Parecía que la ropa me sentaba mejor. Los pantalones ya no me colgaban de la cintura como si fueran los bombachos de un payaso. Meterme dentro de la chaqueta ya no me hacía recordar a un chico que, optimista, se prueba la ropa de su padre muerto. Y el cuello de la camisa se me ajustaba al cuello como un vendaje al brazo de un cobarde. No cabía duda, dos meses en Viena me habían hecho ganar algo de peso, así que ahora me parecía más al hombre que había ido a un campo soviético de prisioneros de guerra y menos al que había salido de allí. Pero, aunque esto me gustaba, no pensaba que fuera una excusa para perder la buena forma y había decidido pasar menos tiempo sentado en el Café Schwarzenberg y hacer más ejercicio.
Era esa época del año cuando los desnudos árboles del invierno empiezan a tener brotes y cuando la decisión de llevar abrigo ya no es algo automático. Con solo una franja blanca de nubes en un cielo, por lo demás, completamente azul, decidí dar un paseo por el Ring y exponer mi piel al cálido sol primaveral.
Como una araña de cristal que resulta demasiado grande para la habitación donde está, también los edificios oficiales de la Ringstrasse, construidos en un tiempo de abrumador optimismo imperial, eran demasiado grandiosos, demasiado opulentos, para la realidad geográfica de la nueva Austria. Con sus seis millones de habitantes, Austria erapoco más que la colilla de un enorme puro. El lugar por el que fui a pasear, más que un anillo de puro parecía una corona mortuoria.
El centinela estadounidense que hacía guardia frente al Hotel Bristol, requisado por Estados Unidos, levantaba su rosada cara hacia arriba para que le dieran los rayos del sol matinal. Su homólogo ruso, que vigilaba el también requisado Grand Hotel, en la puerta de al lado, tenía un rostro tan oscuro que parecía haberse pasado la vida al aire libre.
Cruzando al lado sur del Ring a fin de estar más cerca del parque cuando llegara al Schubertring, me encontré cerca de la comandancia, antes el Hotel Imperial, en el momento en que un gran coche del Estado Mayor soviético se detenía frente a la enorme estrella roja y las cuatro cariátides que enmarcaban la entrada. La puerta del coche se abrió y apareció el coronel Poroshin.
No pareció en absoluto sorprendido de verme. Es más, era casi como si esperara encontrarme paseando por allí y, durante un segundo, se limitó a mirarme como si solo hiciera unas pocas horas que hubiera estado sentado en su despacho en el pequeño Kremlin de Berlín. Supongo que me quedé boquiabierto, porque al cabo de un momento sonrió, murmuró «Dobraye ootra», «buenos días», y luego prosiguió su camino al interior de la comandancia, seguido de cerca por un par de oficiales jóvenes que se volvieron para mirarme con recelo mientras yo me quedaba allí, sinsaber qué decir.
Bastante intrigado sobre la razón de que Poroshin hubiera aparecido en Viena en aquel momento, crucé la calle para dirigirme hacia el Café Schwarzenberg y por poco me atropella una anciana en bicicleta que hizo sonar la bocina, furiosa conmigo.
Me senté a mi mesa habitual para pensar en la llegada de Poroshin a la escena y pedí algo de comer, abandonando mi resolución de mantenerme en forma.
La presencia del coronel en Viena me pareció más fácil de explicar con un café y una porción de pastel en el estómago. Después de todo, no había ninguna razón para que no viniera. Como coronel del MVD, era probable que pudiera ir a donde quisiera. Pensé que el que no me hubiera dicho nada más ni me hubiera preguntado cómo iba mi trabajo para ayudar a su amigo se debía, probablemente, a que no tenía ningún interés en hablar de aquel asunto delante de los otros dos oficiales. Y sólo tenía que coger el teléfono y llamar al cuartel general de la Patrulla Internacional para descubrir si Becker seguía en prisión o no.
Pese a todo, una sensación en la suela del zapato me decía que la llegada de Poroshin desde Berlín estaba relacionada con mi propia investigación y no necesariamente para bien. Igual que alguien que ha desayunado ciruelas pasas, me dije que seguro que no tardaría mucho en notar algo.