30

Me reuní con König en el Café Speri en la Gumpendorfer Strasse, que estaba en el sector francés, pero cerca del Ring. Era un lugar grande y sombrío que los numerosos espejos estilo art nouveau de las paredes no conseguían alegrar y que albergaba varias mesas de billar de reducido tamaño. Cada una de esas mesas estaba iluminada por una luz fijada en el amarillento techo con una instalación de metal que parecía sacada de un viejo submarino.

El terrier de König estaba sentado a corta distancia de su amo, como el perro de las etiquetas de los discos, observando cómo jugaba una partida solitaria pero concentrada. Pedí un café y me acerqué a la mesa.

Estudió su jugada, a una distancia de emboque, y luego puso tiza en la punta del taco, dándose por enterado de mi presencia con un silencioso gesto de la cabeza.

– Nuestro Mozart era muy aficionado a este juego -dijo bajando la mirada al tapete-. Sin duda lo encontraba un facsímil muy agradable del dinamismo tan preciso de su intelecto. -Fijó la vista en la bola blanca como un francotirador afinando la puntería y, después de un prolongado y concentrado momento, disparó la blanca contra la primera roja y luego contra la otra. La segunda roja se deslizó a lo largo de la mesa, vaciló en el reborde de la tronera y, provocando un pequeño murmullo de satisfacción en su ejecutor (porque no existe manifestación más elegante de las leyes de la gravedad y el movimiento), resbaló sin ruido perdiéndose de vista.

– Yo, por otro lado, disfruto del juego por razones más sensuales. Adoro el sonido de las bolas al golpearse unas contra otras y la forma en que ruedan tan suavemente. -Recuperó la roja de la tronera y la volvió a colocar a su entera satisfacción-. Pero sobre todo adoro el color verde. ¿Sabía que entre los celtas el verde se considera un color de mala suerte? ¿No? Creen que al verde le sigue el negro, probablemente porque los ingleses colgaban a los irlandeses porque vestían de verde. ¿O eran los escoceses?

Durante unos momentos, König contempló casi como un demente la superficie de la mesa de billar, como si fuera a lamerla con la lengua.

– Mírelo -dijo-, el verde es el color de la ambición y de la juventud. Es el color de la vida y del descanso eterno.«Requiem aeternam dona eis.» -A desgana, dejó el taco encima de la mesa y, haciendo aparecer un enorme puro de uno de sus bolsillos, se apartó de la mesa. El terrier se levantó, expectante-. Por teléfono me dijo que tenía algo para mí. Algo importante.

Le entregué el sobre de Belinsky.

– Siento que no esté escrito en tinta verde -dije observando cómo sacaba los papeles-. ¿Sabe leer cirílico?

König negó con la cabeza.

– Me temo que igual podría ser gaélico. -Pero siguió adelante y desplegó los papeles en la mesa de billar y luego encendió el puro. Cuando el perro ladró, le ordenó que se callara-. ¿Sería tan amable de explicarme qué estoy mirando exactamente?

– Son los detalles de las disposiciones y sistemas del MVD en Hungría y en la Baja Austria. -Sonreí fríamente y me senté a la mesa de al lado, donde el camarero acababa de dejarme el café.

König asintió lentamente y siguió mirando los papeles fijamente, sin comprender nada, durante unos segundos más; luego los recogió, los devolvió al sobre y se los metió dentro del bolsillo de la chaqueta.

– Muy interesante -dijo sentándose a mi mesa-, suponiendo que sean auténticos…

– Ah, sí, lo son sin ninguna duda -dije enseguida.

Sonrió con aire paciente, como si yo no tuviera ni idea del demorado proceso por el que se verificaba adecuadamente esa información.

– Suponiendo que sean auténticos -repitió con tono firme-, ¿exactamente cómo llegaron a su poder?

Un par de hombres fueron a la mesa de billar y empezaron una partida. König apartó la silla y con un gesto de la cabeza me indicó que le siguiera.

– No se molesten -dijo uno de los jugadores-, hay sitio de sobra para moverse.

Pero nosotros nos apartamos igualmente. Y cuando estuvimos a una distancia más discreta de la mesa, empecé a contarle la historia que había ensayado con Belinsky. Sólo entonces König negó firmemente con la cabeza y cogió al perro, que le lamió la oreja, juguetón.

– Este no es ni el lugar ni el momento adecuados -dijo-. Pero estoy impresionado por lo rápido que ha ido.Enarcó las cejas y observó a los dos hombres de la mesa de billar con aire distraído-. He sabido esta mañana que le ha conseguido algunos cupones de gasolina a aquel amigo mío médico, el del Hospital General. -Comprendí que se refería al asesinato de Traudl-. Y tan poco tiempo después de que habláramos del asunto. No hay duda de que ha sido usted muy eficiente. -Le echó el humo al perro que tenía sobre las rodillas, el cual lo olió y luego estornudó-. En estos tiempos es tan difícil obtener suministros fiables de cualquier cosa en Viena…

Me encogí de hombros.

– Solo es cuestión de conocer a la gente adecuada, eso es todo.

– Como es su caso, evidentemente. -Palmeó el bolsillo de la chaqueta de su traje de tweed verde, donde había guardado los documentos de Belinsky-. En estas especiales circunstancias, creo que tendría que presentarle a alguien de la organización que podrá juzgar mejor que yo la calidad de su fuente. Alguien que da la casualidad de que quiere encontrarse con usted y decidir cuál es la mejor manera de utilizar a un hombre de su capacidad y de sus recursos. Habíamos pensado esperar unas semanas antes de hacer las presentaciones, pero esta nueva información lo cambia todo. No obstante, primero tengo que hacer una llamada. Tardaré unos minutos. -Miró al café y señaló una de las mesas de billar libres-. ¿Por qué no prueba unas cuantas tiradas mientras yo estoy fuera?

– No valgo mucho para los juegos de habilidad -dije-. Desconfío de cualquier juego que se base en algo que no sea la suerte. Así no tengo que culparme si pierdo. Tengo una enorme capacidad para la autorrecriminación.

En los ojos de König apareció un destello.

– Mi querido amigo -dijo levantándose de la mesa-, eso no parece alemán.

Lo observé mientras iba al fondo del bar para utilizar el teléfono, con el terrier trotando fielmente a su lado. Me pregunté quién sería la persona a quien iba a llamar, la persona que podía juzgar mejor la calidad de mi fuente; podría ser incluso Müller. Me parecía que era esperar demasiado tan pronto.

Cuando König volvió al cabo de unos minutos, parecía excitado.

– Como pensaba -dijo, asintiendo entusiasmado-, hay alguien que tiene muchas ganas de ver este material inmediatamente y de conocerlo a usted. Tengo el coche fuera. ¿Vamos?

El coche era un Mercedes, como el de Belinsky. Y al igual que Belinsky, König conducía demasiado rápido para que fuera seguro en una carretera sobre la que había llovido mucho. Le dije que era mejor llegar tarde que no llegar, pero no me hizo caso. Mi sensación de incomodidad se agravaba por culpa del perro, que iba sentado en las rodillas de su amo y no dejó de ladrar, excitado, a la carretera durante todo el viaje, como si el animal fuera indicando por dónde teníamos que ir. Reconocí la carretera: era la que llevaba a los Estudios Sievering, pero justo en ese momento se bifurcaba y giramos hacia el norte por la Grinzinger Allee.

– ¿Conoce Grinzing? -gritó König por encima de los incesantes ladridos del perro. Le dije que no-. Entonces no conoce de verdad a los vieneses -opinó-. Grinzing es famoso por su producción de vinos. En verano todo el mundo viene aquí por la noche para ir a las tabernas que venden la nueva cosecha. Beben demasiado, escuchan un cuarteto Schrammel y cantan antiguas canciones.

– Suena muy hogareño -dije sin demasiado entusiasmo.

– Sí que lo es. Yo mismo tengo un par de viñedos por aquí. Solo dos campos pequeños, ¿sabe? Pero es un comienzo. Un hombre debe tener tierras, ¿no le parece? Volveremos en verano y entonces podrá probar el vino nuevo. El alma de Viena.

Grinzig casi no parecía las afueras de Viena, sino más bien un pueblecito encantador. Pero debido a su proximidad a la capital, su acogedor encanto campestre parecía tan falso como uno de los decorados que construían en Sievering. Subimos una colina por una carretera estrecha y llena de curvas que pasaba entre viejas posadas Heurige y jardines de casitas de campo, con König proclamando lo bonito que era todo ahora que había llegado la primavera. Pero para lo único que servía la visión de tanto provincianismo de libro de cuentos era para despertar el desdén de mis facetas ciudadanas, y me limité a un gruñido malhumorado y a murmurar algo sobre los turistas. Para alguien más habituadoa ver siempre escombros, Grinzing, con sus numerosos árboles y viñedos, parecía muy verde. No obstante, no mencioné esa impresión por temor a que hiciera que König se lanzara a uno de sus extraños monólogos sobre ese enfermizo color.

Detuvo el coche frente a un alto muro de ladrillo amarillo que rodeaba una casa grande, pintada de amarillo, y un jardín que parecía haberse pasado el día en un salón de belleza. La casa misma era un edificio alto, de tres plantas, con un tejado abuhardillado. Dejando de lado su brillante colorido, había una cierta austeridad de detalles en la fachada, que prestaba a la casa un aspecto institucional. Parecía una especie bastante opulenta de ayuntamiento.

Seguí a König a través de la verja y por un sendero con unos bordes inmaculados hasta una pesada puerta de roble tachonada del tipo que parece esperar que enarboles un hacha de guerra al llamar. Entramos directamente en la casa y pisamos un suelo de madera que crujía tanto que habría provocado un infarto a un bibliotecario.

König me condujo hasta una salita, me dijo que esperara allí y se fue, cerrando la puerta. Eché una mirada alrededor, pero no había mucho que ver, salvo el hecho de que el propietario tenía un gusto bucólico en lo referente al mobiliario. Una mesa toscamente labrada bloqueaba la puerta cristalera y un par de sillas rústicas de media luna estaban dispuestas frente a una chimenea vacía más grande que el pozo de una mina. Me senté en una otomana algo más cómoda, volví a atarme los cordones de los zapatos y luego me limpié las puntas con el borde de la gastada alfombra. Debí de esperar una media hora hasta que volvió König a buscarme. Me llevó por un laberinto de pasillos y por unas escaleras hasta la parte trasera de la casa, con los modales de alguien cuya chaqueta lleva un forro de paneles de roble. Sin importarme si se sentía ofendido o no ahora que iba a conocer a alguien más importante, dije:

– Si se cambiara ese traje, resultaría un maravilloso mayordomo.

König no se volvió, pero le oí mostrar la dentadura postiza y soltar una risa corta y seca.

– Me alegro de que lo crea. ¿Sabe?, aunque me gusta el sentido del humor, no le aconsejaría que lo ejercitara con general. Francamente, tiene un carácter muy severo.

Abrió la puerta y entramos en una sala luminosa y aireada, con fuego en la chimenea y hectáreas de librerías vacías. Al lado de la gran ventana, detrás de una larga mesa de biblioteca, había una figura vestida de gris, con el pelo muy corto, que me pareció reconocer. El hombre se volvió y sonrió, y no me cupo ninguna duda de que su nariz aguileña pertenecía a una cara de mi pasado.

– Hola, Gunther -dijo.

König me miró burlonamente mientras yo parpadeaba, sin palabras, ante la sonriente figura.

– ¿Cree usted en fantasmas, Herr König? -pregunté.

– No, ¿y usted?

– Ahora sí. Si no me equivoco, al caballero de la ventana lo colgaron en 1945 por su participación en el complot para matar a Hitler.

– Puedes dejarnos, Helmut -sugirió el hombre de la ventana.

König asintió concisamente, se dio media vuelta y se marchó.

Arthur Nebe señaló una silla frente a la mesa en la cual estaban desplegados los documentos de Belinsky al lado de unas gafas y una pluma.

– Siéntate -dijo-. ¿Una copa? -Se echó a reír-. Tienes aspecto de necesitarla.

– No pasa todos los días que te encuentres a un resucitado -dije lentamente-. Mejor que sea larga.

Nebe abrió un enorme mueble-bar de madera tallada, desvelando un interior de mármol lleno de botellas. Sacó una botella de vodka y dos vasos pequeños, que llenó hasta el borde.

– Por los viejos camaradas -dijo, levantando el vaso.

Sonreí, vacilante.

– Bébetelo, no hará que vuelva a desaparecer.

Me bebí el vodka de un trago y respiré profundamente cuando me llegó al estómago.

– La muerte te sienta bien, Arthur. Tienes muy buen aspecto.

– Gracias. Nunca me había sentido mejor.

Encendí un cigarrillo y lo dejé entre los labios un rato.

– ¿Fue en Minsk, verdad? -dijo-. En 1941. La última vez que nos vimos.

– Exacto. Hiciste que me trasladaran a la Oficina de Crímenes de Guerra.

– Tendría que haberte llevado a juicio por lo que me pediste. Incluso hacerte fusilar.

– Por lo que sé, eras muy aficionado a fusilar a la gente aquel verano. -Nebe hizo caso omiso de mis palabras-. ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque eras muy buen policía. Por eso.

– Tú también lo eras; por lo menos antes de la guerra. -Di una intensa calada al cigarrillo-. ¿Qué te hizo cambiar, Arthur?

Nebe saboreó la bebida durante un momento y luego se la acabó de un trago.

– Es un buen vodka -comentó en voz baja, casi para sí mismo-. Bernie, no esperes que te dé una explicación. Tenía unas órdenes que ejecutar, y era ellos o yo. Mata o déjate matar. Así fue siempre en las SS. Diez, veinte, treinta mil… después de calcular que para salvar la vida tienes que matar a otros, entonces el número carece de importancia. Esa fue mi solución final, Bernie, la solución final al acuciante problema de mi propia supervivencia. Tuviste suerte de que nunca te exigieran que hicieras ese cálculo.

– Gracias a ti.

Nebe se encogió de hombros modestamente, antes de señalar los papeles extendidos delante de él.

– Me alegro de no haberte hecho fusilar, ahora que he visto esto. Naturalmente, este material tendrá que ser evaluado por un experto, pero a primera vista parece que te ha tocado la lotería. De todos modos, me gustaría que me dijeras algo más de tu fuente.

Le repetí mi historia, después de lo cual Nebe dijo:

– ¿Crees que es de fiar, ese ruso tuyo?

– Nunca me ha fallado -dije-. Claro que entonces solo me arreglaba papeles.

Nebe volvió a llenar los vasos y frunció el ceño.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

– Es solo que en los diez años que hace que te conozco, Bernie, no puedo encontrar nada que me convenza de que ahora eres un vulgar estraperlista.

– Eso no tendría que resultar más difícil de lo que me resulta a mí convencerme de que eres un criminal de guerra, Arthur. O, si a eso vamos, aceptar que no estés muerto.

Nebe sonrió.

– Ahí tienes razón. Pero con tantas oportunidades ofrecidas a ese enorme número de personas desplazadas, me sorprende que no volvieras a tu antiguo oficio, a hacer de investigador privado.

– La investigación privada y el mercado negro no son mutuamente excluyentes -dije-. La buena información como la penicilina o los cigarrillos: tiene su precio. Y cuanto mejor, cuanto más ilícita es la información, más alto es su precio. Siempre ha sido así. Por cierto, mi ruso quiere cobrar.

– Siempre quieren cobrar. A veces creo que los ivanes tienen más confianza en el dólar que los mismos norteamericanos. -Nebe entrelazó las manos y puso los índices a lo largo de su nariz, de aspecto astuto. Luego me señaló con ellos como si llevara una pistola-. Lo has hecho muy bien, Bernie. Muy bien de verdad. Pero tengo que confesar que sigo intrigado.

– ¿Por qué me dedique al mercado negro?

– Puedo aceptar esa idea más fácilmente que la de que mataras a Traudl Braunsteiner. El asesinato no fue nunca tu especialidad.

– Yo no la maté -dije-. König me dijo que lo hiciera y pensé que podría, porque era comunista. Aprendí a odiar a los comunistas cuando estuve en un campo de prisioneros soviético. Incluso lo bastante para matar. Pero cuando lo pensé bien, me di cuenta de que no podría hacerlo. No a sangre fría. Quizá habría podido hacerlo si hubiera sido un hombre, pero no una chica. Iba a decírselo esta mañana, pero cuando me felicitó por haberlo hecho, decidí mantener la boca cerrada y quedarme con el mérito. Calculé que podría sacar algo de dinero.

– Así que alguien la mató. Qué interesante. No tienes idea de quién fue, supongo.

Negué con la cabeza.

– Un misterio, entonces.

– Igual que tu resurrección, Arthur. ¿Cómo te las arreglaste?

– Me temo que no fue obra mía -dijo-. Fue algo que idearon los de Inteligencia. En los últimos meses de la guerra, amañaron los historiales de servicio del personal de alto rango de las SS y del partido para que pareciera que habíamos muerto. A la mayoría nos ejecutaron por nuestra participación en el complot del conde Stauffenberg para matar al Führer. Bueno, ¿qué eran otras cien ejecuciones en una lista que ya tenía miles de nombres? A otros nos pusieron en las listas de víctimas de los bombardeos o de la batalla de Berlín. Luego lo único que quedaba por hacer era asegurarse de que esos historiales caían en manos de los estadounidenses. Así que las SS transportaron losficheros a un molino de papel cerca de Munich y se le dieron instrucciones al propietario, un buen nazi, para que esperara hasta que los estadounidenses estuvieran en el umbral de su puerta antes de empezar a destruirlos. -Nebe se echó a reír-. Me acuerdo de haber leído en el periódico lo satisfechos consigo mismos que estaban los norteamericanos. ¡Qué golpe maestro creían haber dado! Por supuesto, la mayor parte de lo que encontraron era auténtico. Pero para aquellos de entre nosotros que corríamos un mayor riesgo por sus ridículas investigaciones sobre los crímenes de guerra, los documentos falsos nos proporcionaron espacio para respirar y suficiente tiempo para establecer una nueva identidad. No hay nada como estar muerto para conseguir un poco de espacio. -Se rió de nuevo-. En cualquier caso, ese Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín sigue trabajando para nosotros.

– ¿Qué quieres decir? -dije, preguntándome si estaría a punto de averiguar algo que arrojara luz sobre por qué habían matado a Linden. ¿O es que había descubierto que los historiales habían sido amañados antes de caer en manos de los Aliados? ¿No habría sido eso suficiente para justificar su muerte?

– No, ya te he dicho bastante por ahora. -Nebe bebió un poco más de vodka y se lamió los labios con satisfacción-. Estamos viviendo una época interesante, Bernie. Un hombre puede ser quien quiera ser. Mírame a mí, mi nuevo nombre es Nolde, Arthur Nolde, y elaboro vino en esta finca. Resucitado, has dicho. Bueno, aquí no estamos tan lejos de eso. Solo nuestros nazis muertos se levantan incorruptos. Hemos cambiado, amigo mío. Son los rusos los que llevan los gorros negros y tratan de dominar la ciudad. Ahora que trabajamos para los estadounidenses, somos los buenos de la película. El doctor Schneider, el hombre que montó la Org con ayuda de su CIC, se reúne regularmente con ellos en nuestro cuartel general de Pullach. Incluso ha estado en Estados Unidos para conocer a su secretario de Estado. ¿Puedes imaginártelo? ¡Un oficial alemán de alto rango trabajando con el segundo del presidente! No sepuede llegar a ser más incorruptible que eso, no en estos tiempos.

– Si no te importa -dije-, me resulta difícil pensar en los estadounidenses como santos. Cuando volví de Rusia mi mujer conseguía una ración extra de un capitán norteamericano. A veces pienso que no son mejores que los ivanes.

Nebe se encogió de hombros.

– En la Org no eres el único que piensa así -dijo-, pero, por mi parte, nunca he sabido que los ivanes le pidieran permiso a una dama ni le dieran unas cuantas tabletas de chocolate antes. Son animales. -Sonrió al ocurrírsele algo-. De cualquier modo, tengo que admitir que algunas de esas mujeres deberían estar agradecidas a los rusos. De no ser por ellos, quizá nunca habrían sabido cómo era.

Era un chiste malo y de mal gusto, pero me reí con él. Nebe seguía asustándome, lo bastante como para querer ser una buena compañía para él.

– ¿Y qué hiciste con tu mujer y ese capitán norteamericano? -dijo cuando dejó de reír.

Algo hizo que me contuviera antes de contestar. Arthur Nebe era un hombre inteligente. Antes de la guerra, como jefe de la policía criminal, había sido uno de los policías más destacados de Alemania. Habría sido arriesgado darle una respuesta que indicara que había querido matar a un capitán estadounidense. Nebe veía hechos corrientes que merecían ser investigados donde otros solo veían la mano de un dios caprichoso. Lo conocía demasiado bien para creer que habría olvidado que, en una ocasión, había designado a Becker para una investigación de asesinato que yo llevaba a cabo. Si había cualquier cosa que sugiriera una relación, por accidental que fuera, entre la muerte de un oficial estadounidense que afectaba a Becker y la muerte de otro que me afectaba a mí, no tenía ninguna duda de que Nebe daría órdenes de que me mataran. Un oficial estadounidense ya era bastante malo; dos habrían sido demasiada coincidencia. Así que me encogí de hombros, encendí un cigarrillo y dije:

– ¿Qué puedes hacer, salvo asegurarte de que es ella y no él quien recibe el puñetazo en la boca? A los oficiales norteamericanos no les gusta mucho que los abofeteen, sobre todo los boches. Uno de los pequeños privilegios de laconquista es que no tienes que dejar que te toque los cojones ninguno de tus enemigos derrotados. Imagino que no lo habrás olvidado, precisamente tú, Herr Gruppenführer.

Observé su sonrisa con una gran curiosidad. Era una sonrisa astuta en una cara de zorro viejo, pero los dientes parecían bastante reales.

– Fue muy sensato por tu parte -dijo-, eso de ir matando norteamericanos por ahí no funciona.

Después de una larga pausa y confirmándome mis temores respecto a él, añadió:

– ¿Recuerdas a Emil Becker?

Habría sido estúpido hacer como si tratara de recordar. Me conocía demasiado bien.

– Claro -dije.

– La chica que König te dijo que mataras era su novia. Bueno, en cualquier caso, una de sus novias.

– Pero König dijo que era del MVD -dije frunciendo el ceño.

– Y lo era. Y Becker también. Mató a un oficial estadounidense. Pero antes había tratado de infiltrarse en la Org.

Negué con la cabeza, lentamente.

– Un sinvergüenza, quizá -dije-, pero no veo a Becker como espía de los ivanes. -Nebe asintió repetidamente-. ¿Aquí, en Viena? -Volvió a asentir-. ¿Sabía que tú estabas vivo?

– Por supuesto que no. Lo utilizamos para hacer algunos trabajos de mensajero de vez en cuando. Fue un error. Becker estaba en el mercado negro, como tú, Bernie. Y con bastante éxito, por lo que parece. Pero se engañaba respecto a su valor para nosotros. Pensaba que era el centro de un enorme lago, pero no estaba ni siquiera cerca de allí. Con franqueza, si un meteorito hubiera aterrizado en mitad del lago, Becker ni hubiera visto las ondas del agua.

– ¿Cómo lo descubristeis?

– Nos lo dijo su mujer. Cuando Becker volvió del campo de prisioneros soviético, nuestra gente de Berlín envió a alguien a su casa para ver si lo podíamos reclutar para la Org. Bueno, no lo encontraron, y para cuando lograron hablar con la mujer, él ya se había marchado y vivía en Viena. La mujer les contó la relación de Becker con un coronel ruso del MVD. Pero por alguna razón (en realidad fue solo jodida ineficacia), pasó bastante tiempo hasta que la información llegó aquí, a la sección vienesa. Y para entonces ya lo había reclutado uno de nuestros hombres.

– ¿Y dónde está ahora?

– Aquí en Viena, en prisión. Los estadounidenses lo van a juzgar por asesinato y, con toda certeza, lo colgarán.

– Eso debe haber sido muy conveniente para vosotros -dije hurgando en el asunto-. Un poco demasiado conveniente, si me permites decirlo.

– ¿Instinto profesional, Bernie?

– Llámalo un pálpito. De ese modo, si me equivoco, no pareceré un aficionado.

– Sigues confiando en lo que dicen tus vísceras, ¿eh?

– Y más ahora que vuelvo a tener algo dentro de ellas, Arthur. Viena es una ciudad rica comparada con Berlín.

– ¿Así que crees que nosotros matamos al estadounidense?

– Eso dependería de quién fuera y de si teníais una buena razón. Entonces lo único que tendríais que hacer era aseguraros de que le cargaran el muerto a alguien. A alguien de quien quisierais libraros. De ese modo matabais dos pájaros de un tiro. ¿Tengo razón?

Nebe inclinó la cabeza hacia un lado.

– Quizá. Pero no te atrevas siquiera a recordarme lo buen detective que eras haciendo algo tan estúpido como demostrarlo. Sigue siendo una cuestión muy delicada para alguna gente de esta sección, así que sería mejor que cerraras el pico sobre este asunto.

» ¿Sabes?, si de verdad quieres jugar a los detectives, podrías darnos el beneficio de tus consejos para que podamos encontrar a una persona desaparecida, uno de los nuestros. Se llama Karl Heim y es dentista. Se suponía que un par de los nuestros tenían que acompañarlo a Pullach a primera hora de esta mañana, pero cuando fueron a su casa, no había señales de él. Por supuesto, puede que haya ido a hacer la cura local (Nebe quería decir una ronda por los bares), pero en esta ciudad siempre cabe la posibilidad de que se lo hayan llevado los ivanes. Hay un par de bandas autónomas con las que trabajan los rusos. A cambio, les dan concesiones para vender cigarrillos en el mercado negro. Por lo que hemos podido averiguar, las dos bandas dependen del coronel ruso de Becker. Probablemente, así es como conseguía la mayoría de sus suministros.

– Claro -dije nervioso por esta última revelación de la asociación de Becker con el coronel Poroshin-. ¿Quéquieres que haga?

– Habla con König -me ordenó Nebe- y dale algún consejo para tratar de encontrar a Heim. Si tienes tiempo, incluso podrías echarle una mano.

– Es bastante fácil -dije-. ¿Algo más?

– Sí, me gustaría que volvieras mañana por la mañana. Hay uno de los nuestros que se ha especializado en todo lo relativo al MVD. Tengo la sensación de que estará especialmente interesado en hablar contigo sobre esa fuente tuya. ¿Digamos a las diez?

– A las diez -repetí.

Nebe se levantó y rodeó la mesa para darme la mano.

– Es agradable ver una vieja cara, Bernie, incluso si se parece a mi conciencia.

Sonreí débilmente y le estreché la mano con fuerza.

– Lo pasado, pasado está -dije.

– Exactamente -dijo, poniéndome la otra mano sobre el hombro-. Hasta mañana, entonces. König te acompañará a la ciudad. -Nebe abrió la puerta y me precedió escaleras abajo hasta la parte delantera de la casa-. Siento lo de ese problema con tu mujer. Podría hacer que le enviaran algo del economato si quieres.

– No te molestes -dije rápidamente. Lo último que quería era que alguien de la Org se presentara en mi piso en Berlín y empezara a hacerle preguntas embarazosas que ella no sabría cómo contestar-. Trabaja en un café norteamericano y consigue todo lo que necesita.

En el vestíbulo nos encontramos con König jugando con su perro.

– Mujeres -dijo Nebe riendo-. Fue una mujer la que le compró el perro a König, ¿no es verdad, Helmut?

– Sí, Herr General.

Nebe se inclinó para hacerle cosquillas al perro en la barriga. Este se puso panza al aire para ofrecerse sumisamente a la mano de Nebe.

– ¿Y sabes por qué le compró un perro? -Noté la incómoda imitación de sonrisa de König y supe que Nebe estaba a punto de gastarle una broma-. Para que este hombre aprendiera a obedecer.

Me reí con los dos, pero después de solo unos días de estrecha relación con König, pensé que Lotte Hartmann habría preferido enseñarle a su novio a recitar la Torá.

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