21

Cada una de las cuatro potencias asumía, durante un mes y de forma rotativa, la responsabilidad administrativa de la policía del centro de la ciudad. «Ocupan la silla presidencial», era como Belinsky lo había descrito. La silla en cuestión estaba en una sala de reuniones en el cuartel general de las fuerzas combinadas en el Palais Auersperg, aunque también afectaba a la persona que se sentara al lado del conductor en el vehículo de la Patrulla Internacional. Pero aunque la PI era un instrumento de las cuatro potencias y obedecía, en teoría, las órdenes de las fuerzas combinadas, a todos los efectos prácticos eran los estadounidenses quienes la dirigían y proveían. Todos los vehículos, la gasolina y el aceite, las radios, los recambios para las radios, el mantenimiento de los vehículos y las radios, el funcionamiento del sistema de la red radiofónica y la organización de las patrullas eran responsabilidad del 796 de Estados Unidos. Esto significaba que era siempre el miembro norteamericano de la patrulla quien conducía el vehículo, hacía funcionar la radio y llevaba a cabo el mantenimiento de primer nivel. Así que, por lo menos en lo relativo a la patrulla misma, la idea de «la silla» se parecía a la de una fiesta móvil.

Aunque los vieneses se referían a «los cuatro hombres del jeep» o a veces a «los cuatro elefantes del jeep», en realidad «el jeep» había quedado abandonado hacía tiempo porque era demasiado pequeño para acomodar a una patrulla de cuatro hombres, más su transmisor de onda corta, por no hablar de algún detenido, y ahora el medio de transporte favorito era un vehículo de tres cuartos de tonelada del Mando y Reconocimiento.

Todo esto me lo explicó el cabo ruso que mandaba el furgón de la PI aparcado a corta distancia del Casino Oriental en la Petersplatz, en el cual yo estaba sentado, bajo arresto, esperando que los colegas del kapral cogieran también a Lotte Hartmann. El kapral, que no hablaba ni francés ni inglés y solo un poco de alemán, estaba encantado de haber encontrado a alguien con quien podía conversar, aunque fuera un prisionero de habla rusa.

– Me temo que no le puedo decir mucho sobre por qué está bajo arresto, aparte de que es por estar en el mercado negro -dijo a guisa de excusa-. Se enterará mejor cuando lleguemos a la Kärtnerstrasse. Los dos nos enteraremos, ¿eh? Lo único que puedo explicarle es el procedimiento. Mi capitán llenará un formulario de arresto, por duplicado (todo es por duplicado) y le dejará las dos copias a la policía austríaca. Ellos enviarán una al oficial de Seguridad Pública del Gobierno Militar. Si va a juzgarlo un tribunal militar, mi capitán preparará una hoja de cargos, y si lo tiene que juzgar un tribunal austríaco, la policía recibirá las instrucciones precisas. -El kapral frunció el ceño-. Para ser sincero, ahora no nos molestamos mucho con los delitos del mercado negro. O de la moralidad, si a eso vamos. A quienes perseguimos es a los contrabandistas o a los emigrantes ilegales. Puedo decirle que los otros tres cabrones piensan que me he vuelto loco, pero yo tengo mis órdenes.

Sonreí comprensivo y le dije que le agradecía que me explicara todo aquello. Estaba pensando en ofrecerle un cigarrillo cuando la puerta se abrió y el patrullero francés ayudó a una Lotte Hartmann muy pálida a subir y sentarse a mi lado. Luego él y el británico entraron también y cerraron la puerta desde dentro. El olor del miedo de Lotte solo era levemente más débil que el empalagoso aroma de su perfume.

– ¿Adónde nos llevan? -me preguntó en un susurro.

Le dije que a la Kärtnerstrasse.

– No se permite hablar -dijo el PM inglés en un alemán atroz-. Los prisioneros se mantendrán en silencio hasta que lleguemos a la central.

Sonreí para mis adentros. El lenguaje de la burocracia era la única segunda lengua que un inglés no sería nunca capaz de hablar bien.

La PI tenía su cuartel general en un viejo palacio a un tiro de colilla de la Ópera. La furgoneta se detuvo en el exterior y nos condujeron a través de unas enormes puertas cristaleras al interior de un vestíbulo de estilo barroco, donde todo un surtido de atlantes y cariátides exhibían la mano omnipresente de los canteros vieneses. Subimos una escalinata tan ancha como el tendido del ferrocarril, pasamos frente a urnas y bustos de olvidados nobles, cruzamos un par de puertas más largas que las piernas del contorsionista de un circo y entramos en una zona de oficinas con paredes de cristal. El kapral ruso abrió la puerta de una de ellas, hizo entrar a sus dos prisioneros y nos dijo que esperáramos allí.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Fräulein Hartmann en cuanto se cerró la puerta.

– Ha dicho que esperáramos. -Me senté, encendí un cigarrillo y eché una ojeada a la sala. Había un escritorio, cuatro sillas y, en la pared, un gran tablero de madera del tipo que se ve en la parte exterior de las iglesias, salvo que este estaba escrito en cirílico, con columnas de nombres escritos con tiza, encabezadas por «Personas buscadas», «Ausentes», «Vehículos robados», «Mensajes urgentes», «Órdenes. Parte I», «Órdenes. Parte II». En la columna de «Personas buscadas» aparecía mi propio nombre y el de Lotte Hartmann. El ruso favorito de Belinsky estaba haciendo que todo pareciera muy convincente.

– ¿Tiene idea de qué va todo esto? -me preguntó temblorosa.

– No -mentí-, ¿y usted?

– No, por supuesto que no. Tiene que ser un error.

– Claro.

– No parece estar muy preocupado. O quizá es que no se da cuenta de que han sido los rusos quienes han ordenado que nos trajeran aquí.

– ¿Habla ruso?

– Por supuesto que no -dijo impaciente-. El PM norteamericano que me arrestó me dijo que era una orden de los rusos y que él no tenía nada que ver.

– Bueno, los ivanes tienen el mando de la patrulla este mes -dije reflexivo- ¿Qué dijo el francés?

– Nada. Lo único que hizo fue no quitarme los ojos del escote.

– Seguro que lo hizo -dije sonriéndole-. Vale la pena.

Me brindó una sonrisa sarcástica.

– Sí, pero no creo que me hayan traído aquí para contemplar la leña apilada delante del refugio, ¿verdad?

Hablaba con un desagrado crispado, pero aceptó el cigarrillo que le ofrecía.

– No se me ocurre una razón mejor.

Soltó un taco entre dientes.

– Yo la conozco, ¿no? -dije-. ¿Del Oriental?

– ¿Qué era durante la guerra, observador aéreo?

– Sea amable. A lo mejor puedo ayudarla.

– Será mejor que se ayude usted mismo primero.

– Puede estar segura de ello.

Cuando por fin se abrió la puerta, fue un oficial del Ejército Rojo, alto y fornido, quien entró en la habitación. Se presentó como capitán Rustaveli y se sentó detrás del escritorio.

– Oiga -exigió Lotte Hartmann-, ¿le importaría decirme por qué me han traído aquí en mitad de la noche? ¿Qué demonios está pasando?

– Todo a su tiempo, Fräulein -replicó en un impecable alemán-. Por favor, siéntese.

Ella se dejó caer en una silla al lado de la mía y lo miró hoscamente. El capitán me miró.

– ¿Herr Gunther?

Asentí y le dije en ruso que la chica solamente hablaba alemán.

– Pensará que soy un hijo de puta si usted y yo hablamos solo una lengua que ella no entiende.

El capitán Rustaveli me miró fríamente y durante unos segundos me pregunté si algo habría marchado mal y Belinsky no le habría dejado claro a aquel oficial soviético que nuestro arresto era fingido.

– Muy bien -dijo después de un momento que duró mucho-. Sin embargo, por lo menos tendremos que cumplir con las formalidades de un interrogatorio. ¿Puedo ver sus papeles, Herr Gunther?

Por su acento supe que era georgiano; como el camarada Stalin.

Introduje la mano en la chaqueta y le di mi carné de identidad, en el cual, siguiendo la sugerencia de Belinsky, había metido dos billetes de cien dólares mientras íbamos en el furgón. Rustaveli deslizó rápidamente el dinero en el bolsillo del pantalón sin ni siquiera parpadear y por el rabillo del ojo vi cómo la boca de Lotte Hartmann se abría tanto que la mandíbula inferior le llegaba a las rodillas.

– Muy generoso -murmuró dándole la vuelta a mi carné de identidad entre sus peludos dedos. Luego abrió una carpeta que llevaba escrito mi nombre-, aunque era totalmente innecesario, se lo aseguro.

– Tenemos que pensar en los sentimientos de la señorita, capitán. No querría usted que decepcionara sus prejuicios,¿verdad?

– Por supuesto que no. Es una chica guapa, ¿no le parece?

– Mucho.

– Una puta, ¿no cree?

– Eso o algo que se le acerca mucho. Solo es una suposición, claro, pero diría que es del tipo de las que les gusta despojar a un hombre de bastante más que diez schillings y su ropa interior.

– No del tipo para enamorarse de ella, ¿eh?

– Sería como poner la verga en un yunque.

Hacía calor en el despacho de Rustaveli y Lotte empezó a darse aire con la chaqueta, dejando que el ruso entreviera su amplio escote.

– No sucede a menudo que un interrogatorio sea tan divertido -dijo Rustaveli, y mirando los papeles añadió-: Tiene unas tetas bonitas. Es una evidencia que respeto sinceramente.

– Supongo que a ustedes los rusos les resulta mucho más fácil mirarla.

– Bueno, sea lo que sea lo que quieran lograr con este número que hemos montado, espero que al final ella consiga lo que quiera. No puedo imaginar una razón mejor para tomarnos todo este trabajo. Yo, es que tengo una enfermedad sexual: se me hincha la verga cada vez que veo una mujer.

– Me parece que eso le convierte en un ruso bastante típico.

Rustaveli sonrió, irónico.

– Por cierto, habla usted un ruso excelente, Herr Gunther… para ser alemán.

– Lo mismo digo, capitán… para ser georgiano. ¿De dónde es?

– De Tbilisi.

– ¿El lugar de nacimiento de Stalin?

– No, gracias a Dios. Esa desgracia le corresponde a Gori. -Rustaveli cerró mi carpeta-. Esto debería ser suficiente para impresionarla, ¿no le parece?

– Sí.

– ¿Qué le digo?

– Que tiene información de que es una puta -expliqué-, así que no está muy dispuesto a dejarla ir. Pero luego me deja que yo lo convenza.

– Bien, todo parece estar en orden, Herr Gunther -dijo Rustaveli, volviendo a hablar alemán-. Mis disculpas por haberlo detenido. Puede marcharse.

Me devolvió el carné de identidad, me levanté y me dirigí a la puerta.

– ¿Y qué pasa conmigo? -gimió Lotte.

Rustaveli negó con la cabeza.

– Me temo que usted tendrá que quedarse, Fräulein. El médico de la brigada Antivicio vendrá enseguida. Parahacerle unas preguntas sobre su trabajo en el Oriental.

– Pero soy crupier -gimió-, no una chocolatera.

– No es esa la información que tenemos.

– ¿Qué información?

– Su nombre ha sido mencionado por otras chicas.

– ¿Qué otras chicas?

– Prostitutas, Fräulein. Es posible que tenga que someterse a un examen médico.

– ¿Un examen médico? ¿Para qué?

– Para ver si tiene alguna enfermedad venérea, claro.

– ¿Una enfermedad venérea?

– Capitán Rustaveli -dije por encima del agudo grito de ofendida indignación de Lotte-, puedo responder por esta señorita. No diría que la conozco muy bien, pero sí lo bastante para declarar categóricamente que no es una prostituta.

– Bueno… -dijo dubitativo.

– Déjeme que le pregunte: ¿parece una prostituta?

– Francamente, todavía tengo que encontrar una chica austríaca que no se esté vendiendo. -Cerró los ojos un segundo y luego negó con la cabeza-. No puedo ir contra el protocolo. Son cargos graves. Muchos soldados rusos han resultado contagiados.

– Por lo que yo recuerdo, el Oriental, donde ha sido arrestada Fräulein Hartmann, queda fuera de la jurisdicción del Ejército Rojo. Tenía la impresión de que sus hombres tienen tendencia a ir al Moulin Rouge en la Walfischgasse.

Rustaveli frunció los labios y se encogió de hombros.

– Eso es verdad, pero con todo…

– Quizá si volviera a reunirme con usted, capitán, podríamos hablar de la posibilidad de que yo compensara al Ejército Rojo por cualquier molestia debida a no cumplir el protocolo. Entretanto, ¿querría aceptar mi garantía personal de la reputación de la señorita?

Rustaveli se frotó la barba, pensativo.

– De acuerdo -dijo-, su garantía personal. Pero recuerde, tengo sus direcciones. Siempre pueden ser arrestados de nuevo.

Se volvió hacia Lotte Hartmann y le dijo que también estaba libre para marcharse.

– Gracias a Dios -musitó ella con un suspiro, y se puso en pie de un salto.

Rustaveli hizo un gesto al kapral que hacía guardia al otro lado de la sucia puerta cristalera y luego le ordenó quenos escoltara hasta el exterior del edificio. Luego dio un taconazo y se disculpó por «el error», tanto para beneficio de su kapral como para cualquier efecto que pudiera tener en Lotte Hartmann.

Ella y yo seguimos al kapral de vuelta a la escalinata, oyendo el eco de nuestros pasos en el ornamentado trabajo que adornaba la cornisa del alto techo, y a través de las puertas de cristal en forma de arco hasta la calle donde el kapral, inclinándose en el bordillo de la acera, escupió abundantemente en la calzada.

– Un error, ¿eh? -soltó una risa amarga-. Miren bien lo que digo, yo seré el que cargue con las culpas.

– Confío en que no -dije, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros, se encasquetó el gorro de piel de carnero y volvió a entrar con andares cansinos en el cuartel.

– Supongo que tendría que darle las gracias -dijo Lotte abrochándose el cuello de la chaqueta.

– Olvídelo -dije, y empecé a dirigirme hacia el Ring. Vaciló un momento y luego echó a andar detrás de mí.

– Espere un momento -dijo.

Me detuve y la miré. Vista de frente su cara era aún más atractiva que de perfil porque la longitud de la nariz era menos visible. Y no era fría en absoluto. Belinsky se había equivocado, confundiendo el cinismo con la indiferencia hacia todo. En realidad, pensé que parecía capaz de tentar a los hombres, aunque toda una noche observándola en el Casino había dejado sentado que era probablemente una de esas mujeres insatisfactorias que ofrecen intimidad solo para retirarla en una etapa posterior.

– ¿Sí? ¿Qué sucede?

– Mire, ha sido usted muy amable -dijo-, pero ¿le importaría acompañarme a casa? Es muy tarde para que una chica decente ande por las calles y dudo que pueda encontrar un taxi a estas horas de la noche.

Me encogí de hombros y miré la hora.

– ¿Dónde vive?

– No está muy lejos. En el Bezirk 3, en el sector británico.

– Está bien. -Suspiré con una notoria falta de entusiasmo-. Adelante.

Fuimos hacia el este, por calles que estaban tan silenciosas como la casa de unos terciarios franciscanos.

– No me ha explicado por qué me ha ayudado -dijo, rompiendo el silencio al cabo de un rato.

– Me gustaría saber si eso es lo que dijo Andrómeda cuando Perseo la salvó del monstruo marino.

– Su heroísmo parece un poco menos evidente, Herr Gunther.

– No se deje engañar por mis modales -le contesté-. Tengo un cajón lleno de medallas en la casa de empeños.

– Así que tampoco es un tipo sentimental.

– No, me gusta el sentimiento. Queda bien en las labores de costura y en las postales de Navidad. Solo que no se graba demasiado bien en los ivanes. O puede que no estuviera usted mirando.

– Claro que estaba mirando. Fue admirable la manera en que lo manejó. No sabía que se podía untar así a los ivanes.

– Solo hay que conocer el punto exacto del eje. El kapral habría estado demasiado asustado para aceptar nada y un mayor habría sido demasiado orgulloso. Eso sin mencionar que ya conocía a nuestro capitán Rustaveli cuando solo era simplemente el teniente Rustaveli y él y su novia cogieron una gonorrea y les conseguí penicilina de la buena, que me agradeció muchísimo.

– No tiene aspecto de ser un estraperlista.

– No tengo aspecto de estraperlista; no tengo aspecto de héroe. ¿Qué es usted, la directora de reparto de Warner Brothers?

– Ya me gustaría -murmuró-. Además, ha sido usted quien ha empezado. Le ha dicho a aquel iván que yo no tenía aspecto de chocolatera. Viniendo de usted, diría que casi suena a cumplido.

– Como le he dicho, la he visto en el Oriental, y no vendía nada más que mala suerte. Por cierto, confío en que sea una buena jugadora de cartas, porque se supone que tengo que volver y darle algo al iván por su libertad. Suponiendo que quiera seguir fuera de chirona.

– ¿Cuánto será?

– Unos doscientos dólares tendrían que bastar.

– ¿Doscientos? -Sus palabras resonaron por toda la Schwarzenbergplatz mientras pasábamos al lado de una enorme fuente y cruzábamos a Rennweg-. ¿De dónde voy a sacar toda esa pasta?

– Del mismo sitio de dónde sacó ese bronceado y esa bonita chaqueta, supongo. Si eso falla, siempre puedeinvitarlo al club y pasarle un par de ases por debajo de la mesa.

– Lo haría si fuera tan buena, pero no lo soy.

– Mala suerte.

Se quedó en silencio durante un momento mientras le daba vueltas al asunto.

– Quizá podría convencerlo para que se conformara con menos. Después de todo, parece que habla muy bien ruso.

– Quizá -admití.

– Supongo que no serviría de mucho ir a los tribunales para defender mi inocencia, ¿verdad?

– ¿Con los ivanes? -solté una estridente carcajada-. También podría apelar a la diosa Kali.

– No, tampoco yo lo creía.

Pasamos un par de calles laterales y luego nos detuvimos frente a un edificio de pisos junto a un pequeño parque.

– ¿Le gustaría subir a tomar algo? -Rebuscó en el bolso hasta encontrar la llave-. Yo necesito una copa.

– Yo hasta la lamería de la alfombra -dije, y la seguí cruzando la puerta y escaleras arriba hasta un piso acogedor y bien amueblado.

No era posible ignorar que Lotte Hartmann era atractiva. A algunas mujeres, las miras y calculas con cuánto tiempo estarías dispuesto a conformarte. Por lo general, cuanto más guapa es la chica, con menos tiempo piensas que estarías satisfecho. Bien mirado, una mujer verdaderamente atractiva tendría que dar cabida a muchos deseos similares. Lotte era el tipo de chica con quien yo habría estado dispuesto a aceptar cinco minutos ardientes y sin trabas. Sólo cinco minutos para que te dejara hacer lo que tú y tu imaginación quisierais. No era pedir demasiado. Tal como iban las cosas, parecía que me habría concedido bastante más que cinco minutos. Puede que incluso una hora entera. Pero yo estaba muerto de cansancio y quizá bebí demasiado de su excelente whisky para prestar suficiente atención a la forma en que se mordía el labio inferior y me contemplaba a través de aquellas pestañas de viuda negra. Probablemente se suponía que me quedaría tumbado tranquilamente con el morro descansando en su falda, de una convexidad impresionante, y dejaría que doblara mis enormes orejotas caídas; solo que acabé dormido en el sofá.

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