenta a una posible pena de muerte puede exigirle una cierta indulgencia a su investigador privado. Especialmente cuando hay dinero por medio. Por eso dije:

– ¿Por qué no? Me entusiasman los funerales.

Luego me levanté y me paseé por la celda, como si fuera yo quien estuviera nervioso por estar encerrado. Quizá él estuviera más acostumbrado que yo.

– Hay algo que me intriga -dije, después de andar arriba y abajo, reflexionando, un par de minutos.

– ¿Qué?

– Liebl me ha dicho que no careces de amigos e influencias aquí en la ciudad.

– Hasta cierto punto.

– Bueno, ¿cómo es que ninguno de esos supuestos amigos ha tratado de encontrar a König? ¿O, si a eso vamos, a su amiguita Lotte?

– ¿Quién dice que no lo hayan hecho?

– ¿Te lo vas a guardar para ti o es que tengo que darte un par de chocolatinas?

Becker adoptó un tono conciliador.

– Mira, Bernie, no sé seguro qué ha pasado, así que no quiero que te hagas una idea equivocada de este trabajo. No hay razones para suponer que…

– Corta el rollo y cuéntame qué pasó.

– De acuerdo. Un par de socios míos, gente que sabe lo que está haciendo, preguntaron por ahí sobre König y la chica. Comprobaron unos cuantos clubes nocturnos y -hizo un gesto de incomodidad- no se les ha vuelto a ver desde entonces. Puede que me traicionaran. Puede que se fueran de la ciudad.

– O puede que recibieran el mismo tratamiento que Linden -sugerí.

– ¿Quién sabe? Pero por eso estás tú aquí, Bernie. Puedo confiar en tí. Sé la clase de tipo que eres. Respeto lo que hiciste allá en Minsk, de verdad. No eres de esos que dejan que cuelguen a un inocente. -Sonrió significativamente-. No puedo creer que yo sea el único que tenga necesidad de alguien con tus cualidades.

– No me va mal -dije rápidamente, porque no me apetecía que me adularan, y menos alguien como Emil Becker-. ¿Sabes?, probablemente mereces que te cuelguen -añadí-. Incluso si no mataste a Linden, habrá habido muchos otros.

– Pero yo no vi lo que se nos venía encima. No hasta que fue demasiado tarde. No como tú. Tú fuiste listo y te largaste mientras podías hacerlo. Yo nunca tuve esa oportunidad. Era obedecer órdenes o enfrentarse a un consejo de guerra y al pelotón de fusilamiento. No tuve el valor de hacer otra cosa que lo que hice.

Negué con la cabeza. En realidad ya no importaba.

– Quizá tengas razón.

– Sabes que la tengo. Estábamos en guerra, Bernie. -Acabó el cigarrillo y se puso en pie para acercarse al rincón donde me apoyaba. Bajó la voz como si no quisiera que Liebl lo oyese.

– Mira -dijo-, sé que es un trabajo peligroso. Pero solo tú puedes hacerlo. Hay que hacerlo sin armar ruido ypersonalmente, como tú lo consideres mejor. ¿Necesitas una pipa?

No había traído la pistola que le había quitado al ruso muerto en Berlín, porque no tenía ganas de arriesgarme a que me arrestaran por cruzar la frontera con un arma. Dudaba que el pase de Poroshin solucionara ese problema. Me encogí de hombros y dije:

– Dímelo tú. Es tu ciudad.

– Yo diría que necesitarás una.

– De acuerdo -dije-, pero, por todos los santos, que esté limpia.

Cuando estuvimos fuera de la prisión, Liebl sonrió sarcástico y dijo:

– ¿Una pipa es lo que supongo que es?

– Sí, pero es solo por precaución.

– La mejor precaución que puede tomar mientras esté en Viena es no meterse en el sector ruso. Especialmente entrada la noche.

Seguí la mirada de Liebl hasta el otro lado de la carretera y más allá, hasta el otro lado del canal, donde una bandera roja ondeaba con la brisa de la mañana.

– Hay una serie de bandas de secuestradores que trabajan para los ivanes en Viena -explicó-. Raptan a cualquiera que piensen que espía para los estadounidenses y, a cambio, los rusos les dan concesiones en el mercado negro para trabajar fuera del sector ruso, lo cual los pone, de hecho, fuera del alcance de la ley. Se llevaron a una mujer de su propia casa, enrollada dentro de una alfombra, igual que Cleopatra.

– Bueno, tendré cuidado de no dormirme en el suelo -dije-. Y ahora, ¿cómo puedo ir al Cementerio Central?

– Está en el sector británico. Tiene que coger un 71 en la Schwarzenbergplatz, solo que en su mapa pondrá Stalinplatz. No tiene pérdida; hay una enorme estatua de un soldado soviético como liberador que nosotros, los vieneses, llamamos el Saqueador Desconocido.

Sonreí.

– Como digo siempre, Herr Doktor, podemos sobrevivir a la derrota, pero Dios nos libre de cualquier otra liberación.

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