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No dormí bien. Inquieto por lo que Belinsky me había dicho, mis pensamientos hacían que mis brazos y mis piernas se movieran sin cesar y, al cabo de muy pocas horas, cuando aún no había amanecido, me desperté bañado en un sudor frío para no volverme a dormir. «Si por lo menos no hubiera hablado de Dios», me dije.

Yo no era católico hasta que estuve prisionero en Rusia. El régimen del campo era tan duro que me pareció que había una posibilidad cierta de que acabara conmigo y, deseando estar en paz con lo más profundo de mi mente, acudí al único hombre de Iglesia que había entre mis compañeros de prisión, un sacerdote polaco. Me crié en la religión luterana, pero las creencias religiosas parecían una cuestión de escasa importancia en aquel sitio atroz.

Convertirme en católico cuando esperaba la muerte sólo me hizo aferrarme con más tenacidad a la vida y, cuando conseguí escapar y regresar a Berlín, continué asistiendo a misa y honrando la fe que parecía haberme librado de esa muerte.

Mi nueva Iglesia no tenía un buen historial en sus relaciones con los nazis, y también ahora se había distanciado de cualquier imputación de culpabilidad. De ahí se deducía que si la Iglesia católica no era culpable, tampoco lo eran sus miembros. Había, parecía, alguna base teológica para rechazar la culpabilidad colectiva de los alemanes. La culpa, decían los sacerdotes, era algo personal entre un hombre y su Dios, y su atribución a una nación por otra era una blasfemia, ya que solo podía ser una prerrogativa divina. Después de todo, lo único que quedaba por hacer era rogarpor los muertos, por los que habían pecado y porque toda aquella horrible y embarazosa época se olvidara lo más rápidamente posible.

Eran muchos los que seguían sintiéndose incómodos por la forma en que se escondía la suciedad moral debajo de la alfombra, pero es verdad que una nación no puede sentir una culpabilidad colectiva, que cada hombre debe hacerle frente personalmente. Solo ahora comprendía la naturaleza de mi propia culpa, y quizá no era muy diferente de la de muchos otros; era que no había dicho nada, que no había levantado la voz contra los nazis. También comprendí que me sentía resentido contra Heinrich Müller, porque como jefe de la Gestapo había hecho más que cualquier otro hombre para lograr la corrupción del cuerpo de policía al cual en una época yo me sentí orgulloso de pertenecer. De aquello había nacido un horror absoluto.

Ahora parecía que no era demasiado tarde para hacer algo, después de todo. Era posible que, al encontrar a Müller, símbolo no solo de mi propia corrupción, sino también de la de Becker, y llevarlo ante la justicia, pudiera quedar limpio de mi parte de culpa por lo que había sucedido.

Belinsky telefoneó temprano, casi como si ya hubiera adivinado mi decisión, y le dije que le ayudaría a encontrar al Müller de la Gestapo, no por el Crowcass ni por el ejército de Estados Unidos, sino por Alemania. Pero sobre todo, le dije, lo ayudaría a atrapar a Müller por mí mismo.

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