Había una carta de mi esposa esperándome cuando volví a la Pensión Caspian. Al reconocer la letra apretada, casi infantil, en el barato sobre de papel manila, arrugado y sucio después de un par de semanas sometido a los azares del servicio postal, la apoyé en la repisa de la chimenea de la sala y la contemplé fijamente durante un rato, recordando la carta que yo le había dejado a ella, igualmente apoyada en nuestra propia repisa de nuestro piso en Berlín, y lamentando su tono perentorio.
Desde entonces, solo le había enviado dos telegramas, uno para decir que había llegado bien a Viena y darle mi dirección y el otro para avisarla de que el caso podía llevar más tiempo de lo que había previsto.
Imagino que a un grafólogo le habría resultado fácil analizar la letra de Kirsten y lograr convencerme de que indicaba que la carta del interior había sido escrita por una mujer adúltera con un estado de ánimo inclinado a decirle a su poco atento marido que, pese a que le había dejado dos mil dólares en oro, seguía teniendo la intención de divorciarse de él y utilizar el dinero para emigrar a Estados Unidos con su apuesto schätzi norteamericano.
Seguía contemplando el sobre sin abrir con una cierta inquietud cuando sonó el teléfono. Era Shields.
– ¿Qué tal vamos hoy? -preguntó en su alemán excesivamente preciso.
– Yo voy bien, gracias -dije imitando su modo de hablar, pero no pareció darse cuenta-. Exactamente, ¿en qué puedo serle útil, Herr Shields?
– Bueno, con su amigo Becker a punto de ir a juicio, francamente me gustaría saber qué clase de detective es usted. Me preguntaba si habría encontrado algo pertinente al caso; si su cliente iba a conseguir algo a cambio de sus cinco mil dólares. -Se detuvo, esperando que yo hablara y, al ver que no decía nada, continuó con bastante más impaciencia-. Bien, ¿qué me responde? ¿Ha encontrado la prueba vital que salvará a Becker de la soga? ¿O tendrá que dejar que lo cuelguen?
– He encontrado al testigo de Becker, si eso es lo que quiere decir, Shields. Solo que no tengo nada que lo relacionecon Linden. Por lo menos, todavía no.
– Bueno, será mejor que trabaje deprisa, Gunther. Cuando empiezan, los juicios en esta ciudad suelen ir bastante rápidos. Detestaría ver que consigue probar que un muerto era inocente. Estará de acuerdo en que eso resulta muy desagradable. Desagradable para usted, desagradable para nosotros, pero, sobre todo, desagradable para el ahorcado.
– Supongamos que pudiera tenderle una trampa a ese tipo para que usted lo arrestara como testigo material de los hechos.
Era un intento casi desesperado, pero pensé que valía la pena probarlo.
– ¿No hay otro medio de que comparezca ante el tribunal?
– No. Por lo menos, eso le daría a Becker alguien a quien señalar.
– Me pide que ensucie un suelo reluciente -dijo Shields con un suspiro-. Detesto no dar una oportunidad a la otra parte. Le diré lo que vamos a hacer. Hablaré con mi oficial ejecutivo, el mayor Wimberley, y veré qué me aconseja. Pero no puedo prometerle nada. Lo más probable es que el mayor me diga que le eche un par de cojones y consiga que lo condenen y al diablo con su testigo. Tenemos mucha presión para llegar a un resultado rápido, ¿sabe? Al general no le gusta que asesinen a los oficiales estadounidenses en esta ciudad. Hablo del general de brigada Alexander O. Gorder, al mando del 796. Un cabrón de mucho cuidado. Estaremos en contacto.
– Gracias, Shields. Aprecio lo que hace.
– No me dé las gracias todavía, amigo -dijo.
Colgué el auricular y cogí la carta. Después de usarla para abanicarme y para limpiarme las uñas, la abrí.
Kirsten nunca había sido muy buena escribiendo cartas. Se le daban mejor las postales, solo que no era probable que una postal de Berlín lograra ilusionarme. ¿Una vista de la iglesia Kaiser-Wilhelm en ruinas, o del Teatro de la Ópera destruido por las bombas? ¿Quizá el cobertizo de las ejecuciones en Plotzensee? Pensé que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que se enviaran postales desde Berlín. Desdoblé el papel y empecé a leer:
Querido Bernie:
Espero que recibas esta carta, pero las cosas aquí están tan difíciles que quizá no lo hagas, en cuyo caso trataré de enviarte un telegrama, aunque solo sea para decirte que todo va bien. Sokolovsky ha exigido que la policía militar soviética controle todo el tráfico desde Berlín hacia el oeste, y eso puede significar que el correo no pase.
Lo que preocupa de verdad a la gente aquí es que esto se convierta en un asedio a gran escala de la ciudad, en un intento por echar a los estadounidenses, los británicos y los franceses de Berlín; aunque no creo que a nadie le importara dejar de ver a los franceses. A nadie le importa que los estadounidenses y los británicos nos den órdenes, por lo menos lucharon y nos vencieron. Pero ¿los franchutes? Son unos hipócritas. La mentira de un ejército francés victorioso es casi demasiado difícil de soportar para los alemanes.
Se dice que los norteamericanos y los ingleses no se quedarán de brazos cruzados viendo cómo Berlín cae en manos de los ivanes. De los británicos no estoy tan segura. Tienen las manos muy ocupadas en Palestina ahora mismo (todos los libros sobre el nacionalismo sionista han desaparecido de las librerías y las bibliotecas de Berlín, algo que resulta demasiado familiar). Pero justo cuanto te enteras de que los británicos tienen cosas más importantes que hacer, oyes que han destruido más barcos alemanes. ¡El mar está lleno de peces que podríamos comer y están haciendo estallar los barcos! ¿Es que quieren salvarnos de los rusos para poder matarnos de hambre?
Se siguen oyendo rumores de canibalismo. Por Berlín se cuenta la historia de que la policía acudió a una casa en Kreuzberg donde los vecinos de la planta baja habían oído un terrible escándalo y descubierto sangre que goteaba a través del techo. Irrumpieron en el piso y encontraron a una pareja de viejos comiendo la carne cruda de una corista a la que habían recogido de la calle y matado a pedradas. Puede que sea verdad y puede que no, pero tengo la terrible sensación de que sí que lo es. Lo quesí es cierto es que la moral se ha hundido a un nivel aún más bajo. El cielo está lleno de aviones de transporte y las tropas de las cuatro potencias están cada vez más nerviosas.
¿Recuerdas a Karl, el hijo de Frau Fersen? Volvió de un campo de prisioneros ruso la semana pasada, pero muy mal de salud. Parece que el doctor ha dicho que el pobre chico tiene los pulmones destrozados. La madre me ha contado lo que su hijo le ha explicado de su estancia en Rusia. ¡Suena espantoso! ¿Por qué nunca me hablaste de eso, Bernie? Quizá yo habría sido más comprensiva. Quizá podría haberte ayudado. Soy consciente de que no he sido muy buena esposa para ti desde la guerra. Y ahora que ya no estás aquí, es algo que parece más difícil de soportar. Por eso he pensado que cuando vuelvas podríamos usar parte del dinero que dejaste -¡cuánto dinero!, ¿es que robaste un banco?- para irnos de vacaciones a algún sitio. Dejar Berlín durante una temporada y pasar tiempo juntos.
Entretanto, he gastado parte del dinero en reparar el techo. Sí, ya sé que pensabas hacerlo tú mismo, pero también sé que le ibas dando largas. En cualquier caso, ahora ya está hecho y ha quedado muy bonito.
Vuelve pronto para verlo. Te echo de menos.
Tu esposa que te quiere, Kirsten
«Tanto peor para mi grafólogo imaginario», me dije, feliz, y me serví lo que quedaba del vodka de Traudl. Esto tuvo el efecto inmediato de disolver mi miedo a llamar a Liebl para informarle de mi casi imperceptible progreso. «Al diablo con Belinsky», pensé, y decidí pedirle a Liebl su opinión sobre si sería mejor o no para los intereses de Becker tratar de conseguir que arrestaran inmediatamente a König, para que se viera obligado a prestar declaración.
Cuando Liebl por fin contestó parecía alguien que llegara al teléfono después de caerse por un tramo de escaleras. Su actitud normalmente directa e irascible sonaba acobardada y la voz se aguantaba en precario al borde mismo de una crisis nerviosa.
– Herr Gunther -dijo, y tragó saliva para alcanzar un silencio más decoroso. Luego lo oí respirar hondo mientrasrecuperaba el control de sí mismo-. Ha habido un accidente terrible. Fräulein Braunsteiner ha resultado muerta.
– ¿Muerta? -repetí atónito-. ¿Cómo?
– La ha atropellado un coche -dijo Liebl en voz baja.
– ¿Dónde?
– Prácticamente a la puerta del hospital donde trabajaba. Parece que fue instantáneo. No pudieron hacer nada por ella.
– ¿Cuándo ha sucedido?
– Hace solo un par de horas, después de acabar su turno de guardia. Por desgracia, el conductor no se detuvo.
Esa parte podía haberla adivinado yo solo.
– Probablemente se asustó. Posiblemente iba bebido. ¿Quién sabe? Los austríacos son tan malos conductores…
– ¿Alguien vio el accidente?
Las palabras sonaron casi con ira en mi boca.
– Hasta ahora no se han encontrado testigos. Pero alguien cree recordar que vio un Mercedes negro que iba demasiado rápido, un poco más allá de la Alser Strasse.
– Dios -dije con voz débil-, eso está casi a la vuelta de la esquina. Pensar que quizá incluso haya oído el chirriar de los neumáticos.
– Sí, es verdad, es verdad -murmuró Liebl-. Pero no sufrió. Fue tan rápido que no es posible que sufriera. El coche la golpeó en mitad de la espalda. El doctor con quien hablé dijo que tenía la columna completamente destrozada. Probablemente había muerto antes de caer al suelo.
– ¿Dónde está ahora?
– En el depósito del Hospital General -suspiró Liebl. Oí cómo encendía un cigarrillo y daba una larga calada-. Herr Gunther -dijo-, por supuesto, tendremos que informar a Herr Becker. Ya que usted lo conoce mucho mejor que yo…
– Ah, no -le interrumpí-, ya tengo suficientes tareas asquerosas sin hacerme cargo también de esa. Llévese su póliza de seguros y el testamento si así le resulta más fácil.
– Le aseguro que estoy tan disgustado como puede estarlo usted, Herr Gunther. No hay necesidad de ser…
– Sí, tiene razón. Lo siento. Mire, no quiero parecer insensible, pero veamos si podemos utilizar esto paraconseguir una suspensión del juicio.
– No sé si puede calificarse de motivo humanitario -murmuró Liebl-. No es como si estuvieran casados o algo así.
– Estaba esperando un hijo de Becker, por todos los santos.
Se produjo un silencio breve y horrorizado. Luego Liebl farfulló:
– No tenía ni idea. Sí, tiene usted razón, claro. Veré qué puedo hacer.
– Hágalo.
– Pero ¿cómo se lo voy a decir a Herr Becker?
– Dígale que la han asesinado -dije. Liebl trató de decir algo, pero yo no estaba de humor para que me contradijeran-. No ha sido ningún accidente, créame. Dígale a Becker que han sido sus antiguos compañeros quienes lo han hecho. Dígale exactamente eso. Él lo entenderá. Puede que así se le refresque la memoria. A lo mejor ahora se acuerda de algo que debería haberme dicho antes. Dígale que si esto no hace que nos diga todo lo que sabe, entonces se merece que le partan el cuello. -Alguien llamó a la puerta. Era Belinsky con los papeles de Traudl-. Dígaselo.
Colgué el auricular de golpe, con rabia. Luego atravesé la sala y abrí la puerta de un tirón.
Belinsky sostenía los papeles de Traudl delante de él y los agitó alegremente cuando entró en la habitación, demasiado satisfecho de sí mismo como para darse cuenta de mi malhumor.
– No fue fácil, eso de conseguir un pase rosa tan rápido -dijo-, pero el viejo Belinsky se las arregló. No me preguntes cómo.
– Está muerta -dije en tono inexpresivo, y observé cómo le cambiaba la cara.
– Mierda -dijo-, ¡qué mala suerte! ¿Qué diablos ha pasado?
– Un conductor que se dio a la fuga. -Encendí un cigarrillo y me dejé caer en el sillón-. Murió inmediatamente. Acabo de hablar con el abogado de Becker por teléfono y me lo ha dicho. Fue no muy lejos de aquí, hace un par de horas.
Belinsky asintió y se sentó en el sofá frente a mí. Aunque evité mirarlo a la cara, sentía que sus ojos trataban de ver el fondo de mi alma. Sacudió la cabeza durante un rato y luego sacó la pipa y la llenó de tabaco. Cuando acabó,empezó a encender el artefacto y, entre pipada y pipada para que no se apagase, dijo:
– Perdona que… te lo pregunte… pero no… cambiarías… de opinión, ¿verdad?
– ¿Sobre qué? -gruñí belicosamente.
Se sacó la pipa de la boca y echó una mirada a la cazoleta antes de volvérsela a colocar entre sus grandes e irregulares dientes.
– Quiero decir, respecto a matarla tú.
Averiguando la respuesta por la expresión de mi cara que se iba encendiendo de rojo, negó rápidamente con la cabeza.
– No, claro que no. Qué pregunta tan estúpida. Lo siento. -Se encogió de hombros-. De cualquier modo, tenía que preguntarlo. Tienes que reconocer que es mucha coincidencia, ¿no? La Org te pide que arregles las cosas para que ella tenga un accidente y luego casi inmediatamente la atropellan y la matan.
– Puede que lo hicieras tú -me oí decir.
– Puede -Belinsky se incorporó en el sofá-. Veamos: me paso toda la tarde tratando de conseguir un pase rosa para que esa desgraciada señorita salga de Austria. Y luego voy y la atropello y la mato a sangre fría mientras vengo de camino a verte. ¿Es así?
– ¿Qué coche llevas?
– Un Mercedes.
– ¿De qué color?
– Negro.
– Alguien vio un Mercedes negro circulando a gran velocidad un poco más arriba en la misma calle del accidente.
– ¿Y qué hay de raro en eso? Todavía tengo que ver un coche que vaya despacio en Viena. Y por si no te has dado cuenta, en esta ciudad casi uno de cada dos vehículos no militares es un Mercedes negro.
– Así y todo -insistí-, quizá tendríamos que echar una ojeada al parachoques delantero de tu coche y ver si está abollado.
Levantó las manos con expresión inocente, como si estuviera a punto de pronunciar el sermón de la montaña.
– Adelante. Solo que encontrarás abolladuras por todo el coche. Parece que aquí haya una ley en contra de conducir con cuidado. -Aspiró un poco más del humo de la pipa-. Mira, Bernie, si no te importa que te lo diga, me parece quecorremos el riesgo de llevar esto demasiado lejos. Es lamentable que Traudl haya muerto, pero no tiene sentido que tú y yo nos peleemos por ello. ¿Quién sabe?, puede que haya sido un accidente. Lo de los conductores vieneses es verdad, ¿sabes? Son peores que los soviéticos y es difícil superar esa marca. Dios, es como si hicieran carreras de cuadrigas por esas carreteras. Estoy de acuerdo en que es mucha coincidencia, pero no es algo imposible, de ningún modo. Eso tienes que admitirlo.
Asentí lentamente.
– De acuerdo, admito que no es imposible.
– Por otro lado, puede que la Org diera la orden a más de un agente para que la matara, de forma que si tú fallabas, hubiera otro que lo hiciera. No es raro que los asesinatos funcionen así. Al menos, por lo que yo sé. -Se detuvo y luego me señaló con la pipa-. ¿Sabes qué pienso? Que la próxima vez que veas a König no le digas nada de esto. Si él lo menciona, entonces puedes dar por supuesto que seguramente fue un accidente y quedarte tranquilamente con el mérito. -Buscó en la chaqueta y sacó un sobre de color beige que me tiró encima de las rodillas-. Hace que esto sea un poco menos necesario, pero eso no tiene solución.
– ¿Qué es?
– Es de una comisaria del MVD cerca de Sopron, al lado de la frontera austríaca. Son los detalles del personal y los métodos del MVD en toda Hungría y en la Baja Austria.
– ¿Y cómo se supone que puedo explicar que lo tengo yo?
– Pensaba que podías encargarte tú del hombre que nos lo dio. Francamente, es el tipo de material que buscan como locos. El nombre del tipo es Yuri. Es lo único que necesitas saber. Hay mapas y la localización del buzón secreto que ha estado usando. Hay un puente de ferrocarril cerca de una pequeña ciudad llamada Mattersburg. En el puente hay un sendero y a unos dos tercios del camino la baranda está rota. La parte superior es metal fundido hueco. Todo lo que tienes que hacer es recoger tu información allí una vez al mes y dejar dinero e instrucciones.
– ¿Cómo explico mi relación con él?
– Hasta hace poco Yuri estaba destacado en Viena y tú comprabas documentos de identidad para él. Pero ahora se ha vuelto más ambicioso y tú ya no tienes el dinero para comprar lo que él ofrece. Así que puedes ofrecérselo a la Org. El CIC ya ha evaluado lo que vale. Ya hemos sacado todo lo que podemos conseguir de él, por lo menos a corto plazo. No nos perjudica en nada si le da lo mismo a la Org.
Belinsky volvió a encender la pipa y aspiró con fuerza mientras esperaba mi reacción.
– En realidad -dijo-, no vale mucho. Una operación de este tipo apenas merece la palabra «inteligencia»; créeme, muy pocas la merecen. Pero todo junto, una fuente como esta y un asesinato, aparentemente llevado a cabo con éxito, te da muy buenas credenciales, tío.
– Me perdonarás mi falta de entusiasmo -dije secamente-, es que estoy empezando a perder de vista qué estoy haciendo aquí.
Belinsky asintió vagamente.
– Pensaba que querías salvar a tu viejo camarada.
– Puede que no hayas estado escuchando. Becker nunca ha sido amigo mío. Pero creo que es inocente del asesinato de Linden. Y lo mismo pensaba Traudl. Mientras ella estaba viva me parecía que este caso valía la pena, parecía que tenía sentido tratar de demostrar que Becker era inocente. Ahora ya no estoy tan seguro.
– Venga ya, Gunther -dijo Belinsky-, la vida de Becker sin su chica sigue siendo mejor que no tener ninguna vida. ¿De verdad crees que Traudl habría querido que tiraras la toalla?
– Quizá, si hubiera sabido la clase de mierda en la que él andaba metido, la clase de gente con la que trataba.
– Tú sabes que eso no es verdad. Becker no es ningún santo, de eso no hay duda, pero, por lo que me has contado de ella, apostaría a que lo sabía. Ya no queda mucha inocencia, no en Viena.
Suspiré y me froté la nuca, cansado.
– Puede que tengas razón -admití-. Puede que sea solo yo. Estoy acostumbrado a que las cosas estén un poco mejor definidas que en este caso. Antes llegaba un cliente, me pagaba mis honorarios y yo hacía mi trabajo comomejor me parecía. A veces incluso resolvía el caso. Y es una sensación muy buena, ¿sabes? Pero ahora es como si hubiera demasiada gente a mi alrededor diciéndome cómo tengo que trabajar, como si hubiera perdido mi independencia. He dejado de sentirme un investigador privado.
Belinsky meneó la cabeza como alguien que ha agotado algo. Probablemente las explicaciones. De todos modos, hizo un intento.
– Vamos, seguro que has trabajado en secreto antes de ahora.
– Claro -dije-, solo que con una mayor sensación de que tenía un propósito. Por lo menos, tenía alguna idea de cómo eran los criminales. Sabía qué estaba bien. Pero ahora ya no hay nada tan bien definido y está empezando a afectarme.
– Nada es igual, boche. La guerra lo ha cambiado todo para todo el mundo, incluidos los investigadores privados. Pero si quieres ver cómo son los criminales, yo puedo enseñarte cientos de fotos, miles quizá. Criminales de guerra, todos ellos.
– ¿Fotografías de boches? Escucha Belinsky, eres estadounidense y judío. Para ti resulta mucho más fácil ver lo que está bien aquí. Pero yo… yo soy alemán y durante un breve y repugnante tiempo incluso estuve en las SS. Si me tropezara con uno de tus criminales de guerra, lo más probable es que me estrechara la mano y me llamara viejo camarada.
Para eso no tuvo respuesta.
Saqué otro cigarrillo y lo fumé en silencio. Cuando lo acabé, moví la cabeza apenado.
– Quizá sea Viena, quizá sea estar lejos de casa tanto tiempo. Mi mujer me ha escrito. Las cosas no nos iban demasiado bien cuando me fui de Berlín. Francamente, solo tenía ganas de salir corriendo de allí, así que acepté este caso sabiendo que era un error. Pero ella dice que confía en que podamos volver a empezar y, ¿sabes qué?, me muero de ganas de volver con ella e intentarlo de nuevo. Quizá… -negué con la cabeza- quizá necesito una copa.
Belinsky sonrió con entusiasmo.
– Así se habla, boche -dijo-. Una cosa he aprendido en este oficio: si tienes dudas, ahógalas en alcohol.