El humo se desplazaba hacia el techo abovedado del club nocturno como si fuera la más espesa niebla del averno. Envolvía la solitaria figura de Belinsky, que, como un Bela Lugosi surgiendo de un cementerio, se acercó a la mesa donde yo estaba. La banda que estaba escuchando mantenía el ritmo casi tan bien como un bailarín de claqué con una sola pierna, pero de alguna manera él se las arregló para andar siguiendo la melodía que sonaba. Sabía que seguía enfadado conmigo por haber dudado de él y que era muy consciente, incluso ahora, de que seguía tratando de averiguar por qué no había pensado en enseñarle la foto de Müller a Becker. Así que no me sorprendió cuando me agarró por el pelo y me golpeó la cabeza contra la mesa dos veces, diciéndome que era un boche suspicaz. Me levanté y me encaminé hacia la puerta tambaleándome para encontrarme con que Arthur Nebe me bloqueaba la salida. Su presencia allí era tan inesperada que por un momento no pude resistirme cuando Nebe me agarró por las dos orejas y me golpeó el cráneo contra la puerta una vez y luego otra vez, por si acaso, diciendo que si no había matado a Traudl Braunsteiner, entonces quizá tendría que averiguar quién lo había hecho. Liberé la cabeza de sus manos y le dije que igual podría adivinar que Rumpelstiltskin se llamaba Rumpelstiltskin.
Volví a sacudir la cabeza, sin querer, y parpadeé en la oscuridad. Sonó otro golpe en la puerta y oí una voz que hablaba casi susurrando.
– ¿Quién es? -dije alargando el brazo para encender la luz de la mesita de noche y luego para coger el reloj. El nombre no me hizo ninguna impresión mientras saltaba de la cama e iba a la sala.
Todavía iba soltando tacos cuando abrí la puerta un poco más de lo aconsejable. Lotte Hartmann estaba en el pasillo, con el rutilante vestido de noche negro y la chaqueta de astracán con que recordaba haberla visto la última noche que estuvimos juntos. Tenía una mirada impertinente e interrogadora.
– ¿Sí? -dije-. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
Resopló con un frío desprecio y empujó la puerta ligeramente con la mano enguantada, de modo que retrocedí al interior de la habitación. Ella entró, cerró la puerta y, apoyándose en ella, miró lentamente alrededor mientras mi nariz hacía un poco de ejercicio gracias al olor a tabaco, alcohol y perfume que llevaba en su cuerpo venal.
– Siento haberte despertado -dijo.
No me miraba tanto a mí como a la habitación.
– No, no lo sientes -dije.
Ahora hizo una pequeña excursión por el piso, examinando el dormitorio y luego el baño. Se movía con una suave elegancia y con la confianza de cualquier mujer que está acostumbrada a la sensación de tener los ojos de un hombre fijos en su trasero.
– Tienes razón -dijo con una sonrisa-, no lo siento en absoluto. ¿Sabes?, este sitio no está tan mal como esperaba.
– ¿Sabes qué hora es?
– Muy tarde -dijo, y soltó una risita-. No le causé la más mínima impresión a tu casera, así que tuve que decirle que era tu hermana y que había venido desde Berlín para darte una mala noticia.
Volvió a reírse.
– ¿Y tú eres la mala noticia?
Hizo un mohín de enfado. Pero era solo una actuación. Seguía demasiado divertida consigo misma para ofenderse.
– Cuando me preguntó si llevaba equipaje, le dije que los rusos me lo habían robado en el tren. Se mostró muy comprensiva y encantadora de verdad. Espero que tú no vayas a ser diferente.
– Vaya, yo pensaba que esa era la razón de que estuvieras aquí. ¿O es que la brigada Antivicio te está causando problemas otra vez?
No hizo caso del insulto, suponiendo que se hubiera molestado en darse cuenta.
– Bueno, iba de camino a casa desde el Flottenbar, el que está en la Mariahilferstrasse, ¿lo conoces? No dije nada. Encendí un cigarrillo y me lo puse en la comisura de los labios para evitar soltarle un gruñido. -En cualquier caso, no está lejos de aquí. Y pensé que podía dejarme caer por aquí. ¿Sabes? -su tono se suavizó se volvió más seductor-, no he tenido oportunidad de darte las gracias como es debido -dejó que la sugerencia flotara en el aire durante un segundo y yo empecé a desear llevar puesta una bata- por sacarme de aquel pequeño embrollo con los ivanes. -Se soltó el cinturón de la chaqueta y lo dejó resbalar al suelo-. ¿Es que ni siquiera vas a ofrecerme algo de beber?
– Diría que ya has bebido bastante.
Pero, de todos modos, fui a buscar un par de vasos.
– ¿No crees que te gustaría averiguarlo por ti mismo?
Se echó a reír sin esfuerzo y se sentó sin ninguna señal de inestabilidad. Parecía del tipo que puede chutarse el alcohol directamente en la vena y seguir siendo capaz de andar por una línea recta sin hipar ni una vez.
– ¿Quieres algo dentro? -Levanté un vaso con vodka al hacer la pregunta.
– Quizá -contestó pensativa-, después de tomarme mi bebida.
Le di el vaso y me eché uno rápidamente al fondo del estómago para que defendiera el fuerte. Di otra calada al cigarrillo y confié en que me diera la energía suficiente para echarla de una patada.
– ¿Qué te pasa? -dijo casi triunfalmente-. ¿Es que te pongo nervioso o qué?
Supuse que probablemente era el qué.
– No a mí -dije-, solo a mi pijama. No está acostumbrado a la mezcla de sexos.
– Por el aspecto que tiene, yo diría que está más acostumbrado a mezclar cemento.
Cogió uno de mis cigarrillos y me lanzó una bocanada de humo directamente a la entrepierna.
– Puedo quitármelo si te molesta -dije estúpidamente. Cuando di otra calada al cigarrillo, tenía los labios resecos. ¿Quería que se fuera o no? No estaba haciéndolo demasiado bien si lo que quería era cogerla por su perfecta orejita y ponerla de patitas en la calle.
– Hablemos un poco primero. ¿Por qué no te sientas?
Me senté, aliviado de que todavía pudiera doblarme por la mitad.
– De acuerdo -dije-, ¿por qué no me cuentas dónde está hoy tu amiguito?
Hizo una mueca.
– No es un buen tema, Perseo. Escoge otro.
– ¿Tenéis guerra?
– ¿Hemos de tenerla?
Me encogí de hombros.
– A mí tanto me da.
– Ese tipo es un cabrón -dijo-, pero no quiero hablar de ello. Especialmente hoy.
– ¿Qué tiene hoy de especial?
– He conseguido un papel en una película.
– Enhorabuena. ¿Qué papel haces?
– Es una película inglesa. No es un papel muy importante, ¿comprendes? Pero habrá algunas grandes estrellas en la película. Yo hago el papel de chica de un club nocturno.
– Bueno, eso parece bastante sencillo.
– ¿No es apasionante? -dijo con voz chillona-. Yo actuando con Orson Welles.
– ¿El de La guerra de los mundos?
Se encogió de hombros sin comprender.
– No he visto esa película.
– Olvídalo.
– Claro que no están seguros de Welles. Pero creen que hay una buena posibilidad de que lo convenzan para que venga a Viena.
– Todo eso me suena a conocido.
– ¿Qué quieres decir?
– Ni siquiera sabía que eras actriz.
– ¿Quieres decir que no te lo había dicho? Mira, ese trabajo en el Oriental es solo algo temporal.
– Pareces hacerlo muy bien.
– Bueno, siempre he sido buena con los números y el dinero. Antes trabajaba en el Departamento de Hacienda de la ciudad. -Se inclinó hacia mí y adoptó una expresión un poco demasiado burlona, como si me fuera a interrogar sobre mis gastos profesionales del año-. Hace tiempo que quería preguntártelo -dijo-: aquella noche que tiraste toda aquella pasta, ¿qué querías demostrar?
– ¿Demostrar? Me parece que no te comprendo.
– ¿No? -Acentuó un poco más la sonrisa para lanzarme una mirada de conspiración, cómplice-. Veo muchos tipos raros, caballero. Y acabo por reconocerlos. Un día de estos incluso voy a escribir un libro sobre esto. Como Franz Josef Gall. ¿Has oído hablar de M?
– Me parece que no.
– Era un médico austríaco que fundó la ciencia de la frenología. De eso sí que has oído hablar, ¿no?
– Claro -dije-. ¿Y qué puedes decirme de las protuberancias que exhibo en la cabeza?
– Puedo decirte que no eres de la clase de tipo que tira tanto dinero sin una buena razón. -Enarcó una ceja digna de un ajedrecista hacia lo alto de su lisa frente-. También tengo una idea sobre eso.
– Oigámosla -dije animándola, y me serví otro vaso-. Puede que tengas más suerte al leerme la mente que al leerme el cráneo.
– No te hagas el escéptico -me dijo-. Los dos sabemos que eres la clase de hombre al que le gusta impresionar.
– ¿Y lo conseguí? ¿Te impresioné?
– Estoy aquí, ¿no? ¿Qué quieres… Tristán e Isolda?
Así que era eso. Pensaba que había perdido el dinero por ella. Para parecer un pez gordo.
Vació el vaso, se levantó y me lo devolvió.
– Sírveme un poco más de esa poción de amor tuya mientras me empolvo la nariz.
Mientras estaba en el baño, volví a llenar los vasos con un pulso no demasiado firme. No me gustaba especialmente la mujer, pero no tenía nada en contra de su cuerpo; era magnífico. Tenía la impresión de que mi cabeza iba a objetar contra aquella cana al aire cuando mi libido hubiera perdido el control, pero en aquel momento no podía hacer nada más que sentarme cómodamente y disfrutar del momento. Incluso así, no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Oí que abría la puerta del baño y decía algo vulgar sobre el perfume que llevaba, pero cuando me di la vuelta con las bebidas, vi que el perfume era lo único que llevaba puesto. En realidad, no se había quitado los zapatos, pero a mis ojos les costó un rato abrirse camino más allá de sus pechos y de su equilatero púbico. Salvo por aquellos tacones altos, Lotte Hartmann estaba tan desnuda como la hoja del cuchillo de un asesino, y probablemente era igual de mortífera.
Se quedó de pie en el umbral del dormitorio, con las manos colgando sobre los desnudos muslos, radiante deplacer al ver cómo me pasaba la lengua por los labios de una manera que dejaba claro que no pensaba utilizarla en ningún otro sitio que en ella. Quizá habría podido echarle un sermón. En mis tiempos, había visto suficientes mujeres desnudas, y algunas de ellas en muy buena forma, además. Tendría que haberla rechazado como a un pez demasiado pequeño, pero el sudor que empezaba a brotarme de las manos, la agitación de las ventanas de la nariz, el nudo en la garganta y el dolor sordo e insistente en la entrepierna me decían que la machina tenía unas ideas diferentes en cuanto al rumbo a seguir que el deus que se alojaba en ella.
Encantada con el efecto que provocaba en mí, Lotte sonrió, feliz, y me quitó el vaso de la mano.
– Espero que no te importe que me haya desnudado -dijo-, es que el traje es muy caro y tenía la extraña impresión de que me lo ibas a arrancar.
– ¿Por qué tendría que importarme? No es como si no hubiera acabado de leer el periódico de la tarde. De todos modos, me gusta tener una mujer desnuda en casa.
Contemplé el ligero bamboleo de su trasero mientras caminaba perezosamente hasta el otro lado de la sala, donde se bebió de un trago su bebida y dejó caer el vaso vacío en el sofá.
De repente quise ver cómo su trasero se agitaba como gelatina contra mi abdomen en celo. Pareció darse cuenta y, doblándose hacia adelante, agarró el radiador como un boxeador que tira de las tensas cuerdas de su rincón.
Luego se enderezó, con los pies un poco separados, y permaneció quieta, dándome la espalda, como esperando un registro corporal totalmente innecesario. Me miró por encima del hombro, flexionó las nalgas y volvió a mirar a la pared.
He tenido invitaciones más elocuentes, pero con la sangre zumbándome en los oídos y golpeando las escasas células cerebrales todavía no afectadas por el alcohol o la adrenalina, en realidad no recordaba cuándo. Probablemente ni siquiera me importaba. Me arranqué el pijama y me lancé, espada en ristre, sobre ella.
Ya no soy lo bastante joven, ni lo bastante delgado, para compartir una cama individual con otra cosa que no sea una resaca o un cigarrillo. Así que fue quizá una sensación de sorpresa lo que me despertó de un sueño inesperadamente cómodo hacia las seis. Lotte, que de otro modo podría haberme causado una noche agitada, ya no descansaba en el hueco de mi brazo, y durante un breve y feliz momento supuse que debía de haber vuelto a su casa. Fue entonces cuando oí, procedente de la sala, un pequeño sollozo sofocado. De mala gana, me deslicé fuera de las mantas, me puse el abrigo y fui a ver qué le pasaba.
Todavía desnuda, Lotte se había ovillado en el suelo, al lado del radiador, donde se estaba caliente. Me acuclillé a su lado y le pregunté por qué lloraba. Una gruesa lágrima rodó por su sucia mejilla y quedó detenida en su labio superior como una verruga translúcida. Se la lamió y la sorbió cuando le di mi pañuelo.
– ¿A ti qué te importa? -dijo con amargura-. Ahora ya te has divertido.
Tenía razón, pero igualmente protesté, lo suficiente como para ser educado. Lotte me escuchó hasta el final y cuando su vanidad quedó satisfecha, ensayó una especie de sonrisa atrofiada que me recordó la forma en que un niño triste se anima cuando le regalas cincuenta pfennings o un chicle.
– Eres muy amable -admitió finalmente, y se secó los ojos enrojecidos-. Ya estoy bien, gracias.
– ¿Quieres contármelo?
Lotte me miró de reojo.
– ¿En esta ciudad? Será mejor que primero me diga cuánto cobra, doctor. -Se sonó y luego emitió una risa breve y vacía-. Podrías resultar un buen médico para locos.
– A mí me pareces bastante cuerda -dije ayudándola a sentarse en un sillón.
– Yo no apostaría por eso.
– ¿Es un consejo profesional?
Encendí un par de cigarrillos y le pasé uno. Empezó a fumar con desesperación y parecía que sin demasiado placer.
– Es mi consejo como mujer que está lo bastante loca como para tener un asunto con un hombre que acaba de darlemás bofetadas que a un payaso de circo.
– ¿König? Nunca he pensado que fuera del tipo violento.
– Si parece cortés es solo por la morfina.
– ¿Es adicto?
– No sé si «adicto» es la palabra adecuada. Pero hiciera lo que hiciera cuando estuvo en las SS, necesitó morfina para llegar al final de la guerra.
– ¿Y por qué te pegó?
Se mordió el labio con rabia.
– Bueno, no fue porque pensara que necesitaba un poco de color.
Me reí. Tenía que reconocérselo: era dura.
– No con ese bronceado -le dije.
Cogí la chaqueta de astracán del suelo donde la había dejado caer y se la puse por encima de los hombros. Lotte se la ajustó al cuello y sonrió amargamente.
– Nadie me pone la mano en la cara -dijo-, no si alguna vez quiere ponerla en algún otro sitio. Esta noche ha sido la primera y la última vez que me ha dado un par de bofetadas, como que hay Dios. -Sacó humo por la nariz con tanta fiereza como si fuera un dragón-. Eso es lo que recibes cuando tratas de ayudar a alguien, supongo.
– ¿Ayudar a quién?
– König vino al Oriental a eso de las diez anoche -explicó-. Estaba de un humor de todos los diablos y cuando le pregunté por qué, quiso saber si recordaba a un dentista que solía venir por el club a jugar un poco. -Se encogió de hombros-. Bueno, sí que lo recordaba. Un mal jugador, pero seguro que ni la mitad de malo de lo que tú finges ser.
Me lanzó una mirada de soslayo, llena de dudas. Asentí, apremiante.
– Sigue.
– Helmut quería saber si el doctor Heim, el dentista, había estado por allí en los dos últimos días. Le dije que me parecía que sí. Luego quiso que preguntara a algunas de las chicas si recordaban haberlo visto. Bueno, había una chica en concreto con la que le dije que hablara. Un caso de mala suerte, pero bonita. Los médicos siempre la buscaban. Supongo que era porque parecía un poco más vulnerable y hay hombres a los que les gusta ese tipo dechicas. Dio la casualidad de que estaba en el bar y se la indiqué.
Noté como si el estómago se me llenara de arenas movedizas.
– ¿Cómo se llama esa chica? -pregunté.
– Veronika no sé qué -dijo-. ¿Por qué? ¿La conoces? -añadió al notar mi preocupación.
– Un poco. ¿Y qué pasó?
– Helmut y uno de sus amigos se la llevaron a la casa de al lado.
– ¿A la sombrerería?
– Sí. -Ahora hablaba en voz baja y como si estuviera avergonzada-. Con el genio de Helmut… -se estremeció al recordarlo-… estaba preocupada. Veronika es una buena chica. Un poco tonta, pero buena chica, ya sabes. Ha tenido una vida bastante dura, pero tiene agallas. Quizá demasiadas para su propio bien. Pensé que tal y como es Helmut y del humor que estaba, sería mejor que ella le dijera si sabía algo o no y que se lo dijera rápido. No es un hombre con mucha paciencia. Para evitar que se pusiera desagradable. -Hizo una mueca-. Es mejor no dar muchos rodeos, cuando conoces a Helmut. Así que fui detrás de ellos. Veronika estaba llorando cuando los encontré. Ya le habían pegado y fuerte. Había recibido bastante y les dije que pararan. Fue entonces cuando me golpeó a mí. Dos veces. -Se llevó las manos a las mejillas como si el dolor siguiera vivo-. Luego me echó al pasillo y me dijo que me ocupara de mis propios asuntos y no me metiera en los suyos.
– ¿Y qué pasó después?
– Me fui al lavabo, a un par de bares y vine aquí, en ese orden.
– ¿Viste lo que pasó con Veronika?
– Se fueron con ella, Helmut y el otro hombre.
– ¿Quieres decir que se la llevaron a algún sitio?
Lotte se encogió de hombros con desánimo.
– Supongo que sí.
– ¿Dónde pueden haberla llevado? -Me levanté y me fui al dormitorio.
– No lo sé.
– Intenta pensar.
– ¿Vas a ir a buscarla?
– Como tú has dicho, ya ha pasado bastante. -Empecé a vestirme-. Y además, yo la metí en esto.
– ¿Tú? ¿Cómo?
Mientras acababa de vestirme le describí cómo, cuándo volvíamos de Grinzing con König, le había explicado qué haría yo para tratar de encontrar a alguien desaparecido, en este caso el doctor Heim.
– Le dije que podríamos mirar en los sitios habituales de Heim, si me decía cuáles eran -le expliqué.
Pero me callé que pensaba que nunca llegarían a hacerlo; que supuse que con Müller, y posiblemente Nebe y König también, arrestados por Belinsky y la gente del Crowcass, la necesidad de buscar a Heim no llegaría a producirse; que pensaba que, hasta que terminara la reunión en Grinzing, había dejado a König a la espera y que no empezaría a buscar a su dentista muerto.
– ¿Por qué pensarían que tú podrías encontrarla?
– Antes de la guerra era detective en la policía de Berlín.
– Tendría que haberlo sabido -gruñó.
– En realidad no -dije enderezándome la corbata y poniéndome un cigarrillo en la boca, un cigarrillo que tenía un sabor amargo-, pero yo sí que tendría que haber sabido que tu amigo era lo bastante arrogante como para empezar a buscar a Heim por sí mismo. Fui un estúpido al creer que esperaría. -Me puse el abrigo y cogí el sombrero-. ¿Crees que pueden haberla llevado a Grinzing? -le pregunté.
– Ahora que lo pienso, me pareció que iban a la habitación de Veronika, donde sea que esté. Pero si no está allí, Grinzing es un sitio tan bueno como cualquier otro.
– Bueno, confiemos en que esté en casa.
Pero incluso mientras hablaba, mi instinto me decía que no era nada probable.
Lotte se levantó. La chaqueta le cubría el pecho y la parte superior del cuerpo, pero dejaba al descubierto la mata ardiente que hacía poco me había hablado tan convincentemente y me había dejado tan irritado como un conejo despellejado.
– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo en voz baja-. ¿Qué voy a hacer?
– ¿Tú? -Con un gesto señalé su desnudez-. Guarda la magia y vete a casa.