«La ciudad de los otros vieneses» era como lo había descrito Traudl Braunsteiner. No era ninguna exageración. El Cementerio Central era mayor que muchas ciudades que yo conocía y bastante más rico, además. Había menos posibilidades de que el austríaco medio se quedara sin su lápida que de que no fuera a su cafetería favorita. Parecía que no había nadie tan pobre como para no tener un trozo decente de mármol y, por vez primera, empecé a valorar el atractivo del negocio de los enterramientos. El teclado de un piano, una musa inspirada, los compases iniciales de un vals famoso… no había nada demasiado recargado para los artesanos de Viena, ninguna fábula grandilocuente o alegoría exagerada que la mano muerta de su arte no alcanzara. La enorme necrópolis reflejaba incluso las divisiones políticas y religiosas de su homóloga viva, con sus secciones judía, protestante y católica, por no hablar de las de las cuatro potencias.
Había mucho movimiento en los servicios de la capilla del tamaño de la primera maravilla del mundo donde se celebraban las exequias de Linden, y me encontré con que el cortejo fúnebre del capitán acababa de marcharse hacía solo unos minutos.
No era difícil distinguir el pequeño cortejo mientras circulaba lentamente a través del parque, cubierto de nieve, hacia el sector francés donde iban a enterrar a Linden, ya que era católico. Pero para alguien que iba a pie, como yo, era algo más difícil alcanzarlo; cuando lo logré, ya estaban bajando el lujoso ataúd al foso de color marrón oscuro, como si fuera un bote que se hunde en un sucio puerto. La familia Linden, con los brazos entrelazados al estilo de una brigada de la policía antidisturbios, se enfrentaba a su dolor con un valor tan indómito como si hubiera una medalla en juego.
La guardia de honor levantó los rifles y apuntó a la nieve que caía. Tuve una sensación incómoda cuandodispararon y, durante un momento, me pareció estar de nuevo en Minsk un día que, al dirigirme hacia el Estado Mayor, me atrajo el sonido de unos disparos; desde lo alto de un terraplén vi a seis hombres y mujeres arrodillados al borde de una fosa común ya llena de innumerables cuerpos, algunos de ellos todavía vivos, y detrás de ellos, un pelotón de fusilamiento de las SS mandado por un joven oficial de policía. Su nombre era Emil Becker.
– ¿Era amigo suyo? -me preguntó un hombre, un estadounidense, que apareció detrás de mí.
– No -dije-. He venido hasta aquí porque no es un sitio donde uno espere oír disparos. -No sabía si el estadounidense estaba en el funeral antes o si me había seguido desde la capilla. No parecía el hombre que había visto frente a la oficina de Liebl. Señalé la tumba.
– Dígame, ¿quién es?
– Un tipo llamado Linden.
Es difícil para alguien cuya lengua materna no es el alemán, así que quizá me equivocara, pero no parecía haber signo alguno de emoción en la voz del estadounidense.
Cuando hube visto bastante y asegurándome de que no había nadie que se pareciera, aun vagamente, a König entre los asistentes -y no es que esperara encontrarlo allí- me alejé tranquilamente. Me sorprendió que el estadounidense me acompañara.
– La cremación es mucho más amable para los pensamientos de los que quedan -dijo-. Consume todo tipo de ideas espantosas. Para mí, la putrefacción de un ser amado es algo inimaginable. Permanece en la cabeza con la persistencia de una tenia. La muerte ya es bastante mala sin que los gusanos se den un banquete. Yo tendría que saberlo. He enterrado a mis padres y a una hermana. Pero estas personas son católicas. No quieren poner en peligro sus posibilidades de una resurrección de los cuerpos. Como si Dios fuera a ocuparse de… -hizo un ademán abarcandotodo el cementerio- todo esto. ¿Es usted católico, Herr…?
– A veces -dije-. Cuando corro para coger un tren o cuando trato de recuperarme de una borrachera.
– Linden solía rezar a san Antonio -dijo el estadounidense-. Me parece que es el santo patron de las causas perdidas.
Me pregunté si trataba de ser críptico.
– Yo nunca lo invoco -dije.
Me acompañó por el camino que llevaba de vuelta a la capilla. Era una larga avenida de árboles cuidadosamente podados en la cual los copos de nieve que descansaban en los extremos de las ramas, parecidas a candelabros, se asemejaban a los cabos de las velas fundidas procedentes de algún réquiem extraordinario.
Señalando uno de los coches aparcados, un Mercedes, dijo:
– ¿Puedo llevarle a la ciudad? Tengo el coche ahí.
Era cierto que yo no soy muy católico. Matar hombres, incluso si son rusos, no era el tipo de pecado que resulta fácil de explicar a tu Hacedor. De cualquier modo, no tuve que consultar a san Miguel, el santo patrón de los policías, para oler a un PM.
– Puede dejarme en la puerta principal, si quiere -me oí contestar.
– Desde luego, entre.
No prestó más atención ni al funeral ni al cortejo fúnebre. Después de todo, ahora me tenía a mí, una cara nueva, para interesarse. Quizá fuera alguien que pudiera derramar algo de luz en algún oscuro rincón de todo aquel asunto. Me pregunté qué habría dicho si hubiera sabido que mis intenciones eran las mismas que las suyas y que era por la vaga esperanza de un encuentro como aquel por lo que me había dejado convencer de ir al funeral de Linden.
El estadounidense conducía lentamente, como si formara parte del cortejo, sin duda confiando en ampliar sus posibilidades de descubrir quién era yo y qué hacía allí.
– Me llamo Shields -dijo-, Roy Shields.
– Bernhard Gunther -respondí, no viendo razón alguna para engañarlo.
– ¿Es usted de Viena?
– No originariamente.
– ¿De dónde, originariamente?
– De Alemania.
– Ya, no me pareció que fuera austríaco.
– Su amigo… Herr Linden -dije, cambiando de tema-, ¿lo conocía bien?
El norteamericano se echó a reír y sacó unos cigarrillos del bolsillo superior de su chaqueta.
– ¿Linden? No lo conocía en absoluto. -Cogió un cigarrillo directamente con los labios y luego me pasó el paquete-. Lo asesinaron hace unas semanas y mi jefe pensó que sería una buena idea que yo representara a nuestro departamento en el funeral.
– ¿Y qué departamento es ese? -pregunté, aunque estaba casi seguro de conocer la respuesta.
– La Patrulla Internacional. -Mientras encendía el cigarrillo, imitó el estilo de las emisiones de radio estadounidenses-. Para su protección, llame al A29500. -Luego me pasó un librillo de fósforos de un sitio llamado Club Zebra-. Una pérdida de tiempo, si quiere saber mi opinión, venir hasta aquí.
– No es tan lejos -dije, y añadí-: A lo mejor su jefe esperaba que el asesino apareciera por aquí.
– ¡Joder!, espero que no -dijo riendo-. Ya tenemos a ese tipo entre rejas. No, el jefe, el capitán Clark, es el tipo de persona que gusta de observar el protocolo apropiado. -Shields giró en dirección sur, hacia la capilla-. Dios – murmuró-, este sitio es como un maldito campo de fútbol. ¿Sabe, Gunther?, el camino que hemos dejado tiene casi un kilómetro de largo, y va tan recto como una flecha. Le vi a usted cuando aún estaba a una distancia de unos doscientos metros del funeral de Linden y me pareció que tenía prisa por unirse a nosotros. -Sonrió, parecía que para sí mismo-. ¿Estoy en lo cierto?
– Mi padre está enterrado muy cerca de la tumba de Linden. Cuando llegué allí y vi la guardia de honor, decidívolver más tarde, cuando todo estuviera más tranquilo.
– ¿Ha recorrido todo ese camino a pie y no ha llevado una corona?
– ¿La ha llevado usted?
– Claro, y me ha costado cincuenta schillings.
– ¿A usted o al departamento?
– Supongo que pasamos la gorra para pagarla.
– ¿Y tiene que preguntarme por qué yo no he traído una corona?
– Vamos, Gunther -dijo Shields riendo-, no hay ni uno de ustedes que no esté metido en algún tinglado. Todos están cambiando schillings por dólares en billetes pequeños o vendiendo cigarrillos en el mercado negro. ¿Sabe?, a veces pienso que los austríacos están sacando más infringiendo las leyes que nosotros.
– Eso es porque usted es policía.
Atravesamos la puerta principal, en la Simmeringer Hauptstrasse, y nos detuvimos al lado de la parada del tranvía, donde varios hombres iban colgados del exterior de un atestado coche como si fuesen una carnada de hambrientos cerditos aferrándose a la barriga de una cerda.
– ¿Está seguro de que no quiere que le lleve hasta la ciudad? -dijo Shields.
– No, gracias. Tengo algo que hacer en donde están los canteros.
– Bueno, es su funeral -dijo con una sonrisa, y se marchó.
Anduve a lo largo del muro del cementerio, donde parecían tener sus locales la mayoría de jardineros y canteros de Viena, y encontré a una patética vieja que me bloqueaba el paso. Levantó una velita de penique y me pidió fuego.
– Tenga -dije, y le di los fósforos de Shields.
Cuando hizo ademán de coger solo uno, le dije que se quedara el librillo.
– No puedo pagárselo -dijo, disculpándose en serio.
Tan seguro como que un hombre que espera un tren mirará la hora, sabía que volvería a ver a Shields. Pero me habría gustado que estuviera allí en aquel momento para poderle mostrar a un austríaco que no tenía dinero ni parauna cerilla, por no hablar de una corona de cincuenta schillings.
Herr Josef Pichler era un austríaco bastante típico: más bajo y delgado que el alemán medio, con la piel pálida y de aspecto suave y una especie de bigote ralo y juvenil. La expresión abatida de su cara hocicuda le daba el aspecto de alguien que hubiera consumido demasiada cantidad de ese vino absurdamente joven que los austríacos parecen considerar bebible. Lo encontré de pie en su patio, comparando el boceto de una inscripción para una lápida con el resultado final.
– Buenos días nos dé Dios -dijo huraño.
Le contesté adecuadamente.
– ¿Es usted Herr Pichler, el célebre escultor? -le pregunté. Traudl me había advertido de que los vieneses adoran los títulos pomposos y la adulación.
– Sí -dijo, con jactancia, orgulloso-. ¿Este elegante caballero está pensando en encargar un trabajo? -Hablaba como si fuera el conservador de una galería de arte en la Dorotheergasse-. ¿Una bella lápida, quizá? -Señaló una gran pieza de mármol negro pulido en la cual había inscritos y pintados en oro nombres y una fecha-. ¿Algo de mármol? ¿Una figura tallada? ¿Tal vez una estatua?
– Para ser sincero, no estoy totalmente seguro, Herr Pichler. Creo que hace poco creó una hermosa pieza para un amigo mío, el doctor Max Abs. Quedó tan satisfecho con ella que me preguntaba si podría hacerme algo parecido.
– Sí, me parece que recuerdo a Herr Doktor -Pichler se quitó el pequeño gorro, parecido a un pastel de chocolate, y se rascó la gris coronilla-, pero en este momento no consigo recordar el diseño preciso. ¿Recuerda qué tipo de pieza?
– Me temo que solo sé que estaba entusiasmado con ella.
– No importa. Tal vez al honorable caballero no le importaría volver mañana y para entonces yo ya habré podidoencontrar los detalles de Herr Doktor. Permítame que le explique.
Me mostró el boceto que tenía en la mano, hecho para alguien fallecido cuya inscripción lo describía como «Ingeniero de Conductos Urbanos y Conservación».
– Tomemos este cliente -dijo, animándose al hablar de su propio trabajo-. Aquí tengo un diseño con su nombre y número de orden. Cuando el trabajo esté completado, el dibujo quedará archivado según la naturaleza de la pieza. A partir de ese momento, tendré que consultar mi libro de ventas para encontrar el nombre del cliente. Pero justo ahora tengo un poco de prisa para acabar esta pieza y -se dio unos golpecitos en la barriga- estoy exhausto. -Se encogió de hombros, disculpándose-. Anoche, ya sabe. Además, estoy escaso de personal.
Le di las gracias y lo dejé con su ingeniero de Conductos Urbanos y Conservación. Es de suponer que así sería como te llamabas si eras uno de los fontaneros de la ciudad. Me pregunté qué tipo de título se darían los investigadores privados. De vuelta a la ciudad y mientras mantenía el equilibrio en la parte exterior de un tranvía, evité pensar en mi precaria postura construyendo una serie de títulos elegantes para mí un tanto vulgar profesión: practicante de un estilo de vida masculino y solitario; agente de indagaciones no metafísicas; intermediario interrogador para los perplejos y ansiosos; abogado confidencial para los desplazados y desaparecidos; encargado de la búsqueda del Grial; persona en pos de la verdad. El que más me gustaba era este último. Pero, por lo menos en lo relativo a mi cliente en el caso concreto que tenía entre manos, nada reflejaba adecuadamente la sensación de trabajar por una causa perdida que habría desanimado incluso al más dogmático de los que defendían que la Tierra es plana.